11

Sarah tomó en cuenta lo que Charlotte le había dicho, pero no consiguió acercarse a Dominic. Hacía tantos días que él mantenía un comportamiento distante e inabordable, que temía que la rechazase. Además, si realmente se sentía tan herido, ¿por qué no iba a hablar con ella?

¿Acaso se trataba de algo más? ¿Se sentía culpable por otra cosa? Recordó las miradas traviesas de Lily y sus risillas. En aquel momento había preferido no darle importancia. Había pensado en ello en otras ocasiones, pero había decidido olvidarlo por su propia paz espiritual. Ahora todo acudía a su mente y se sentía avergonzada. ¿Se acordaba de aquello porque Lily había muerto?

Si él le hubiera preguntado, aunque fuese una sola vez, ella le habría contestado que no le creía capaz de matar a nadie. Que la idea simplemente había cruzado por su mente, como un extraño miedo, pero la había desechado por absurda. Pero Dominic no se acercaba a ella para hablar de ello y Sarah tampoco se atrevía a hacerlo.

Una cosa sí había cambiado: lo que Sarah pensaba de Charlotte. La confesión de su hermana explicaba muchas cosas. Ahora entendía por qué Charlotte había mostrado tan poco interés por todos los jóvenes solteros que su madre le había presentado. A la luz de las palabras de Charlotte comprendió una serie de pequeños incidentes, palabras, miradas, enfados y llantos que antes le resultaban inexplicables. No entendía cómo Charlotte no le guardaba rencor por haber sido tan insensible y por haberse casado con Dominic. ¿Cómo podía haber estado tan ciega? Sólo se había preocupado por conseguir su propia felicidad y nunca había pensado en la de Charlotte. Emily se había dado cuenta de ello y, en un momento de enfado, la había traicionado. Aquello era difícil de perdonar.

Por lo menos, todo había acabado. Charlotte se había enamorado de otra persona. Pero ¿cómo podía sentirse atraída por un pobre policía? Era difícil de admitir. Pero, desde luego, si había una persona en el mundo capaz de tal locura, ésa era Charlotte.

Bueno, ya habría tiempo para preocuparse de este punto. Sin duda Edward encontraría la forma de resolverlo, aunque no estaba esforzándose demasiado en cuanto a Emily y el dandi Ashworth. Tendría que hablar con él; de lo contrario Emily podía acabar herida y deshonrada. Sarah pensó que a Emily eso le serviría de escarmiento por haber traicionado a Charlotte, pero luego pensó que la vida ya le pasaría factura, sin que su propia familia interviniese.

Dos días después, cuando había ido a visitar a Martha Prebble para hablar de unos asuntos de la parroquia, la señora Attwood, la mujer inválida que su padre había ido a visitar la noche en que mataron a Lily, salió a relucir en la conversación.

—¡Pobre mujer! —dijo Martha dando un pequeño suspiro—. Realmente es muy pesada.

Sarah recordó lo que su padre les había contado.

—Tengo entendido que tiene tendencia a exagerar las cosas y mezcla lo vivido con lo soñado. Vive un poco de ilusiones, me temo.

Martha arqueó las cejas.

—No sabía eso. Cuando la vi no paraba de hablar de viejas glorias, y reconozco que no me tomé la molestia de escucharla demasiado. De modo que no sé si lo que contaba era verdad o no. Supongo que acusa mucho la soledad.

—¿No recibe visitas? —preguntó Sarah, que sentía mucha pena por aquella mujer pero no acababa de querer verla.

—Me temo que no demasiadas. Como dije, es un poco pesada.

—Creo que está inválida y no puede salir de su casa.

Sarah se sentía obligada a seguir con el tema. Si aquella mujer estuviese muy necesitada, se sentiría mal por no ir, sobre todo si su marido había ayudado a su padre tiempo atrás.

—¡Oh, no! —contestó Martha sin dudarlo—. Sufre los típicos achaques de la edad, pero nada más.

—¿No tiene que guardar cama? —Sarah frunció el entrecejo. ¿Era posible que hubiese entendido mal a su padre? Intentó recordar cuáles habían sido sus palabras exactas pero no pudo.

—¡Oh, no, en absoluto! Pero estoy segura de que le encantaría recibir una visita, simplemente para conversar un rato.

—¿Tiene problemas de dinero? —Sarah prefería dar parte de su dinero antes que de su tiempo.

—Querida Sarah, es usted tan generosa. Es tan loable por su parte el querer ayudar y anteponer las necesidades de los demás a las suyas propias. Pero no es pobre, se lo aseguro, salvo en espíritu. Necesita amigos —apuntó dubitativa al tiempo que ponía sus manos sobre los hombros de Sarah— y un poco de ternura. —Su voz se quebró como si intentase dominar una emoción muy fuerte.

Sarah se sintió incómoda pero recordó la extrema frialdad del vicario e intentó ponerse en el lugar de Martha. Por desgracia, la actitud distante de Dominic le ayudaba a hacerse una idea de la situación. Contestó al gesto de Martha tocando su brazo.

—Claro —dijo dulcemente—. Todos lo necesitamos. Iré a visitarla esta tarde. No puedo llevarle nada en esta ocasión, pero pasaré un momento porque tengo la oportunidad de usar el carruaje. Pero volveré más adelante, tal vez con Charlotte y con mamá, y le llevaré algún regalo, aunque sea un simple detalle.

Martha la observó detenidamente.

—¿Cree usted que es una buena idea? —preguntó Sarah mirando el semblante pálido de Martha—. ¿Sería mejor posponer mi visita hasta haber sido formalmente presentadas?

Martha se recuperó.

—No se preocupe —dijo algo turbada—. Debe usted ir hoy mismo.

—Señora Prebble, ¿se encuentra bien? —Se la veía muy tensa y alterada. Sarah se preguntó si había hecho algo que la molestara. Tal vez la había inducido a pensar sobre lo dura que era su propia vida emocional.

