El anciano, sorprendido, abrió unos ojos como platos. Levantó una mano huesuda que agitó en el reducido espacio entre Ricky y su tórax hundido, como si pudiera alejar la pregunta, pero estaba demasiado débil para hacerlo. Tosió, se atragantó y tragó saliva antes de preguntar:
—¿Qué clase de sacerdote es usted?
—Un sacerdote de la memoria —contestó Ricky.
—¿Qué quiere decir con eso? —Las palabras del hombre eran apresuradas y atemorizadas. Recorrió la habitación rápidamente con la mirada como si buscara a alguien que lo ayudara.
Ricky esperó antes de responder. Bajó los ojos hacia Calvin Tyson, que, aterrado de repente, se retorcía en la cama, e intentó adivinar si tendría miedo de él o de la historia que parecía conocer. Sospechó que el viejo había pasado años solo sabiendo lo que había hecho y, aunque las autoridades escolares, los vecinos y su mujer hubieran sospechado de él, seguramente se habría convencido de que era un secreto que sólo compartía con su hija.
Ricky, con su provocadora pregunta, debía de parecerle una especie de ángel vengador. El anciano alargó la mano para buscar el timbre que colgaba de un cable en la cabecera, pero Ricky lo apartó de su alcance.
—No vamos a necesitar esto —aseguró—. Nuestra conversación será en privado.
El viejo dejó caer la mano en la cama y agarró la mascarilla de oxígeno para aspirar bocanadas profundas con los ojos todavía desorbitados de miedo. La mascarilla era anticuada, verde, y cubría la nariz y la boca con un plástico opaco. En unas instalaciones modernas, Tyson tendría un artilugio más pequeño sujeto entre los orificios de la nariz. Pero aquel hospital para veteranos del ejército era el tipo de sitio donde se envía el equipo viejo para que sea utilizado antes de desecharlo, más o menos como muchos de los pacientes que ocupaban aquellas camas. Ricky apartó la mascarilla de oxígeno de la cara de Tyson.
—¿Quién es usted? —preguntó el viejo, temeroso. Tenía acento del Sur. Ricky pensó que había algo de infantil en el terror que asomaba a sus ojos.
—Soy un hombre con algunas preguntas —dijo—. Un hombre que busca algunas respuestas. Verá, esto puede ser fácil o difícil; depende de usted.
Para su sorpresa, no le costó nada amenazar a un anciano decrépito que había abusado de su única hija y que después había vuelto la espalda a sus nietos huérfanos.
—Usted no es ningún predicador —dijo Tyson—. Usted no trabaja para el Señor.
—En eso se equivoca —aseguró Ricky—. Y teniendo en cuenta que va a estar frente a Él en cualquier momento, quizás haría bien en pecar de creyente.
Este argumento pareció tener algún sentido para el anciano, que cambió de postura y asintió.
—Su hija… —empezó Ricky, pero no pudo concluir la frase.
—Mi hija está muerta. No era buena. Nunca lo fue.
—¿No cree que usted tuvo algo que ver en eso?
—Usted no sabe nada. —Calvin Tyson sacudió la cabeza—. Nadie lo sabe. Lo que ocurrió ya es historia.
Ricky lo miró a los ojos. Vio que se endurecían como el cemento que fragua deprisa bajo un sol riguroso. Efectuó una rápida valoración psicológica. Tyson era un pedófilo despiadado, impenitente e incapaz de comprender el daño que había causado a su hija. Y yacía ahí, en su lecho de muerte, seguramente más asustado por lo que lo esperaba que por lo que había hecho en el pasado. Decidió seguir ese camino para ver adónde lo conducía.
—Puedo darle el perdón… —insinuó Ricky.
—No hay ningún predicador tan poderoso —gruñó el anciano con desdén—. Correré el riesgo.
—Su hija Claire tuvo tres hijos… —dijo Ricky tras una pausa.
—Era una puta; se marchó con ése de las prospecciones petrolíferas, y después acabó en Nueva York. Eso la mató. No yo.
—Cuando murió se pusieron en contacto con usted —prosiguió Ricky—. Era su pariente vivo más cercano. Alguien de Nueva York lo llamó para saber si se haría cargo de los niños.
