6

Ricky Starks cerró de un golpe la puerta de su casa al entrar. El ruido retumbó en sus oídos y resonó en el rellano vacío y poco iluminado de la escalera. Giró la llave en el doble cerrojo de la puerta principal que tan pocas veces usaba. Movió el picaporte para asegurarse. Después, inseguro de que bastara con los cerrojos, atrancó una silla contra la puerta a modo de anticuado refuerzo. Le costó refrenarse para no amontonar también el escritorio, cajas, estanterías, todo lo que tuviera a mano, contra la puerta para atrincherarse dentro. El sudor le escocía los ojos y, aunque el aire acondicionado zumbaba afanoso fuera de la ventana de la consulta, sentía oleadas repentinas de calor. Un soldado, un policía, un piloto, un montañero, cualquiera versado en las diversas vertientes del peligro, las habría reconocido como lo que eran: ataques de pánico. Pero Ricky se había pasado tantos años apartado de todos esos extremos que desconocía hasta los signos más evidentes.

Se alejó de la puerta y contempló su casa. Una tenue luz sobre la puerta proyectaba unas extrañas sombras en los rincones de la sala de espera. Oyó el aire acondicionado y, más allá, los ruidos apagados de la calle, pero aparte de eso, sólo un silencio agobiante.

La puerta de la consulta estaba abierta. De pronto tuvo la sensación de que, cuando había dejado el refugio de su hogar esa tarde minutos después de la visita de Virgil, había cerrado esa puerta tras él, como era su costumbre. La aprensión le carcomió y lo llenó de dudas. Contempló la puerta abierta mientras trataba de recordar con desesperación sus pasos exactos al irse.

Se vio poniéndose la corbata y la chaqueta, inclinándose para anudarse los cordones de los zapatos, dándose unas palmaditas en los bolsillos para comprobar que llevaba la cartera y las llaves. Se vio cruzando el piso y saliendo por la puerta principal, esperando a que bajara el ascensor del tercer piso, saliendo a la calle, donde el bochorno seguía. Todo esto estaba de lo más claro. No había sido una salida distinta a millares de otras en millares de días. Fue a la vuelta cuando todo parecía torcido o algo deforme, como ver su imagen reflejada en un espejo de feria, distorsionada por mucho que uno se contorneara y girara.

«¿Cerraste esta puerta?», gritó para sus adentros. Se mordió el labio, frustrado, y procuró recordar el tacto del pomo en la mano, el ruido de la puerta al cerrarse a su espalda. El recuerdo le eludió, y permaneció inmóvil, incapaz de recordar ese simple acto cotidiano. Y entonces se hizo una pregunta aún peor, aunque todavía no se percató demasiado de ello: «¿Por qué no puedes recordarlo?».

Inspiró hondo y se tranquilizó pensando que debió de dejarla abierta por descuido.

Pero siguió sin moverse. De repente se sintió desfallecer. Casi como si se hubiese estado peleando, o al menos, lo que imaginaba que sería pelear con alguien, porque de golpe cayó en la cuenta de que nunca se había peleado con nadie, aparte de las esporádicas peleas de adolescentes que parecían increíblemente distantes en el tiempo.

La oscuridad parecía burlarse de él. Aguzó el oído hacia la habitación oscura. «Ahí dentro no hay nadie», se aseguró. Pero, como si quisiera subrayar la mentira, dijo en voz alta:

—¿Hola?

El sonido de esa única palabra pronunciada en aquel reducido espacio tensó a Ricky. Lo invadió la sensación de estar haciendo el ridículo. Se dijo que un niño se asustaba de las sombras, no un adulto. En particular, uno como él, que había pasado toda su vida adulta tratando con secretos y terrores ocultos.

Avanzó intentando recobrar la compostura. Se recordó que estaba en casa. Estaba a salvo.

Aun así, quiso encender la luz deprisa mientras vacilaba en el penumbroso umbral y palpó la pared con la mano hasta encontrar el interruptor, que accionó al instante.

No pasó nada. La negrura de la habitación permaneció intacta. Soltó un grito ahogado. Pulsó el interruptor varias veces, como si se negara a admitir que no había luz en la habitación.

—¡Por todos los demonios! —maldijo en voz alta, pero no entró.

