A Ricky le resultaba desconocido todo lo referente al mundo en que se sumió esa noche.
Las imágenes, los sonidos y los olores de la comisaría de la Noventa y seis con Broadway constituían una ventana a la ciudad a la que él nunca se había asomado y de cuya existencia sólo era vagamente consciente. Nada más entrar se notaba un ligero hedor a orina y vómito que pugnaba con otro más potente a desinfectante; como si alguien hubiese devuelto copiosamente y la posterior limpieza se hubiera hecho sin cuidado y con prisas. La acritud le hizo vacilar, lo suficiente para verse asaltado por una algarabía insólita, mezcla de lo rutinario y lo surrealista. Un hombre gritaba palabras ininteligibles desde alguna área de detención fuera de la vista, palabras que parecían reverberar incongruentemente en el vestíbulo, donde una mujer hecha un basilisco sostenía a un niño lloroso frente al ancho mostrador de madera del sargento de guardia a la vez que le soltaba imprecaciones en un español graneado. A su lado pasaban policías con la camisa azul empapada de sudor, y sus pistoleras de cuero hacían un extraño contrapunto al crujido de sus relucientes zapatos negros. Un teléfono sonó en alguna parte, pero nadie contestó. Había idas y venidas, risas y lágrimas, todo ello salpicado de juramentos de agentes bruscos o de los visitantes esporádicos, algunos de ellos esposados, que eran conducidos bajo los fluorescentes implacables de la recepción.
Ricky cruzó la puerta, confundido por todo lo que veía y oía, nada seguro de lo que debía hacer. Un policía le rozó al pasar veloz a su lado mientras decía «Cuidado, que paso», lo que le hizo apartarse de golpe, como si hubieran tirado de él con una cuerda.
La mujer del mostrador levantó un puño y lo blandió ante el sargento de guardia con un torrente final de palabras que fluyeron como una sólida muralla de improperios y, tras dar al niño una sacudida para que se volviera, se giró con el entrecejo fruncido y, al salir, empujó a Ricky como si fuera tan insignificante como una cucaracha. Ricky se recompuso y se acercó al sargento. Alguien había grabado a escondidas JODT[4] en la madera del mostrador, una opinión que, al parecer, nadie se había molestado en borrar.
—Disculpe —empezó Ricky, pero fue interrumpido.
—Nadie pide disculpas realmente. Lo dicen, pero nunca es de verdad. Pero, qué caray, yo escucho a todo el mundo. Así que, ¿por qué pide disculpas?
—No me ha entendido bien. Lo que quería decir es…
—Nadie dice lo que quiere decir. Eso es algo importante que te enseña la vida. Todo iría mejor si más gente lo aprendiera.
El sargento debía de tener cuarenta y pocos años y exhibía una sonrisa indiferente que parecía indicar que, llegado a este punto de su vida, ya había visto todo lo que valía la pena ver. Era un hombre fornido, de cuello ancho, de culturista, y un cabello negro y lacio que llevaba peinado hacia atrás. El mostrador estaba lleno de formularios e informes de incidentes, dispuestos, al parecer, sin orden ni concierto. De vez en cuando, agarraba un par y los grapaba con un puñetazo que propinaba a la anticuada grapadora antes de lanzarlos a una bandeja metálica de rejilla.
—Si me lo permite, volveré a empezar —dijo finalmente Ricky con brusquedad.
El sargento sonrió de nuevo sacudiendo la cabeza.
—Nadie puede volver a empezar, por lo menos que yo sepa. Todos decimos que queremos encontrar una manera de empezar la vida de nuevo, pero las cosas no son así. Pero, qué caray, pruebe. Quizá sea el primero. A ver, ¿en qué puedo ayudarle?
—Hoy ha habido un incidente en la parada de metro de la calle Noventa y dos. Un hombre se cayó…
—Saltó, he oído. ¿Es usted un testigo?
—No. Pero conocía a ese hombre, creo. Era su médico. Necesito información…
—Médico, ¿eh? ¿Qué clase de médico?
—Seguía un tratamiento psicoanalítico conmigo.
—¿Es psiquiatra?
Ricky asintió.
—Un trabajo interesante —comentó el policía—. ¿Usa un diván de ésos?
—Exacto.
—¿De veras? ¿Y la gente todavía tiene cosas que contar? En mi caso, me parece que me echaría una siesta en cuanto recostara la cabeza. Un bostezo y me quedaría frito. Pero la gente habla mucho, ¿verdad?