Sarah cogió las manos de Martha y las apretó fuerte, la besó suavemente en la mejilla y luego se dirigió hacia la puerta.

—Le daré recuerdos de su parte. Estoy segura de que se alegrará. Hace usted tanto por tanta gente que no debe haber ni una casa en toda la parroquia que no valore su bondad. —Se despidió y se marchó antes de que Martha pudiese contestar.

Sarah no tenía una idea preconcebida de lo que esperaba encontrar durante la visita, pero cuando vio a la mujer que abrió la puerta se sintió tan sorprendida que se quedó sin habla.

—¿Sí? —inquirió la mujer arqueando las cejas.

Sarah tragó saliva e intentó recuperarse.

—Me llamo Sarah Corde. No tengo el gusto de conocerla pero la señora Prebble habla tan elogiosamente de usted que pensé en venir a conocerla, sin ánimo de molestarla.

A la mujer se le iluminó el rostro. Era una persona muy hermosa; veinticinco años atrás sin duda era una joven preciosa. Sus facciones seguían siendo bonitas y su cabello resultaba sumamente elegante, y aunque se había apagado un poco no había perdido todo su esplendor. No había nada patético en ella y si se sentía sola, lo disimulaba muy bien.

—Por favor, pase —dijo, y se apartó a un lado para que Sarah entrase.

La sala de estar era pequeña y estaba amueblada de forma muy sencilla, pero Sarah tuvo la impresión de que era más una cuestión de gusto que de pobreza. El conjunto le resultó muy agradable. Era más acogedor que las habitaciones a las que estaba acostumbrada, repletas de cuadros y fotografías, pájaros disecados, flores secas, dechados de bordar y un mueble en cada espacio disponible.

—Gracias. —Se sentó en la silla que ella le ofrecía. Se alegró de no haber llevado nada de comer, pues en aquella casa habría parecido superfluo e incluso ofensivo.

—La señora Prebble es muy amable —explicó la mujer—. Me temo que no la conozco todo lo bien que debiera, las reuniones de la iglesia me parecen… —Se interrumpió, consciente de que Sarah debía ser feligresa y optó por no decir lo que pensaba.

Sarah sonrió.

—¿Aburridas?

La mujer se relajó.

—Le agradezco su sinceridad. Sí, me temo que así es. Hace muchas buenas obras, debe ser una santa para soportar tantas conversaciones horribles y tanto cotilleo. Y querida, ¡ni siquiera se trata de cotilleos interesantes!

—¿Puede un cotilleo interesar a alguien más que al que lo promueve?

—¡Claro que sí! Algunos cotilleos son muy inteligentes y, por supuesto, algunos llevan la semilla de futuros escándalos. O así era antes. Hace años que no me cuentan un buen escándalo. También es cierto que cada vez recibo menos visitas. Me he convertido en una señora respetable. ¡Menudo epitafio!

Sarah sentía aumentar su curiosidad. ¿Quién era aquella mujer, exactamente? No se parecía en nada a la persona patética y perdida que su padre había descrito. Al contrario, era de lo más divertida y parecía saber perfectamente lo que hacía en todo momento.

—¿No le parece un poco pronto para pensar en epitafios? —repuso Sarah sonriendo—. Todavía no está muerta.

—En cierto modo sí lo estoy. Aquí sentada, en una de las casas de Cater Street, viendo desfilar el mundo ante mis ojos. Y nadie me escucha, aunque pueda hacer algún comentario inteligente. Querida, es terrible ser una persona inteligente y no poder compartirlo con nadie. ¿Deseas tomar algo, un té quizá? No tengo sirvienta, como habrás comprobado, pero puedo preparar lo que sea, si me disculpas un momento.

—¡Oh, no, gracias! —Sarah hizo un gesto para detenerla—. Acabo de tomar el té con la señora Prebble —mintió para que no se molestara—. Salvo que quiera tomar uno usted. Si es así, permítame que se lo prepare y se lo sirva.

—¡Por Dios, muchacha, te mueres por hacer obras de caridad! Está bien, me encantará que me sirvan por un rato. Encontrarás lo necesario en la cocina. Si no encuentras algo, dímelo.

Diez minutos después, Sarah volvió con una bandeja y té para dos. Lo sirvió y continuaron la charla.

—¿Cuánto hace que vive en Cater Street? —preguntó.

La mujer sonrió.

—Desde que mi marido murió y mi querido Edward me encontró esta casa —contestó.

—¿Edward? ¿Es su hijo?

La mujer arqueó las cejas, a la vez sorprendida y divertida.

—¡Por favor, no! Era mi amante. Hace mucho tiempo, más de veinticinco años. Yo tenía cuarenta años y él rondaba los treinta.

—¿No se casó con él?

Ella soltó una sonora carcajada.

—Por supuesto que no. Él ya estaba casado con una hermosa mujer, por lo que tengo entendido. Tenía una hija. ¿Qué te ocurre, querida? Te has quedado pálida. ¿Se te ha ido el té por el otro lado?

Sarah estaba perpleja. No sabía qué pensar. Observó a aquella mujer intentando imaginarla veinticinco años atrás. ¿Era aquélla la razón por la cual su padre había ido a visitarla aquella noche? ¿Por eso había mentido diciendo que estaba en el club, hasta que Dominic lo delató sin querer? ¿Por eso se había negado a proporcionarle a Pitt el nombre y la dirección?

Cuanto más esfuerzo hacía por no sacar conclusiones, más clara surgía la historia en su mente. Escuchó su propia voz preguntar algo como si fuese la voz de otra persona.

—Supongo que sería una especie de regalo de despedida, para asegurarse de que se encontraba bien.

—¡Qué romántico! —La mujer sonrió—. ¿Una despedida con lágrimas reprimidas y momentos para recordar eternamente? No está muerto, querida, ni ha emigrado a otro lugar. De hecho se encuentra perfectamente bien y seguimos siendo buenos amigos, hasta donde la discreción y el tiempo nos lo permiten. Nada tan romántico como imaginas. Una aventura que acabó convirtiéndose en amistad y luego en dos conocidos con buenos recuerdos que compartir.

