8

Releyó las mentiras de aquella carta y sintió una aguda contradicción en su interior. Tenía el ánimo por los suelos y el corazón frío de desesperación, como si le hubieran arrebatado toda tenacidad, reemplazándola por una rabia tan alejada de su carácter normal que resultaba casi irreconocible. Empezaron a temblarle las manos, se le enrojeció la cara y unas gotitas de sudor le perlaron la frente. El mismo calor le subía por la nuca, las axilas y la garganta. Desvió la mirada de las cartas en busca de algo que romper, pero no encontró nada a su alcance, lo que lo encolerizó más aún.

Empezó a pasearse por la consulta. Era como si todo su cuerpo se viese asaltado por un tic nervioso. Por último, se dejó caer en su vieja butaca de piel, detrás de la cabeza del diván, y permitió que los crujidos familiares y el tacto de la tapicería lo tranquilizaran al menos un poco.

No tenía ninguna duda sobre quién se había inventado aquella denuncia. El anonimato de la falsa víctima se lo dejaba muy claro. Lo más importante era averiguar por qué. Sabía que había algo previsto y tenía que aislar e identificar qué era.

Ricky tenía un teléfono en el suelo, junto a la butaca, y se inclinó hacia él. En unos segundos obtuvo en información el número del despacho del presidente de la Sociedad Psicoanalítica. Rechazó la oferta electrónica de marcar el número por él y pulsó con rabia los dígitos del aparato. Se recostó para esperar que contestaran.

La voz vagamente familiar de su colega analista contestó al teléfono. Pero tenía el cariz artificial y monótono de una grabación.

«Hola. Ha llamado al despacho del doctor Martin Roth. Estaré fuera del 1 al 29 de agosto. En caso de emergencia, marque el 555 1716 para acceder a un servicio localizador durante mis vacaciones. También puede llamar al 555 2436 y hablar con el doctor Albert Michaels del hospital Columbia Presbyterian, que me sustituye este mes. Si cree que es una crisis grave, le ruego llame a ambos números. El doctor Michaels y yo nos pondremos en contacto con usted».

Ricky colgó y marcó el primero de los dos números. Sabía que el segundo era el de un psiquiatra en su segundo o tercer año de residente en el hospital. Los residentes sustituían a los médicos de reconocido prestigio durante las vacaciones y eran una opción en que las recetas sustituían las charlas, que constituían el puntal del tratamiento analítico.

El primer número pertenecía a un servicio de contestador.

—Buenos días —respondió Una voz de mujer cansada—. Al habla con el servicio del doctor Roth.

—Necesito dejar un mensaje para el doctor —dijo Ricky.

—El doctor está de vacaciones. En caso de urgencia, debe llamar al doctor Albert Michaels en el…

—Ya tengo ese número —la interrumpió Ricky—, pero no es esa clase de urgencia ni esa clase de mensaje.

—Bueno… —vaciló la mujer, más sorprendida que confusa—. No sé si debería llamarle durante sus vacaciones por un mensaje cualquiera…

—Querrá oír éste —le aseguró Ricky. Le costaba ocultar la frialdad de su voz.

—No sé —dijo la mujer—. Tenemos un procedimiento.

—Todo el mundo tiene un procedimiento —le espetó Ricky—. Los procedimientos existen para impedir el contacto, no para favorecerlo. La gente sin imaginación y sin ideas llena su cabeza con programas y procedimientos. La gente con carácter sabe cuándo prescindir de los procedimientos. ¿Es usted esa clase de persona, señorita?

—¿Cuál es el mensaje? —le preguntó la mujer tras vacilar un instante.

—Diga al doctor Roth que el doctor Frederick Starks… Será mejor que lo anote, porque quiero que me cite con exactitud.

—Lo estoy anotando —dijo la mujer con aspereza.

—Dígale que el doctor Starks recibió su carta y examinó la denuncia. Y que desea informarle de que no hay ni una sola palabra cierta en ella. Es una fantasía total y absoluta.

—Ni una sola palabra cierta… Muy bien. Fantasía. ¿Quiere que lo llame para darle este mensaje? Está de vacaciones.

—Todos estamos de vacaciones. Sólo que algunos tienen vacaciones más interesantes que otros. Este mensaje hará que las del doctor sean mucho más interesantes. Asegúrese de que lo reciba en estos términos exactos o me encargaré de que en septiembre tenga que buscarse otro empleo. ¿Está claro?