—A veces.
—Genial. Bueno, hay uno que ya no hablará más. Será mejor que hable con quien lleva el caso. Cruce la puerta doble, siga el pasillo, la oficina queda a la izquierda. Se lo han dado al detective Riggins. O lo que quedaba de él después de que el expreso de la Octava Avenida pasara por la estación de la calle Noventa y dos a casi cien kilómetros por hora. Si quiere detalles, ahí se los darán. Hable con Riggins.
El policía señaló un par de puertas que daban a las entrañas de la comisaría. En ese momento, Ricky oyó cómo un sonido creciente surgía de algún lugar que parecía situado debajo y encima de ellos alternativamente. El sargento sonrió.
—Ese tío me va a destrozar los nervios antes de que acabe mi turno —comentó, y se volvió para recoger un fajo de papeles y lo grapó, produciendo un ruido parecido a un disparo—. Si no se calla, lo más probable es que yo mismo precise un psiquiatra al final de la noche. Lo que usted necesita, doctor, es un diván portátil.
Se rio e hizo un movimiento con la mano para alejar a Ricky en la dirección correcta, y la brisa que levantó hizo vibrar los papeles.
A la izquierda había una puerta con el rótulo DETECTIVES. Ricky Starks la empujó para entrar en un despacho pequeño con mesas deprimentes de metal gris y la misma iluminación hiriente. Parpadeó un instante, como si el resplandor le escociera los ojos como agua salada. Un detective con camisa blanca y corbata roja sentado en la mesa más cercana lo miró.
—¿Qué quiere?
—¿Detective Riggins?
—No, no soy yo. —Sacudió la cabeza—. Está allí, hablando con el último testigo del hombre que se suicidó hoy.
Ricky miró al otro lado de la habitación y vio a una mujer de mediana edad con una camisa de hombre azul celeste y una corbata de seda a rayas con el nudo muy suelto, más como una soga alrededor del cuello que otra cosa, unos pantalones grises que parecían fundirse con la decoración y unas incongruentes zapatillas de deporte blancas con una banda naranja iridiscente. Llevaba el cabello rubio oscuro recogido con severidad en una coleta, lo que la hacía parecer un poco mayor de los treinta y cinco años que Ricky podría haberle dado. Tenía unas diminutas patas de gallo. La mujer estaba hablando con dos muchachos negros que vestían vaqueros exageradamente holgados y gorras colocadas en un ángulo extraño, como si se las hubieran pegado torcidas a la cabeza. Si Ricky hubiese estado un poco más al corriente de las cuestiones mundanas, habría reconocido la moda del momento, pero sólo pensó que su aspecto era extraño y un poco inquietante. Si se hubiese encontrado a ese par en la calle, sin duda se habría asustado.
El detective que estaba sentado frente a él le preguntó de golpe:
—¿Ha venido por el hombre que se suicidó hoy en el metro?
Ricky asintió. El hombre descolgó el teléfono y señaló unas sillas junto a una pared de la oficina. En una de ellas había una mujer desaliñada y sucia de edad indefinida, cuyo cabello plateado e hirsuto parecía explotarle en múltiples direcciones y que al parecer hablaba sola. La mujer llevaba un abrigo raído que no dejaba de ceñirse cada vez con más fuerza, y se balanceaba levemente en el asiento, como siguiendo el compás de la electricidad que le invadía el cuerpo. El diagnóstico de Ricky fue inmediato: indigente y esquizofrénica. No había atendido profesionalmente a nadie con su afección desde sus días de universidad, aunque a lo largo de los años se había cruzado con muchas personas parecidas que caminaban por las calles como casi cualquier otro neoyorquino. En los últimos años, el número de indigentes en la calle parecía haber disminuido, pero Ricky suponía que simplemente los habían enviado a otras ubicaciones en una maniobra política destinada a lograr que los turistas entusiastas y las personas acomodadas y adineradas que transitaban el centro de la ciudad no tuvieran que verlos con tanta frecuencia.
—Tome asiento al lado de Lu Anne —dijo el detective—. Informaré a Riggins de que está usted aquí.
Ricky se puso tenso al oír el nombre de la mujer. Inspiró hondo y se acercó a la hilera de sillas.
—¿Puedo sentarme aquí? —preguntó a la vez que señalaba la que estaba situada junto a la mujer. Ella levantó los ojos, algo sorprendida.
