13

Aquella tarde, Edward decidió que no podía pedirle a Caroline que se comportara suavemente con la abuela ni que intentase no sentirse ofendida con sus desplantes y sus malas caras. Envió a su hermana Susannah un mensaje en el que le comunicaba que la abuela se trasladaría a su casa y que ellos no volverían a acogerla hasta que se hubieran recuperado de la terrible tragedia. No sería ninguna alegría para Susannah, pero formaba parte de los inconvenientes de la vida familiar y estaba seguro de que su hermana se lo tomaría lo mejor posible.

La abuela protestó airadamente, con amarga autocompasión, e intentó chantajearlos emocionalmente, pero nadie le hizo caso.

Edward y Caroline parecían haber llegado a un acuerdo sobre la señora Attwood. La noche anterior habían discutido la cuestión y Caroline había aprendido muchas cosas, no sólo acerca de Edward sino sobre la soledad, sobre el sentimiento de verse alejada de los seres queridos y sobre sí misma. Habían establecido una nueva relación entre ellos y parecía que tenían más que decirse que antes.

Emily estaba en su propia nube. Dominic hizo gala de una buena capacidad diplomática y Charlotte realizó un gran esfuerzo por medir sus palabras.

A la mañana siguiente, Caroline y Emily ayudaron a la abuela a hacer las maletas y a las diez en punto la acompañaron a casa de la tía Susannah en carruaje.

Charlotte estaba sola en casa cuando vinieron a visitarles el vicario y la señora Prebble. Ambos querían expresar su pesar y lo acongojados que estaban por la pérdida de Sarah. Dora les hizo pasar a la salita.

—Estimada señorita Ellison —comenzó solemnemente el vicario—, no encuentro palabras para transmitirle el dolor que sentimos por la muerte de su hermana.

Charlotte deseó que siguiera sin encontrarlas, pero sabía que no iba a ser así.

—Entre nosotros se encuentra una criatura demoníaca —prosiguió, tomando su mano—, capaz de segar la vida de una mujer maravillosa como su hermana, y sumir al marido y a la familia en la desolación. Estoy seguro de que todos los hombres y mujeres de bien de nuestra comunidad quieren, a través de mí, transmitirle el más sentido pésame a usted y a su pobre madre.

—Gracias. —Charlotte retiró la mano—. Transmitiré sus buenos deseos a mis padres y a mi hermana, y por supuesto a mi cuñado. Gracias por su amabilidad.

—Es nuestro deber —contestó el vicario, sin darse cuenta que a ojos de Charlotte semejante comentario restaba todo valor a su visita.

—¿Podemos hacer algo por ustedes? —ofreció Martha. Charlotte se volvió hacia ella en busca de consuelo, pero sus esperanzas se esfumaron al punto: Martha tenía un aspecto más ojeroso que nunca; los ojos hundidos y sobre las orejas le caían unos mechones de pelo descuidados.

—Su amabilidad es la mejor ayuda —murmuró Charlotte, que se compadeció de aquella mujer. Vivir con una persona tan ansiosa del deber como el vicario tenía que ser agotador. ¿Qué mujer podría soportar semejante situación?

—Quisiera saber si es un buen momento para hablar con su padre de los arreglos —dijo el vicario sin mirar a Martha—. Alguien tiene que ocuparse de esas cosas mientras algunas almas se enfrentan al juicio divino.

No se podía contestar a esa aseveración, por lo que Charlotte optó por responder a la primera cuestión.

—No lo sé, pero será más oportuno que hable con mi cuñado. —Le satisfizo poderle llevar la contraria en algo—. Si él no se encuentra en condiciones de hacerlo, papá se encargará del asunto.

El vicario intentó disimular su contrariedad. Sonrió pero su mirada era dura.

—Por supuesto —asintió—. Creí que en estas tristes circunstancias un hombre hecho y derecho sería…

—Es posible que así sea. —Charlotte no estaba dispuesta a que se saliera con la suya. Sonrió con idéntica frialdad y añadió—: Pero resultaría innecesariamente descortés no consultarle, ¿no le parece?

La mandíbula del vicario se entumeció.

—¿La policía ha avanzado algo en sus investigaciones? Tengo entendido que usted mantiene cierta amistad con uno de los agentes que investigan el caso. —Pronunció «agente» con el mismo tono con que se habría referido a un cazador de ratas o a un deshollinador. Sus ojos brillaban de satisfacción.

—No sé quién ha podido contarle algo así, señor vicario. —Charlotte lo miró con aire desafiante—. ¿Ha estado hablando con el servicio?

El vicario enrojeció.

—Yo no suelo hablar con los criados, señorita Ellison. ¡Me parece muy grosero de su parte sugerir esa posibilidad! ¡No soy una vulgar cotilla!

—No pretendía ofenderle, señor vicario —mintió Charlotte sin inmutarse—. Pero sí me ofende usted con esas palabras.