—Descuide —contestó la mujer. No parecía intimidada—. Pero ya se lo dije: tenemos unos procedimientos muy estrictos. No me parece que esto se ajuste a nada…

—Intente no ser tan previsible —aconsejó Ricky—. De ese modo, podrá salvar su trabajo. —Y colgó.

Se reclinó en el asiento. No recordaba haber sido tan grosero y exigente, por no decir amenazador, en años. Además, no era su forma de ser. Pero sabía que probablemente tendría que actuar en contra de su forma de ser muchas veces a lo largo de los siguientes días.

Volvió a mirar la carta del doctor Roth y, a continuación, releyó la denuncia anónima. Luchando todavía con la indignación de quien es acusado falsamente, trató de medir el impacto de las cartas y dar una respuesta a la pregunta «¿por qué?». Era evidente que Rumplestiltskin tenía en mente algún efecto concreto, pero ¿cuál?

Empezó a ver con claridad algunas cosas.

La denuncia en sí era mucho más sutil de lo que cabía suponer. La autora anónima lo acusaba de violación pero situaba el momento del delito tan atrás en el tiempo que había prescrito. La policía no intervendría, pero desencadenaría una investigación enojosa e inútil del Colegio de Médicos. Sería lenta e ineficaz y era poco probable que entorpeciera el avance del juego. Una denuncia que exigiera la intervención de la policía obtendría una respuesta inmediata, y estaba claro que Rumplestiltskin no quería que la policía interviniese, salvo tangencialmente. Y, al hacer la denuncia de forma provocativa pero anónima, la autora mantenía la distancia. Nadie de la Sociedad Psicoanalítica seguiría el asunto. Lo pasarían, como al parecer habían hecho, a un tercer organismo y se lavarían las manos para evitar lo que podría ser una verdadera lacra para su reputación.

Ricky leyó las dos cartas por tercera vez, y vio una respuesta.

—Me quiere solo —dijo en voz alta.

Se recostó un instante y contempló el techo, como si su blanco liso pudiese ofrecerle claridad de algún modo. Hablaba solo, y su voz parecía resonar huecamente en la consulta.

—No quiere que consiga ayuda. Quiere que juegue sin el menor apoyo. Por eso ha tomado medidas para asegurarse de que no pudiera hablar con nadie más de la profesión.

Casi sonrió ante la índole modestamente diabólica del plan de Rumplestiltskin. Sabía que Ricky estaría trastornado por los interrogantes que rodeaban la muerte de Zimmerman. Sabía que sin duda estaría asustado por el allanamiento de su hogar y su consulta. Sabía que estaría inquieto e inseguro, quizás sobrecogido ante la rápida sucesión de los acontecimientos. Rumplestiltskin había previsto todo eso y especulado sobre la primera reacción de Ricky: buscar ayuda. ¿Y adónde hubiera recurrido? Habría querido hablar, no actuar, porque ésa era la naturaleza de su profesión, y por tanto habría acudido a otro analista. Un amigo que pudiera servirle de caja de resonancia. Alguien que habría vacilado y escuchado todos los detalles y ayudado a Ricky a revisar la multitud de cosas desencadenadas con tanta rapidez.

Pero eso ya no ocurriría.

La carta con las acusaciones de violación, incluida la gratuita y desagradable descripción de la última sesión, había sido enviada a la jerarquía de la Sociedad Psicoanalítica justo cuando todos se preparaban para las vacaciones de agosto. No había tiempo para negar con razones la acusación, ni ningún foro disponible donde hacerla con efectividad. La horrible acusación recorrería veloz el mundo del psicoanálisis neoyorquino como un chisme en un estreno de Hollywood. Ricky era un hombre con muchos colegas y pocos amigos de verdad, y él lo sabía. No era probable que esos colegas quisieran mancillar su reputación entrando en contacto con un médico que podía haber violado el tabú más importante de la profesión. La acusación de haber abusado de su posición como terapeuta y analista para obtener los favores sexuales más abyectos y sucios, y de haber dado la espalda al daño psicológico que había provocado era el equivalente psicoanalítico de la peste, lo que le convertía a él en una moderna «María Tifoidea», la famosa portadora de la bacteria Salmonella typhi que contagió a tanta gente en Nueva York. Con esta acusación pendiendo sobre su cabeza, no era probable que nadie lo ayudara, por más que suplicara y por más que la negara, hasta que el asunto estuviera resuelto. Y eso tardaría meses.