—El señor quiere saber si se puede sentar aquí. ¿Quién cree que soy yo? ¿La reina de las sillas? ¿Qué debería decirle? ¿Sí? ¿No? Puede sentarse donde quiera…
Lu Anne tenía unas uñas mugrientas y rotas, cicatrices y ampollas en las manos y, en una, un corte que parecía infectado, con la piel hinchada alrededor de una costra morada. Ricky pensó que debía de ser doloroso, pero no dijo nada. Lu Anne se frotó las manos como un cocinero que espolvorea un plato con sal.
Ricky se sentó en la silla. Se movió, como si tratara de ponerse cómodo, y preguntó:
—¿Así que usted estaba en el andén cuando ese hombre se cayó a la vía?
Lu Anne levantó la mirada hacia los fluorescentes y contempló el resplandor brillante e implacable.
—Así que el señor quiere saber si yo estaba ahí cuando el hombre saltó delante del tren —contestó después de estremecerse ligeramente—. No se imagina lo que yo vi, toda la sangre y la gente que gritaba, algo terrible. Y después llegó la policía.
—¿Usted vive en la estación de metro?
—El señor quiere saber si vivo ahí. Pues bien, debería decirle que a veces. A veces vivo ahí.
Lu Anne apartó por fin la mirada de los fluorescentes y, con un rápido parpadeo, pareció mover la cabeza como si viera fantasmas por la habitación. Pasado un momento, se volvió hacia Ricky.
—Lo vi —dijo—. ¿Estaba usted también ahí?
—No, pero conocía al hombre que murió.
—Oh, qué triste. —Lu Anne sacudió la cabeza—. Muy triste para usted. Algunos conocidos míos han muerto. Fue triste para mí entonces.
—Sí —respondió Ricky—, es muy triste. —Se obligó a sonreírle y ella le devolvió el gesto—. Dígame, Lu Anne, ¿qué vio?
La mujer tosió un par de veces, como para aclararse la garganta.
—El señor quiere saber qué vi —soltó mirando a Ricky—. Quiere saber sobre el hombre que murió y la mujer bonita.
—¿A qué mujer bonita se refiere? —preguntó Ricky intentando conservar la calma.
—El señor no sabe lo de la mujer bonita.
—No, no lo sé. Pero me interesa —aseguró para animarla.
Los ojos de Lu Anne se desviaron a lo lejos, como si se concentrara en algo más allá de su visión, como un espejismo, y habló con tono amable.
—El señor quiere saber lo de la mujer bonita que se me acerca justo después de que el hombre hiciera ¡zas! Y me habla muy bajito cuando me pregunta: «¿Lo has visto, Lu Anne? ¿Has visto cómo el hombre se lanzaba bajo el tren? ¿Has visto cómo se acercaba al borde cuando el tren iba a pasar? Era el expreso, claro, y no para, no, nunca para, tienes que tomar el metropolitano si quieres subirte a un tren. Y ¿has visto cómo se tiraba? ¡Terrible, terrible!». Ella me dice: «Lu Anne, ¿has visto cómo se suicidaba? Nadie lo empujó. Nadie en absoluto, Lu Anne. Tienes que estar totalmente segura de eso, Lu Anne. Nadie empujó al hombre. ¡Zas!, sólo se lanzó». Eso me dice la mujer. Qué triste. Debía de tener muchas ganas de morirse de repente, ¡zas!, y entonces hay un hombre a su lado, al lado de la mujer bonita y me dice: «Lu Anne, tienes que contarle a la policía lo que has visto, decirle que viste que el hombre pasó entre los demás hombres y mujeres que había en el andén y saltó, ¡zas! Muerto». Y la mujer bonita me dice: «Se lo dirás a la policía, Lu Anne. Es tu obligación como ciudadana contarles que viste saltar al hombre». Y me da diez dólares. Diez dólares sólo para mí. Pero me lo hace prometer. Me dice: «Lu Anne, promete que irás a la policía y les contarás que viste al hombre saltar a la vía». Y yo le digo: «Sí, lo prometo». Y he venido a contárselo a la policía, tal como ella me dijo y como yo le prometí. ¿También le dio diez dólares a usted?
—No —musitó Ricky—. No me dio diez dólares.
—Oh, qué lástima —contestó Lu Anne meneando la cabeza—. Mala suerte.
—Sí. Es una lástima —coincidió Ricky—. Y mala suerte, también.
Levantó la mirada y vio que la detective cruzaba la oficina hacia ellos.