—Perdone —se excusó él conteniendo la ira—. Tanto los hombres como las mujeres son obra de Dios y aunque éstas son más débiles que aquéllos, siguen siendo obra del Creador.

—Pensaba que todo era obra del Señor. —Charlotte estaba dispuesta a dejar las cosas en su sitio—. No obstante, es agradable que de vez en cuando nos recuerden que las mujeres también lo somos. En cuanto a su pregunta, no tengo noticia de que la policía haya avanzado demasiado en su investigación, aunque si así fuera no están obligados a contármelo.

—Ya veo que todo esto la ha alterado. —El vicario escogió un tono más sentencioso—. Es comprensible en alguien tan joven e inexperto. Debería buscar apoyo en la religión y depositar su confianza en Nuestro Señor para lograr superar esta crisis. Lea la Biblia cada día, le será de gran consuelo. Siga sus mandamientos y conseguirá alegrar su alma a pesar de vivir en un valle de lágrimas.

—Gracias por la sugerencia —respondió Charlotte secamente. Siempre había leído la Biblia con interés, pero ahora era lo último que le apetecía hacer—. Haré extensivo su mensaje al resto de la familia. Estoy segura de que a todos nos resultará muy beneficioso.

—Y no tema, los malvados no escaparán a su castigo. Si no cae el peso de la justicia sobre ellos en este mundo, Dios se la aplicará en su momento. ¡Los condenará al fuego eterno! El fin del pecado es la muerte. La debilidad de la carne hace que las almas se consuman en un fuego eterno al que ningún hombre puede escapar. Ningún pensamiento impuro pasará inadvertido a los ojos del Señor en el Juicio Final.

Charlotte se estremeció. Le parecía descabellado que la invitasen a encontrar consuelo en semejante idea. En efecto, ella tenía pensamientos de los que se avergonzaba, deseos y sueños que preferiría mantener en secreto. Y estaba dispuesta a perdonar a los otros, igual que esperaba que la perdonasen a ella.

—Supongo que los pensamientos —empezó vacilante—, si no se convierten en acciones…

Martha levantó la vista repentinamente. Tenía el semblante pálido y la mandíbula tensa. Su voz sonó ronca:

—Te equivocas, querida. Los pensamientos acaban por engendrar deseos y éstos a su vez provocan actos. Por lo tanto, el pensamiento mismo puede ser diabólico y conviene evitarlo, borrarlo como si se tratase de un veneno para el espíritu, una mala hierba que ahogará la semilla del bien plantada en cada alma por el Señor. Si tu ojo derecho ofende a Dios, arráncatelo. ¡Vale más perder un órgano o un miembro que dejar que todo el cuerpo se infecte y muera!

—Yo no lo había enfocado de ese modo —balbuceó Charlotte, sintiéndose incómoda por el fervor con que hablaba Martha. Podía percibir un gran dolor concentrado en aquella habitación; no sabía cómo consolar a Martha.

—¡Debes hacerlo! —repuso Martha—. El pecado es omnipresente, anida solapadamente en nuestras almas y mentes. El diablo trata de controlarnos a través de la debilidad de la carne. Es más listo que nosotros y nunca descansa. Recuérdalo, Charlotte, y mantente alerta. Ruega a Dios por la salvación de tu alma, pídele que te ilumine y te enseñe a distinguir al diablo que acecha en todas las cosas, para que puedas alejarlo de ti y permanecer pura. —Se interrumpió y bajó la vista a sus manos, que reposaban en el regazo—. Yo tengo la suerte de convivir con un hombre de Dios; él me guía. Dios ha querido ayudarme para que pueda superar mis debilidades; ha sido bondadoso conmigo y me muestra el camino a seguir. No me considero merecedora de semejante bendición.

—Cálmate, querida. —El vicario apoyó su mano en el hombro de su mujer—. Dios nos bendice en la medida de nuestros méritos. No es necesario que te denigres. Dios creó a las mujeres para que sirvieran a los que le sirven a Él, y tú cumples perfectamente tu misión. Siempre estás dispuesta a ayudar a los pobres y los desamparados. Estoy seguro de que Dios lo tiene en cuenta.

—También lo tenemos en cuenta en la tierra —apuntó Charlotte—. Sarah no dejaba de alabarla y decir lo mucho que trabajaba por los demás. —Estuvo a punto de echarse a llorar ante la mera mención del nombre de su hermana, pero no quería llorar delante del vicario.

—Sarah… —dijo Martha y se le iluminó el rostro con una mirada indescifrable. Aparentaba combatir un tormento muy íntimo y Charlotte se apiadó de ella.

—En estos momentos descansa en paz —le dijo, y apoyó su mano sobre la de ella. Olvidó su propia pena para consolar a aquella desdichada mujer—. Si lo que se nos enseña del cielo es cierto, no debemos sufrir por ella sino por nosotros, porque la echaremos de menos.