—Entonces supongo que vive cerca de aquí. —Sarah no podía dejar el tema, esperando que algo descartase sus miedos. Cada nuevo dato era una oportunidad para comprobar que no se trataba de su padre.

La mujer sonrió, en sus ojos brillaba una chispa de gracia.

—Por supuesto —asintió—. Pero supongo que sería indiscreto por mi parte contarte nada más sobre él. ¡Podría tratarse de un conocido tuyo!

—Supongo que sí —contestó Sarah sin pensar.

Dejó de prestar atención a la conversación. Su mente estaba hecha un caos e intentaba dar sentido a sus pensamientos acerca de su padre y Dominic. ¿Sabría su madre de la existencia de aquella mujer? ¿Lo sabría hace años y habría decidido no darse por enterada? ¿O acaso se trataba de esa clase de cosas que estaba preparada para asumir porque formaban parte de la naturaleza de los hombres? ¡Pero los hombres en general eran algo muy distinto al propio padre o marido de una!

Sarah no podía ni quería aceptarlo. Nunca había pensado en otro hombre que no fuera Dominic y su concepto del amor no le permitía hacerlo. El amor implicaba fidelidad. Uno hacía promesas y uno las cumplía. Se podían tener comportamientos egoístas, irracionales o absurdos; se podía vestir desaliñado o extravagante, pero no se podía mentir ni de acto ni de palabra.

Se quedó un rato charlando con la mujer aunque no habría sabido decir cuál fue el tema de conversación. Pronunció un sinfín de frases de compromiso y de observaciones correctas y vanas, de esas que todo el mundo dice y nadie escucha. Luego se despidió y subió al carruaje para volver a casa.

Caroline estaba sola en su dormitorio. Sarah acababa de marcharse y de cerrar la puerta tras de sí.

Se había quedado insensible, su mente no se atrevía a moverse en ninguna dirección. Sólo pensaba en una cosa y la repetía una y otra vez, como si eso fuese a ayudar en algo. Edward había tenido una aventura con otra mujer, veinticinco años atrás, y había mantenido la amistad durante todos esos años, incluso la visitaba en la actualidad, de vez en cuando. ¿Estaría enamorado? ¿Serían los restos de una pasión ya fenecida? ¿Lo viviría como una especie de deuda perpetua o sentiría piedad por ella?

Pobre Sarah.

Sarah había acudido a ella en busca de consejo, para asegurarse de que no estaba sola y que no había sido traicionada, y ella no le había podido ofrecer nada. Sarah estaba demasiado confusa y sorprendida para darse cuenta de lo que decía, para comprender que Caroline no sabía nada de esa historia. Sarah había destrozado en treinta minutos una paz conyugal que había durado treinta años.

Caroline se miró al espejo. El problema no era que se estuviera haciendo vieja. ¡La otra mujer era aún mayor! ¿Qué habría visto Edward en ella que no encontró en Caroline? ¿Belleza, dulzura, inteligencia, sofisticación? O era simplemente amor, un amor sin motivo específico.

¿Qué le había hecho abandonar a su amante? ¿Pretendía evitar un escándalo? ¿Le preocupaban las niñas? ¿Había sido por un motivo tan terrenal como el dinero? Nunca conocería la respuesta, porque aunque Edward la contestara, Caroline jamás sabría si decía la verdad.

Le asaltó una nueva duda. ¿Debía decirle que lo sabía? A esas alturas no tenía mucho sentido, pero no sabía si podría callar algo así. Aquello cambiaba sus sentimientos hacia él. Con los años habían ido tomando confianza, se habían acostumbrado a convivir, a perdonar pequeños fallos y debilidades, pero siempre habían confiado el uno en el otro porque sabían que los problemas eran superficiales.

No podía dejar de pensar en aquella mujer. ¿Qué clase de persona sería? ¿Habría amado a Edward, le habría entregado parte de su ser, o se trataba sólo de una aventura, algo con sus ventajas y sus inconvenientes? ¿Qué le daba ella que Caroline no sabía darle?

Intentó recordar cómo se había sentido durante los primeros años. Sarah era una niña pequeña, Charlotte apenas un bebé, y Emily ni siquiera un proyecto. ¿Era ésa la clave? Tal vez se había dedicado tanto a las niñas que lo había abandonado un poco a él. No, no había sido así. Habían pasado muchas horas juntos, habían salido a cenar, habían acudido a fiestas, incluso a conciertos. ¿O aquello había sido después? Los recuerdos se mezclaban en su memoria.

¿Habría querido a esa otra mujer o se trataba sólo de un pasatiempo para satisfacer un deseo? ¿Había sido toda su vida en común una gran mentira?

La posibilidad de que Edward pudiese haber amado a la señora Attwood la tenía anonadada, era algo muy doloroso que alteraba décadas de sentimientos y de paz, y destruía todo cuanto pudiese haber de ternura y confianza. Aunque por parte de Edward hubiese sido simple deseo, ¿cambiaba algo?

Se estremeció. De pronto se sintió sucia, como si estuviese manchada por dentro y no pudiese limpiarse. Recordar sus caricias y los momentos de intimidad le resultó insoportable; quería olvidar que había ocurrido puesto que ya no podía dar marcha atrás en el tiempo.

Se puso en pie, se recogió el pelo y se alisó el vestido. Tenía que bajar y fingir que todo era normal, por lo menos evitar que su rostro reflejase la pena y la confusión que la embargaban.

La abuela supo que a Caroline y Sarah les pasaba algo. Se dijo que se habrían peleado con alguien y por supuesto estaba deseosa de conocer los detalles. A la mañana siguiente Sarah estaba en la salita de lectura. La abuela se le acercó supuestamente para averiguar qué preparativos eran necesarios para el té y qué invitados esperaban aquel día, pero en realidad quería conocer los motivos de la supuesta pelea.