—¿Para qué iba a querer a esos bastardos? Mi hija nunca se casó. Yo no los quería.
Ricky observó a Calvin Tyson y pensó que debió de ser una decisión difícil de tomar para él. Por una parte, no quería la carga económica de criar a los tres huérfanos de su hija. Pero, por otra, eso le habría proporcionado nuevas fuentes para saciar sus pervertidos impulsos sexuales. Eso debió de ejercer en él una seducción muy fuerte, casi irresistible. Un pedófilo dominado por el deseo es una fuerza poderosa e imparable. ¿Qué le haría rechazar una nueva fuente disponible de placer? Ricky siguió contemplando al anciano y entonces, en un instante, lo supo: Calvin Tyson tenía otros recursos. ¿Los hijos de los vecinos? ¿En la misma calle? ¿A la vuelta de la esquina? ¿En un parque? No lo sabía, pero era cerca.
—Así que firmó unos documentos para darlos en adopción, ¿no?
—Sí. ¿Por qué quiere saberlo?
—Porque tengo que encontrarlos.
—¿Para qué?
Ricky echó un vistazo alrededor. Señaló con un ligero gesto la habitación del hospital.
—¿Sabe quién lo echó a la calle? —preguntó—. ¿Sabe quién ejecutó la hipoteca de su casa y lo desalojó de modo que terminó aquí, esperando solo la muerte?
—Alguien compró la deuda sobre la casa a la sociedad hipotecaria —comentó el anciano sacudiendo la cabeza—. No me dio la oportunidad de saldar la deuda cuando me atrasé en el pago de una cuota y ¡zas!, me quedé en la calle.
—¿Y qué le pasó entonces?
Los ojos del anciano se volvieron legañosos, de repente llenos de lágrimas. Ricky lo encontró patético. Pero refrenó cualquier sentimiento incipiente de lástima. Lo que Calvin Tyson había recibido era menos de lo que se merecía.
—Estaba en la calle. Enfermé. Me dieron una paliza. Ahora me estoy muriendo, como usted ha dicho.
—Pues el hombre que lo condujo a esta cama es el hijo de su hija —anunció Ricky.
Calvin Tyson abrió unos ojos como platos y meneó la cabeza.
—¿Cómo es posible?
—Él compró la deuda. Él lo desalojó. Lo más probable es que él organizara también que lo apalearan. ¿Lo violaron?
Tyson meneó la cabeza.
«Eso es algo que Rumplestiltskin no sabía —pensó Ricky—. Claire Tyson no debió de contar ese secreto a sus hijos. El viejo tuvo suerte de que Rumplestiltskin no se molestara en hablar con los vecinos ni con nadie del instituto de secundaria».
—¿Me hizo todo eso? ¿Por qué?
—Porque usted les dio la espalda a él y a su madre. Así que le pagó con la misma moneda.
—Todo lo malo que me ha ocurrido… —sollozó el viejo.
—… es obra de un hombre —terminó Ricky por él—. El hombre que yo estoy intentando encontrar. Así que se lo preguntaré de nuevo: firmó unos documentos para dar a los niños en adopción, ¿verdad?
Tyson asintió.
—¿Recibió también dinero?
—Un par de los grandes —asintió otra vez el anciano.
—¿Cómo se llamaba la pareja que adoptó a los tres niños?
—Tengo un documento.
—¿Dónde?
—En la caja de mis cosas, en el armario. —Señaló una taquilla de metal gris cubierta de arañazos.
Ricky la abrió y vio unas cuantas prendas raídas colgadas en perchas. En el suelo había una caja de caudales barata. El cierre estaba roto. Ricky la abrió y revolvió con rapidez unos documentos viejos hasta que encontró unos sujetados con una goma elástica. Vio un sello del estado de Nueva York. Se metió los documentos en el bolsillo de la chaqueta.
—No los va a necesitar —dijo al anciano. Bajó los ojos hacia el hombre echado sobre las sucias sábanas de la cama del hospital y cuya bata apenas cubría su desnudez. Tyson aspiró un poco más de oxígeno. Estaba pálido—. ¿Sabe qué? —dijo Ricky despacio, con una crueldad que lo asombró—. Ahora ya puede morirse. Creo que será mejor que se dé prisa porque estoy seguro de que lo espera más dolor. Mucho más dolor. Tanto como el que usted causó en este mundo pero multiplicado por cien. Así que adelante, muérase.
