Tachó otro día con una equis en el calendario y anotó dos números de teléfono en un bloc. El primero era el de la detective Riggins. El segundo era uno que no usaba desde hacía años y, aunque dudaba que siguiera en funcionamiento, había decidido probar de todos modos. Era del doctor William Lewis. Veinticinco años antes, el doctor Lewis había sido su mentor, el médico que psicoanalizó a Ricky mientras éste obtenía su título. Es una faceta curiosa del psicoanálisis que cualquiera que quiera practicarlo deba antes someterse a él. Un cirujano cardíaco no ofrecería su propio tórax al bisturí como parte de su formación, pero un analista lo hace.
Esos dos números representaban polos opuestos de ayuda. No estaba seguro de que ninguno de ellos pudiera proporcionarle ninguna pero, a pesar de la recomendación de Rumplestiltskin de que no contara los hechos a nadie, ya no creía poder evitarlo. Necesitaba hablar con alguien. Pero ¿quién?
La detective contestó al segundo tono anunciando simplemente y con brusquedad quién era:
—Riggins al aparato.
—Soy el doctor Frederick Starks. No sé si se acordará pero la semana pasada hablamos sobre la muerte de uno de mis pacientes.
Hubo un momento de duda que no obedecía a la dificultad de reconocerlo, sino más bien a la sorpresa.
—Claro, doctor. Le mandé una copia de la nota de suicidio que encontramos el otro día. Creía que eso dejaba las cosas bastante claras. ¿Qué le preocupa ahora?
—¿Podría hablar con usted sobre algunas de las circunstancias que rodearon la muerte del señor Zimmerman?
—¿Qué clase de circunstancias, doctor?
—Preferiría no comentarlo por teléfono.
—Eso suena muy melodramático, doctor. —Soltó una risita—. De acuerdo. ¿Quiere venir aquí?
—Supongo que tendrán alguna sala donde podamos hablar en privado.
—Por supuesto. Tenemos una horrible sala de interrogatorios donde obtenemos confesiones de los sospechosos. Más o menos lo mismo que usted hace en su consulta, sólo que menos civilizado y más expeditivo.
Ricky paró un taxi en la esquina y pidió que le llevara unas diez manzanas al norte y le dejara en la esquina de Madison con la Noventa y seis. Entró en la primera tienda que vio, una zapatería femenina, dedicó noventa segundos exactos a examinar los zapatos a la vez que miraba con disimulo por el escaparate a la espera de que cambiara el semáforo de la esquina. En cuanto lo hizo, salió, cruzó la calle y paró otro taxi. Pidió al conductor que se dirigiera al Sur hasta la estación Grand Central.
Grand Central no estaba demasiado abarrotada para ser un mediodía de verano. Un flujo regular de gente se dispersaba por el interior cavernoso hacia los trenes de cercanías o los enlaces del metro evitando los esporádicos indigentes que cantaban o murmuraban cerca de las entradas sin prestar atención a los grandes anuncios vibrantes que llenaban la estación de una luz que parecía de otro mundo. Ricky se incorporó a la corriente de personas que procuraba vacilar lo menos posible en su paso por la estación. Era un lugar en que la gente intentaba no mostrar indecisión, y se unió al desfile de personas decididas y resueltas con esa pétrea expresión urbana que parecía servirles de armadura frente a los demás, de modo que todos los que viajaban eran como una pequeña isla emocional, anclada interiormente, que no iba a la deriva flotando, sino que se movía de modo constante en una corriente diferenciada y reconocible. Él, por otro lado, carecía de rumbo pero disimulaba. Tomó el primer metro que llegó, en dirección al oeste, viajó sólo una parada y bajó deprisa para abandonar el sofocante andén y sumergirse en el aire caliente de la calle y parar de nuevo el primer taxi que vio. Se aseguró de que el coche estuviera orientado hacia el sur, que era el sentido contrario al que se dirigía. Pidió al taxista que diera la vuelta a la manzana y bajara por una calle lateral, en la que tuvo que abrirse paso entre camiones de reparto sin que Ricky dejara de mirar por la ventanilla trasera para detectar si alguien lo seguía.
Pensó que si Rumplestiltskin, Virgil, Merlin o cualquier otro secuaz podía seguirlo a lo largo de esa ruta sin que él lo viera, no tenía la menor posibilidad. Se arrellanó en el asiento y viajó en silencio hasta la comisaría de la Noventa y seis con Broadway.