—Buenos días, Sarah, querida —saludó zalamera.

—Buenos días, abuela —contestó Sarah sin levantar la vista de la carta que estaba escribiendo.

—Estás algo pálida. ¿Has dormido bien? —preguntó la abuela, sentándose en un sofá.

—Sí, gracias.

—¿Estás segura? Se te ve un poco alterada.

—Me encuentro perfectamente, abuela. No te preocupes por mí.

La anciana no desaprovechó la oportunidad.

—Sí me preocupo, querida. No puedo evitar hacerlo cuando veo que tanto tú como tu madre tenéis un aspecto cansado y triste. Si habéis discutido por algo, tal vez yo pueda ayudar a aclarar la cuestión.

Si Sarah hubiese sido Charlotte habría contestado que la consideraba más capaz de añadir leña a esa clase de fuegos que de apagarlos, pero Sarah decidió ser lo más correcta posible.

—No nos hemos peleado, abuela; nos sentimos muy cercanas. —Sonrió sin disimular un gesto de amargura—. De hecho, somos compañeras de infortunio.

—¿De infortunio? ¿A qué infortunio te refieres? No sabía que hubiese pasado nada.

—No tenías por qué enterarte; ocurrió hace veinticinco años.

—¿De qué demonios estás hablando? —inquirió la abuela—. ¿Qué ocurrió hace veinticinco años?

Sarah se arrepintió de habérselo dicho.

—Nada que tenga que ver contigo. Además, ya terminó.

—Si continúa entristeciéndote a ti y a tu madre, no ha terminado —replicó la abuela con tozudez—. ¿De qué se trata, Sarah?

—De los hombres —respondió Sarah—. De la vida. Quizá también te haya ocurrido a ti en alguna ocasión. —Forzó una sonrisa—. No me sorprendería en absoluto.

—¿De qué estás hablando? ¿Qué pasa con los hombres?

—¡Son turbios, desleales e hipócritas! —exclamó Sarah con indignación—. Predican una cosa y hacen la contraria. Tienen unas reglas para nosotras y otras para ellos.

—Ciertos hombres sí. Eso siempre ha sido así. Pero no todos. También hay hombres honestos y decentes. Tu padre es uno de ellos. Lo siento si no es el caso de tu marido.

—¿Papá? —exclamó Sarah—. ¡Estás equivocada! Papá es el peor de todos. Puede que Dominic haya mirado donde no debía, pero no ha tenido una amante y la ha mantenido durante veinticinco años.

Todo aquello no eran más que palabras para la abuela. No dudaba de que eran mentiras sin fundamento. Sarah había perdido la cabeza tras descubrir el desliz de Dominic. Por supuesto, casarse con un hombre tan guapo era buscarse problemas. Ella lo había presentido desde el principio. Se lo había advertido a Caroline, pero por supuesto Caroline no había abierto la boca.

—¡Tonterías! —protestó la anciana para cortar por lo sano—. Es ridículo que digas algo así. No lo tendré en cuenta porque sé que estás muy alterada a causa de tu marido. Yo misma te hubiese advertido desde el principio, si me hubieses dado la oportunidad. De hecho, se lo comenté a tu madre. Pero si te atreves a repetir semejante calumnia sobre tu padre fuera de esta habitación o en presencia de otros, me…

—¿Qué harás, abuela? —la retó Sarah—. ¿Demostrarás que es mentira? ¡No podrás! Si tienes una tarde libre, te llevaré para que la conozcas. Es una mujer vieja, más vieja que papá, pero sigue siendo muy hermosa. Debió de ser una belleza en su momento.

—¡Sarah! Esto no tiene ninguna gracia. Te ordeno que te controles inmediatamente. Si no puedes contenerte, sube a acostarte y no bajes hasta que estés calmada. Huele sales para reaccionar o lávate la cara con agua fría.

—¡Agua fría! ¡Mi padre tiene una amante y tú me sugieres que me lave la cara con agua fría! —Sarah alzó la voz—. ¿También le vas a aconsejar a mi madre que huela sales para reanimarse? ¿El abuelo también tenía una amante?

Volvieron viejos y desagradables recuerdos para la anciana.

—Sarah, creo que te has vuelto loca —cortó la abuela—. Sal de este cuarto. Te comportas como una sirvienta. Será mejor que te acuestes hasta que recuperes el sentido común. —Al ver que Sarah no se movía, la abuela se enfureció—. ¡Obedece! Yo le explicaré a tu madre que no te encontrabas bien. No deseo ver cómo organizas un espectáculo y estoy segura de que tú tampoco lo quieres. ¿Qué ocurriría si entrase uno de los sirvientes? ¿Quieres convertirte en la comidilla de todos los sirvientes del barrio?

Sarah se marchó pero antes le lanzó a su abuela una mirada fulminante.

La abuela se quedó conmocionada. ¡Menuda mañanita! ¿Qué le había pasado a Sarah para que lanzase semejante acusación? Tenía que haber perdido la cabeza. Estaba segura de que Edward habría cometido alguna que otra indiscreción pero nada que justificase el calificativo de deshonesto. Esperar que un hombre pase treinta años sin cometer ningún desliz era pedir demasiado; cualquier mujer lo sabía. Una tenía que aceptarlo y ser fuerte y, sobre todo, digna.

Pero tener una amante fija, ponerle una casa y darle dinero regularmente, eso era una cosa bien distinta. Era imperdonable. ¿Cómo había osado Sarah sugerir semejante cosa? Por mucho que se sintiese decepcionada con respecto a Dominic, no tenía derecho a enturbiar el buen nombre de su padre con aquellas afirmaciones que a buen seguro carecían de fundamento.

¿O serían verdad? La abuela se estaba planteando la posibilidad de que Edward hubiese hecho algo así cuando Charlotte entró en la habitación. También ella parecía molesta y muy tensa. Pero Charlotte era una joven muy peculiar, carecía de todo sentido práctico y estaba sujeta a imprevisibles cambios de humor. Probablemente también debía de estar decepcionada por el comportamiento de Dominic. Muy curiosa su relación con Dominic. A esas alturas, debería haber superado ya la fase de los sueños románticos e infantiles.