Había otro efecto secundario: la gente que creía conocer a Ricky se plantearía ahora qué sabía de él y cómo. Comprendió que era una mentira envenenada porque el mero hecho de negarla haría que los miembros de su profesión pensaran que se estaba encubriendo.

«Estoy solo —se dijo—. Aislado. Desorientado». Respiró hondo, como si el aire de la consulta se hubiese solidificado. Comprendió que eso era lo que Rumplestiltskin quería: que estuviese solo.

Volvió a mirar las dos cartas. En la denuncia falsa, su autora había incluido los nombres de un abogado de Manhattan y de un psiquiatra de Boston. No pudo evitar estremecerse. Sabía que esos nombres figuraban ahí para él. Se suponía que era el camino que debía seguir.

Pensó en la espantosa oscuridad de la consulta la noche anterior.

Lo único que había tenido que hacer para tener luz era seguir el camino fácil y enchufar lo que estaba desconectado. Sospechaba que esto era más o menos lo mismo. Sólo que no sabía dónde podría conducirlo ese camino.

Dedicó el resto del día a examinar todos los detalles de la carta de Rumplestiltskin, tratando de diseccionarla más, y a escribir notas precisas sobre todo lo ocurrido, prestando la mayor atención a cada palabra hablada, recreando los diálogos como un reportero que prepara una noticia, buscando una perspectiva que se le escapaba con facilidad. Lo que le resultaba más escurridizo eran las palabras exactas de la mujer, Virgil. No tenía problemas para recordar su figura o la picardía de su voz, pero su belleza era como una cubierta protectora de sus palabras. Eso le inquietaba, porque contradecía su preparación y su costumbre. Como cualquier buen analista, se preguntó por qué era tan incapaz de concentrarse, cuando la verdad era tan evidente que cualquier adolescente reincidente se la podría haber dicho.

Estaba acumulando notas y observaciones, buscando refugio en el mundo interior en el que se sentía cómodo. Pero, a la mañana siguiente, después de haberse puesto traje y corbata, y de haber dedicado un momento a marcar con una equis otro día en el calendario, empezó de nuevo a sentir la presión de tener el tiempo en contra. Pensó que era importante formular por lo menos su primera pregunta y llamar al Times para publicarla en un anuncio.

El calor de la mañana parecía burlarse de él y se le condensó debajo del traje casi de inmediato. Supuso que lo seguían, pero se negó a volverse para comprobarlo. De todos modos, tampoco sabría descubrir a una persona que lo siguiera. En las películas, al héroe no le costaba demasiado detectar las fuerzas del mal que lo acechaban. Los malos llevaban sombreros negros y una mirada furtiva en los ojos. En la vida real era muy distinto. Todo el mundo es sospechoso. Todo el mundo está absorto. El repartidor de la esquina delante de una tienda de comestibles, el empresario que caminaba deprisa por la acera, el indigente en un hueco, los rostros tras los cristales del restaurante o un coche que pasaba. Cualquiera podría estar observándole o no. Imposible saberlo. Estaba acostumbrado al mundo concentrado de la consulta de analista, en que los papeles eran mucho más claros. En la calle, era imposible saber quién podía estar tomando parte en el juego y vigilándole, y quién era sólo uno más de los ocho millones de personas que poblaban de repente su mundo.

Ricky se encogió de hombros y paró un taxi en la esquina. El taxista tenía un nombre extranjero impronunciable y estaba escuchando una extraña emisora de música de Oriente Medio. Una cantante se lamentaba con una voz aguda que vibraba al cambiar de tono. Cuando empezó una nueva melodía, sólo cambió el compás; los gorgoritos parecían los mismos. No entendía ninguna palabra, pero el conductor, encantado, tamborileaba el volante con los dedos siguiendo el ritmo. Asintió cuando Ricky le dio la dirección, y se internó con rapidez en el tráfico. Ricky se preguntó cuánta gente subiría a ese taxi cada día. El taxista no tenía forma de saber si llevaba a sus pasajeros a algún acontecimiento trascendental de su vida o a sólo un momento más. El taxista hizo sonar el claxon en un cruce y lo condujo a través de las calles abarrotadas sin pronunciar palabra.

