14

Ricky habló durante más de una hora sin ser interrumpido por el menor comentario o pregunta. Lewis permaneció casi inmóvil en su asiento balanceando el mentón en la palma de una mano. Ricky se levantó un par de veces y se paseó por la habitación, como si el movimiento de los pies fuera a facilitarle la narración, antes de regresar a la mullida butaca y proseguir su relato. En más de una ocasión notó que le sudaban las axilas, aunque la temperatura de la habitación era agradablemente fresca, con las ventanas abiertas a esa primera hora de la noche en el valle del Hudson.

Oyó un trueno lejano procedente de las montañas Catskills, a kilómetros de distancia al otro lado del río, en una ráfaga explosiva que parecía fuego de artillería. Recordó que según una leyenda local ese sonido era el ruido que hacían unos elfos y unos enanos al jugar a bolos en las verdes hondonadas. Le habló de la primera carta, del poema y de las amenazas, de lo que estaba en juego. Describió a Virgil y a Merlin, y el bufete inexistente del abogado. Intentó no dejarse nada, desde las intrusiones electrónicas en sus cuentas bancarias y de valores hasta el mensaje pornográfico que recibió su pariente lejana en su cumpleaños. Habló largo y tendido sobre Zimmerman, su tratamiento, su muerte y las dos visitas a la detective Riggins. Le contó lo de la falsa acusación de abusos sexuales presentada ante el Colegio de Médicos, y se ruborizó un poco al hacerlo. A veces divagaba, como cuando mencionó los robos en su consulta y la extraña sensación de violación que sentía, o cuando describió su poema en el Times y la respuesta de Rumplestiltskin. Terminó mencionando las fotografías de los tres adolescentes que le había enseñado Virgil. Después se reclinó, guardó silencio y, por primera vez, miró al viejo analista, que se había llevado ambas manos al mentón para apoyar la cabeza meditabundo, como si intentara valorar la totalidad de la maldad que se había abatido sobre Ricky.

—Muy interesante —dijo por fin Lewis, que se reclinó y soltó un largo suspiro—. Me gustaría saber si ese tal Rumplestiltskin es un filósofo. ¿No era Camus quien afirmaba que la única verdadera elección de cualquier hombre es si suicidarse o no? La pregunta existencial por excelencia.

—Tenía entendido que era Sartre —contestó Ricky, encogiéndose de hombros.

—Supongo que ésta es la pregunta clave del caso, Ricky; la primera y más importante que te ha hecho Rumplestiltskin.

—Perdone, pero ¿qué…?

—¿Te matarías para salvar a otra persona?

—No estoy seguro —balbuceó Ricky, desconcertado por la pregunta—. Me parece que no me he planteado realmente esta opción.

—No es una pregunta poco razonable —dijo Lewis, cambiando de postura en su asiento—. Y estoy seguro de que tu torturador ha dedicado muchas horas a intentar adivinar tu respuesta. ¿Qué clase de hombre eres, Ricky? ¿Qué clase de médico? Porque, a fin de cuentas, ésa es la esencia de este juego: ¿te suicidarás? Parece haberte demostrado la seriedad de sus amenazas o, por lo menos, te ha hecho creer que ya ha cometido un asesinato, de modo que es probable que no le importe cometer otro. Y se trata, aunque suene duro, de asesinatos muy fáciles de cometer. Los sujetos no significan nada para él. Son meros vehículos para llegar a ti. Y tienen la ventaja añadida de ser homicidios que seguramente ningún detective del mundo, ni siquiera un Maigret, un Hercules Poirot o una miss Marple, ni una de las creaciones de Mickey Spillane o de Robert Parker, podría resolver con efectividad. Piénsalo Ricky, porque es verdaderamente diabólico y extraordinariamente existencial: un asesinato tiene lugar en París, en Honduras o en el lago Winnipesaukee, New Hampshire. Es repentino, espontáneo, y la víctima ignora lo que le va a pasar. La ejecutan en un segundo. Como si la partiera un rayo. Y la persona que se supone que va a sufrir debido a esta muerte está a centenares, a miles de kilómetros. Una pesadilla para cualquier policía, que tendría que encontrarte, encontrar al asesino creado en tu pasado y, después, relacionaros de alguna forma con este crimen en un lugar lejano, con todo el papeleo y la burocracia que eso conlleva. Y eso suponiendo que pudieran dar con el asesino. Seguro que se ha protegido tanto con identidades y pistas falsas que eso sería imposible. La policía ya tiene bastantes problemas para obtener condenas cuando tiene confesiones, pruebas de ADN y testigos presenciales. No, Ricky, supongo que sería un crimen que quedaría impune.