Parecía aún más agotada por los acontecimientos del día de lo que Ricky había supuesto antes, al verla al otro lado de la oficina. La detective Riggins se movía con una parsimonia que revelaba músculos doloridos, fatiga y un estado de ánimo socavado en parte por el calor del día y, sin duda, por pasarse la tarde tratando laboriosamente de recoger los restos del infortunado señor Zimmerman, y reconstruyendo después sus últimos momentos antes de lanzarse a las vías. Que lograra esbozar una leve sonrisa a modo de presentación le sorprendió.
—Hola —dijo—. Creo que está aquí por el señor Zimmerman. —Pero antes de que pudiera contestar, Riggins se volvió hacia Lu Anne y añadió—: Lu Anne, pediré a un agente que la lleve a pasar la noche al albergue de la calle Ciento dos. Gracias por venir. Ha sido de gran ayuda. Quédese en el albergue, ¿entendido? Por si necesito volver a hablar con usted.
—La señorita dice que me quede en el albergue pero no sabe que detestamos el albergue. Está lleno de gente mezquina y loca que te roba y te apuñala si se entera de que una mujer bonita te ha dado diez dólares.
—Me aseguraré de que nadie se entere y no correrá peligro. Por favor.
—Lo intentaré, detective —dijo Lu Anne, lo que contradecía la negación que hacía con la cabeza.
Riggins indicó la puerta, donde un par de agentes uniformados estaban esperando.
—Esos hombres la llevarán, ¿vale? —Lu Anne se levantó y sacudió la cabeza—. El viaje en coche será divertido, Lu Anne. Si quiere, les pediré que pongan las luces y la sirena.
Eso hizo sonreír a Lu Anne, que asintió con entusiasmo infantil.
La detective hizo señas a los policías de uniforme y dijo:
—Ponedle la alfombra roja a esta testigo. Luces y acción todo el trayecto, ¿de acuerdo?
Ambos agentes se encogieron de hombros, sonrientes. No tenían objeciones, siempre y cuando Lu Anne subiera y bajara del coche lo bastante rápido como para que su hedor a sudor y suciedad no se quedara impregnado en el interior.
Ricky observó que la mujer perturbada asentía y hablaba de nuevo consigo misma mientras se alejaba arrastrando los pies acompañada por los policías. Se volvió y vio que la detective Riggins también contemplaba su marcha.
—No está tan mal como otros —suspiró ella—. Y no se mueve demasiado. Siempre puedes encontrarla detrás del ultramarinos de la calle Noventa y siete, en la parada de metro donde estaba hoy o en la entrada al Riverside Park de la calle Noventa y seis. Desde luego está loca, pero no es desagradable, como otros. Me gustaría saber quién es realmente. ¿Cree que puede haber alguien en algún lugar preocupado por ella, doctor? ¿En Cincinnati o Minneapolis? Familia, amigos, parientes que se pregunten qué ha sido de su excéntrica tía o prima. A lo mejor es heredera de una fortuna del petróleo o ganadora de la lotería. Eso estaría bien, ¿verdad? Me gustaría saber qué le pasó para acabar así. Para que todas las sustancias químicas del cerebro le burbujeen descontroladas. Pero ése es su ámbito, no el mío.
—No soy demasiado partidario de las medicaciones —dijo Ricky—, a diferencia de algunos de mis colegas. Pero una esquizofrenia tan profunda como la suya necesita medicación. Lo que yo hago seguramente no ayudaría demasiado a Lu Anne.
Riggins le indicó su mesa, que tenía una silla dispuesta al lado.
Cruzaron juntos la oficina.
—Usted se basa en hablar, ¿eh? La articulación de los problemas, ¿no? ¿Venga a hablar y hablar, y más hablar, y tarde o temprano todo se resuelve?
—Eso sería una simplificación excesiva, detective. Pero no imprecisa.
—Tengo una hermana que estuvo en terapia después de divorciarse. Le sirvió para enderezar su vida. Por otra parte, mi prima Marcie, que es una de esas personas que está siempre hundida, asistió a una durante tres años y acabó más jodida que antes de empezar.
—Lamento oír eso. Como en cualquier profesión, hay muchos grados de competencia. —Ambos se sentaron a la mesa—. Pero…
Riggins le interrumpió.
—Dijo que era el terapeuta del señor Zimmerman. ¿Correcto? —Sacó un bloc y un lápiz.