Un camión de mudanzas blanco bloqueaba el lado de la calle donde estaba situado el bufete del abogado, sólo dejando espacio para que los coches pasaran justito. Tres o cuatro hombres fornidos entraban y salían por la puerta principal del modesto y corriente edificio de oficinas, y subían una rampa de acero hacia el camión con cajas de cartón y algún que otro mueble, sillas, sofás y similares. Un hombre con una chaqueta azul y una insignia de seguridad vigilaba cómo trabajaban los transportistas a la vez que observaba a los transeúntes con un recelo que indicaba que su presencia obedecía a un solo objetivo y su rigidez se encargaría de que éste se cumpliera. Ricky bajó del taxi y se acercó al hombre de la chaqueta.

—Estoy buscando las oficinas del señor Merlin. Es abogado…

—Sexto piso, arriba del todo —contestó el hombre sin apartar la vista del desfile de transportistas—. ¿Tenía hora concertada? Están muy ocupados con lo del traslado.

—¿Se trasladan?

—Ya lo ve —señaló el hombre de la chaqueta—. Les va muy bien; ganan mucho, según tengo entendido. Puede subir, pero no estorbe.

El ascensor zumbaba pero, gracias a Dios, no tenía música ambiental. Cuando se abrieron las puertas en el sexto piso, Ricky vio de inmediato el bufete del abogado. Una puerta se abrió de golpe y aparecieron dos hombres que se peleaban con una mesa, levantándola e inclinándola, para pasar por el umbral. Una mujer de mediana edad con vaqueros, zapatillas de deporte y una camiseta de diseño los contemplaba atentamente.

—Ésa es mi mesa, maldita sea, y me conozco todas sus manchas y rayas. Si le hacen una nueva, tendrán que comprar otra.

Los dos hombres se esmeraron con el entrecejo fruncido. La mesa pasó por la puerta con unos milímetros de margen. Detrás de los hombres había cajas amontonadas en el pasillo interior, estanterías vacías y mesas: todos los elementos que se relacionarían normalmente con una oficina ajetreada, preparados para ser trasladados. La mujer de los vaqueros echó la cabeza atrás y agitó su melena color caoba con evidente irritación. Tenía el aspecto de una mujer a la que le gustaba la organización, y el caos de la mudanza le resultaba casi doloroso. Ricky se acercó a ella.

—Estoy buscando al señor Merlin —dijo.

—¿Es un cliente? —La mujer se volvió hacia él—. Hoy no hemos dado ninguna hora. Es el día del traslado.

—En cierto modo —contestó Ricky.

—Bueno, ¿a qué modo se refiere? —repuso la mujer con frialdad.

—Soy el doctor Frederick Starks. El señor Merlin y yo tenemos algo que discutir. ¿Está en la oficina?

La mujer pareció sorprendida. Sonrió de modo desagradable a la vez que asentía con la cabeza.

—Sé quién es usted. Pero no creo que el señor Merlin esperara su visita tan pronto.

—¿De veras? Yo me imaginaba que era justo lo contrario.

La mujer aguardó mientras salía otro hombre con una lámpara en una mano y una caja de libros bajo el otro brazo. Se volvió y le comentó:

—Una cosa en cada viaje. Si lleva demasiadas, se romperá algo. Deje eso y vuelva a buscarlo después.

El hombre se encogió de hombros y dejó la lámpara sin demasiado cuidado.

La mujer se volvió hacia Ricky.

—Como verá, doctor, ha llegado en un mal momento…

Ricky tuvo la impresión de que iba a despacharlo, cuando un hombre más joven, de treinta y pocos años, algo obeso y un poco calvo que llevaba unos pantalones caqui planchados, una camisa sport de diseño y unos relucientes mocasines con borlas, salió de la parte trasera de la oficina. Su aspecto era incongruente porque iba demasiado bien vestido para levantar y cargar cosas, y demasiado informal para hacer negocios. La ropa que llevaba era ostentosa y cara, y ponía de manifiesto que su aspecto, incluso en esas circunstancias, seguía unas normas rígidas. Además, en aquella vestimenta no había nada relajado para sentirse cómodo.