—Me está diciendo que…

—Tu elección, a mi entender, es bastante simple: ¿puedes ganar?, ¿puedes averiguar la identidad de Rumplestiltskin en los pocos días que te quedan? En caso contrario, ¿te suicidarás para salvar a otra persona? Es la pregunta más interesante que se le puede hacer a un médico. Después de todo, nuestra profesión consiste en salvar vidas. Pero nuestros recursos para la salvación son los medicamentos, los conocimientos, la habilidad con el bisturí. En este caso, puede que tu vida signifique la curación de alguien. ¿Puedes hacer ese sacrificio? Y, si no estás dispuesto a ello ¿podrás vivir contigo mismo después? En apariencia, como mínimo, no es demasiado complicado. La parte complicada es…, bueno, interna.

—Está sugiriendo… —empezó Ricky con un ligero balbuceo. Vio que el viejo analista se había recostado en el sillón, de modo que una sombra que proyectaba la lámpara de la mesa parecía bisecarle la cara.

Lewis hizo un gesto con una mano similar a una garra, con los dedos largos, adelgazados por la edad.

—No estoy sugiriendo nada. Sólo estoy comentando que hacer lo que este caballero ha pedido es una opción viable. La gente se sacrifica sin cesar para que otros puedan vivir. Los soldados en combate. Los bomberos en un edificio en llamas. Los policías en las calles de la ciudad. ¿Es tu vida tan feliz, tan productiva y tan importante para que asumamos automáticamente que es más valiosa que la que podría costar?

Ricky se movió en la butaca, como si la suave tapicería se hubiese vuelto de madera bajo su cuerpo.

—No puedo creer que… —empezó, pero se interrumpió.

—Lo siento —dijo Lewis, y se encogió de hombros—. Por supuesto, no te lo has planteado de modo consciente. Pero me pregunto si no te has hecho estas preguntas en tu subconsciente, que es lo que te indujo a buscarme.

—He venido a pedir ayuda —replicó Ricky, quizá demasiado deprisa—. Necesito ayuda para participar en este juego.

—¿De veras? Tal vez, en cierto nivel. Pero en otro has venido para otra cosa. ¿Permiso? ¿Bendición?

—Debo rebuscar en el período de mi pasado en que la madre de Rumplestiltskin era paciente mía. Necesito que me ayude a hacerlo, porque he bloqueado esa parte de mi vida. Es como si estuviera fuera de mi alcance. Necesito que me ayude a llegar a ella. Sé que puedo identificar a la paciente relacionada con Rumplestiltskin, pero necesito ayuda, y creo que esa paciente era una mujer a la que atendía en la misma época en que seguía el tratamiento con usted, cuando era mi mentor. Debo de haberle mencionado a esta mujer durante nuestras sesiones. Así que lo que necesito es una caja de resonancia. Alguien que despierte esos recuerdos dormidos. Estoy seguro de que puedo desenterrar ese nombre de mi inconsciente.

Lewis asintió de nuevo.