—¿El cielo? —repitió Martha—. ¡Ojalá Dios le perdone sus pecados y sólo tenga en cuenta sus virtudes y la purifique en la sangre de Cristo!

—Amén —respondió el vicario—. Bien, señorita Ellison, hemos de marcharnos para que pueda reflexionar en privado acerca de lo que le hemos dicho. Por favor, diga a su cuñado que estoy a su disposición a cualquier hora. Vamos, Martha, querida tenemos deberes que atender. Buenos días, señorita Ellison.

—Buenos días, señor vicario. —Charlotte tendió la mano a Martha—. Buenos días, señora Prebble. Mi madre agradecerá mucho su apoyo.

El vicario y Martha se fueron y Charlotte se desplomó en una de las sillas tapizadas, sintiéndose muy sola y desgraciada.

Naturalmente, Charlotte le contó a su madre y a Emily los pormenores de la visita del vicario. Ninguna de las tres hizo ningún comentario, como manda la buena educación, pero se dieron por enteradas.

Caroline se encerró en su habitación y pasó la tarde escribiendo cartas para informar a los otros miembros de la familia (padrinos y primos) de la muerte de Sarah. Emily se entretuvo en la cocina. Charlotte se dedicó a remendar; ése era trabajo de Millie pero Charlotte quería hacer algo que le permitiera olvidarse de todo. Millie se buscaría otra ocupación, por ejemplo, planchar.

Pitt llegó cerca de las tres y, por primera vez, Charlotte admitió que se alegraba de verle.

—Buenas tardes, Charlotte —dijo el inspector y tomó una de sus manos delicadamente. Charlotte no la retiró y, de hecho, su mente se anticipó a sus deseos e imaginó mucho más.

—Buenas tardes, inspector —saludó con cierto recato; no quería dejarse llevar por sus sentimientos—. ¿Qué puedo hacer por usted? ¿Se trata de más preguntas?

—No —sonrió él tristemente—. No se me ocurre nada más que preguntar. Simplemente he pasado a verla. Espero no necesitar una excusa para ello.

Charlotte se sintió abrumada y fue incapaz de contestar. Aquello era ridículo. Ningún hombre la había turbado de ese modo, salvo Dominic, y con éste se trataba de una confusión absurda y sin futuro. Pero con Pitt deseaba fervientemente que todo acabase como había imaginado. Retiró la mano.

—¿Hay novedades? ¿Algún sospechoso?

—Sí, lo hay. —Miró la silla y Charlotte lo invitó a sentarse con un gesto. Pitt lo hizo y agregó—: Pero mis sospechas son muy vagas. No acabo de ver las cosas demasiado claras, tal vez vuelva a ser una falsa pista.

Ella quería hablarle de la compasión que sentía por Martha Prebble, de cómo había percibido que su dolor inundaba la habitación, y del extraño sentimiento de impotencia que había visto en su rostro.

—Charlotte, ¿qué le preocupa tanto? ¿Ha ocurrido algo que no me ha dicho?

La joven no sabía cómo plasmar sus pensamientos en palabras, algo que no solía costarle demasiado. Pero era difícil explicar la sensación de ahogo que le había producido la visita de los Prebble, sin que pareciese una tontería o consecuencia de una sensibilidad exacerbada. Sin embargo, se sentiría muy aliviada si él la comprendiese. Pitt esperaba como sabiendo que Charlotte buscaba las palabras adecuadas.

—El vicario y la señora Prebble nos visitaron esta mañana —empezó.

—Ya —asintió él—. Era su deber. —Frunció el entrecejo—. Sé que no le cae bien. A mí me cuesta conservar la serenidad en su presencia. —Sonrió—. Supongo que para usted es aún peor.

Charlotte lo miró y por un momento temió que se estuviese burlando de ella. Algo de eso había, pero también mucha ternura. La dulzura y la calidez le hicieron olvidar a Martha Prebble por unos instantes.

—¿Por qué tendría que entristecerla una simple visita? —Pitt era implacable.

Charlotte se volvió para evitar su mirada.

—Martha me inspira sentimientos ambivalentes —reconoció—. Cuando se pone a hablar del pecado me resulta deprimente. Se vuelve a imagen y semejanza del vicario, ve al demonio por todas partes, incluso donde sólo hay un poco de inmadurez que pasará con el tiempo. Las personas como el vicario parecen dispuestas a estropear cualquier diversión, como si divertirse fuera pecado. Entiendo que algunos placeres lo alejan a uno del camino recto pero…

—Tal vez piense que ése es su deber —sugirió Pitt—. Es más sencillo que predicar la caridad y sin duda más fácil que ponerla en práctica.

—Supongo que así es. Si viviese con alguien como él imagino que me sentiría como Martha Prebble. Tal vez su padre también era vicario.

—Y ¿cuál es el otro sentimiento? —preguntó Pitt—. Dijo que eran ambivalentes.