—¿Qué te pasa, Charlotte? —preguntó—. Supongo que no habrás escuchado las tonterías que anda diciendo Sarah, ¿verdad? —Charlotte se giró en redondo. La abuela suspiró y prosiguió—. Está algo trastocada porque ha descubierto que Dominic no es infalible, pero lo superará si le ayudas en lugar de andar por la casa con aire trágico. ¡Compórtate, muchachita, y deja el egoísmo a un lado!

—¿Y mamá? —inquirió Charlotte con rudeza—. ¿También debe comportarse y superarlo todo?

—No tiene nada que superar —replicó la abuela tajante—. Me extraña que cometas el error de creer a Sarah sabiendo lo afectada que está.

—¡Por supuesto que está afectada! Yo también lo estoy. ¡Si tú no estás triste, imagino que será porque tus criterios morales son distintos de los míos!

¡Aquello era demasiado! La abuela montó en cólera de tal manera que hasta le costó respirar. La insolencia de Charlotte iba más allá de lo que estaba dispuesta a tolerar.

—¡Desde luego que mis criterios son diferentes a los tuyos! —replicó la abuela airadamente—. ¡Yo no me enamoré del marido de mi hermana!

—Estoy segura de que nunca te enamoraste de nadie —dijo Charlotte secamente.

—Nunca perdí el control como una chiquilla —apuntó la abuela con saña—, si eso es lo que significa para ti estar enamorada. No creo que un descontrol emocional sea excusa para un comportamiento indecoroso. Y si te hubiesen educado como corresponde a una dama, tú tampoco justificarías algo así.

Charlotte había esperado con ansia una oportunidad como aquélla. Su rostro se iluminó con la sensación de triunfo.

—Te quemas con tu propio fuego, abuela. Si el problema es cómo nos educan, ¿qué crees que pasó con mi padre? ¿Cómo pudiste olvidar enseñarle que no está bien traicionar a la mujer y a las hijas manteniendo una amante durante veinticinco años?

La abuela enrojeció de rabia. Se sentía ultrajada y, a la vez, asustada de que las palabras de Charlotte pudiesen ser ciertas.

—¿Cómo osas repetir una mentira tan irresponsable y malintencionada? Ambas deberíais avergonzaros de acusar y herir a vuestro padre. Exijo que os excuséis ante él.

—Creo que resultaría muy embarazoso para vosotros dos —murmuró Charlotte esbozando una sonrisa cínica—. Verías la culpa reflejada en su rostro, y entonces te verías obligada a retirar tus palabras y retractarte de muchas de tus convicciones.

—¡Tonterías! —dijo la abuela con aire arrogante. No permitiría que una niña insolente criticase a Edward. ¿Cómo se había atrevido Sarah a difundir una infamia semejante? No tenía perdón—. Imagino que tu padre habrá cometido algún que otro desliz, todos los caballeros lo hacen, pero estoy segura de que no ha llevado a cabo nada tan deshonesto o indecente como insinúas. ¡Hablar de traición son palabras mayores!

Charlotte esbozó un mohín de hastío.

—Me consideras inmoral por haber querido a Dominic, aunque nunca le confesé nada ni hice nada al respecto. Sin embargo, papá tiene una amante durante veinticinco años, le compra una casa y la mantiene, y dices que se comporta como un caballero. ¡Eres una hipócrita! Sé que hay unas reglas para los hombres y otras para las mujeres, pero no se pueden llevar tan lejos. ¿Cómo es que si una mujer traiciona a un hombre se considera pecado mortal, mientras que si es el hombre el que traiciona a la mujer se considera un simple pecadillo, algo sin importancia? A mí me parece que un pecado siempre es un pecado, sin depender de quien lo cometa. Lo único que podría servir de excusa sería la ignorancia o una debilidad extrema. ¿Es ésa la justificación que emplean los hombres, su «extrema debilidad»? Siempre comentan que las mujeres somos las débiles. ¿Se trata sólo de una debilidad física? ¿Se supone que moralmente debemos ser más fuertes?

—¡No dices más que tonterías, Charlotte! —Pero la abuela ya vacilaba. Recordaba el rostro de Caroline durante el desayuno. Si no se equivocaba, había estado llorando, aunque lo hubiese disimulado con maquillaje. La abuela era perfectamente capaz de descubrir lo que había debajo de aquella fachada. Caroline creía a pies juntillas aquellos rumores.

¿Era posible? ¿Podría ser que Edward hubiese frecuentado a otra mujer durante tantos años? De ser cierto, ¿qué clase de mujer era? Miró a Charlotte, que seguía dando muestras de enfado y decepción. Charlotte pudo leer en los ojos de la abuela la duda y se sintió mejor.

La abuela sintió que la desilusión la embargaba, porque parecía evidente que en todo aquello tenía que haber algo de cierto. Siempre había querido a Edward, lo había identificado con su marido y por lo tanto la retrotraía a su juventud y a lo que le había tocado vivir en aquella época. Pensaba que Edward era un dechado de virtudes, todo lo que se podía esperar de un hombre: un ser admirable que reunía lo mejor de su padre sin retomar lo peor.

Pero tenía que afrontar que aquella imagen se desvanecía al verlo de cerca. Si le conociese tan bien como Caroline debía conocerle, habría detectado antes sus fallos. Aquello no era lo peor. Le dolía tanto pensar en él como en ella misma. Los valores y creencias de siempre habían caído y no sabía cómo recuperarlos. Se sintió vieja y sola. El mundo al que pertenecía había muerto y lo que quedaba de él, su hijo Edward, la había traicionado. Odió a Charlotte por obligarla a asumir la verdad.