—No es una petición poco razonable, y no cabe duda de que el planteamiento es inteligente. Es el planteamiento de un psicoanalista. Hablar y no actuar es una curación. ¿Sueno cruel, Ricky? Supongo que la vejez me ha vuelto irascible y estrafalario. Claro que te ayudaré. Pero me parece que, a medida que analicemos, sería conveniente mirar también el presente, porque vas a tener que encontrar respuestas tanto en el pasado como en el presente. Acaso también en el futuro. ¿Podrás hacerlo?

—No lo sé.

—Es la respuesta clásica de un psicoanalista. —Lewis sonrió torcidamente—. Un futbolista, un abogado o un empresario moderno dirían: «¡Ya lo creo que sí!». Pero nosotros, los analistas, siempre cubrimos nuestras apuestas, ¿verdad? La certeza es algo que nos resulta incómodo. —Inspiró hondo y se movió en el sillón—. El problema es que este hombre que quiere tu cabeza en una bandeja no parece tan indeciso o inseguro sobre las cosas, ¿me equivoco?

—No —contestó Ricky de inmediato—. Parece tenerlo todo bien planeado. Al parecer ha previsto todos mis actos, casi como si los hubiera dispuesto de antemano.

—Estoy seguro de que lo ha hecho.

Ricky asintió. El doctor Lewis siguió con sus preguntas.

—¿Dirías que es psicológicamente astuto?

—Ésa es mi impresión.

—En algunos juegos eso es fundamental. —Lewis asintió—. En el fútbol quizás. En el ajedrez sin duda.

—¿Está insinuando que…?

—Para ganar una partida de ajedrez hay que ser más previsor que el adversario. Ese único movimiento que escapa a su perspicacia es lo que permite derrotarlo. Creo que deberías hacer lo mismo.

—¿Cómo voy a…?

—Lo pensaremos durante una cena sencilla y el resto de la velada. —Lewis, que se había levantado, esbozó una leve sonrisa—. Has tenido en cuenta un factor importante, ¿verdad?

—¿Cuál? —Quiso saber Ricky.

—Bueno, parece bastante evidente que Rumplestiltskin ha pasado meses, tal vez años, planeando todo esto. Es una venganza que toma en consideración muchos elementos y, como tú señalas, ha previsto prácticamente todos tus pasos.

—Sí, es cierto.

—No entiendo entonces por qué supones que no me ha reclutado a mí, quizá mediante amenazas o presiones de algún tipo, para ayudarle a cumplir su propósito —dijo el doctor Lewis despacio—. Quizá me haya pagado de alguna forma. ¿Por qué supones que estoy de tu parte en todo esto, Ricky?

Y con un amplio gesto para que Ricky lo acompañara en lugar de contestar a su pregunta, el viejo analista lo condujo a la cocina, cojeando un poco mientras avanzaba.

Había dos cubiertos dispuestos en una mesa antigua en medio de la cocina. Una jarra de agua fría y unas rebanadas de pan en una cesta de mimbre adornaban el centro de la mesa. Lewis cruzó la habitación y retiró una fuente del horno, la puso en un salvamanteles y sacó luego una ensalada del frigorífico. Mientras terminaba de poner la mesa, tarareó un poco. Ricky reconoció unos cuantos compases de Mozart.

—Siéntate, Ricky. Este mejunje que tenemos delante es pollo. Sírvete, por favor.

Ricky vaciló. Alargó la mano y se sirvió un vaso de agua, que se bebió como un hombre que acabara de cruzar un desierto. El liquido apenas sació su repentina sed.

—¿Lo ha hecho? —preguntó de golpe. Apenas reconoció su propia voz, que sonó aguda y estridente.

—¿Si ha hecho qué?

—¿Se ha puesto Rumplestiltskin en contacto con usted? ¿Forma parte de todo esto?

El doctor Lewis se sentó, se puso con cuidado la servilleta en el regazo y se sirvió una generosa ración de pollo y ensalada antes de responder.