—Yo soy Merlin —dijo el hombre, que se sacó un pañuelo impecablemente doblado del bolsillo y se limpió las manos antes de tender una a Ricky—. Si no le importa todo este caos, podríamos hablar unos momentos en la sala de reuniones. Todavía conserva la mayoría del mobiliario, aunque es imposible saber por cuánto tiempo. —El abogado señaló una puerta.

—¿Quiere que tome notas, señor Merlin? —preguntó la mujer.

—No creo que sea necesario.

Ricky fue conducido a una habitación presidida por una larga mesa de cerezo con sillas. En el otro extremo había una mesilla auxiliar con una cafetera y una jarra de agua con vasos. El abogado indicó un asiento y fue a comprobar si había café. Se volvió hacia Ricky encogiéndose de hombros.

—Lo siento, doctor —dijo—. No queda café y la jarra de agua está vacía. No puedo ofrecerle nada.

—No importa. No he venido hasta aquí porque tuviera sed.

—No. —Su respuesta hizo sonreír al abogado—. Por supuesto que no. Bien, en qué puedo ayudarlo…

Merlin es un nombre poco corriente —le interrumpió Ricky—. ¿Acaso es usted una especie de mago?

—En mi profesión, doctor Starks, un nombre como el mío es una ventaja —afirmó el abogado, sonriente de nuevo—. Los clientes nos piden a menudo que saquemos el consabido conejo de la chistera.

—¿Sabe hacerlo?

—Pues, por desgracia, no. No tengo ninguna varita mágica. Sin embargo, se me ha dado muy bien obligar a conejos adversarios reacios y recalcitrantes a salir de escondrijos en todo tipo de sombreros, no tanto con la ayuda de poderes mágicos como de avalanchas de documentos legales y oleadas de demandas, por supuesto. Quizás en este mundo, esas cosas vengan a ser lo mismo. Ciertos juicios parecen funcionar de un modo muy parecido a las maldiciones y hechizos que lanzaba mi tocayo Merlin.

—Veo que se trasladan.

El abogado sacó un tarjetero de piel de un bolsillo. Tomó una tarjeta y se la pasó por encima de la mesa a Ricky.

—El nuevo local —dijo—. El éxito exige expandirse. Contratar más abogados. Más espacio.

—¿Y yo voy a ser otro trofeo en la pared? —preguntó Ricky. La tarjeta indicaba una dirección en el centro de la ciudad.

—Es probable —asintió Merlin con una sonrisa—. De hecho, es bastante seguro. No debería hablar con usted, sobre todo sin estar presente su abogado. ¿Por qué no le pide que me llame para que comentemos su póliza de seguros por negligencia…? Está asegurado, ¿verdad, doctor? Así podremos arreglar este asunto con rapidez y de modo satisfactorio para ambas partes.

—Tengo un seguro, pero dudo que cubra la denuncia que se ha inventado su clienta. No creo haber tenido motivo para leer la póliza desde hace décadas.

—¿No está asegurado? Es una pena… E «inventado» es una palabra que podría desaprobar.

—¿Quién es su clienta? —preguntó Ricky.

—Todavía no estoy autorizado a divulgar su nombre. —El abogado meneó la cabeza—. Está en proceso de recuperación y…

—Nada de eso ha pasado —le espetó Ricky—. Todo es pura fantasía. Una invención. No hay ni una palabra cierta. Su cliente verdadero es otra persona, ¿no?

—Puedo asegurarle que mi clienta es verdadera —dijo el abogado tras una pausa—. Lo mismo que sus acusaciones. La señorita X es una mujer muy angustiada…

—¿Por qué no la llama señorita R? —repuso Ricky—. R de Rumplestiltskin. ¿No sería más adecuado?

—Me parece que no le entiendo, doctor. —Merlin parecía algo confundido—. X, R, como quiera. Eso no importa en realidad, ¿no?

—Exacto.

—Lo que importa, doctor Starks, es que está metido en un buen lío. Y le aseguro que le interesa que este lío desaparezca de su vida lo antes posible. Si tengo que presentar una demanda, bueno, el daño ya estará hecho. La caja de Pandora, doctor. Todas las cosas malas saldrán a la luz pública. Acusaciones y desmentidos, aunque según mi experiencia, el desmentido nunca logra el mismo impacto que la acusación, ¿verdad? No es el desmentido lo que recuerda la gente, ¿no? —Meneó la cabeza.

—Yo nunca he abusado de ningún paciente. Ni siquiera creo que exista esta persona. No tengo ningún historial de esta paciente.

