Ricky no abrió la cartera del hombre hasta después de haber llegado a la terminal de autobuses siguiendo una ruta que le obligó a cambiar dos veces de metro y después de haber recuperado la ropa de la taquilla. En los aseos, logró limpiarse un poco la suciedad de cara y manos y frotarse los sobacos y el cuello con toallas de papel mojadas con agua templada y jabón muy perfumado. No podía hacer gran cosa respecto a la grasa que le cubría el cabello o al olor corporal que sólo una ducha lograría eliminar. Tiró las ropas sucias de vagabundo a la papelera y se puso los pantalones caqui y la camisa que llevaba en la mochila. Contempló su aspecto en el espejo y pensó que había cruzado una línea invisible de regreso hacia donde otra vez parecía un participante en la vida más que un habitante del infierno. Un peine barato de plástico contribuyó a su imagen, pero pensó que seguía situado en un extremo, o cerca de él, y muy alejado del hombre que era antes.
Salió de los aseos y compró un billete de autobús a Durham. Tenía que esperar casi una hora, así que se compró un bocadillo y un refresco y se dirigió a un rincón vacío del vestíbulo. Echó un vistazo alrededor para asegurarse de que nadie lo observaba y desenvolvió el bocadillo en el regazo. Después, abrió la cartera, que tapó con la comida.
Lo primero que vio le iluminó la cara y lo llenó de alivio: una tarjeta destrozada y descolorida, pero legible, de la Seguridad Social.
El nombre estaba mecanografiado: Richard S. Lively.
A Ricky le gustó. Lively significa «animado» en inglés y, por primera vez en semanas, era así como se sentía. Vio que había tenido una buena suerte adicional: no tendría que aprender a usar un nombre nuevo; la abreviatura corriente de Richard y de Frederick, el suyo, era la misma.
Echó la cabeza atrás y contempló los fluorescentes del techo. Pensó que había renacido en una terminal de autobuses. Supuso que había lugares mucho peores para reintegrarse al mundo.
La cartera olía a sudor seco, y Ricky repasó con rapidez su contenido. No había gran cosa, pero lo que contenía era una especie de mina de oro. Además de la tarjeta de la Seguridad Social había un carné de conducir de Illinois caducado, un carné de biblioteca de un sistema suburbano de las afueras de San Luis, Missouri, y una tarjeta de la cadena de estaciones de servicio Triple A del mismo estado. Ninguna de esas identificaciones requería foto, salvo el carné de conducir, que aportaba detalles como el color del cabello y los ojos, la estatura y el peso, junto a una fotografía algo desenfocada de Richard Lively. También había una tarjeta de identificación de un hospital de Chicago señalada con un asterisco rojo en una esquina.
«Sida —pensó Ricky—. Seropositivo».
Había tenido razón sobre las llagas en la cara del hombre. Todos los documentos identificativos incluían direcciones distintas. Ricky se los metió en el bolsillo. Había también dos recortes de periódico ajados y amarillentos, que desdobló con cuidado y leyó. El primero correspondía a la necrológica de una mujer de setenta y tres años. El otro era un artículo sobre reducciones de personal de una fábrica de recambios de automóvil. Ricky supuso que la primera era la madre de Richard Lively y el segundo, el empleo que el hombre había tenido antes de hundirse en el mundo del alcohol que lo había conducido a las calles. No tenía idea de qué le habría impulsado a viajar del centro del país a la Costa Este, pero ese cambio le era propicio. Las probabilidades de que alguien le relacionara con ese hombre se reducían mucho.