—Permíteme que te pregunte algo, Ricky —dijo—. ¿Qué importancia tendría eso?

—Toda la importancia del mundo —balbuceó Ricky—. Necesito saber que puedo confiar en usted.

—¿De verdad? Creo que la confianza está sobrevalorada. Por otra parte, ¿qué he hecho hasta ahora para que me retires la confianza que te trajo hasta aquí?

—Nada.

—Entonces deberías comer. El pollo lo ha preparado mi criada y te aseguro que es bastante bueno, aunque no tanto, por desgracia, como el que mi mujer solía cocinar antes de su muerte. Y estás pálido, Ricky, como si no te cuidaras.

—Tengo que saberlo. ¿Le ha reclutado Rumplestiltskin?

Lewis sacudió la cabeza, pero no era una respuesta negativa a la pregunta de Ricky, sino más bien un comentario de la situación.

—Me parece que lo que necesitas son conocimientos, Ricky. Información. Comprensión. Nada de lo que hasta ahora ha hecho este hombre ha sido concebido para engañarte. ¿Cuándo ha mentido? Bueno, quizás el abogado cuyo bufete no estaba donde se suponía, pero eso parece un engaño bastante simple y necesario. En realidad, todo lo que ha hecho hasta ahora está concebido para llevarte hasta él. Por lo menos, podría interpretarse así. Te da pistas. Te manda una joven atractiva para que te ayude. ¿Crees que en realidad desea que no seas capaz de averiguar quién es?

—¿Le está ayudando?

—Estoy intentando ayudarte a ti, Ricky. Ayudarte a ti podría ayudarle a él también. Es una posibilidad. Ahora siéntate y come. Es un buen consejo.

Ricky apartó una silla pero el estómago se le cerró ante la mera idea de probar bocado.

—Tengo que saber que está de mi parte.

—Tal vez consigas la respuesta a esta pregunta al final del juego. —El viejo psicoanalista se encogió de hombros. Clavó el tenedor en el pollo y se llevó un trozo enorme a la boca.

—He venido a verle como amigo. Como antiguo paciente. Usted fue la persona que me ayudó a formarme, por el amor de Dios. Y ahora…

El doctor Lewis agitó el tenedor en el aire, como un director con una batuta frente a una orquesta descoordinada.

—¿Consideras amigos tuyos a las personas a las que tratas?

—No. —Ricky sacudió la cabeza, vacilante—. Claro que no. Pero la función del mentor es distinta.

—¿De verdad? ¿No tienes algún paciente en más o menos la misma situación?

La pregunta quedó suspendida en el aire. Ricky sabía que la respuesta era afirmativa, pero no lo dijo en voz alta. Pasados unos momentos, Lewis movió la mano para descartar la pregunta.

—Necesito saberlo —insistió Ricky con brusquedad a modo de respuesta.

El doctor Lewis esbozó un gesto exasperantemente inexpresivo, apto para una mesa de póquer. Ricky se exaltó al reconocer esa actitud vaga: la misma expresión evasiva que no indica aprobación, desaprobación, espanto, sorpresa, temor ni cólera que él utilizaba con sus pacientes. Es la especialidad del analista, una parte fundamental de su coraza. La recordaba de su tratamiento hacía un cuarto de siglo y le irritó volverla a ver.

—No lo necesitas, Ricky. —El anciano meneó la cabeza—. Sólo necesitas saber que estoy dispuesto a ayudarte. Mis motivos son irrelevantes. Quizá Rumplestiltskin tiene algo para presionarme. Quizá no. Si blande una espada sobre mi cabeza o tal vez sobre uno de los miembros de mi familia, es algo independiente de tu situación. La pregunta pende siempre en nuestro mundo, ¿no? ¿Existe alguien absolutamente fiable? ¿Hay alguna relación carente de peligro? ¿No nos lastiman aquéllos a quienes amamos y respetamos más que aquéllos a quienes odiamos y tememos?