En lugar de eso, esperó a que los ojos se le acostumbraran a la penumbra, sin dejar de escuchar atentamente para intentar captar cualquier ruido revelador de que no estaba solo. Se tranquilizó pensando que, cuando se tenía una experiencia inquietante como le había pasado a él esa tarde, la mente jugaba toda clase de malas pasadas. Aun así, esperó unos segundos hasta que pudo distinguir la habitación oscura y la recorrió con los ojos varias veces. Luego cruzó el reducido espacio en dirección a la mesa y la lámpara que había en un rincón. No se sentía distinto a un ciego, con las manos extendidas delante para intentar detectar obstáculos en un lugar donde no había ninguno. Al calcular mal la distancia se dio un buen golpe en la rodilla contra la mesa, lo que desató un torrente de improperios: varios «mierda» y «coño» y un solo «joder», nada propios de Ricky, quien antes de los acontecimientos de aquel día rara vez soltaba un juramento.

Rodeó con cuidado la mesa, encontró por fin la lámpara con la mano y, con un suspiro de alivio, accionó el interruptor.

Tampoco funcionaba.

Ricky se agarró a la mesa para tranquilizarse. Se dijo que probablemente se trataba de algún tipo de apagón, debido al calor y la demanda de electricidad de la ciudad, pero por la ventana podía ver que las farolas de la calle brillaban, y el aire acondicionado seguía zumbando alegremente. Se dijo entonces que no era imposible que dos bombillas se fundiesen a la vez. Poco probable, pero posible.

Con una mano en la mesa, se volvió hacia la tercera lámpara que tenía en la consulta. Era una lámpara de pie negra, de hierro fundido, que su mujer había comprado varios años atrás para llevar a su casa de veraneo en Wellfleet, pero de la que él se había adueñado para el rincón de su consulta, tras su butaca, a la cabeza del diván. La utilizaba para leer y, los días oscuros y lluviosos, para aligerar la habitación de la penumbra de la ciudad, de modo que la climatología no influyese demasiado en los pacientes. Se encontraba a unos cuatro metros de la lámpara, una distancia que ahora le pareció mucho mayor. Visualizó la consulta, sabiendo que lo separaban sólo unos cuantos pasos y no había nada entre él y su butaca, y que, una vez ahí, encontraría la lámpara. Deseó que entrara más luz de la calle por las ventanas, pero la poca que había parecía detenerse en el cristal, como si no fuera capaz de penetrar en la habitación. «Cuatro pasos —se dijo—. Y no te golpees la rodilla con la butaca».

Avanzó con cuidado, palpando el vacío con los brazos extendidos. Doblaba la cintura un poco y alargaba las manos en busca del tacto tranquilizador de su vieja butaca de piel. Pareció tardar más de lo que había imaginado, pero la butaca estaba donde siempre, y encontró el brazo, el respaldo, y ocupó el asiento de piel con un crujido acogedor que agradeció. Localizó con las manos la mesita donde tenía el dietario y el reloj, y alargó la mano hacia la lámpara situada detrás. El conmutador estaba justo debajo de la bombilla y lo buscó a tientas hasta encontrado. La encendió con un tirón decidido.

La oscuridad no cambió.

Accionó el conmutador una docena de veces y la habitación se llenó de clics.

Nada.

Ricky se quedó inmóvil en el asiento, intentando dar con una explicación lógica para que ninguna de las lámparas de su consulta funcionara. No la encontró.

Respiraba hondo escuchando la noche, buscando distinguir los sonidos secundarios de la ciudad. Con los nervios de punta, aguzó el oído a la vez que el resto de sus sentidos se aunaba para decidir si estaba realmente solo. Una parte de él quería salir disparado hacia la puerta, huir por el pasillo y buscar a alguien que lo acompañara de vuelta a su casa. Contuvo este impulso y reconoció el pánico que implicaba. Se obligó a conservar la calma.

No oyó nada, pero eso no significaba que no hubiera nadie en su casa. Trató de imaginar dónde podría esconderse alguien, en qué armario o rincón, bajo qué mesa. Y se concentró en esos sitios, como si desde su asiento de analista tras el diván pudiera examinar esas zonas ocultas. Pero ese esfuerzo fue también infructuoso o, como mínimo, insatisfactorio. Intentó recordar dónde tenía una linterna o velas. Seguramente en un estante de la cocina, junto a las bombillas de recambio. Siguió sentado un minuto más, reacio a abandonar su conocido asiento, y sólo logró levantarse convenciéndose de que buscar alguna clase de luz era la única reacción razonable.