—La piedad, por supuesto. Y creo que también la admiro. Ella intenta poner en práctica todo lo que su absurdo marido predica. Él se limita a hablar. Dedica mucho tiempo a visitar a los necesitados y cuidar de los enfermos y los marginados. A veces me pregunto hasta qué punto cree lo que dice sobre el pecado o si lo hace por costumbre y porque lo considera su obligación.

—Es una mujer que no se conoce demasiado a sí misma. Pero prosiga, Charlotte. ¿Por qué le ha violentado tanto su visita de hoy? Siempre han sido así, no podía esperar nada distinto de ellos. ¿Por qué sentía una desazón tan intensa?

—Ella mencionó la necesidad del castigo, dijo cosas como «si tu ojo derecho ofende a Dios, arráncatelo», y hablaba de cortar miembros y otras atrocidades. Parecía tan… tan exaltada, como si en realidad estuviese aterrada. Habló de lavarse en la sangre de Cristo —lo miró—. Y luego habló de Sarah como si fuera el mismo demonio; no se refería a los defectos habituales de todo el mundo era como si supiera algo en particular. Supongo que eso es lo que me entristeció tanto el intuir que hablaba como si supiera algo que yo ignoraba.

Pitt arrugó la frente.

—Charlotte, por favor, no se enfade conmigo pero ¿cree que Sarah ocultaba algo, un secreto que no estuviera dispuesta a revelar?

Charlotte se sintió horrorizada ante esa idea pero recordó que Sarah había dicho que necesitaba hablar con Martha a solas; tal vez le había confiado sus problemas más íntimos. A veces es más fácil hablar con un extraño que con un miembro de la propia familia.

—Puede ser —admitió con reticencia—, pero no lo creo. No se me ocurre qué podría haberle contado Sarah, pero cabe la posibilidad.

Pitt se levantó y se acercó a ella. Charlotte sintió su cálida presencia. No quería alejarse de él e incluso deseó que no fuese indecoroso e impropio tocarle.

—Tal vez fuese algo intrascendente —sugirió él—, algo que para usted careciera de importancia pero que a Martha Prebble, habituada a las enseñanzas del vicario, se le hiciese una montaña, un pecado imperdonable. Estoy seguro de que Dios no es tan estricto como nuestro vicario.

Charlotte sonrió a su pesar.

—Desde luego. Dios es amor, y el vicario no ha querido a nadie en toda su vida. —Sus propias palabras la desconcertaron por su audacia—. Ni siquiera a Martha. —Tomó aire—. Ahora entiendo por qué está tan desesperada a pesar de todas sus buenas obras. Por eso está tan obsesionada con el pecado: no la quieren y no puede querer —Pitt le tocó el brazo con ternura.

—Y usted, Charlotte, ¿sigue amando a Dominic?

—¿Por qué piensa que yo…?

—Lo advertí enseguida —contestó con un matiz de tristeza; el recuerdo le resultaba doloroso—. Yo la quiero… ¿Cómo iba a no darme cuenta de que amaba a otro?

—¡Oh!

—No me ha contestado. ¿Todavía le quiere?

—¿No sabe que no? ¿O es que ya no le importa? —Estaba casi segura de su respuesta, pero necesitaba oírsela decir.

Pitt la tomó del brazo y la volvió para mirarla a los ojos.

—Me importa. No quiero ser el segundo de la lista. —Su tono implicaba una pregunta.

Charlotte lo miró con dulzura y se sintió impresionada por la fuerza de su mirada y los sentimientos que se reflejaban en el rostro de Pitt, pero poco a poco se sumió en la ternura de sus propios sentimientos hacia él. Dejó de fingir indiferencia y se dejó llevar.

—No es el segundo de la lista —afirmó, y le acarició la mejilla tímidamente—. Dominic fue sólo un sueño. Ahora estoy despierta y tú eres el primero de la lista.

Pitt cogió su mano y la besó, manteniéndola cerca de sus mejillas y sus labios.

—¿Y te atreverías a casarte con un simple policía?

—¿Duda de mi valor, señor Pitt? Supongo que por lo menos no dudará de mis sentimientos.

Pitt esbozó una amplia sonrisa.

—Entonces será mejor que me prepare para librar una batalla con tu padre. —Frunció el entrecejo—. De todos modos, será prudente esperar a que todo esto esté resuelto y a que haya transcurrido cierto tiempo.

—¿Crees que conseguirás resolverlo?

—Espero que sí. Tengo la sensación de que estamos muy cerca de lograrlo. Me ronda una idea que no se me había ocurrido antes. Todavía no tengo muy claro qué es, pero está en mi cabeza. Es una especie de sombra llena de dolor.

Charlotte se estremeció.

—Ten cuidado. Todavía no ha matado a un hombre, pero si se ve en peligro.

—Tendré cuidado. Ahora debo irme. He de hacer varias preguntas y contrastar detalles para poder ponerle un rostro a esa sombra.