Ricky no contestó; Lewis lo hizo por él.

—La respuesta que no puedes articular en este momento es: sí. Ahora, cena un poco. Nos espera una noche muy larga.

Los dos analistas comieron en relativo silencio. El pollo estaba exquisito, y lo siguió un pastel de manzana casero con una pizca de canela. También tomaron café solo, que parecía anunciar que les esperaban horas que requerían energía. Ricky pensó que jamás había tenido una cena tan corriente y tan extraña a la vez. Estaba hambriento e indignado por igual. La comida sabía maravillosa un instante y, acto seguido, se le volvía terrosa y fría en el paladar. Por primera vez en lo que le parecieron años, recordó comidas que había tomado solo, en unos minutos robados a la cabecera de la cama de su mujer cuando la medicación contra el dolor la sumía en una especie de sopor los últimos días de su agonía. El sabor de esa cena le resultó muy parecido.

El doctor Lewis retiró los platos y los amontonó en el fregadero. Se llenó la taza de café por segunda vez e hizo un gesto a Ricky para regresar al estudio. Se sentaron en los asientos que habían ocupado antes, uno frente a otro.

Ricky contuvo su enfado ante el carácter esquivo del anciano. Se propuso usar la frustración en beneficio propio. Era más fácil decirlo que hacerlo. Se movió en la butaca sintiéndose como un niño al que riñen injustamente.

Lewis lo miró, y Ricky supo que el anciano era perfectamente consciente de todos los sentimientos que lo invadían, con la misma habilidad de un adivino en una feria.

—A ver, Ricky, ¿por dónde quieres empezar?

—Por el pasado. Hace veintitrés años. La primera vez que nos vimos.

—Recuerdo que eras todo teorías y entusiasmo.

—Creía que podía salvar al mundo de la desesperación y la locura. Yo solo.

—¿Y fue así?

—No. Ya lo sabe. Es imposible.

—Pero salvaste a unos cuantos…

—Espero que sí. Eso creo.

—Una vez más —dijo Lewis con una sonrisita algo felina—, la respuesta de un psicoanalista. Evasiva y escurridiza. La edad proporciona otras interpretaciones, por supuesto. Las venas se endurecen, lo mismo que las opiniones. Deja que te haga una pregunta más concreta: ¿a quién salvaste?

Ricky dudó, como si rumiara la respuesta. Quiso guardarse lo primero que le vino a la cabeza pero le resultó imposible, y las palabras le resbalaron de la lengua como si estuvieran recubiertas de aceite.

—No pude salvar a la persona que más quería.

—Sigue, por favor.

—No. Ella no tiene nada que ver en esto.

—¿De verdad? —El viejo psicoanalista enarcó las cejas—. Supongo que estás hablando de tu mujer.

—Sí. Nos conocimos. Nos enamoramos. Nos casamos. Fuimos inseparables durante años. Después se puso enferma. No tuvimos hijos debido a su enfermedad. Murió. Seguí adelante solo. Fin de la historia. No está relacionada con esto.

—Claro que no —dijo Lewis—; pero ¿cuándo os conocisteis?

—Poco antes de que usted y yo empezáramos mi análisis. Nos conocimos en una fiesta. Los dos acabábamos de titularnos; ella era abogada y yo médico. Nuestro noviazgo tuvo lugar mientras hacía mi análisis con usted. Debería recordarlo.

—Lo recuerdo. ¿Y cuál era su profesión?

—Abogada. Acabo de decirlo. También debería recordarlo.

—Sí, pero ¿qué clase de abogada?