—Eres una mujer dura, Charlotte —retomó el hilo de la conversación—. ¡Por eso Dominic escogió a Sarah y no a ti! —Buscaba algo con que herirla aún más—. Ningún hombre se enamorará de ti. Careces totalmente de feminidad. Ese policía andrajoso te corteja porque es un ser vulgar que ignora los atributos que corresponden a una dama. Cree que uniéndose a ti podría ascender socialmente. Pero aunque aceptases su propuesta (es posible que sea la única que recibas) no conseguirías que se integrase en nuestra clase social. Ha nacido siendo un hombre corriente y morirá siéndolo. Serás tú quien se rebaje a su condición. ¡Tal vez pertenezcas más a ese mundo que a éste!

Charlotte palideció.

—Eres una vieja horrenda y pérfida —musitó—. No me extrañaría que el abuelo hubiese tenido una amante, simplemente para librarse de ti. Tal vez mi padre sacó de su propio padre el ejemplo. Y en ese caso no sería culpa de él. Si hay algo que he aprendido de ese «vulgar policía» es a comprender hasta qué punto nuestros padres nos hacen lo que somos; determinan nuestra educación pero también nuestra riqueza o nuestra pobreza, nuestro estatus y nuestros pensamientos. Cuando te observo comprendo que mi padre no es tan culpable como yo creía.

A continuación, Charlotte se dio la vuelta y salió de la habitación dando un portazo. La abuela se quedó fría, apenas podía respirar y las palabras de su nieta se clavaban en su corazón como cuchillos. Gritó para pedir auxilio, confiando en inspirar piedad, pero Charlotte ya se había marchado.

La hora de la comida resultó muy incómoda. Comieron en silencio y buscaron excusas para abandonar el comedor lo antes posible. Emily dijo que iba a ver a la modista y que Caroline la acompañaría. La abuela miró con furia a Charlotte y dijo que se retiraba a su habitación porque no se sentía bien. Sarah comentó que pensaba visitar a Martha Prebble; en casa del vicario se respiraba un ambiente demasiado estricto, pero allí al menos estaría a salvo de los pecados de la carne.

—Sarah, no deberías ir sola —dijo Charlotte—. ¿Quieres que te acompañe? —Era lo último que le apetecía hacer pero se sentía tan unida a su hermana como no lo había estado desde antes de que Dominic llegase a la casa, es decir desde que era una niña. Le dolía ver la decepción, la impotencia y la sensación de pérdida que se habían adueñado de Sarah. También ella se sentía mal porque había amado a Dominic. Pero para ella era distinto y le sorprendía que le resultase tan fácil olvidarle. Temía que su amor hubiese sido menos fuerte de lo que ella creía; era un amor basado en la ilusión más que en un verdadero conocimiento. Pero el caso de Sarah era otro; ella había compartido con Dominic su intimidad, su vida, sus pensamientos, no se trataba de simples sueños.

Sarah se quedó mirándola.

—No, gracias —respondió con una franca sonrisa—. Sé que no te cae bien el vicario y es posible que se encuentre en casa. De todos modos, quiero hablar con Martha a solas.

—Te puedo acompañar hasta la puerta —propuso Charlotte.

—¡No seas absurda! Entonces tendrías que regresar sola a casa. No me pasará nada. Es probable que ese loco asesino se haya marchado del barrio. Hace mucho que no ocurre nada. Tal vez nos equivocamos. Probablemente se trataba de alguien de los barrios bajos y ha vuelto al lugar que le corresponde.

—El inspector Pitt no opina así. —Charlotte empezó a levantarse.

—¿Sientes el mismo interés que él siente por ti? —Emily arqueó las cejas—. No es infalible, ¿sabes?

—Iré primero a ver al vicario y luego visitaré a varias personas de la parroquia —explicó Sarah—. Imagino que Martha me acompañará. ¡Estaré perfectamente segura! No te preocupes. Te veré esta noche. Hasta luego.

Las demás también se fueron y Charlotte se sintió sola, sin tener nada que hacer. Buscó rápidamente en qué ocuparse para no ponerse a pensar en su padre o en Dominic, en la decepción que sentía, en lo absurdo que era construir sueños en torno a una persona y sobre todo en el estrangulador, porque a pesar de lo que Sarah y Emily sugerían, Charlotte no creía que el asesino perteneciese a otro mundo y mucho menos que se hubiese marchado. Estaba segura de que se trataba de algún vecino, que vivía en Cater Street o en las proximidades. Se lo decía su instinto.

A las tres y media estaba ocupada redactando cartas que llevaba tiempo retrasando pero tuvo que dejarlo cuando Maddock le anunció que el inspector Pitt deseaba verla.

Se sintió complacida, casi aliviada, como si aquella visita pudiese cambiar su estado de ánimo. Sin embargo, eso no impedía que estuviese algo asustada. Todos en la casa sabían del comportamiento deshonroso de su padre, aunque sólo se mencionase en privado. Se mantenía como un secreto pero parecía que las propias paredes de la casa lo sabían; Pitt no tardaría en descubrirlo. Si su padre era capaz de ocultar una traición durante veinticinco años, ¿qué otras cosas podía estar callando? Esa faceta desconocida de su vida podía deparar innumerables sorpresas. Podría ser que ni él mismo fuese consciente de todo ello. Aquella terrible idea llevaba horas en el fondo de su mente y ahora había salido a la superficie. ¿Podría tener otras amantes? Tal vez había intentado seducir a las jóvenes asesinadas y luego prefirió matarlas a correr el riesgo de ser descubierto. ¡No podía ser! ¿Su padre? ¿En qué demonios estaba pensando? Conocía a su padre desde siempre. Se había sentado en sus rodillas y había jugado con él cuando era niña. Recordaba los cumpleaños, las Navidades…, todos los juguetes que le regalaba.

¡Pero durante todos esos años había estado visitando a aquella otra mujer que vivía a unas calles de su casa! ¡Y su pobre madre no había sospechado nada!

—¿Señorita Charlotte? —Maddock la hizo volver al presente.

—¡Ah, sí, Maddock! Hágale pasar.