—Sí. Se psicoanalizó durante un año. Pero…
—¿Y detectó alguna tendencia suicida agudizada el último par de semanas?
—No. En absoluto —aseguró Ricky.
—¿De veras? —La mujer arqueó las cejas con leve sorpresa—. ¿Nunca?
—Así es. De hecho…
—Entonces ¿estaba haciendo progresos con su análisis?
Ricky vaciló.
—¿Y bien? —le urgió ella—. ¿Estaba mejorando? ¿Logrando el control? ¿Se sentía más seguro? ¿Más preparado para enfrentarse al mundo? ¿Menos deprimido? ¿Menos enfadado?
De nuevo, Ricky dudó antes de responder.
—Diría que no había hecho lo que usted o yo consideraríamos un gran avance. Seguía luchando con los temas que lo atormentaban.
Riggins sonrió cansinamente. Sus palabras sonaron tensas:
—Así que, después de cerca de un año de tratamiento casi constante, cincuenta minutos al día, cinco días a la semana, pongamos cuarenta y ocho semanas al año, ¿podría decirse que seguía deprimido y frustrado?
Ricky se mordió el labio un instante y luego asintió.
Riggins hizo una anotación en el bloc. Ricky no pudo ver qué escribía.
—¿Sería «desesperación» una palabra demasiado fuerte para describir su estado?
—Sí —respondió Ricky, irritado.
—¿Aunque ésa sea la primera palabra que usó su madre, con quien vivía? ¿Y la misma que dijeron sus compañeros de trabajo?
—Sí —insistió Ricky.
—Así pues, ¿no cree que fuera suicida?
—Ya se lo dije, detective. No presentaba ninguna sintomatología clásica. De lo contrario yo habría adoptado medidas…
—¿Qué clase de medidas?
—Habría intentado concentrar de modo más específico las sesiones. Tal vez medicación, si hubiese creído que el peligro era real…
—¿No me ha dicho que no le gusta recetar pastillas?
—Ya, pero…
—¿No se va de vacaciones muy pronto?
—Sí. Mañana, por lo menos eso tengo previsto, pero ¿qué tiene eso que…?
—Así pues, a partir de mañana su cabo de salvamento terapéutico se iba de vacaciones.
—Sí, pero no alcanzo a ver…
—Palabras interesantes para que las diga un psiquiatra —sonrió la detective.
—¿Qué palabras? —preguntó Ricky, levemente exasperado.
—«No alcanzo a ver…» —repitió ella—. ¿No se acerca mucho eso a lo que se llama desliz freudiano?
—No.
—¿No cree que se suicidara?
—No. Sólo…
—¿Se había suicidado antes algún paciente suyo?
—Sí, por desgracia. Pero en ese caso los signos eran claros. Mis esfuerzos, sin embargo, no fueron suficientes para aliviar la profunda depresión de ese paciente.
—¿Ese fracaso le persiguió algún tiempo, doctor?
—Sí —contestó Ricky con frialdad.
—Sería malo para su consulta y muy malo para su reputación que otro de sus pacientes habituales decidiera tener un cara a cara con el expreso de la Octava Avenida, ¿verdad?
Ricky se recostó en la silla con el entrecejo fruncido.
—No me gusta lo que insinúa con esa pregunta, detective.
—Bueno, sigamos adelante. —Riggins sonrió y meneó la cabeza—. Si no cree que se suicidara, la alternativa es que alguien lo empujó. ¿Le habló alguna vez el señor Zimmerman de alguien que lo odiara, o que le guardara rencor, o que pudiera tener algún motivo para matarlo? Hablaba con usted cada día, de modo que cabe suponer que, si lo hubiera amenazado algún desconocido, se lo habría mencionado. ¿Lo hizo?
—No. Jamás mencionó a nadie que encajara en las categorías que usted menciona.
—¿No dijo nunca: «Fulano de tal quiere verme muerto…?».
—No.
—¿Y lo recordaría si lo hubiese dicho?
—Por supuesto.
—De acuerdo. En principio, al parecer nadie intentaba acabar con él. Pero y ¿un socio? ¿Una antigua amante? ¿Un marido cornudo? Usted cree que alguien pudo empujarle a la vía del tren. Pero ¿por qué? ¿Por simple diversión? ¿Alguna otra razón misteriosa?