A Charlotte le pareció ver la sombra del estrangulador merodear en torno a ella, pero en su interior todo era claro y se sentía feliz. Lo acompañó hasta la puerta.

Al día siguiente todos estaban ocupados preparando el funeral de Sarah. Millie llevó un recado de que la señora Prebble había enfermado y se veía obligada a guardar cama.

—¡Dios mío, esto es demasiado! —exclamó Caroline con desesperación—. Se iba a encargar de los detalles, sobre todo en la iglesia. ¡Y ni siquiera sé qué ha conseguido hacer antes de caer enferma! —Se dejó caer sobre una silla—. Supongo que tendré que escribir una lista de los encargos y enviar a una sirvienta a su casa. Parece un poco abusivo, si la pobre mujer está enferma, pero ¿qué otra cosa puedo hacer? ¡Y encima está lloviendo!

—Mamá, no podemos enviar a una sirvienta —protestó Charlotte—. Lo menos que podemos hacer es ir nosotras mismas. La pobre visita a todos los enfermos de la parroquia, les lleva regalos y les hace compañía. Sería ofensivo si ahora que está postrada nos limitamos a enviar a una sirvienta. Tendrá que ir una de nosotras y llevarle algo.

—Tendrá muchos regalos —apuntó Emily—. Seguramente no somos las únicas en saber que se encuentra mal. Toda la parroquia debe de estar al corriente. Ya sabes lo rápido que corren los rumores.

—Y es posible que todos piensen como tú y nadie la visite —respondió Charlotte—. De todos modos, ésa no es la cuestión.

—¿Cuál es, pues?

—Deberíamos llevarle algo aunque su casa estuviera atiborrada de regalos, para demostrarle que nos preocupamos por ella.

Emily arqueó las cejas.

—¿Desde cuándo te preocupas por ella? Pensé que Martha te resultaba indiferente y que el vicario te sacaba de quicio.

—Y no te equivocas. Por eso precisamente quiero llevarle algo. Esa mujer no puede evitar ser antipática. ¡Todas lo seríamos si estuviésemos casadas con el vicario!

—Yo sería bastante más que antipática —afirmó Emily—. Me habría vuelto loca. ¡Ese hombre es un pelmazo!

—¡Emily, por favor! —Caroline estaba al borde del llanto—. Me estáis fatigando con vuestra cháchara. Emily, asegúrate de que vayamos avisando a toda la gente que teníamos que avisar, repasa la lista de nuevo y calcula cuántas personas acudirán; luego ve a la cocina y habla con la señora Dunphy para que prepare algo ligero. Charlotte, ve a la cocina y busca algo que puedas llevarle a Martha, si eso es lo que quieres. Y, por el amor de Dios, averigua con tacto qué falta preparar en la iglesia. Y no olvides preguntar qué le aqueja, si te parece oportuno.

—Sí, mamá. ¿Qué puedo llevarle?

—Como no sé de qué está enferma, es un poco difícil escoger un regalo. Mira a ver si la señora Dunphy ha hecho algún bizcocho de huevo. Los prepara muy buenos y sé que la cocinera de Martha es un desastre para los dulces.

Pero la señora Dunphy no tenía ningún bizcocho de huevo listo y tardó unas horas en preparar uno. Charlotte se puso la capa y el sombrero y pasó por la cocina a recogerlo.

—Aquí tiene, señorita Charlotte. —La señora Dunphy le dio un cesto cubierto con una servilleta—. Ahí lleva el bizcocho, también he puesto un bote con fruta confitada y algo de té. ¡Pobre mujer! Espero que se recupere pronto. Tanto disgusto acabará haciéndole daño. Conocía a todas las chicas asesinadas. Y ella trabaja mucho por los pobres y los marginados. Nunca descansa. Creo que es hora de que alguien le ofrezca un poco de ternura.

—Sí, señora Dunphy, gracias. —Charlotte cogió el cesto—. Estoy segura de que agradecerá el detalle.

—Dígale que espero que se recupere pronto, ¿lo hará, señorita Charlotte?

—Por supuesto. —Se giró para salir y dio un respingo al ver encima de una mesa un alambre fino con un lazo en un extremo. Se sintió tan asustada que le pareció que alguien la amenazaba, como si fuese el mismo alambre con que se había segado la vida de aquellas jóvenes.

—Señora Dunphy dígame —balbuceó—. ¿Qué demonios es?

La señora Dunphy siguió su mirada.

—¡Oh, señorita Charlotte! —Sonrió—. ¡Es sólo un vulgar corta queso! ¡Por Dios! Si supiera algo más de cocina lo habría reconocido enseguida. ¿Qué creía que era? ¡Virgen santa! ¿Pensaba que era un alambre para estrangular? ¡Por el amor del cielo, hay uno en casi todas las cocinas! Corta lonchas finas sin que el queso se rompa; los cuchillos no sirven porque el queso se queda pegado a la lámina. Señorita Charlotte, no debería salir sola. No tardará en anochecer y no me extrañaría que dejase de llover y se formase niebla.