Riggins se levantó cuando Ricky cruzó la puerta de la oficina de detectives. Parecía menos exhausta que la primera vez que se vieron, aunque su vestimenta no había cambiado demasiado: elegantes pantalones oscuros, zapatillas de deporte, camisa de hombre azul celeste, y una corbata roja anudada con holgura. La corbata rozaba la pistolera que llevaba en el hombro izquierdo. A Ricky le pareció un aspecto de lo más curioso. La mujer combinaba la ropa masculina con una presencia femenina: el maquillaje y el perfume contradecían la masculinidad del atuendo. El cabello le caía en rizos lánguidos sobre los hombros, pero las zapatillas de deporte delataban urgencia e inmediatez.
Le estrechó la mano con firmeza.
—Me alegro de verle, doctor. Aunque debo decir que es un poco inesperado.
Pareció valorar con rapidez su aspecto, mirándolo de arriba a abajo como un sastre examina a un caballero poco en forma que quiere encajarse un traje moderno y con estilo.
—Gracias por recibirme —empezó, pero ella le interrumpió.
—Tiene un aspecto terrible, doctor. Quizá se esté tomando demasiado en serio el pequeño enfrentamiento de Zimmerman con el metro.
—No duermo muy bien —admitió Ricky a la vez que meneaba la cabeza con una leve sonrisa.
—No me diga —contestó ella. Hizo un ademán con el brazo en dirección a una sala anexa.
La sala de interrogatorios era lóbrega e inquietante, un recinto estrecho desprovisto de cualquier adorno, con una mesa metálica en el centro y tres sillas plegables de metal, iluminada por un fluorescente. La mesa tenía la superficie de linóleo, estropeada con arañazos y manchas de tinta. Ricky pensó en su consulta y, en particular, en el diván y en cómo cada objeto a la vista del paciente tenía un efecto en el análisis. Pensó que esta sala, tan yerma como un paisaje lunar, era un lugar horrible para explicarse pero, acto seguido, comprendió que las explicaciones que se daban en ese sitio eran terribles de por sí.
Riggins debió de percatarse del modo en que examinaba la habitación porque dijo:
—El presupuesto oficial para decoración es muy exiguo este año. Tuvimos que prescindir de los Picasso en las paredes y de los muebles de Roche Bobois. —Señaló una de las sillas de metal—. Siéntese, doctor. Cuénteme qué le preocupa. —La detective Riggins intentó contener una sonrisa—. ¿No es eso más o menos lo que diría usted?
—Más o menos. Aunque no sé qué le resulta tan divertido.
Ella asintió y parte del humor de su voz desapareció.
—Disculpe —dijo—. Es la inversión de papeles, doctor Starks. No solemos recibir profesionales destacados de la zona residencial. Solemos tratar con delitos bastante rutinarios y feos. Atracos en su mayoría. Bandas. Indigentes que entablan peleas que acaban en homicidios. ¿Qué le preocupa tanto? Prometo tomármelo muy en serio.
—Le divierte verme…
—Estresado. Sí, lo admito.
—¿No le gusta la psiquiatría?
—No. Tuve un hermano clínicamente deprimido y esquizofrénico. Entró y salió de todas las instituciones mentales de la ciudad, y todos los médicos hablaron y hablaron pero no lo ayudaron en absoluto. Esta experiencia me predispuso en contra. Dejémoslo así.
Ricky esperó un momento y dijo:
—Mi mujer murió hace unos años de cáncer de ovarios, pero yo no detesté a los oncólogos que no lograron salvarla. Detesté la enfermedad.
—Touché —admitió Riggins.
Ricky no sabía muy bien por dónde empezar, pero decidió que Zimmerman era un comienzo tan bueno como cualquier otro.
—Leí la nota de suicidio —comentó—. Para serle franco, no sonaba demasiado a mi paciente. ¿Podría decirme dónde la encontró?
—Claro. —Riggins se encogió de hombros—. Estaba sobre la almohada de su cama, en su casa. Bien doblada y colocada con cuidado; era imposible no verla.
—¿Quién la encontró?
—Pues yo. El día después de hablar con los testigos y con usted, y de acabar con el papeleo, fui a casa de Zimmerman y la vi en cuanto entré en su habitación.