Leyó deprisa los dos recortes y memorizó los detalles. Observó que sólo se mencionaba un miembro de la familia de la mujer, al parecer un ama de casa de Albuquerque, Nuevo México. Supuso que sería una hermana que se habría olvidado de su hermano hacía muchos años. La madre había sido bibliotecaria del condado y antigua directora de colegio, lo que constituía la pequeña aportación al mundo que había propiciado la necrológica. Se decía que su marido había fallecido unos años antes. La fábrica donde había trabajado Richard Lively producía pastillas de freno y había sido víctima de la decisión empresarial de trasladarse a un lugar de Guatemala donde se fabricaría la misma pieza con costes más reducidos. Ricky pensó que eso provocaba amargura, y era una razón más que suficiente para dejar que la bebida dominara la vida de uno. No tenía modo de saber cómo el hombre había contraído la enfermedad. Probablemente a través de alguna aguja. Devolvió los recortes a la cartera y echó ésta a una papelera. Pensó en la tarjeta de identificación del hospital con su delatora señal roja y se la sacó del bolsillo. La dobló hasta partirla por la mitad, la envolvió con el papel del bocadillo y la dejó en el fondo de la papelera.
«Sé lo suficiente», pensó.
Por la megafonía se anunció su autobús, pronunciado casi ininteligiblemente por algún empleado tras una mampara de cristal. Ricky se levantó, se cargó la mochila al hombro, recluyó al doctor Starks en algún lugar recóndito de su interior y dio su primer paso como Richard Lively.
Su vida empezó a tomar forma con rapidez.
En una semana había logrado dos trabajos a tiempo parcial. El primero como cajero de un establecimiento Dairy Mart durante cinco horas por la noche y el segundo reponiendo estantes en un supermercado de alimentación Stop and Shop otras cinco horas por la mañana, un horario que le dejaba libres las tardes. En ninguno de los dos sitios le habían hecho demasiadas preguntas, aunque el encargado de la tienda de comestibles quiso saber si participaba en un programa de Alcohólicos Anónimos, a lo que Ricky contestó afirmativamente. Resultó que el encargado también y, tras darle una lista de iglesias y centros cívicos con sus reuniones previstas, le entregó el consabido delantal verde y le puso a trabajar.
Usó el número de la Seguridad Social de Richard Lively para abrir una cuenta corriente donde depositó el efectivo que le quedaba. Una vez hecho esto, encontró que las salidas del laberinto burocrático eran bastante sencillas. Obtuvo una tarjeta nueva de la Seguridad Social con sólo rellenar un formulario en el que había plasmado su propia firma. En la Dirección de Tráfico ni siquiera ojearon la fotografía del carné de Illinois cuando Ricky se presentó para solicitar un carné de conducir de New Hampshire, esta vez con su fotografía y su firma, su color de ojos, su estatura y su peso. También alquiló un apartado de correos en un centro de servicios postales Mailboxes Etc., lo que le proporcionó una dirección para los extractos bancarios y la demás correspondencia que podría originar con rapidez. Agradeció recibir catálogos. Se hizo socio de un videoclub y del YMCA. Cualquier cosa que le proporcionara otra tarjeta con su nuevo nombre. Otro formulario y un cheque de cinco dólares le valió una copia del certificado de nacimiento de Richard Lively, que un funcionario le envió por correo desde Chicago.
Procuró no pensar en el verdadero Richard Lively. No le había costado demasiado engañar a un hombre borracho, enfermo y desquiciado para arrebatarle su cartera y su identidad. Aunque se decía que haberlo hecho así era mejor que sacársela a golpes, eso no lo tranquilizaba del todo.
Se fue sacudiendo el sentimiento de culpa a medida que ampliaba su mundo. Se prometió que devolvería su identidad a Richard Lively cuando hubiera logrado recuperar la suya de Rumplestiltskin. Lo único que no sabía era cuánto tiempo le llevaría.
Sabía que tenía que marcharse del motel, así que regresó a la zona cercana a la biblioteca pública en busca de la casa con el cartel de SE ALQUILA HABITACIÓN. Le alivió ver que seguía en la ventana de la modesta casa de madera.