—Bueno, cuando nos conocimos acababa de incorporarse a la Oficina de Defensores de Oficio de Manhattan como abogada de acusados por delitos de poca importancia. Se fue abriendo paso hasta el departamento de delitos graves, pero se cansó de ver que todos sus clientes iban a la cárcel o, peor aún, que no iban. Así que de ahí pasó a un bufete privado muy exclusivo y modesto. En su mayoría, litigios de derechos civiles y trabajos para la Unión Americana de Derechos Civiles. Demandar a caseros de apartamentos de los barrios pobres y presentar apelaciones para condenados equivocadamente. Era una persona bien intencionada que hacía lo que podía. Le gustaba bromear diciendo que pertenecía a la pequeña minoría de licenciados de Yale que no ganaba dinero. —Ricky sonrió, oyendo mentalmente las palabras de su mujer. Era una broma que habían compartido felices muchos años.

—Entiendo. En el período en que empezaste el tratamiento, el mismo en que conociste y cortejaste a tu mujer, ella se dedicaba a defender a delincuentes. Siguió adelante y trató con muchos tipos marginales enfadados a los que, sin duda enfureció aún más al emprender acciones legales en su contra. Y ahora tú pareces estar mezclado con alguien que se incluye en la categoría de delincuente, aunque mucho más sofisticado que los que tu mujer debió de conocer; pero ¿crees que no hay ningún posible vínculo?

Ricky vaciló con la boca abierta antes de contestar. Se había quedado helado.

Rumplestiltskin no ha mencionado…

—Sólo era una sugerencia —comentó Lewis, agitando una mano en el aire—. Algo en qué pensar.

Ricky dudó mientras se esforzaba en recordar. El silencio se prolongó. Ricky empezó a imaginarse como un hombre joven, como si de golpe se hubiera abierto una fisura en un muro en su interior. Podía verse mucho más joven, rebosante de energía, en un momento en que el mundo se abría para él. Era una vida que guardaba poco parecido y relación con su existencia actual. Esa incongruencia, que tanto negaba e ignoraba, de repente lo asustó.

Lewis debió de notarlo, porque dijo:

—Hablemos de quién eras hace unos veinte años. Pero no del Ricky Starks ilusionado con su vida, su profesión y su matrimonio, sino del Ricky Starks lleno de dudas.

Quiso contestar deprisa, descartar esta idea con un movimiento rápido de la mano, pero se detuvo en seco. Se sumergió en un recuerdo profundo y rememoró la indecisión y la ansiedad que había sentido el primer día que cruzó la puerta de la consulta del doctor Lewis en el Upper East Side. Miró al anciano sentado frente a él, que al parecer estudiaba cada gesto y movimiento que hacía, y pensó lo mucho que el hombre había envejecido. Se preguntó si a él le había pasado lo mismo. Tratar de recuperar los dolores psicológicos que lo habían llevado a un psicoanalista tantos años atrás era un poco como el dolor fantasma que sienten los amputados: la pierna ha sido cortada, pero la sensación permanece, emana de un vacío quirúrgico real e irreal a la vez.

«¿Quién era yo entonces?», pensó Ricky. Pero contestó con cautela.

—Me parece que había dos clases de dudas; dos clases de ansiedades, dos clases de temores que amenazaban con incapacitarme. La primera clase se refería a mí mismo y surgía de una madre demasiado seductora, un padre frío y exigente que murió joven, y una infancia llena de logros en lugar de cariño. Era, con mucho, el más joven de mi familia, pero en lugar de tratarme como a un bebé querido, me fijaron unos niveles imposibles de alcanzar. Por lo menos, ésa es la situación simplificada. Es el tipo que usted y yo examinamos a lo largo del tratamiento. Pero el acopio de esas neurosis hizo mella en las relaciones que tenía con mis pacientes. Durante mi tratamiento trataba pacientes en tres sitios: en la clínica para pacientes externos del hospital Columbia Presbyterian, una breve temporada atendiendo enfermos graves en Bellevue…

—Sí —asintió el doctor Lewis—. Un estudio clínico. Recuerdo que no te gustaba demasiado tratar a los verdaderos enfermos mentales.