—La madre de Zimmerman es inválida…
—Estaba tan consternada tras recibir la llamada telefónica inicial que tuve que mandar una ambulancia para que la llevara al hospital a pasar un par de noches. Creo que la van a trasladar a un centro de viviendas con asistencia en el condado de Rockland en los próximos días. El hermano se está encargando de eso. Por teléfono, desde California. No parece muy afectado por lo ocurrido ni rebosar bondad humana, en especial en lo que a su madre se refiere.
—A ver si lo entiendo. Llevan a la madre al hospital y al día siguiente usted encuentra la nota.
—Exacto.
—Así que no tiene modo de saber cuándo pusieron esa nota en la habitación, ¿verdad? La casa estuvo vacía bastante tiempo.
La detective Riggins sonrió.
—Bueno, sé que Zimmerman no la puso después de las tres de la tarde porque fue entonces cuando tomó ese tren antes de que parara, lo que no es una idea nada acertada —comentó.
—Alguien más pudo ponerla ahí.
—Claro. Lo creería si yo fuese la clase de persona que ve conspiraciones por todas partes y cree en la teoría de los múltiples francotiradores en el asesinato de Kennedy. No era feliz y se lanzó a la vía, doctor. Esas cosas pasan.
—Esa nota estaba mecanografiada —prosiguió Ricky—. Y sin firmar, salvo a máquina.
—Sí. En eso tiene razón.
—Escrita en un ordenador, supongo.
—Bingo. Está empezando a sonar como un detective, doctor.
—Creo haber oído en algún sitio que las máquinas de escribir podían localizarse, que el modo en que las teclas golpean el papel es reconocible —comentó Ricky tras pensar un momento—. ¿Pasa lo mismo con una impresora?
—No. —Riggins meneó la cabeza.
—No sé demasiado sobre ordenadores —dijo Ricky tras vacilar por un instante—. Nunca los necesité en mi trabajo —prosiguió con la mirada fija en la mujer, que parecía algo incómoda con sus preguntas—. Pero ¿no conservan un registro interno de todo lo que se ha escrito en ellos?
—También acierta en eso. Normalmente en el disco duro. Y ya veo dónde quiere llegar. No, no comprobé el ordenador personal de Zimmerman para asegurarme de que hubiera escrito realmente la nota en él. Tampoco verifiqué el ordenador de su trabajo. Un hombre se lanza a la vía del metro y encuentro una nota de suicidio sobre su almohada en su casa. Esta situación no incita a investigar más.
—En cuanto al ordenador del trabajo, mucha gente podría acceder a él ¿verdad?
—Supongo que tendría una contraseña para proteger sus archivos. Pero la respuesta es sí.
Ricky asintió y guardó silencio un momento.
Riggins se movió en la silla antes de continuar:
—Dijo que quería hablar de las «circunstancias» que rodearon su muerte. ¿Cuáles son?
Ricky inspiró hondo antes de contestar.
—Un pariente de una antigua paciente me ha estado amenazando a mí y a los miembros de mi familia con daños indeterminados. Con este fin, ha adoptado algunas medidas para trastornarme la vida. Entre ellas están acusaciones falsas contra mi integridad profesional, ataques electrónicos a mi situación financiera, robos en mi casa, invasiones en mi vida personal y la sugerencia de que me suicide. Tengo motivos para creer que la muerte de Zimmerman formaba parte de este sistema de acoso que he estado sufriendo esta última semana. No creo que fuera un suicidio.
Riggins enarcó las cejas.
—Por Dios, doctor Starks, parece que está metido en un buen lío. ¿Una antigua paciente?
—No. El hijo de una antigua paciente. Todavía no sé cuál.
—¿Y cree que esta persona que quiere perjudicarlo convenció a Zimmerman de que se lanzara a las vías del metro?
—No lo convenció. Probablemente lo empujaron.
—Estaba lleno de gente y nadie vio nada semejante. En absoluto.
—La falta de testigos no descarta que sucediera. Cuando el metro se acerca, todos los que están en el andén miran en la dirección que llega el convoy. Si Zimmerman estaba detrás de la gente, lo que viene sugerido por la falta de testigos presenciales precisos, ¿cuánto habría costado darle el codazo o empujón necesario?