—¿Desea que sirva alguna cosa, señorita?

—Desde luego que no —contestó sin vacilar—. No creo que se quede más de media hora.

—Muy bien, señorita.

Maddock se retiró y Pitt apareció segundos después.

Iba desaliñado, como siempre, y esbozaba su característica sonrisa de oreja a oreja.

—Buenas tardes, Charlotte —saludó.

Charlotte lo miró con ceño para indicarle que no le gustaba tanta familiaridad, pero a él no pareció afectarle.

—Buenas tardes, señor Pitt. ¿Hay algo más que pueda hacer por usted? ¿Ha avanzado algo en su investigación?

—Sí, hemos descartado a la mayoría de los sospechosos. —No había dejado de sonreír. ¿No había forma de atravesar su coraza?

—Me alegra. Dígame, ¿son muchos los sospechosos que quedan?

Pitt arqueó las cejas.

—¿Ha ocurrido algo que la ha entristecido? —Era más una afirmación que una pregunta.

—Han ocurrido muchas cosas, pero ninguna que le interese —contestó ella con frialdad—. No tiene nada que ver con el estrangulador.

—Si la entristecen, me interesan. —La miró con dulzura y con algo más.

Charlotte no había visto esa mirada en ningún otro hombre y se sintió turbada. Se sonrojó y sintió un calor al que no estaba acostumbrada. Desvió la mirada de inmediato pero así y todo se sintió confundida.

—Es muy amable de su parte —replicó con embarazo—, pero son asuntos de familia y se resolverán a su debido tiempo.

—¿Todavía está preocupada por Emily y George Ashworth?

Ella había olvidado ese asunto, pero parecía una buena forma de salir del atolladero.

—Sí —mintió—. Me preocupa que pueda herirla. No pertenece a su misma clase social y podría hacerle concebir falsas ilusiones. Emily podría ver menoscabada su reputación y a cambio no obtener más que dolor y desilusión.

—¿Cree que porque tiene un estatus superior no se planteará casarse con ella? —preguntó él.

Era una pregunta absurda.

—¡Por supuesto que no se casará! —contestó—. Los hombres de su posición se casan por compromisos familiares o por dinero. Emily no se encuentra en ninguna de esas categorías.

—¿A usted le parece bien eso?

—¡Claro que no! Me parece cruel y despreciable, pero así es como funcionan las cosas. —Vio la sonrisa de él y, de nuevo, algo más. Se sintió muy violenta, pero tragó saliva e intentó controlarse.

Pitt seguía sin quitarle ojo de encima pero ahora parecía burlarse de sí mismo. Amablemente, la ayudó a salir airosa de aquella situación.

—Creo que se preocupa demasiado por Emily —señaló—. Es bastante más lista de lo que usted cree. Puede que Ashworth piense que lo tiene todo bajo control, pero será la propia Emily quien decida si se casa o no. Para un hombre de su posición, una mujer como Emily sería muy valiosa. Para empezar, es mucho más lista que él y suficientemente hábil para que él no se sienta inferior. Conseguirá lo que se proponga, pero lo convencerá de que ha sido idea de él.

—Parece que la considera sumamente diplomática.

—Lo es. —Pitt sonrió—. Es todo lo contrario de usted. Usted iría directamente al problema y Emily tiende a esquivarlo y acceder a él de forma tangencial.

—Por sus palabras, se diría que piensa que soy estúpida.

A Pitt se le agrió un tanto la sonrisa.

—Para nada. ¡No tendría nada que hacer con Ashworth, pero es suficientemente inteligente para no interesarse por él!

Ella se relajó a su pesar y dijo:

—De hecho no me atrae en absoluto. ¿Qué quería preguntarme, señor Pitt? Supongo que no habrá venido para hablar de Emily y de Ashworth. ¿Está a punto de atrapar al estrangulador?

—No estoy seguro —respondió él—. Por una o dos veces he creído tenerlo a mi alcance, pero me equivocaba. ¡Si por lo menos pudiese comprender los móviles de los crímenes! ¿Por qué mata? ¿Por qué escogió a esas jóvenes entre otras muchas? ¿Es una simple cuestión de suerte?

—Supongo que…, —vaciló— si se tratase de puro azar no habría forma de encontrarle. ¡Podría ser cualquiera!

—Lo sé. —Pitt no quería que ella abrigase falsas esperanzas. Le habría gustado poder calmarla, pero no quería faltar a la verdad. No podía lograr ambas cosas.

—¿No existe ninguna relación entre ellas, nadie a quien conociesen las tres?

—Seguimos buscando algo así. Por eso he venido a verla. Me gustaría hablar con Dora, si usted me lo permite, y con la señora Dunphy también. Creo que Dora era muy amiga de la criada de los Hilton, más amiga de lo que me dio a entender a mí. Supongo que no quiso decirlo por temor. Mucha gente oculta información porque creen que un asesinato es algo tan terrible que incluso conocer algún dato clave puede ser nefasto para ellos. Se sienten atemorizados. —Curvó los labios en una mueca.

—¿Y la señora Dunphy? Ella puede haberse callado algo, odia los escándalos.

—Estoy seguro de ello. Las buenas sirvientas suelen aborrecerlos, incluso más que los señores, si eso es posible. Pero de hecho sólo necesito que confirme la información, tal vez así Dora no vuelva a ser tan esquiva. Puede que Dora me mienta a mí, pero si es como la mayoría de las sirvientas, no se atreverá a decir nada falso delante de la cocinera.

Charlotte sonrió; sabía que Pitt estaba en lo cierto.

De pronto, la asaltó otra idea. ¿Sería aquello todo lo que Pitt quería saber? Y si lo fuera, ¿Dora y la señora Dunphy transmitirían, aún sin querer, la angustia que se vivía en la casa en aquellos momentos? Pretender que los sirvientes no estaban al corriente de las disputas de los señores era una absoluta falacia con la que se intentaba preservar la autoestima y la dignidad. Pero el servicio tenía ojos, oídos y una buena dosis de curiosidad. Alguien tenía que haber escuchado algo. Los rumores serían discretos e incluso bienintencionados, pero sin duda existían. Por supuesto, nunca dirían nada fuera de la casa. La lealtad y el orgullo eran valores seguros.