—Sí. Exacto. Administrar medicaciones psicotrópicas e intentar evitar que las personas se lastimen a sí mismas o a los demás… —Ricky pensó que la afirmación de Lewis contenía alguna provocación, un anzuelo que él no había picado—. Y también en esos años, quizá de doce a dieciocho pacientes en terapia que se convirtieron en mis primeros análisis. Eran los casos que le mencioné mientras estaba en terapia con usted.

—Sí, lo recuerdo. ¿No tenías un analista supervisor, alguien que observaba tus progresos con esos pacientes?

—Sí. El doctor Martin Kaplan. Pero él…

—Murió —lo interrumpió el viejo analista—. Le conocía. Un ataque cardíaco. Muy triste.

Ricky empezó a hablar pero reparó en que Lewis hablaba con un tono extrañamente impaciente. Tomó nota de ello y prosiguió.

—Tengo problemas para relacionar nombres y caras.

—¿Están bloqueados?

—Sí. Debería recordarlos perfectamente, pero resulta que no consigo relacionar caras y nombres. Recuerdo una cara y un problema, pero no logro asignarle un nombre, y viceversa.

—¿Por qué crees que te pasa?

—Estrés —contestó Ricky tras una pausa—. Debido a la clase de tensión a la que estoy sometido, las cosas sencillas se vuelven imposibles de recordar. La memoria se distorsiona y deteriora.

El anciano asintió de nuevo.

—¿No te parece que Rumplestiltskin lo sabe? ¿No te parece que conoce bastante los síntomas del estrés? Tal vez, a su modo, tiene mucho más conocimiento que tú, el médico. ¿Y eso no te dice mucho sobre quién podría ser?

—¿Un hombre que sabe cómo reacciona la gente ante la presión y la ansiedad?

—Claro. ¿Un soldado? ¿Un policía? ¿Un abogado? ¿Un empresario?

—Un psicólogo.

—Sí. Alguien de nuestra propia profesión.

—Pero un médico nunca…

—Nunca digas nunca.

Ricky se reclinó, escarmentado.

—He de concretar más —dijo—. Debo descartar a las personas que atendí en Bellevue, porque estaban demasiado enfermas para producir a alguien tan malvado. Eso me deja mi consulta privada y los pacientes que traté en la clínica.

—Empecemos por la clínica.

Ricky cerró los ojos por un momento, como si eso pudiera ayudarle a evocar el pasado. La clínica para pacientes externos del Columbia Presbyterian era un laberinto de pequeñas salas en la planta baja del enorme hospital, cerca de la entrada de urgencias. La mayoría de los pacientes provenía de Harlem o del South Bronx. Eran sobre todo personas de clase obrera, pobres y luchadoras, de varias razas, tendencias y posibilidades, que consideraban la enfermedad mental y la neurosis como algo exótico y distante. Ocupaban la tierra de nadie de la salud mental, entre la clase media y la indigencia. Sus problemas eran reales: drogadicciones, abusos sexuales, malos tratos físicos, madres abandonadas por su marido con hijos de ojos fríos y endurecidos, cuyas metas en la vida parecían reducirse a unirse a una banda callejera. Sabía que en este grupo de desesperados y necesitados había bastantes personas que se habían convertido en peligrosos delincuentes o traficantes de droga, proxenetas, ladrones y asesinos. Recordó que algunos pacientes producían una sensación de crueldad, casi como un olor perceptible. Eran los padres que contribuían diligentemente a crear la generación siguiente de psicópatas criminales de las zonas deprimidas de la ciudad, personas crueles que dirigirían su cólera contra los suyos. Si atacaban a alguien de un nivel económico distinto, era por casualidad, no por designio: el ejecutivo en un Mercedes que tiene una avería en el Cross Bronx Expressway de camino a su casa en Darien después de trabajar hasta tarde en la oficina del centro, el turista rico de Suecia que toma la línea de metro equivocada a la hora equivocada en la dirección equivocada.