—Bueno, eso es cierto, doctor. No sería difícil. Ni mucho menos. A lo largo de los años, hemos tenido unos cuantos asesinatos con esas características, y también tiene razón en que la gente se vuelve en una dirección cuando se acerca el tren, lo que permite que al final del andén pueda pasar casi cualquier cosa más o menos inadvertida. Pero en este caso tenemos a Lu Anne, que dice que saltó, y aunque no sea demasiado fiable, es algo, y tenemos una nota de suicidio y un hombre deprimido, enfadado y desdichado que mantenía una relación difícil con su madre y se enfrentaba a una vida que muchos considerarían más bien decepcionante…
—Ahora es usted quien parece dar excusas —comentó Ricky sacudiendo la cabeza—. De lo que más o menos me acusó a mí la primera vez que hablamos.
Este comentario silenció a la detective Riggins, que dirigió una larga mirada a Ricky antes de proseguir.
—Me parece que debería hablar de esto con alguien que pueda ayudarle, doctor.
—¿Con quién? Usted es policía. Le he hablado de delitos, o de lo que podrían serlo. ¿No debería hacer alguna clase de informe?
—¿Quiere presentar una denuncia formal?
Ricky la miró con dureza.
—¿Debería hacerlo? ¿Cómo sigue el trámite?
—Yo le presento a mi supervisor, que pensará que es una locura y la canalizará a través de la burocracia policial, y en un par de días recibirá una llamada de algún detective que se mostrará todavía más escéptico que yo. ¿A quién ha contado todo esto?
—Bueno, a mi banco y a la Sociedad Psicoanalítica.
—Si creen que existe actividad delictiva deberían pasar el asunto al FBI o a la policía estatal. Tal vez deba usted hablar con alguien de Extorsión y Fraudes. Yo en su lugar, me plantearía contratar un detective privado. Y un buen abogado, porque podría necesitarlos.
—¿Cómo puedo ponerme en contacto con el departamento de Extorsión y Fraudes?
—Le daré un nombre y un teléfono.
—¿No cree que usted debería investigar estas cosas como seguimiento del caso Zimmerman?
Esta pregunta hizo dudar a la detective Riggins. No había tomado ninguna nota durante la conversación.
—Podría hacerlo —indicó con precaución—. Me lo pensaré. Cuesta reabrir un caso una vez se ha cerrado.
—Pero no es imposible.
—Difícil. Pero no imposible.
—¿Puede obtener autorización de un superior? —preguntó Ricky.
—No creo que quiera abrir aún esa puerta. Si digo a mi jefe que hay un problema oficial, deberán seguirse muchos pasos burocráticos. Creo que echaré un vistazo por mi cuenta. ¿Sabe qué, doctor?, comprobaré algunas cosas y luego hablaré con usted. Primero iré a examinar el ordenador personal de Zimmerman. Puede que el archivo que contiene la nota de suicidio indique la hora. Lo haré esta noche o mañana. ¿Qué le parece?
—Bien. Esta noche sería mejor que mañana. Tengo algunas limitaciones de tiempo. Y entonces podría darme también el nombre y el teléfono de alguien de Extorsión y Fraudes.
Parecía un acuerdo razonable. La mujer asintió. Ricky sintió cierta satisfacción al observar que su tono algo burlón y sarcástico había cambiado después de que él plantease la posibilidad de que hubiera metido la pata. Incluso aunque considerara remota esta posibilidad, en un mundo donde las promociones y los ascensos estaban tan relacionados con las investigaciones bien acabadas, haber pasado por alto un asesinato y haberlo catalogado de suicidio era un error muy perjudicial para la hoja de servicios.
—Espero que me llame lo antes que pueda —dijo Ricky. Después se levantó, como si se hubiera anotado un punto. No era una sensación de victoria pero, por lo menos, le hacía sentir menos solo en el mundo.
Fue en taxi hasta el Metropolitan Opera House, que estaba vacío salvo por unos cuantos turistas y algunos guardias de seguridad. Sabía que había una hilera de cabinas telefónicas frente a los lavabos. La ventaja era que desde ese sitio podía hacer una llamada a la vez que vigilaba que nadie intentara acercarse lo suficiente para averiguar a quién llamaba.
El número del doctor Lewis había cambiado, como esperaba.
Pero lo pasaron a otro número con un prefijo distinto.