—Tengo que ir, señora Dunphy. La señora Prebble está enferma, y además tenemos que prepararlo todo para el funeral de Sarah.

La señora Dunphy adoptó una expresión grave y Charlotte temió que fuera a romper a llorar. Le dio unas palmaditas en el brazo y se marchó lo más rápido que pudo.

Fuera, el ambiente era húmedo y frío, de modo que caminó a buen paso, con la capa bien cerrada y pegada al cuello. En cuanto enfiló Cater Street dejó de llover, pero al llegar a la casa de los Prebble, no caía ni una gota, aunque el cielo seguía cubierto de nubes.

La sirvienta la condujo directamente a la habitación de Martha. El cuarto, muy oscuro, y lleno de viejos muebles, resultaba bastante incómodo. No se parecía en nada a la habitación de Charlotte, decorada con adornos, cuadros pintados por ella, libros con ilustraciones y reliquias de su infancia.

Martha estaba en la cama con un ejemplar de los sermones de John Knox entre las manos. Se la veía ojerosa, como si acabara de despertar de una pesadilla y todavía se sintiera rodeada de sombras. Al ver a Charlotte le dedicó una sonrisa con gran esfuerzo.

La joven se sentó en el borde de la cama y puso el cesto entre ella y Martha.

—Lamento que se encuentre mal, señora Prebble —dijo—. Le he traído algunas cosas. Espero que la animen un poco. —Retiró la servilleta para enseñarle el contenido del cesto—. Mi madre y Emily le mandan un afectuoso saludo y la señora Dunphy, nuestra cocinera, formula votos para que se recupere pronto.

—Es muy amable. —Martha intentó sonreír—. Por favor, dele las gracias de mi parte; y también a su madre y Emily, por supuesto.

—¿Puedo hacer algo por usted? ¿Quiere que escriba alguna carta o que me ocupe de algún encargo?

—No se preocupe.

—¿La ha visto el médico? Tiene el semblante demasiado pálido.

—No, no creo que sea necesario molestarle.

—Estoy segura de que no le molestaría. Visitar a los enfermos es parte de su trabajo.

—Lo mandaré llamar si veo que no me repongo pronto.

Charlotte dejó el cesto en el suelo.

—Siento tener que hablar de esto, estando usted enferma y habiendo hecho tanto por nosotras, pero mamá necesita saber qué queda por preparar en la iglesia, para el funeral de Sarah.

El rostro de Martha se contrajo y lanzó una mirada angustiosa. Charlotte tuvo la molesta sensación de haber aumentado su dolor.

—No tiene de qué preocuparse. Por favor, dígale a su madre que ese asunto está en orden. Por fortuna caí enferma después de haberlo dejado todo preparado.

—¿Está segura? Creo que había demasiado por hacer. Espero que el exceso de trabajo no le perjudicase.

—No lo creo. Es lo menos que podía hacer. A nosotros nos corresponde —su voz se quebró y se humedeció los labios— hacer cuanto podamos por los muertos. Ya no pertenecen a este mundo, han abandonado la corrupción de la carne y se enfrentan al juicio divino. Serán purificados en la sangre de Cristo y los elegidos se sentarán a los pies de Dios, para siempre. El pecado ya no les tentará.

Charlotte frunció el entrecejo, sin saber qué contestar. De todos modos, Martha parecía hablar más para sí misma que para su visitante.

—Nuestro deber es limpiar la escoria que encontramos a nuestro paso —prosiguió Martha con la mirada fija en un punto de la pared, situado por encima del hombro de Charlotte—. Tenemos que eliminar a los corruptos y los depravados y bendecirlos con la palabra divina para purificarlos. Ése es nuestro deber, nuestro deber para con los muertos y para con los vivos.

—Sí, por supuesto. —Charlotte se puso en pie—. Creo que será mejor que descanse un poco. Me parece que tiene algo de fiebre. —Se inclinó y puso su mano en la frente de Martha, que estaba caliente y sudorosa. Charlotte retiró delicadamente uno de los mechones—. Tiene fiebre. ¿Quiere que le traiga algo? ¿Un caldo de carne? ¿O prefiere un vaso de agua?

—No, gracias. —Martha alzó la voz y se volvió arrastrando las sábanas.

Charlotte miró la cama; estaba mal hecha. Pensó que debía de resultar muy incómoda. Las almohadas parecían descolocadas y ya no estaban mullidas.

—Permítame que le haga la cama —se ofreció—. Debe de ser muy difícil descansar así.

Se puso manos a la obra sin esperar respuesta, ya que estaba deseando hacer algo por aquella mujer que le permitiese despedirse y marcharse. Se inclinó e intentó remeter las sábanas. La incorporó para maniobrar mejor y para sacudir las almohadas y luego volvió a recostarla rodeándola con los brazos. Para acabar colocó la manta y la colcha.