—Bueno, doctor, me alegra saberlo. Espero que esté del todo seguro de eso. —Mientras hablaba, la voz del abogado bajó de tono y cada palabra se afilaba cada vez más—. Porque, para cuando me haya entrevistado con todos sus pacientes de la última década, haya hablado con todos los colegas con quienes haya tenido alguna disputa y haya diseccionado todas las facetas de su vida, que mi clienta exista o no carecerá de importancia, porque ya no le quedará ni vida ni reputación. Ninguna en absoluto.

Ricky se abstuvo de replicar. Merlin siguió mirándole directamente, sin flaquear ni un segundo.

—¿Tiene algún enemigo, doctor? ¿Algún colega envidioso? ¿Cree que todos sus pacientes han quedado satisfechos con su tratamiento? ¿Dio alguna vez una patada a un perro? ¿No pudo frenar a tiempo cuando una ardilla se le cruzó delante del coche cerca de su casa de veraneo en Cape Cod? —El abogado sonrió de nuevo, ahora de modo desagradable—. Ya estoy informado de ese sitio —aseguró—. Una bonita casa al borde de un bosque, con jardín y vistas al mar. Cinco hectáreas. Compradas en 1984 a una mujer de mediana edad cuyo marido acababa de morir. ¿Cómo no aprovecharse de una afligida viuda en esas circunstancias? ¿Tiene idea de cómo ha aumentado el valor de esa propiedad? Estoy seguro de que sí. Permítame que le comente una cosa nada más, doctor Starks. Haya o no algo de cierto en la acusación de mi clienta, me quedaré con esa propiedad antes de que esto haya acabado. Y también con su piso, su cuenta bancaria en el Chase y su plan de jubilación en Dean Witter que todavía no ha tocado, y con la modesta cartera de valores que mantiene en la misma agencia de corredores. Pero empezaré por su casa de veraneo. Cinco hectáreas. Creo que podré subdividirlas y forrarme. ¿Qué le parece, doctor?

A Ricky todo le daba vueltas.

—¿Cómo sabe…? —empezó sin convicción.

—Me encargo de saber esas cosas —le interrumpió Merlin—. Si usted no tuviera nada que yo quisiera, no me tomaría ninguna molestia. Pero lo tiene y puedo asegurarle que no vale la pena luchar, doctor. Y su abogado le dirá lo mismo.

—Luchar por mi integridad sí —contestó Ricky.

—No está viendo las cosas con claridad, doctor. —Se encogió de hombros otra vez—. Estoy intentando decirle cómo dejar su integridad más o menos intacta. Usted, como un ingenuo, parece creer que esto tiene relación con tener razón o no. Con decir la verdad en lugar de mentir. Me resulta curioso viniendo de un psicoanalista veterano como usted. ¿Es la verdad, la verdad autentica y clara, algo que oiga a menudo? ¿O más bien verdades ocultas y encubiertas por toda clase de trucos psicológicos, esquivas y escurridizas una vez identificadas? Y jamás blancas o negras por completo, más bien de tonalidades grises, marrones e incluso rojas. ¿No es eso lo que predica su profesión?

Ricky se sintió como un imbécil. Aquellas palabras le sacudían como otros tantos puñetazos en un combate desigual. Inspiró hondo y pensó en lo estúpido que había sido ir al bufete, y que lo más inteligente era marcharse. Iba a levantarse, cuando medio añadió:

—El infierno puede adoptar muchas formas, doctor Starks. Piense en mí como en una de ellas.

—¿A qué se refiere? —repuso Ricky, y recordó lo que Virgil había dicho en su primera visita: que iba a ser su guía hacia el infierno, y que de ahí procedía su nombre.

—En tiempos del rey Arturo —prosiguió el abogado, sonriente y nada desagradable, con la confianza de un hombre que ha medido al adversario y lo ha visto claramente inferior—, el infierno era muy real para toda clase de personas, incluso las educadas y refinadas. Creían de verdad en demonios, diablos, posesiones de espíritus malignos, lo que usted quiera. Podían oler el fuego y el azufre que esperaban a los impíos y creían que los abismos en llamas y las torturas eternas eran consecuencias razonables de una mala vida. En la actualidad, las cosas son más complicadas, ¿verdad, doctor? No creemos que vayamos a sufrir la maldición del fuego eterno. Y ¿qué tenemos en su lugar? Los abogados. Y le aseguro doctor que puedo convertirle fácilmente la vida en algo que recuerde una imagen medieval plasmada por uno de esos artistas de pesadilla. Tendría que elegir el camino fácil, doctor. El camino fácil. Será mejor que vuelva a comprobar su póliza de seguros.