Se dirigió con cautela hacia el centro de la habitación, de nuevo con las manos extendidas delante, igual que un ciego. Estaba a mitad de camino cuando sonó el teléfono de la mesa.

El ruido lo paralizó.

Se volvió tambaleante hacia el escritorio y se inclinó sobre él. Con la mano tumbó un cubilete de bolígrafos y lápices. Agarró el teléfono justo antes del sexto timbrazo, que habría puesto en marcha el contestador automático.

—¿Diga? ¿Diga?

No hubo respuesta.

—¿Diga? ¿Quién llama?

La comunicación se cortó de golpe.

Ricky sostuvo el auricular en la oscuridad y maldijo, en silencio primero y no tan silenciosamente después.

—¡Por todos los demonios! —exclamó—. Maldita sea. Maldita sea. Maldita sea.

Colgó y apoyó las manos en la superficie de la mesa, como si estuviera cansado y necesitara recuperar el aliento. Maldijo otra vez, aunque en voz más baja.

El teléfono volvió a sonar.

Dio un respingo, sorprendido, antes de alargar la mano para buscar a tientas el auricular, que golpeó el escritorio. Se lo llevó a la oreja.

—No tiene gracia —dijo.

—Doctor Ricky —susurró la voz profunda, aunque juguetona, de Virgil—. Nadie ha sugerido en ningún momento que se tratara de una broma. De hecho, el señor R no tiene demasiado sentido del humor, o eso me han dicho.

Ricky contuvo la sarta de improperios que le subió por la garganta y dejó que, en su lugar, el silencio hablara por él.

Pasados unos segundos, Virgil soltó una carcajada. El sonido resultó terrible a través de la línea telefónica.

—Todavía estás a oscuras, ¿verdad, Ricky?

—Sí —contestó—. Seguro que has estado aquí. Tú o alguien como tú entró mientras yo estaba fuera y…

—Tú eres el analista, Ricky —susurró Virgil, casi seductora—. Cuando estás a oscuras respecto a algo, en especial algo sencillo, ¿qué haces?

No respondió. Virgil rio de nuevo.

—Vamos, Ricky. ¿Y tú te consideras un maestro del simbolismo y de la interpretación de todo tipo de misterios? ¿Cómo arrojas luz sobre algo cuando sólo hay oscuridad? Vamos, es tu trabajo, ¿no?

No le permitió contestar.

—Sigue el camino más fácil hacia la respuesta.

—¿Cómo?

—Veo que vas a necesitar que te ayude mucho los próximos días si quieres esforzarte como es debido para salvar tu propia vida. ¿O prefieres quedarte sentado a oscuras hasta que llegue el día en que tengas que suicidarte?

Se sintió confundido.

—No entiendo —admitió.

—Lo harás muy pronto —aseguró Virgil y colgó, dejándolo agarrado al auricular con impotencia.

Pasaron unos segundos antes de que lo devolviera al soporte. La penumbra que reinaba en la habitación parecía envolverlo, cubriéndolo de desesperación. Repasó las palabras de Virgil, que le parecían obtusas, crípticas e incomprensibles. Quiso gritar que no tenía idea de su significado, frustrado tanto por la oscuridad que lo rodeaba como por la sensación de que su espacio privado había sido perturbado y violado. Apretó los dientes, aferrando el borde de la mesa y gruñendo de rabia. Quería coger algo y romperlo.

—¡Un camino fácil! —Casi gritó—. ¡En la vida no hay caminos fáciles!

El sonido de sus propias palabras extinguiéndose en la habitación oscura tuvo el efecto inmediato de acallarlo. Le hervía la sangre, al borde de la furia.

—Fácil, fácil… —masculló.

Y entonces tuvo una idea. Le sorprendió que hubiera logrado superar su creciente cólera.

—No puede ser… —dijo mientras alargaba la mano izquierda hacia la lámpara de sobremesa. Palpó la base y encontró el cable. Lo sostuvo entre los dedos y lo siguió hacia abajo, hacia donde estaba empalmado a una alargadera que recorría la pared hasta el enchufe. Se arrodilló en el suelo y encontró el extremo. Estaba desconectado. Tuvo que palpar unos segundos más para encontrar el final de la alargadera, pero lo logró. Lo conectó al cable y, de golpe, la habitación se iluminó. Se incorporó y se volvió hacia la lámpara situada tras el diván y vio que también estaba desenchufada. Alzó los ojos hacia la lámpara que colgaba del techo y supuso que simplemente habrían aflojado la bombilla del portalámparas.