—Espero que ahora esté mejor —dijo.

Martha parecía sofocada. Se había sonrojado y sus ojos miraban febriles. Charlotte se preocupó por ella.

—No tiene buen aspecto —dijo, arrugando la frente. Volvió a inclinarse para tomarle la temperatura en la frente—. ¿Tiene colonia? —preguntó al tiempo que miraba alrededor. El frasco estaba en una mesilla, junto a la ventana. Fue a buscarlo y de paso cogió un pañuelo—. Le refrescaré un poco la frente. Tal vez así pueda descansar mejor. Cuando una no se encuentra bien, lo mejor es dormir.

Martha no contestó y Charlotte evitó mirarla a los ojos, porque no se le ocurría nada más que decir.

Quince minutos después Charlotte estaba en la calle de nuevo. Había dejado a Martha reclinada en la cama, con los ojos hundidos, las mejillas ardiendo y gotas de sudor perlando su frente. Esperaba que el vicario mandase llamar al médico enseguida.

Fuera hacía frío y la niebla era muy espesa. Los adoquines mojados de la calle amortiguaban el sonido de sus pasos y las farolas se veían difusas, formando una miríada de lunas amarillas. Se estremeció y cerró aún más su capa.

Era una noche de perros y Cater Street parecía interminable. Era mejor pensar en algo alegre para que el trayecto se le hiciese más corto y la noche menos fría. Sonrió al recordar el día anterior y a Pitt. Su padre no se sentiría muy feliz de ver a su hija casada con un hombre de una clase social inferior, pero probablemente se alegraría aliviado de poder casarla con alguien. Especialmente si ella resultaba tan insoportable como afirmaba la abuela. De todos modos, opinara lo que opinara su padre, estaba resuelta a casarse con Pitt. No se había sentido tan segura de algo en toda su vida. Al pensar en ello, experimentaba un ardor capaz de hacer desaparecer la niebla y el frío de un atardecer de noviembre. ¿Acaso eran pasos lo que oía detrás de ella?

¡Tonterías! ¿Y qué si lo fueran? Todavía era temprano. Podía haber otros viandantes en Cater Street. No debía de ser la única mujer que volvía a casa. De todos modos, apretó el paso. Era absurdo e irritante pensar que aquellos pasos pudiesen tener algo que ver con ella. Todavía sonaban bastante lejos y parecían más los de una mujer que los de un hombre. Charlotte caminó un poco más rápido.

¿Y si se trataba de un hombre? Conocía prácticamente a todos los hombres que vivían en ese barrio; podía tratarse simplemente de un amigo o de un conocido. Incluso podía ser alguien que se ofreciese a acompañarla a casa.

La niebla era muy tupida, como una corona de muertos. ¿Por qué pensaba en coronas de muertos? Porque dentro de poco iban a enterrar a Sarah. ¡Pobre Sarah! ¡Dios! Tal vez Sarah había estado apresurándose por esa misma calle, oyendo unos pasos hasta que… No tenía sentido pensar en eso. ¿Se vería demasiado ridícula si echaba a correr? De todos modos, ¿qué importaba si hacía un poco el ridículo? Volvió a acelerar. Los pasos resonaban cada vez más cerca. Charlotte llevaba el cesto en una mano. ¿Contendría algo que pudiese utilizar como arma? ¿Un vaso o algo pesado? No. ¿Algún bote de fruta confitada? El cesto no contenía nada.

Por lo menos intentaría verle la cara a aquel hombre si era un hombre. Le reconocería y podría gritar con todas sus fuerzas, gritar su nombre para que se oyera en todas las casas de Cater Street. ¡Casas! Claro, podría entrar en la próxima casa, cruzar el jardín y llamar a la puerta hasta que alguien acudiese. ¿Qué importaba si la tomaban por una histérica? Alguien la acompañaría a casa. Todos la considerarían una chica asustadiza, pero le daba igual.

Los pasos sonaban más próximos. No permitiría que la tomase por sorpresa. Se volvió para encararse con él. No era más alto que ella, pero tenía las espaldas más anchas. Avanzó hasta quedar debajo de la luz de una farola. ¡Por Dios! Era Martha Prebble, simplemente Martha Prebble.

—¡Martha! —exclamó Charlotte con alivio—. ¡Menudo susto me ha dado! ¿Qué demonios hace fuera de la cama? ¿Necesita ayuda? Permítame…

Pero el rostro de Martha estaba totalmente desencajado e irreconocible; sus ojos brillaban y sus labios estaban apretados. Levantó sus brazos y Charlotte pudo ver el alambre plateado del corta quesos que llevaba entre las manos.

Charlotte se quedó paralizada.