Tenía un jardín pequeño, sombreado gracias a un roble y repleto de juguetes de plástico esparcidos. Un niño de cuatro años jugaba con un volquete y una colección de soldaditos en la hierba, mientras que una mujer mayor sentada en una silla de jardín a poca distancia leía el periódico sin dejar de echar de vez en cuando un vistazo al niño, que emitía sonidos de motor y de combate mientras jugaba. Ricky vio que el niño llevaba un audífono en una oreja.
La mujer alzó los ojos y vio a Ricky.
—Hola —la saludó—. ¿Es suya esta casa?
—Sí. —La mujer asintió a la vez que doblaba el periódico en el regazo y dirigía la mirada hacia el niño.
—He visto el cartel. Sobre la habitación —explicó Ricky.
—Solemos alquilarla a estudiantes —contestó la mujer, que lo observaba con cautela.
—Soy una especie de estudiante —dijo Ricky—. Es decir, espero cursar un posgrado, pero voy un poco despacio porque también tengo que trabajar para ganarme la vida. Eso complica las cosas —concluyó con una sonrisa.
—¿Qué clase de posgrado? —preguntó la mujer a la vez que se levantaba.
—En criminología —improvisó Ricky—. Permita que me presente. Me llamo Richard Lively. Mis amigos me llaman Ricky. No soy de por aquí. De hecho, he llegado hace poco, necesito un lugar donde vivir.
—¿No tiene familia? —La mujer seguía mirándolo con recelo—. ¿Ni raíces?
Ricky sacudió la cabeza.
—¿Ha estado en la cárcel? —Quiso saber la mujer.
Ricky pensó que la verdadera respuesta a eso era que sí. Una cárcel concebida por un hombre al que no conocía pero que lo odiaba.
—No —contestó—. Pero es una pregunta razonable. He estado en el extranjero.
—¿Dónde?
—En México —mintió.
—¿Qué hacía en México?
—Un primo mío se fue a Los Ángeles y se involucró en el tráfico de drogas. Luego desapareció —inventó con rapidez—. Fui para intentar encontrarlo y viví seis meses de evasivas y mentiras. Pero eso fue lo que me llevó a interesarme por la criminología.
La mujer sacudió la cabeza, recelosa de ese relato descabellado.
—Ya —dijo—. ¿Y qué le trajo a Durham?
—Quería alejarme para siempre de ese mundo —explicó Ricky—. No me gané demasiados amigos haciendo preguntas sobre mi primo. Imaginé que tendría que ir a algún lugar lejos de ese mundo, y el mapa me sugirió New Hampshire o Maine, y así fue cómo aterricé aquí.
—No sé si creerlo —respondió la mujer—. Es toda una historia. ¿Cómo sé que es de fiar? ¿Tiene referencias?
—Cualquiera puede conseguir referencias que digan lo que sea —aseguró Ricky—. Sería mucho mejor que me escuchara la voz y me mirara a la cara y sacara sus propias conclusiones después de charlar un rato conmigo.
—Una actitud muy de New Hampshire —sonrió la mujer—. Le enseñaré la habitación, pero aún no estoy segura.
—Está bien —concedió Ricky.
La habitación era un desván acondicionado, con cuarto de baño propio y espacio suficiente para una cama, un escritorio y un sillón viejo demasiado relleno. Contra una pared había una estantería vacía y una cómoda. Una cortina rosa, de niña, enmarcaba una bonita ventana con una media luna superior que daba al jardín y a la tranquila calle lateral. Las paredes estaban decoradas con pósters de viaje que anunciaban los cayos de Florida y las montañas de Vail, en Colorado: una submarinista en bikini y un esquiador que daba un puntapié a una capa de nieve inmaculada. Al lado de la habitación había un huequecito que contenía un pequeño frigorífico y una mesa con una placa térmica. Un estante atornillado a la pared sostenía algunos elementos de vajilla blanca. Ricky pensó que aquel sitio tenía muchas características de la celda de un monje, que era como se veía en ese momento a sí mismo.