—¿Qué va a hacer? —preguntó Tyson. Su voz era un suspiro horrorizado, con jadeos y resuellos provocados por la enfermedad que le carcomía los pulmones.
—Encontrar a esos niños.
—¿Por qué quiere hacer eso?
—Porque uno de ellos también me mató a mí —le espetó Ricky mientras se volvía para irse.
Justo antes de la hora de cenar, Ricky llamó a la puerta de una casa en buen estado, de dos habitaciones, en una calle tranquila bordeada de palmeras. Todavía llevaba la indumentaria sacerdotal, lo que le daba un poco más de seguridad, como si el alzacuellos le proporcionara un anonimato que desalentaría a cualquiera que pudiera hacer preguntas. Esperó hasta que la puerta se entreabrió y vio a una mujer mayor. La puerta se abrió un poco más cuando la mujer vio el traje clerical, pero no salió de detrás de la mosquitera.
—¿Sí? —preguntó.
—Hola —contestó Ricky con tono afable—. Estoy intentando averiguar el paradero de un joven llamado Daniel Collins.
La mujer soltó un grito ahogado y se llevó la mano a la boca para ocultar su sorpresa. Ricky guardó silencio mientras observaba cómo la mujer se esforzaba en recobrar la compostura. Trató de interpretar los cambios que experimentó su rostro, desde la impresión inicial hasta una dureza que contenía una terrible frialdad. Por fin su cara compuso una expresión rígida y su voz, cuando pudo usarla, pareció utilizar palabras arrancadas al invierno.
—Lo damos por perdido —dijo. Unas lágrimas pugnaban por asomarle a los ojos y contradecían la fortaleza de su voz.
—Lo siento —comentó Ricky todavía en un tono jovial que escondía su repentina curiosidad—. No entiendo a qué se refiere con «perdido».
La mujer sacudió la cabeza sin contestar de modo directo. Miró su ropa de sacerdote y preguntó:
—¿Por qué busca a mi hijo, padre?
Ricky sacó la carta falsa y supuso que la mujer no la leería con tanta atención como para cuestionarla.
Cuando ella fue a ojear el documento, él empezó a hablar para que no pudiera concentrarse en lo que leía. Distraerla para que no le hiciera preguntas no parecía una tarea difícil.
—Verá, señora… Collins, ¿correcto? La parroquia está intentando encontrar a alguien que pueda ser donante de médula para esta joven que es pariente lejana suya. ¿Ve el problema? Le pediría que se hiciera un análisis de sangre pero supongo que supera la edad límite para la donación de médula. Tiene más de sesenta años, ¿verdad?
Ricky no tenía idea de si la médula ósea dejaba de ser viable a ninguna edad. Así que hizo una pregunta ficticia para una respuesta que era evidente. La mujer alzó los ojos de la carta para responder y Ricky aprovechó para arrebatársela de las manos.
—Esta carta incluye mucha terminología médica —comentó—. Se lo puedo explicar, si lo prefiere. ¿Podríamos sentamos?
La mujer asintió a regañadientes y abrió del todo la puerta. Ricky entró en una casa que parecía tan frágil como su anciana ocupante. Estaba llena de objetos y figuritas de porcelana, jarrones vacíos y adornos, y el olor a cerrado superaba el aire viciado del aparato de aire acondicionado que funcionaba con un golpeteo que le hizo suponer que tendría alguna pieza suelta. Encima de la moqueta había alfombrillas de pasillo de plástico y en el sofá una funda también de plástico, como si la mujer temiera ensuciar algo. Daba la impresión de que todo tenía su lugar en aquella casa, y de que la mujer que vivía en ella notaría al instante cualquier objeto fuera de su sitio, aunque sólo fuese unos milímetros.
El sofá chirrió cuando él se sentó.
—¿Podría localizar a su hijo? Verá, podría ser compatible —dijo Ricky, que cada vez mentía con mayor facilidad.
—Está muerto —indicó la mujer con más frialdad.
—¿Muerto? Pero ¿cómo…?
—Muerto para todos nosotros. —La señora Collins sacudió la cabeza—. Muerto para mí. Muerto y despreciado. Sólo nos ha causado sufrimiento, padre. Lo siento.