La puerta de la sala de reuniones se abrió de golpe y dos de los hombres de la mudanza vacilaron antes de entrar.

—Nos gustaría llevarnos esto ahora —comentó uno de ellos—. Es lo único que falta.

—Muy bien. —Merlin se levantó—. Creo que el doctor Starks ya se iba.

—Sí. —Ricky asintió y también se puso de pie. Echó un vistazo a la tarjeta del abogado—. ¿Es aquí dónde debería ponerse en contacto con usted mi abogado?

—Exacto.

—Muy bien —dijo—. ¿Y podremos localizarlo…?

—Cuando quiera doctor. Creo que lo mejor sería que lo solucionara cuanto antes. Seguro que no le apetece desperdiciar las vacaciones preocupándose por mí, ¿no?

Ricky no contestó, aunque se percató de que no le había mencionado su intención de irse de vacaciones. Se limitó a asentir, se volvió y salió de la oficina sin mirar atrás.

Ricky subió a un taxi para ir al hotel Plaza. Estaba a sólo doce manzanas de distancia. Para lo que Ricky tenía en mente, parecía la mejor elección. El taxi recorrió veloz el centro de ese modo tan particular que tienen los taxis urbanos, con aceleraciones rápidas, adelantamientos, frenazos, cambios de marcha y eslálones a través del tráfico, sin lograr ni mejor ni peor tiempo que si hubieran seguido un camino regular, tranquilo y recto. Ricky observó la licencia del taxista que, como era de esperar, tenía otro incomprensible apellido extranjero. Se recostó y pensó en lo difícil que resulta a veces encontrar taxi en Manhattan. Era extraño que hubiera uno libre para él con tanta facilidad cuando salió, aturdido, del bufete del abogado. Como si lo hubiese estado esperando.

El taxista se detuvo en seco junto al bordillo de la entrada del hotel. Ricky pagó la carrera a través de la separación de plexiglás y, bajó del coche. Sin prestar atención al portero, subió presuroso la escalinata y cruzó las puertas giratorias. El vestíbulo estaba repleto de gente. Avanzó con rapidez entre varios grupos, montones de maletas y botones apresurados, hacia The Palm Court. En el extremo donde estaba el restaurante se detuvo, observó el menú un instante y luego se dirigió hacia el pasillo al paso más rápido que podía sin atraer la atención, más bien como alguien que va a perder un tren. Fue directo a la puerta del hotel que daba al sur de Central Park y salió a la calle.

Había un portero que estaba pidiendo taxis para los clientes que salían. Ricky se adelantó a una familia reunida en la acera.

—¿Me permiten? —dijo a un padre de mediana edad vestido con una camisa de estampado hawaiano y rodeado por tres niños alborotadores de entre seis y diez años. Junto a ellos una esposa anodina cuidaba de toda la prole—. Se trata de una emergencia. No quisiera ser grosero, pero… —El padre miró a Ricky como si ningún viaje familiar de ldaho a Nueva York estuviera completo si alguien no te roba el taxi, y asintió sin decir nada. Ricky subió y oyó cómo la mujer decía:

—¿Qué estás haciendo, Ralph? Era nuestro taxi.

«Este taxista, por lo menos, no es alguien contratado por Rumplestiltskin», pensó Ricky mientras le daba la dirección del local de Merlin.

Como sospechaba, el camión de mudanzas ya no estaba aparcado a la puerta. El guarda de seguridad con la chaqueta azul también había desaparecido.

Ricky se inclinó y dio un golpecito al plástico que lo separaba del conductor.

—He cambiado de idea —dijo—. Lléveme a esta dirección, por favor. —Leyó la dirección que aparecía en la tarjeta del abogado—. Pare a una manzana de distancia, ¿de acuerdo? No quiero bajarme delante.

El taxista se encogió de hombros y asintió.

Tardaron un cuarto de hora a causa del tráfico. La dirección en la tarjeta de Merlin estaba cerca de Wall Street. Olía a prestigio.