—No podrá cocinar en realidad —indicó la mujer—. Sólo tentempiés y pizzas, ese tipo de cosas. No ofrecemos servicio de cocina.
—Suelo comer fuera —comentó Ricky—. De todos modos, tampoco soy demasiado comilón.
—¿Cuánto tiempo piensa quedarse? —La propietaria seguía observándolo—. Solemos alquilarla por un año académico.
—Eso me iría bien —aseguró—. ¿Quiere que firmemos un contrato?
—No. Sólo exigimos un apretón de manos. Nosotros pagamos los servicios, excepto el teléfono. Tiene una línea independiente. La compañía se la activará en cuanto quiera. Nada de huéspedes. Nada de fiestas. Nada de música a todo volumen. Nada de trasnochadas…
—¿Y suele alquilarla a estudiantes? —la interrumpió Ricky con una sonrisa.
La mujer captó la contradicción.
—Bueno, a estudiantes serios.
—¿Vive sola con su hijo?
—Me halaga. —La propietaria meneó la cabeza con una sonrisita—. Es mi nieto. Mi hija está en clase. Está divorciada y estudia contabilidad. Yo cuido del niño mientras ella trabaja o estudia, que suele ser todo el tiempo.
—Soy bastante reservado —dijo Ricky—. Y bastante tranquilo. Tengo un par de trabajos, lo que me ocupa gran parte del día. Y en el tiempo libre, estudio.
—Es mayor para ser estudiante. Puede que demasiado.
—Nunca es demasiado tarde para aprender, ¿no cree?
—¿Es usted peligroso, señor Lively? ¿O está huyendo de algo?
Ricky reflexionó antes de contestar:
—He dejado de huir, señora…
—Williams, Janet. El niño se llama Evan y mi hija, Andrea.
—Bueno, aquí es donde me detengo, señora Williams. No estoy huyendo de la justicia, de una exmujer o de una secta cristiana de derechas, aunque usted podría dejar volar su imaginación en alguna de esas direcciones o en todas a la vez. Y, en cuanto a ser peligroso… Bueno, si lo fuera, ¿por qué tendría que huir?
—En eso lleva razón —dijo la señora Williams—. Es mi casa, ¿sabe? Y somos dos mujeres solas con un niño…
—Tiene motivos para ser precavida. No la culpo por preguntar.
—No sé si creo mucho de lo que me ha contado —contestó ella.
—¿Es tan importante creerlo, señora Williams? ¿Sería distinto si le dijera que soy un extraterrestre que ha sido enviado aquí para investigar los estilos de vida de la población de Durham, New Hampshire, antes de que invadamos la Tierra? ¿O si le contara que soy un espía ruso o un terrorista árabe y le preguntara si no le importa que use el cuarto de baño para fabricar bombas? Podría inventarme todo tipo de historias pero, a la larga, todas serían irrelevantes. Lo que en realidad necesita saber es que no causaré problemas, que seré reservado, que pagaré el alquiler puntualmente y, en general, que no la molestaré a usted, ni a su hija o a su nieto. ¿No es eso lo que verdaderamente importa?
—Me cae bien, señor Lively. —La señora Williams sonrió—. Todavía no sé si fiarme demasiado de usted y, desde luego, no le creo. Pero me gusta su manera de decir las cosas, lo que significa que ha superado la primera prueba. ¿Qué le parece un mes de depósito y otro de alquiler, y luego pagos mensuales, de modo que si uno u otro se siente incómodo, podemos llevar las cosas a una rápida conclusión?
—Hasta donde sé, las conclusiones rápidas son difíciles de lograr —sonrió Ricky mientras estrechaba la mano de la mujer—. ¿Y cómo definiría «incómodo»?
La sonrisa de ella se ensanchó, sin soltar la mano de Ricky.
—Yo definiría la palabra «incómodo» con el número de la policía, marcado en el teléfono y la consiguiente serie de preguntas desagradables de hombres serios con uniforme azul. ¿Está claro?