Tuvo que insertar la mayoría de monedas de veinticinco centavos que tenía. Mientras el teléfono sonaba, pensó que Lewis debía de tener ya unos ochenta años, y no estaba seguro de si sería de ayuda. Pero Ricky sabía que era el único modo en que podría apreciar su situación más o menos como era debido y, por desesperado que fuera ese paso, debía darlo.
El teléfono sonó por lo menos ocho veces antes de que contestaran.
—¿Diga?
—El doctor Lewis, por favor.
—Al habla.
Ricky llevaba veinte años sin oír aquella voz, y aun así se emocionó, lo que le sorprendió. Era como si en su interior se desatara de repente un torbellino de odios, miedos, amores y frustraciones. Se obligó a conservar cierta calma.
—Doctor Lewis, soy el doctor Frederick Starks.
Ambos guardaron silencio un momento, como si el mero encuentro telefónico después de tantos años resultara abrumador.
Lewis habló primero.
—¡Vaya! Me alegro de oírte, Ricky, incluso después de tantos años. Estoy bastante sorprendido.
—Siento ser tan brusco, doctor. Pero no sabía a quién más recurrir.
De nuevo se produjo un breve silencio.
—¿Tienes problemas, Ricky?
—Sí.
—Y las herramientas del autoanálisis no son suficientes.
—Así es. Me preguntaba si tendría un rato para hablar conmigo.
—Ya no recibo pacientes —dijo Lewis—. La jubilación. La edad. Los achaques. El envejecimiento, que es terrible. Vas perdiendo toda clase de cosas.
—¿Me recibirá?
—Por tu voz parece bastante urgente —comentó el anciano tras una pausa—. ¿Es importante? ¿Son problemas graves?
—Corro un gran peligro, y tengo poco tiempo.
—Vaya, vaya, vaya. —Ricky pudo captar la sonrisa en el rostro del viejo analista—. Eso suena verdaderamente enigmático. ¿Crees que puedo ayudarte?
—No lo sé. Pero podría ser.
El viejo analista reflexionó antes de contestar.
—Has hablado como alguien de nuestra profesión. Está bien, pero tendrás que venir aquí. Ya no tengo consulta en la ciudad.
—¿Dónde debo ir?
—Estoy en Rhinebeck —dijo Lewis, y añadió una dirección en River Road—. Un lugar maravilloso para un jubilado, excepto que en invierno hace un frío terrible. Pero ahora está precioso, puedes tomar un tren en la estación Pennsylvania.
—¿Le iría bien esta tarde?
—Cuando quieras. Ésa es una de las ventajas de la jubilación. No hay compromisos impostergables. Toma un taxi en la estación y te estaré esperando hacia la hora de cenar.
Se apretujó en un asiento del rincón lo más al final del tren y se pasó la mayoría de la tarde mirando por la ventanilla. El tren viajó directo al norte siguiendo el curso del río Hudson, a veces tan cerca de la orilla que el agua quedaba sólo a unos metros de distancia. Ricky se sintió fascinado por las distintas tonalidades de azul verdoso que adquiría el río: el casi negro cerca de las orillas, que se convertía en un azul más claro y vibrante hacia el centro. Unos veleros surcaban el agua y dejaban una estela blanca a su paso, y algún que otro buque portacontenedores enorme y desgarbado navegaba por la zona más profunda. A lo lejos, las Palisades se elevaban convertidas en columnas de roca entre grises y marrones, coronadas por grupos de árboles verde oscuro. Había mansiones con amplios jardines; casas tan enormes que la riqueza que encerraban parecía inimaginable. En West Point atisbó la academia militar en lo alto de una colina con vistas al río; los edificios imperturbables le parecieron tan grises y tensos como las líneas uniformadas de cadetes. El río era ancho y cristalino, y le resultó fácil imaginar al explorador que dio su nombre a esas aguas quinientos años antes. Observó un rato la superficie, sin saber muy bien en qué sentido discurría la corriente, si hacia la ciudad de Nueva York para desembocar en el océano, o si ascendía al norte, empujada por las mareas y la rotación de la Tierra. El hecho de no saberlo, de ser incapaz de decir en qué dirección corría el agua a partir de la observación de su superficie, le inquietó un poco.