El conductor se detuvo una manzana antes de la dirección.

—Es ahí —indicó el hombre—. ¿Quiere que lo acerque más?

—No —respondió Ricky—. Aquí está bien. —Pagó y abandonó el reducido asiento trasero.

Como medio sospechaba, no había rastro del camión de mudanzas frente al gran edificio de oficinas. Miró arriba y abajo, pero no vio rastro del abogado, de la empresa ni del mobiliario de oficina. Comprobó la dirección de la tarjeta y se aseguró de estar en el sitio correcto. Echó un vistazo al interior del edificio y vio un mostrador de seguridad en el vestíbulo. Un guardia uniformado leía una novela de bolsillo detrás de un grupo de pantallas de video y de un tablero electrónico que mostraba los movimientos del ascensor. Ricky entró en el edificio y se acercó a un directorio de oficinas colocado en la pared. Lo comprobó deprisa y no encontró a nadie llamado Merlin. Se dirigió hacia el guardia, que levantó la vista.

—¿Puedo ayudarte? —preguntó.

—Sí —contestó Ricky—. Tal vez me he confundido. Tengo la tarjeta de este abogado, pero no lo encuentro en el directorio. Debería instalarse aquí hoy.

El guardia estudió la tarjeta, frunció el entrecejo y meneó la cabeza.

—La dirección es correcta —afirmó—. Pero no tenemos a nadie con este nombre.

—¿Quizás una oficina vacía? Como le dije, se trasladaban hoy.

—Nadie avisó de eso a seguridad. Y no hay ningún local vacío, desde hace años.

—Qué extraño. Debe de ser un error de imprenta.

—Podría ser —dijo el guardia, y le devolvió la tarjeta.

Ricky pensó que había ganado su primera escaramuza con el hombre que lo acechaba. Pero no estaba seguro de qué obtenía con ello.

Cuando llegó a casa, todavía se sentía algo petulante. No sabía muy bien a quién había conocido en aquel bufete y se preguntaba si Merlin no sería en realidad el propio Rumplestiltskin. Pensó que era una posibilidad cierta, porque no había duda de que el cerebro del asunto querría ver a Ricky en persona, cara a cara. No estaba seguro de por qué lo creía, pero parecía tener algún sentido. Era difícil imaginar a alguien que obtuviera placer torturándolo sin desear ver sus logros personalmente.

Pero esta observación no empezaba siquiera a colorear el retrato que sabía que tendría que trazar para adivinar la identidad de ese hombre.

«¿Qué sabes sobre los psicópatas?», se preguntó mientras subía la escalinata del edificio de piedra rojiza que albergaba su vivienda y consulta, además de otros cuatro pisos. «No mucho», se contestó. Sus conocimientos se referían a los problemas y las neurosis de personas normales y corrientes, y a las mentiras que se contaban a sí mismas para justificar su conducta. Pero no sabía nada sobre alguien que creara todo un mundo de mentiras para provocar una muerte. Se trataba de un territorio desconocido para él.

La satisfacción que había sentido al ser por una vez más hábil que Rumplestiltskin se evaporó. Se recordó con frialdad lo que había en juego.

Vio que habían repartido el correo y abrió su buzón. Un sobre largo y estrecho llevaba el membrete de la policía de Nueva York en la esquina superior izquierda. Lo abrió y comprobó que contenía un trozo de papel unido a una hoja fotocopiada. Leyó la carta pequeña.

Estimado doctor Starks:

En nuestra investigación descubrimos la hoja adjunta entre los efectos personales de Zimmerman. Como le menciona y parece comentar su tratamiento, se la envío. Por cierto, el caso sobre su muerte está cerrado.

Atentamente,

Detective J. Riggins

Ricky leyó la fotocopia. Era breve, estaba mecanografiada y le provocó un miedo difuso.

A quien lo lea:

Hablo y hablo pero no mejoro. Nadie me ayuda. Nadie escucha a mi yo real. He dejado todo dispuesto para los cuidados de mi madre. Lo encontrarán en mi oficina junto con mi testamento, los papeles del seguro y los demás documentos. Pido perdón a todos los implicados, salvo al doctor Starks. Adiós a los demás.

Roger Zimmerman

Hasta la firma estaba mecanografiada. Ricky contempló la nota de suicidio y sintió que sus emociones lo abandonaban.