En el escritorio, el teléfono sonó por tercera vez.

—¿Cómo conseguiste entrar? —preguntó al descolgar.

—¿Crees que el señor R no puede permitirse un buen cerrajero? —repuso Virgil con coquetería—. ¿O un atracador profesional? ¿Alguien experto en los cerrojos antiguos y pasados de moda que tienes en la puerta principal, Ricky? ¿No has pensado nunca en algo más moderno? ¿Sistemas de cerradura eléctricos con detectores de movimientos por infrarrojos y láser? ¿Tecnología dactilar o incluso esos sistemas de reconocimiento retinal que usan en las instalaciones del gobierno? Ya sabes que la gente puede conseguir bajo cuerda ese tipo de cosas a través de contactos turbios. ¿No has sentido nunca la necesidad de modernizar un poco tu seguridad personal? La luz sólo da una apariencia de seguridad.

—Nunca he necesitado esas tonterías —gruñó Ricky pomposamente.

—¿No te han entrado nunca en casa? ¿Nunca te han robado? ¿En todos los años que llevas en Manhattan?

—No.

—Bueno —dijo Virgil con petulancia—, supongo que nadie ha pensado que tengas nada valioso. Pero ya no es así, ¿verdad, doctor? Mi jefe lo cree, y parece más que dispuesto a conseguir su objetivo.

Ricky no contestó. Levantó los ojos de golpe para mirar por la ventana.

—Puedes verme —dijo, agitado—. Me estás viendo ahora mismo, ¿no? ¿Cómo, si no, ibas a saber que he conseguido dar la luz?

—Muy bien, Ricky —ironizó Virgil—. Estás haciendo algún progreso si puedes por fin afirmar lo evidente.

—¿Dónde estás?

—Cerca —respondió Virgil tras una pausa—. Detrás de ti, Ricky. Soy tu sombra. ¿De qué te serviría tener un guía hacia el infierno si no estuviera ahí cuando lo necesitaras?

Ricky no respondió.

—Bueno —prosiguió Virgil, y su voz volvió a adoptar el tono cantarín que Ricky empezaba a encontrar irritante—, te daré una pista, doctor. El señor R tiene un sano espíritu deportivo. Después de toda la planificación necesaria para su venganza, ¿crees que querría jugar con normas que no puedas percibir? ¿Qué has averiguado esta noche, Ricky?

—Que tú y tu jefe sois unas personas enfermas y asquerosas. Y no quiero tener nada que ver con vosotros.

La risa de Virgil sonó gélida y monocorde a través de la línea telefónica.

—¿Eso es lo que has averiguado? ¿Y cómo has llegado a tal conclusión? Fíjate que no te lo estoy negando. Pero me interesaría saber con qué teoría psicoanalítica o médica has llegado a este diagnóstico cuando, según mi modesta opinión, no nos conoces en absoluto. Por Dios, si tú y yo sólo tuvimos una sesión. Y todavía no tienes idea de quién es Rumplestiltskin. Pero estás dispuesto a sacar toda clase de conclusiones apresuradas. Mira, Ricky, me parece que eso es peligroso para ti, dada la precariedad de tu situación. Deberías intentar mantener una actitud más abierta.

—Zimmerman… —empezó él con una mezcla de frialdad y furia—. ¿Qué le pasó a Zimmerman? Tú estabas ahí. ¿Lo empujaste a la vía? ¿Le diste un golpecito para que perdiera el equilibrio? ¿Crees que puedes quedar impune de un asesinato?

—Sí, Ricky, lo creo —contestó Virgil con rotundidad tras una pausa—. Creo que hoy en día la gente queda impune de todo tipo de delitos, incluso el asesinato. Pasa continuamente. Pero, en el caso de tu infortunado paciente (¿o debería decir expaciente?) las pruebas de que él se lanzó son irrefutables. ¿Qué te hace pensar que no se suicidó mediante una técnica barata y eficiente de uso habitual en Nueva York? Un método que pronto podrías verte obligado a plantearte tú mismo. Pensándolo bien, un modo no demasiado terrible de acabar con todo. Una sensación momentánea de miedo y de duda, una decisión, un único paso valiente adelante en el andén, un chirrido, un destello y después la bendita inconsciencia.