Sólo un grupo reducido de personas bajó del tren en Rhinebeck, y Ricky se entretuvo en el andén para observarlas, preocupado aún por si, a pesar de sus esfuerzos, alguien hubiera logrado seguirle. Unos adolescentes con vaqueros o pantalón corto se reían; una madre de mediana edad tiraba de tres niños e intentaba mostrarse paciente con un chiquillo rubio que no paraba de corretear; un par de empresarios agobiados hablaban por el móvil mientras salían de la estación. Ninguna de las personas que bajaron del tren miró siquiera a Ricky, salvo el niño rubio, que se detuvo y le dirigió una mueca antes de subir corriendo el tramo de escaleras que conducía al exterior del andén. Ricky esperó hasta que el tren se puso en marcha con unos fuertes resoplidos metálicos a medida que ganaba impulso. Seguro de que nadie se había rezagado, subió al vestíbulo. Era un viejo edificio de ladrillo con un suelo embaldosado donde los pasos resonaban y recorrido por un aire fresco que desafiaba el calor de última hora de la tarde. Un único cartel con una flecha roja sobre una ancha puerta doble rezaba: TAXIS. Salió de la estación y vio uno solo: un sedán blanco enlodado, con un distintivo en la puerta, un símbolo apagado en el techo y una abolladura enorme en el guardabarros delantero. El conductor parecía a punto de marcharse, pero vio a Ricky y retrocedió con brusquedad hacia el bordillo.
—¿Quiere que lo lleve? —preguntó.
—Sí, por favor.
—Pues soy el único que queda. Ya me iba cuando le vi salir por la puerta. Suba.
Ricky lo hizo y le dio la dirección del doctor Lewis.
—Ah, una propiedad excelente —afirmó el conductor, y aceleró haciendo rechinar los neumáticos.
Una estrecha carretera serpenteante llevaba hasta la casa del viejo analista. Unos robles majestuosos creaban una cubierta que sombreaba el asfalto, de modo que la tenue luz de la tarde veraniega se filtraba lentamente, como harina a través de un cedazo, y proyectaba sombras a derecha e izquierda. El paisaje mostraba unas colinas suaves, como las olas de un modesto mar. Vio manadas de caballos en algunos campos y, a lo lejos, grandes mansiones. Las casas más cercanas a la carretera eran antiguas, a menudo de madera, y tenían placas en un lugar destacado, de modo que se supiese que tal casa se había construido en 1788 o tal otra en 1802. Vio jardines coloridos y más de un propietario en camiseta montado en una cortadora de césped para segar con dinamismo una franja inmaculada de hierba. Le pareció que era un lugar de escapada. Supuso que la mayoría de esa gente tenía su vida principal en el ajetreado Manhattan, trabajando con dinero, poder y/o prestigio. Eran casas de fin de semana y de veraneo, carísimas pero con un auténtico concierto de grillos por la noche.
El taxista comentó:
—No está mal ¿verdad? Algunas de estas casas cuestan unos cuantos dólares.
—Imagino que ha de ser imposible encontrar mesa en un restaurante los fines de semana —contestó Ricky.
—Así es, en verano y en vacaciones. Pero no todos son de ciudad. Hay algunas personas que han echado raíces, las suficientes para que no sea un pueblo fantasma. Es un lugar bonito. —Redujo la velocidad y dobló a la izquierda para tomar un camino de entrada—. El problema es que está demasiado cerca de la ciudad. Bueno, ya hemos llegado. Es aquí —dijo.
El doctor Lewis vivía en una vieja casa de labranza reacondicionada, con un diseño sencillo de dos plantas, pintada de un blanco reluciente y con una placa que indicaba 1791. No era ni mucho menos la más grande de las casas que habían pasado. Tenía un enrejado con parras, flores plantadas en el sendero de entrada y un pequeño estanque con peces al borde del jardín. A un lado había una hamaca y unas cuantas tumbonas de madera con la pintura blanca medio desconchada. Un Volvo familiar azul de diez años estaba estacionado frente a un antiguo establo que ahora servía de garaje.