Ricky vaciló. Era su oportunidad de contar a la policía lo de la carta, la visita de Virgil, el juego en que se le exigía participar. Lo único que tenía que hacer era decir que se había cometido un crimen y que Zimmerman era una víctima de un acto que no tenía nada que ver con él salvo su muerte. Empezó a abrir la boca para revelar todos estos detalles, para dejarlos fluir con libertad, pero lo que vio fue una detective aburrida y cansada que deseaba acabar una jornada absolutamente desagradable con un formulario mecanografiado que no disponía de ninguna casilla para la información que iba a proporcionarle.
En ese instante decidió abstenerse. Era su personalidad de psicoanalista, que no le dejaba compartir especulaciones u opiniones con facilidad.
—Quizá —dijo—. ¿Qué sabe de esa otra mujer, la que dio diez dólares a Lu Anne?
Riggins arrugó el entrecejo al parecer confusa.
—¿Qué pasa con ella?
—¿No le resulta sospechoso su comportamiento? ¿No parece que haya puesto palabras en la boca de Lu Anne?
—No lo sé —contestó la detective encogiéndose de hombros—. Una mujer y un hombre ven que una de las ciudadanas menos afortunadas de nuestra gran ciudad podría ser una testigo importante de un hecho y se aseguran de que la pobre testigo reciba alguna compensación por ofrecer su ayuda a la policía. Sería más civismo que algo sospechoso, porque Lu Anne se ha presentado y nos ha ayudado gracias, por lo menos en parte, a la intervención de esa pareja.
—¿Ha averiguado quiénes eran? —Quiso saber Ricky tras dudar un momento.
—Lo siento. —La mujer movió la cabeza—. Llevaron a Lu Anne a uno de los primeros policías en llegar al andén y se marcharon después de informarle de que ellos no habían visto qué había pasado exactamente. Y no, no tengo el nombre de ninguno de los dos porque no eran testigos. ¿Por qué lo pregunta?
Ricky no sabía si quería contestar esa pregunta. En parte, pensaba que debería contarlo todo, pero ignoraba lo peligroso que eso podía ser. Intentaba calcular, adivinar, valorar y examinar, pero de repente le pareció como si todos los acontecimientos que lo rodeaban fueran borrosos e indescifrables, confusos y escurridizos. Sacudió la cabeza, como si así pudiera lograr que sus emociones adquirieran alguna definición.
—Dudo mucho que el señor Zimmerman quisiera suicidarse. Su estado no parecía tan grave —aseguró Ricky—. Anote eso, detective, y póngalo en su informe.
Riggins se encogió de hombros y sonrió con una fatiga mal disimulada y teñida de sarcasmo.
—Lo haré, doctor. Su opinión, en la medida de lo que vale, está anotada para que conste.
—¿Hubo algún otro testigo? ¿Alguien que quizá viera a Zimmerman separarse de la multitud en el andén? ¿Alguien que lo viera moverse sin ser empujado?
—Sólo Lu Anne, doctor. Los demás sólo vieron parte del hecho. Nadie vio que no lo empujaran. Dos chicos vieron que estaba solo, separado del resto de la gente que esperaba el metro. El perfil de los hechos, por cierto, es bastante habitual en este tipo de casos. La gente suele tener la mirada fija en el túnel por donde llegará el tren. Es típico que quienes se lanzan a la vía se sitúen detrás de la gente, no delante. Quieren acabar con su vida por los motivos que sea, no dar un espectáculo a la multitud del andén. Así que noventa y nueve de cada cien veces, se separan de la gente, hacia atrás. Tal como el señor Zimmerman hizo. —La detective sonrió y prosiguió—: Apuesto lo que quiera a que encontraré una nota entre sus pertenencias, en alguna parte. O puede que usted reciba una carta por correo esta semana. Si es así, mándeme una copia para mi informe. Claro que, como se va de vacaciones, a lo mejor no la recibe hasta su regreso. Aun así, resultaría útil.
Ricky quería replicar, pero contuvo el enojo que sentía.
—¿Podría darme su tarjeta, detective? Por si necesitara ponerme en contacto con usted —pidió con frialdad.
—Por supuesto. Llámeme cuando quiera —contestó con un tono despectivo que daba a entender justo lo contrario. Le entregó una tarjeta con una leve floritura.
Ricky se la guardó en el bolsillo sin mirarla y se levantó para marcharse. Cruzó deprisa la oficina y no miró atrás hasta cruzar la puerta. Entonces vio a la detective Riggins encorvada sobre una máquina de escribir anticuada, empezando su informe sobre la muerte al parecer intrascendente de Roger Zimmerman.