—¿Cómo ocurrió?
—Todavía no ha ocurrido —aclaró la mujer, sacudiendo de nuevo la cabeza—. Pero será muy pronto, creo.
Ricky se recostó, lo que provocó el mismo chirrido.
—Me parece que no acabo de entenderla —dijo.
La mujer se agachó y tomó un álbum de recortes de un estante bajo la mesilla de centro. Lo abrió y pasó unas páginas. Ricky pudo atisbar artículos periodísticos sobre deportes y recordó que Daniel Collins era deportista en el instituto. Había una fotografía de su graduación, seguida de una página en blanco. La mujer se detuvo en ella y le pasó el álbum.
—Vuelva esa página —dijo con amargura.
Centrado en una sola hoja del álbum figuraba un único artículo del Tampa Tribune. El titular rezaba:
HOMBRE DETENIDO TRAS UNA MUERTE EN UN BAR
Había pocos detalles, aparte de que habían detenido a Daniel Collins hacía poco más de un año, acusado de homicidio después de una pelea en un bar. En la página adyacente, otro titular:
EL ESTADO PEDIRÁ LA PENA DE MUERTE PARA EL HOMICIDA DEL BAR
Este artículo, recortado y pegado en el centro de otra página iba acompañado de una fotografía de un Daniel Collins de mediana edad mientras era conducido esposado a un juzgado. Ricky echó un vistazo al artículo del periódico. Los hechos del caso parecían bastante simples. Dos borrachos se habían peleado. Uno de ellos había salido a la calle y esperado a que el otro hiciera lo mismo. Empuñando un cuchillo, según la fiscalía. El asesino, Daniel Collins, había sido detenido en la escena del crimen, inconsciente, borracho, con el cuchillo ensangrentado cerca de la mano y la víctima a unos metros de distancia. El periódico insinuaba que la víctima había sido eviscerada con particular crueldad antes de robarle. Al parecer, después de haberle asesinado y robado el dinero, Collins se había tomado otra botella de whisky, y al final se había caído inconsciente en la misma escena del crimen. Un caso clarísimo.
Leyó artículos más breves sobre un juicio y una sentencia. Collins había afirmado que no era consciente del crimen porque había bebido mucho esa noche. No era una coartada demasiado buena y no había convencido al jurado. Sus miembros sólo deliberaron noventa minutos. Tardaron un par de horas más en recomendar la pena de muerte, después de que la misma justificación se presentara como atenuante y fuera denegada. Una muerte oficial, clara, envuelta y servida del modo menos desagradable.
Ricky alzó los ojos. La anciana sacudía la cabeza.
—Mi querido muchacho —se lamentó—. Lo perdí primero por culpa de esa zorra, después por culpa de la bebida, y ahora está en el corredor de la muerte.
—¿Han fijado la fecha?
—No —respondió la anciana—. Su abogado dice que pueden apelar. Lo va a intentar en un juzgado y en otro. No lo entiendo demasiado bien. Lo único que sé es que mi muchacho dice que él no lo hizo, pero eso no sirvió de nada. —Dirigió una mirada llena de dureza al alzacuellos que llevaba Ricky—. En este estado, todos amamos a Jesús, y la mayoría de la gente va a la iglesia los domingos. Pero cuando la Biblia dice «No matarás», no parece aplicarse a nuestros tribunales. Ni a los nuestros ni a los de Georgia o Texas. Son un mal sitio para cometer un delito en el que muera alguien, padre. Me gustaría que mi chico lo hubiera tenido en cuenta antes de coger ese cuchillo y meterse en esa pelea.
—¿Y él dice que es inocente?
—Sí. Dice que no recuerda nada de la pelea. Dice que se despertó cubierto de sangre y con ese cuchillo al lado cuando un policía lo tocó con la porra. Supongo que no recordar no es una defensa muy buena.
Ricky volvió la página, pero no había nada.
—Supongo que tengo que guardar una página —comentó la mujer—. Para un último artículo. Espero haber muerto antes de que llegue ese día porque no quiero verlo. —Sacudió la cabeza y añadió—: ¿Sabe una cosa, padre?
—¿Qué?