—¡Maldita pecadora! —siseó Martha con los dientes apretados. Por la comisura de los labios le resbalaba un espumarajo y temblaba sin parar—. ¡Criatura del infierno! ¡Me has tentado con tus blancos brazos y con tu carne pero no vencerás! El Señor preferiría no haberte creado si sólo existes para tentar a uno de sus fieles y para inducirlo al pecado. Habría sido mejor que te colgasen una piedra del cuello y te arrojaran al mar. Te destruiré tantas veces como lo intentes con tus dulces palabras y tu tacto pecaminoso. ¡No caeré en la tentación! Sé cuánto arde tu cuerpo y conozco tus vicios secretos. Destruiré a todas tus criaturas hasta que me dejen en paz. ¡Satán nunca vencerá!

Una mezcla de amor, soledad y deseos arrinconados, reprimidos durante largo tiempo afloraban en forma de violencia irrefrenable.

—¡Oh, no, Martha, por favor! —exclamó Charlotte cuando su miedo se transformó en piedad—. ¡Todo ha sido un malentendido! Pobrecilla.

Pero Martha tensó el alambre entre sus manos y empezó a avanzar hacia Charlotte, que se encontraba a pocos metros de distancia.

Ya no había nada más que decir. Charlotte gritó con desesperación, repitiendo una y otra vez el nombre de Martha. Y a continuación le arrojó el cesto a la cara, esperando que se asustase o tropezara. Pero fue inútil.

Durante un lapso que le pareció una eternidad, Charlotte luchó pero Martha la sujetó con manos de acero. Entonces, de pronto la silueta de Pitt surgió de entre la niebla y tras él, dos agentes. De inmediato inmovilizaron a Martha colocándole los brazos a la espalda.

Charlotte se apoyó contra un muro, sin resuello y temblando; sus rodillas le flaqueaban y en todo el cuerpo sentía aguijonazos de dolor.

Pitt se acercó a ella y tomó su cara entre sus manos.

—¡Pequeña tonta! —exclamó con ternura—. ¿Por qué fuiste a verla sola? Si no hubiese vuelto a visitarte y me hubiesen dicho adonde habías ido, yacerías muerta en la calle, como Sarah y las demás.

Ella asintió y tragó saliva. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas.

—Sí, me he comportado como una tonta —jadeó.

—Eres, eres… —No encontraba una palabra suficientemente contundente.

Repentinamente sonaron unos pasos y el vicario emergió de entre la niebla.

—¿Qué ocurre aquí? —inquirió—. ¿De qué se trata? ¿Hay alguien herido?

Pitt le miró con rabia y amargura.

—No hay nadie herido, señor Prebble, en el sentido al que usted se refiere. El daño viene de antes, me temo.

—No sé a qué se refiere. ¡Explíquese! ¡Martha! ¿Qué hacen esos policías con Martha? Tendría que estar en casa, en cama. Se encuentra enferma. He salido en su busca cuando descubrí que no estaba en la habitación. Ya pueden soltarla. Yo la llevaré a casa.

—No, señor Prebble, no la llevará. Me temo que la señora Prebble está arrestada y se quedará con nosotros.

—¿Arrestada? —El vicario torció el gesto—. ¿Se ha vuelto loco? Martha no puede haber hecho nada malo, es una buena mujer. Si ha cometido alguna tontería… —Su tono se volvió más duro, con el enfado, como si todo aquello le resultara incomprensible—. Ella no se encuentra bien… —Pitt lo interrumpió.

—No, señor Prebble, no se encuentra bien. Está tan enferma que ha asesinado a cinco mujeres.

El vicario lo fulminó con la mirada y su rostro se contrajo en una mueca de cólera, negándose a creerlo. Se volvió hacia Martha, que estaba hundida, tenía una mirada de fiera acorralada y los labios y la barbilla babeantes. Los agentes la sujetaban con firmeza. El vicario se volvió hacia Pitt de nuevo.

—¡Está poseída! —gritó fuera de sí—. ¡Es una pecadora! ¡La flaqueza moral tiene nombre de mujer!

Pitt se envaró de pura indignación.

—¿Flaqueza? —inquirió—. ¿Porque aún siente algo y usted no? ¿Porque es capaz de amar y usted no? ¿Porque conoce el deseo, el cariño y la compasión y usted los desconoce por completo? ¡Márchese, señor Prebble, y rece si puede!

Sin pronunciar palabra, el vicario se internó en la niebla hasta desaparecer.

—Me compadecí de ella —dijo Charlotte en voz baja y sorbió—. ¡Todavía la compadezco! No sabía que las mujeres podían experimentar esos sentimientos hacia otras mujeres. ¡Por favor, no te enfades conmigo!

—Oh, Charlotte; yo… —Pero prefirió callar—. Levántate. Enfermarás si sigues sentada en el suelo. Está mojado.

La ayudó a ponerse de pie mientras las lágrimas resbalaban por su rostro. Pitt la miró y la estrechó entre sus brazos, como si no fuese a soltarla nunca.

—Sé que te compadeces de ella —susurró—. ¡Dios! Yo también.