«Vi mucha maldad —pensó—. Pero me alejé de ella».

—No lo sé —contestó Ricky por fin—. Las personas que atendí en la clínica eran todas desfavorecidas. Gente marginada. Yo diría que la persona que busco está entre los primeros pacientes que tuve en mi consulta. Rumplestiltskin ya me ha dicho que se trata de su madre. Pero yo la conocí por su apellido de soltera. Se refirió a una «señorita».

—Significativo —afirmó el doctor Lewis, al parecer muy interesado—. Entiendo por qué piensas eso. Y creo que es importante limitar los ámbitos de una investigación. Así que, de todos esos pacientes, ¿cuántos eran mujeres solteras?

Ricky lo pensó y recordó un puñado de rostros.

—Siete —contestó.

—Siete —repitió Lewis tras una pausa—. Muy bien. Ahora ha llegado el momento de hacer un acto de fe, ¿no crees? Debes tomar una decisión.

—No le entiendo.

El anciano esbozó una lánguida sonrisa.

—Hasta este instante te has limitado a reaccionar a la horrenda situación en que estás atrapado, Ricky. Fuegos que necesitaban sofocarse y extinguirse. Tus finanzas. Tu reputación profesional. Tus pacientes. Tu carrera. Tus parientes. De todo este embrollo has logrado plantear una sola pregunta a tu torturador, y eso te ha proporcionado otra dirección: una mujer que engendró al niño que se ha convertido en el psicópata que busca tu suicidio. Pero lo que tienes que plantearte es esto: ¿te han dicho la verdad?

Ricky tragó saliva con dificultad.

—Tengo que suponer que sí.

—¿No es una suposición peligrosa?

—Claro que sí —contestó Ricky—. Pero ¿qué opción tengo? Si creyera que Rumplestiltskin me está llevando en una dirección equivocada, no tendría posibilidad alguna, ¿no?

—¿Has pensado que tal vez no debas tener ninguna posibilidad?

Era una afirmación tan directa y aterradora que sintió la nuca húmeda de sudor.

—En ese caso, debería suicidarme y punto.

—Supongo que sí. O no hacer nada; vivir y ver qué le pasa a otro. Quizá se trate de un farol, ¿sabes? Quizá no pase nada. Quizá tu paciente, Zimmerman, se lanzó a esa vía del metro en un momento inoportuno para ti y ventajoso para Rumplestiltskin. Quizá, quizá, quizá. A lo mejor el juego consiste en que no tengas ninguna posibilidad. Sólo estoy pensando en voz alta, Ricky.

—No puedo abrir la puerta a esa idea.

—Una respuesta interesante para un psicoanalista —aseguró Lewis—. Una puerta que no puede abrirse. Va en contra de todo aquello en lo que creemos.

—Es que no tengo tiempo, ¿sabe?

—El tiempo es elástico. Quizá sí. Quizá no.

Ricky se movió incómodo. Tenía la cara enrojecida y se sentía como un adolescente con pensamientos y sentimientos de adulto pero considerado aún un niño.

Lewis se frotó el mentón con la mano, todavía pensativo.

—Creo que tu torturador es alguna clase de psicólogo —indicó, casi sin darle importancia, como si hiciera una observación sobre el tiempo—. O de una profesión relacionada.

—Creo que tiene razón. Pero su razonamiento…

—El juego, como lo definió Rumplestiltskin, es como una sesión en el diván. Sólo que dura más de cincuenta minutos. En cualquier sesión de un psicoanálisis, debes examinar una serie mareante de verdades y ficciones.

—Tengo que trabajar con lo que hay.

—Ya. Pero nuestro trabajo consiste a menudo en ver lo que el paciente no dice.

—Cierto.

—Entonces…

—Quizá sea todo mentira. Lo sabré en una semana. Justo antes de suicidarme o de poner otro anuncio en el Times. Lo uno o lo otro.