—Perfectamente, señora Williams —aseguró Ricky—. Me parece que estamos de acuerdo.
—Eso creo —contestó la mujer.
La rutina llegó a la vida de Ricky con la misma rapidez que el otoño a New Hampshire.
En la tienda de comestibles pronto le aumentaron el sueldo y le dieron nuevas responsabilidades, aunque el encargado le preguntó por qué no le había visto en ninguna reunión. Así que Ricky fue a varias en el sótano de una iglesia y en un par de ocasiones incluso acudió a una sala llena de alcohólicos para soltarles la típica historia de una vida arruinada por la bebida, lo que suscitó murmullos de comprensión y después varios abrazos sinceros que le resultó hipócrita aceptar. Le gustaba el trabajo en la tienda de comestibles y se llevaba bien, aunque sin explayarse, con los demás empleados, con quienes compartía de vez en cuando el almuerzo y bromeaba con una simpatía que ocultaba su aislamiento. El inventario era algo que parecía dársele bien, lo que le llevó a pensar que llenar los estantes de artículos no era del todo distinto a lo que había hecho con sus pacientes. Ellos también necesitaban que les rellenaran y repusieran los estantes.
Un paso más importante se produjo a mediados de octubre, cuando vio un anuncio de un trabajo a tiempo parcial como ayudante de mantenimiento en la universidad. Dejó el empleo de cajero en el Dairy Mart y empezó a barrer y fregar en los laboratorios de ciencias cuatro horas al día. Se dedicaba a esta tarea con tal determinación que impresionó a su supervisor. Pero lo más importante era que le proporcionaba un uniforme, una taquilla donde podía cambiarse de ropa y una tarjeta de identificación de la universidad que, a su vez, le daba acceso al sistema informático. Valiéndose de la biblioteca local y los teclados de los ordenadores, Ricky emprendió la tarea de crearse un mundo nuevo.
Se proporcionó un nombre electrónico: Ulises.
Eso dio origen a una dirección electrónica y al acceso a todo lo que Internet ofrecía. Abrió varias cuentas domiciliándolas en el apartado de correos de Mailboxes Etc.
Después, dio otro paso para crear una persona totalmente nueva.
Alguien que no había existido nunca pero que tenía un lugar en este mundo en forma de una pequeña historia crediticia, licencias y la clase de pasado que puede documentarse con facilidad. Parte de ello era sencillo, como obtener una identificación falsa con otro nombre. Le maravillaron de nuevo los cientos de empresas que ofrecían en Internet identidades falsas «a efectos de ocio solamente». Empezó a pedir identificaciones de universidades y carnés de conducir falsos. También pudo conseguir un título de la Universidad de Iowa, promoción de 1970, y un certificado de nacimiento de un hospital inexistente de Des Moines. Asimismo, se incorporó a la lista de alumnos de un desaparecido instituto católico de esa ciudad. Se inventó un número ficticio de la Seguridad Social. Provisto de este material nuevo, fue a un banco distinto al que poseía la cuenta de Richard Lively y abrió otra a otro nombre, que eligió significativamente: Frederick Lazarus. Su nombre de pila asociado al de Lázaro, el hombre que se levantó de entre los muertos.
Fue con el personaje de Frederick Lazarus con el que Ricky empezó su búsqueda.
La idea era muy sencilla: Richard Lively sería real y llevaría una existencia segura y sin riesgos; estaría en casa. Frederick Lazarus sería ficticio. Y no existiría relación entre los dos personajes. Uno sería un hombre que respiraría el anonimato de la normalidad. El otro sería una creación y, si alguna vez llegaba alguien preguntando por Frederick Lazarus descubriría que no poseía nada más que números falsos y una identidad imaginaria. Podría ser un nombre arriesgado. Pero sería una ficción concebida con un único objeto: descubrir al hombre que había arruinado la vida de Ricky y pagarle con la misma moneda.