El taxi se marchó y Ricky se detuvo al final del camino de grava. De repente, se dio cuenta de que había ido con las manos vacías. No llevaba ninguna bolsa, ningún detalle, ni siquiera la proverbial botella de vino blanco. Inspiró hondo y sintió una oleada de emociones contradictorias. No era precisamente miedo, pero sí la sensación que un niño tiene al saber que debe informar de alguna travesura a sus padres. Ricky sonrió, porque sabía que ese nerviosismo era normal; la relación entre analista y analizado es profunda y provocadora, y opera de muchas formas distintas, incluso como entre alguien con autoridad y un niño. Eso formaba parte del proceso de transferencia, en el que el analista va adoptando distintos papeles que conducen, en última instancia, a la comprensión. Pocas profesiones médicas ejercen un impacto así en sus pacientes. Seguramente un traumatólogo ni siquiera recuerda la rodilla o la cadera que operó años atrás. Pero es probable que el analista recuerde, si no todo, sí gran parte, ya que la mente es mucho más sofisticada que una rodilla, aunque a veces no tan eficiente.
Avanzó despacio hacia la entrada, asimilando todo lo que veía. Se recordó que ésta es otra de las claves del análisis: el terapeuta conoce casi todas las intimidades emocionales y sexuales del paciente, que por su parte apenas sabe nada sobre el terapeuta. El misterio imita los misterios fundamentales de la vida y la familia; y adentrarse en lo desconocido produce siempre fascinación e inquietud.
«El doctor Lewis me conoce —pensó—. Pero ahora yo sabré algo de él, y eso cambia las cosas». Esta observación le inquietó aún más.
A mitad de los peldaños de la entrada, la puerta principal se abrió de golpe. Oyó su voz antes de verlo.
—Apuesto a que te sientes algo incómodo.
—Me ha leído los pensamientos —contestó Ricky, en lo que era una especie de broma entre analistas.
Lewis lo condujo a un estudio, junto al recibidor de la vieja casa.
Ricky dirigió los ojos de un lado a otro para grabarse los detalles mentalmente. Libros en un estante. Una pantalla de Tiffany. Una alfombra oriental. Como muchas casas antiguas, el interior tenía una atmósfera oscura, en contraste con unas relucientes paredes blancas. Le pareció fresco, nada cargado, como si las ventanas hubiesen estado abiertas la noche anterior y la casa hubiese conservado el recuerdo de unas temperaturas más bajas. Detectó un ligero olor a lila y oyó los ruidos distantes de una cocina en la parte de atrás.
El doctor Lewis era un hombre delgado, algo encorvado, calvo, con unos agresivos mechones de pelo que le salían detrás de las orejas, lo que le confería un aspecto de lo más curioso. Llevaba unas gafas apoyadas en la punta de la nariz, de modo que rara vez parecía mirar realmente a través de ellas. Tenía algunas manchas de la edad en el dorso de las manos y un ligerísimo temblor de dedos. Se movió despacio, cojeando un poco, y se instaló por fin en un sillón de orejas de piel roja, muy mullido, a la vez que indicaba a Ricky que se sentara en una butaca algo más pequeña. Ricky se arrellanó entre los cojines.
—Estoy encantado de verte, Ricky, incluso después de tantos años. ¿Cuánto hace?
—Más de una década, sin duda. Tiene buen aspecto, doctor.
Lewis sonrió y meneó la cabeza.
—No deberías empezar con una mentira tan evidente, aunque a mi edad las mentiras se agradecen más que la verdad. Las verdades son siempre inoportunas. Necesito una cadera nueva, una vejiga nueva, una próstata nueva, ojos y orejas nuevos, y unos cuantos dientes nuevos. Unos pies nuevos también me irían bien. Quizá necesitaría también un corazón nuevo. Además, no estaría de más renovar el coche del garaje y las cañerías de la casa. Ahora que lo pienso, las mías también. El tejado está bien, sin embargo. —Se dio unos golpecitos en la frente y añadió en tono socarrón—: El mío también. Pero no has venido para saber cómo estoy. He olvidado tanto mi formación como mis modales. Supongo que te quedarás a cenar, y he pedido que te preparen la habitación de huéspedes, y ahora será mejor que cierre la boca, que es lo que creemos hacer tan bien en nuestra profesión, para dejar que me cuentes el motivo de tu visita.
Ricky vaciló, sin saber muy bien por dónde empezar. Miró al anciano hundido en el sillón de orejas y sintió como si una cuerda se rompiera de repente en su interior. Notó que perdía el dominio de sí mismo, y habló con labios temblorosos:
—Creo que sólo me queda una semana de vida.
Lewis enarcó las cejas.
—¿Estás enfermo?
Ricky meneó la cabeza.
—Me parece que tendré que suicidarme —contestó. El viejo analista se inclinó hacia delante.
—Eso es un problema —dijo.