—Esto siempre me ha molestado. Cuando mi chico consiguió aquella victoria contra el South Side High, en el campeonato municipal, publicaron su foto en la portada. Pero todos estos artículos en Tampa donde nadie sabía gran cosa sobre mi chico, eran artículos pequeños, en el interior del periódico, donde apenas nadie los ve. En mi opinión, si vas a arrebatar la vida a un hombre en un tribunal, deberías darle más importancia. Debería ser especial y aparecer en portada. Pero no lo es. Sólo es otro articulito que figura junto a la noticia de alcantarilla rota y a la sección de jardinería. Es como si la vida ya no fuera importante.
Se levantó y Ricky la imitó.
—Hablar sobre esto me enferma el corazón, padre. Y no encuentro consuelo en ninguna palabra, ni siquiera en la Biblia.
—Creo que debería abrir su corazón a la bondad que recuerda, hija mía, y de ese modo podrá consolarse.
Ricky pensó que en su intento de sonar como un sacerdote sus palabras resultaban trilladas e inútiles, que era más o menos lo que quería. Aquella mujer había criado a un muchacho que era, según todas las apariencias, un verdadero hijo de puta que había empezado su lamentable vida seduciendo a una compañera de clase, arrastrándola con él unos años para después abandonarla a ella y a sus hijos, y terminando matando a un hombre por ninguna razón que no fuera el exceso de alcohol. Si había algo positivo en la vida tonta e inútil de Daniel Collins, él todavía no lo había visto. Este cinismo, que le bullía en su interior, quedó más o menos confirmado por las palabras que dijo a continuación la anciana.
—La bondad terminó con esa chica. Cuando se quedó embarazada de mi hijo por primera vez, él se arruinó la vida para siempre. Ella lo sedujo, usó toda la astucia de una mujer, lo atrapó y después lo utilizó para marcharse de aquí. Ella tuvo la culpa de todos los problemas que tuvo mi hijo para ser alguien, para abrirse camino en el mundo.
La voz de la mujer no dejaba lugar a la duda. Era fría, abrupta y estaba totalmente aferrada a la idea de que su adorado hijo no había tenido nada que ver en los problemas que había encontrado en la vida.
Y Ricky, el antiguo psicoanalista, sabía que existían pocas probabilidades de que ella advirtiese su culpabilidad. «Creamos y después, cuando la creación sale mal, queremos culpar a otros, cuando normalmente somos nosotros los responsables», pensó.
—¿Pero usted cree que es inocente? —preguntó Ricky. Sabía la respuesta. Y no dijo «del crimen» porque la anciana creía que su hijo era inocente de todo.
—Por supuesto. Si él lo dijo, yo le creo. —Sacó del álbum de recortes la tarjeta de un abogado y se la entregó a Ricky. Un abogado de oficio de Tampa. Observó el nombre y el teléfono y dejó que la mujer lo acompañara a la puerta.
—¿Sabe qué ocurrió con los tres niños? ¿Sus nietos? —preguntó Ricky mientras hacía un gesto con la carta falsa.
—Los dieron en adopción, según oí —contestó ella sacudiendo la cabeza—. Danny firmó algún documento cuando estaba en la cárcel, en Texas. Lo pillaron robando pero no me lo creí. Estuvo un par de años en la cárcel. No volvimos a saber de ellos. Supongo que ya habrán crecido, pero nunca he visto a ninguno, de modo que no es como si pensara en ellos. Danny hizo bien en darlos en adopción cuando esa mujer murió. Él solo no podía criar a tres niños a los que apenas conocía. Y yo tampoco podía ayudarle, al estar aquí sola y enferma. Así que se convirtieron en el problema de otras personas y en los hijos de otras personas. Como dije, nunca supimos nada de ellos.
Ricky sabía que esta última afirmación no era cierta.
—¿Sabe por lo menos sus nombres? —preguntó.
La mujer negó con la cabeza. La crueldad de ese gesto casi le sacudió como un puñetazo, y supo de dónde había sacado el joven Daniel Collins su egoísmo.
Al sol de última hora de la tarde, permaneció un momento en la acera preguntándose si el alcance de Rumplestiltskin sería tal que hubiera llevado a Daniel Collins al corredor de la muerte. Suponía que sí. Lo que no sabía era cómo.