—¿Quiere que la llame? —preguntó, pensando que sería más fácil controlar la situación si ella estaba presente y podía corregir los deslices de Dora—. Tampoco mentiría ante mí.

Pitt la miró fijamente.

—Por favor, no se moleste. Además, es posible que se mostrase algo reticente ante usted. Tampoco quiero que la señora Dunphy esté presente durante el interrogatorio, simplemente le pediré que me ayude a contrastar la información. Hablaré con ella primero y luego contrastaré con Dora los datos que haya obtenido. Si ha hecho algo que usted no aprobaría, no dirá nada aquí, pero tal vez me lo explique si estamos a solas.

Charlotte quería oponerse, encontrar una razón que justificase su presencia en el interrogatorio, pero no se le ocurrió ninguna convincente. Sin embargo, debía evitar que Pitt se enterase de lo de su padre con su examante. Temía que pensase, como había pensado ella misma, que aquélla era una traición de las que se intentan perdonar pero nunca se logran olvidar porque suponen una pérdida de respeto y confianza.

Era absurdo. Pitt era un hombre y sin duda se identificaría con otro hombre y pensaría que aquello era algo bastante común y normal siempre y cuando las mujeres no hiciesen lo mismo. Tal vez se había preocupado en vano. Para los hombres, el asesinato era algo muy distinto del adulterio.

—¿Cómo se encuentra su ayudante? —preguntó, intentando ganar tiempo para ver si se le ocurría alguna forma de evitar que se entrevistase a solas con Dora.

—Está mejorando, gracias. —Si la pregunta le sorprendió, no dio muestras de ello.

—¿Tiene otro ayudante mientras tanto?

—Sí. —Sonrió—. Le caería bien; es todo un personaje. Me recuerda un poco a Willie.

—¿Sí? No imagino a Willie como policía.

—Oh, al principio Dickon tampoco parecía muy adecuado. Tuvo que buscar trabajo desde muy joven y comprobó que le era más fácil encontrar ocupaciones ilegales que trabajos honrados. Conoce perfectamente los barrios bajos y tras su primera detención decidió que sería mejor sacar provecho de sus conocimientos poniéndose del lado de la ley en lugar de seguir fuera de ella. —Sonrió abiertamente—. De hecho, se enamoró de una joven de una clase social superior a la suya. Le prometió a la muchacha que si se casaba con él se volvería un hombre respetable. Y hasta la fecha ha cumplido su palabra.

—¿Por qué tuvo que empezar a trabajar de joven? —Quería saberlo pero además continuaba buscando la forma de evitar que Pitt fuese a la cocina. Recordaba perfectamente la cara de Willie y se imaginó al tal Dickon con idéntico aspecto.

—A su padre lo mataron en una ejecución pública en el cuarenta y siete y la madre se quedó con cinco hijos que criar. Él era el más pequeño pero los demás eran niñas.

—Y ¿cómo consiguieron salir adelante? ¿Qué crimen había cometido el padre para que lo mataran? ¡Menuda irresponsabilidad arriesgar así su vida!

—Lo mataron —matizó Pitt—, pero eso no significa que cometiera crimen alguno. En aquella época se organizaban espectáculos en torno a la horca, y tenían mucha aceptación.

Charlotte no dio crédito a sus oídos.

—¿Espectáculos? ¿A quién podía gustarle ver como llevaban a alguien al patíbulo y lo ejecutaban? —Tragó saliva y arrugó la nariz en un mohín de desaprobación.

—A mucha gente —contestó Pitt—. Tenía mucha aceptación entre el público. Acudían cientos de personas para presenciar la ejecución y otros tantos para robar a los asistentes, para apostar, para vender bollos y bígaros, y en invierno castañas asadas. Por supuesto también había luchas de perros, para caldear el ambiente.

»Los pobres se apiñaban en la plaza y los nobles alquilaban habitaciones en las casas de los alrededores y lo miraban desde la ventana.

—¡Es deleznable! —protestó ella—. ¡Me parece asqueroso!

—Pagaban sumas muy fuertes por alquilarlas —prosiguió él como si no la hubiera oído—. Desgraciadamente, la violencia de la ejecución contagiaba al público y estallaban bastantes riñas. Al padre de Dickon lo mataron de una paliza en una de ellas.

Sonrió tristemente al ver que Charlotte se sentía horrorizada.

—Pero hoy en día ya no existen las ejecuciones públicas. Bueno, ahora iré a hablar con Dora. No sé si descubriré qué la tiene tan asustada, pero lo intentaré.

Charlotte tragó saliva de nuevo.

—¡No sé a qué se refiere! Pregúntele a Dora lo que quiera. No estoy asustada, lo único que me preocupa es el propio estrangulador pero eso es algo que nos preocupa a todos.

—Pero teme que pueda ser algún conocido suyo, ¿verdad, Charlotte?

—¿No es seguro que lo es? ¿No hemos llegado a la conclusión de que se trata de alguien del barrio? —preguntó. No tenía sentido continuar mintiendo—. Por lo menos estoy segura de que no he sido yo, ni una parte oscura y desconocida de mí. Pero todos los hombres con cierta capacidad de reacción deben de haber pensado en alguna ocasión que podría tratarse de ellos.

—Y usted también lo ha pensado —apuntó Pitt suavemente—. Ha sospechado de todos: de su padre, de Dominic, de George Ashworth, de Maddock, probablemente incluso del vicario y del sacristán. ¿En quién está pensando ahora, Charlotte?

Ella se dispuso a negarlo pero se dio cuenta de que sería en vano, se abstuvo.

Pitt rozó su mano delicadamente y se dirigió al pasillo que llevaba a la cocina, para interrogar a Dora.