—Zimmerman no se habría suicidado nunca. No presentaba ninguno de los síntomas clásicos. Tú o alguien lo empujó delante de ese metro.

—Admiro tu seguridad, Ricky. Debe de proporcionar mucha felicidad estar tan seguro de todo.

—Voy a ir a la policía.

—Bueno, no hay inconveniente en que lo intentes otra vez si crees que te va a servir de algo. ¿Los encontraste especialmente serviciales? ¿Mostraron mucho interés en escuchar tu interpretación analítica de unos hechos que no presenciaste?

Esta pregunta silenció a Ricky. Hizo una pausa antes de contestar.

—Muy bien —dijo por fin—. ¿Y ahora qué?

—Te hemos dejado un regalo. En el diván. ¿Lo ves?

Ricky vio un sobre manila mediano donde sus pacientes solían recostar la cabeza.

—Lo veo —afirmó.

—Muy bien —dijo Virgil—. Esperaré a que lo abras. —Antes de dejar el auricular en el escritorio, la oyó tararear una melodía que le sonaba, pero que no consiguió identificar. Si hubiese mirado más la televisión, habría sabido que se trataba de la conocida música del concurso televisivo «Jeopardy[5]».

Se levantó, cruzó la habitación y agarró el sobre. Era delgado; lo abrió rápidamente y extrajo una hoja. Era la página de un calendario. La fecha de ese día, primero de agosto, aparecía tachada con una gran equis roja. Los trece días siguientes estaban en blanco. Un círculo rojo rodeaba el decimoquinto. El resto de días del mes estaban borrados.

A Ricky se le secó la boca. Miró en el sobre, pero no había nada más. Regresó despacio a la mesa y cogió el auricular.

—Muy bien —comentó—. No es difícil de entender.

—Un recordatorio, Ricky. —La voz de Virgil seguía fluida y casi dulce—. Nada más. Algo para ayudarte a ponerte en marcha. Ricky, Ricky, ya te lo he preguntado: ¿qué has averiguado?

Esa pregunta le enfureció y estuvo a punto de estallar de indignación. Pero contuvo la furia acumulada y, con un férreo control de sus emociones, contestó:

—He averiguado que no parece haber límites.

—Muy bien, Ricky, muy bien. Eso es un avance. ¿Qué más?

—Que no debo subestimar lo que está pasando.

—Excelente, Ricky. ¿Algo más?

—No. Hasta este momento.

Virgil chasqueó la lengua parodiando a una maestra de escuela.

—No es cierto, Ricky. Lo que has averiguado es que en este juego todo, incluido el probable resultado, se juega en un campo diseñado especialmente para ti. Creo que mi jefe ha sido de lo más generoso, si tenemos en cuenta sus opciones. Tienes una oportunidad, pequeña por supuesto, de salvar la vida de otra persona y la tuya propia contestando a una sencilla pregunta: ¿Quién es Rumplestiltskin? Y, como no quiere ser injusto, te ha dado una solución alternativa, menos atractiva para ti, sí, pero que dará a tu lamentable existencia algún significado en tus últimos días. No mucha gente tiene esa clase de oportunidad, Ricky, me refiero a irse a la tumba sabiendo que su sacrificio ha salvado a otra persona de algún horror desconocido. Es algo que raya en la santidad, Ricky. Y se te ofrece sin los encantadores tres milagros que la Iglesia católica suele exigir, aunque creo que perdonan uno o dos cuando el candidato es encomiable. ¿Cómo se hace para perdonar un milagro cuando es necesario para ser aceptado en el club? Bueno, ésa es una pregunta fascinante que podremos debatir con detenimiento en otro momento. Ahora, Ricky, deberías volver a las pistas que has recibido y ponerte en marcha. Estás perdiendo tiempo y no te queda mucho. ¿Has hecho alguna vez un análisis con una fecha límite, Ricky? Porque de eso se trata. Seguiré en contacto contigo. Recuerda, Virgil nunca está lejos. —Inspiró hondo y añadió—: ¿Lo has entendido todo, Ricky? —Como él guardó silencio, lo repitió, esta vez en tono más amenazador—. ¿Lo has entendido todo, Ricky?

—Sí —contestó él antes de colgar. Pero, por supuesto, no era así.