Al día siguiente Dominic fue a la ciudad, como de costumbre. Por la noche tenían previsto cenar con un brigadier retirado. Era un encuentro que a Sarah le hacía mucha ilusión y hacía tiempo que esperaba ese momento. Pero cuando llegó a casa encontró que Sarah no sólo no estaba contenta de verle sino que parecía sumamente molesta con su presencia. La felicitó por lo bien que le quedaba el vestido, le contó todo lo que había averiguado sobre la mujer del brigadier y sus conocidos, y comentó que estaba seguro de que ella estaría a la altura de las circunstancias. La besó procurando no estropear ni su vestido ni su peinado. Pero nada de lo que hizo produjo el efecto deseado; Sarah se escurría cuando Dominic se acercaba y evitaba mirarle a los ojos.
No tuvo oportunidad de preguntarle qué le molestaba tanto. Durante la cena intentó hablar con ella dos o tres veces, pero Sarah no le escuchaba, cambiaba de tema y si nadie venía a interrumpirles espontáneamente, ella buscaba la forma de incluir a otra persona en la conversación.
Estuvieron a solas por primera vez cuando se sentaron en el carruaje para volver a casa.
—Sarah.
—¿Sí? —repuso sin mirarle siquiera.
—¿Qué te pasa, Sarah? Llevas toda la noche tratándome como a un extraño. Bueno, ni siquiera como a un extraño, con un extraño hubieses tenido algo más de educación.
—Siento que pienses que no soy lo suficientemente educada.
—¡Basta ya, Sarah! Si algo no va bien dímelo.
—¿Si algo no va bien? —Se volvió para mirarle. En sus ojos se reflejaba la luz de las farolas—. Sí, algo va muy mal, y si no te has enterado es que tu sentido moral deja mucho que desear. No tengo nada más que añadir.
—¿Sentido moral? ¡Dios mío! Supongo que no seguirás enfadada porque ayer tomé a Charlotte del brazo. Es absurdo y tú lo sabes. Sólo quieres encontrar una excusa para pelearte conmigo. Por lo menos sé sincera.
—¿Una excusa? ¿Eso crees? Te pasas el rato coqueteando con mi hermana, tomando su mano, susurrándole al oído y sólo Dios sabe qué más. ¿Y crees que necesito una excusa para discutir contigo? —La voz le temblaba. Le dio de nuevo la espalda.
Dominic la rodeó con sus brazos pero Sarah no cedió.
—Sarah, no seas ridícula. Charlotte no me interesa más que como hermana tuya. Me cae bien pero nada más. ¡Por Dios! Conocí a Charlotte en el mismo momento que a ti, ¡si la hubiese querido a ella no me hubiese comprometido contigo!
—¡Eso ocurrió hace seis años! La gente cambia —protestó, aunque se notaba que estaba molesta consigo misma por decir algo sumamente vulgar.
Dominic estaba apenado y no quería herirla, pero aquel asunto le parecía una exageración. Estaba indignado porque su mujer había estropeado una noche que podía haber sido maravillosa y se había puesto a discutir sobre una tontería cuando ambos estaban cansados.
—Sarah, todo esto es una tontería. No he cambiado de opinión en todos estos años y no creo que tú lo hayas hecho. Y por lo que sé, Charlotte tampoco. Pero, de todos modos, Charlotte no pinta nada en esta historia. Estoy seguro de que te has dado cuenta de que Emily se inmiscuyó porque está enamorada de George Ashworth y Charlotte le contó a ese policía como-se-llame que Ashworth conocía a Chloe más de lo que daba a entender. Confío en que tengas suficiente sentido común para ver que nada de lo que te contó tu hermana tiene fundamento.
—¿Por qué te enfadas si no eres culpable de nada? —inquirió ella con voz serena.
—¡Porque todo es una tontería!
—¿Acabo de descubrir que estás enamorado de mi hermana y que ella te corresponde y piensas que es una tontería que eso me afecte?
—Sarah, te ruego que olvides todo eso —repuso bastante turbado—. Nada de lo que dices es cierto y lo sabes. Jamás he cortejado a tu hermana, ni remotamente. Para mí sólo es mi cuñada. Es inteligente y avispada y piensa por sí misma pero eso no son atributos que resulten especialmente femeninos, como tú misma has comentado en tantas ocasiones.
—No parece que eso moleste al inspector Pitt —replicó Sarah—. Está enamorado de ella, eso lo vería hasta un ciego.
—¡Por Dios, Sarah! ¿Qué tengo yo que ver con ese vulgar policía? Además, supongo que a Charlotte la incómoda. ¡Es un hombre de clase obrera! ¡No es mejor que un comerciante! ¿Por qué no habría de enamorarse de Charlotte siempre y cuando recuerde cuál es su lugar? Ella es una joven muy atractiva.
—¡Eso crees, verdad! —exclamó con un tono recriminatorio que implicaba cierto triunfo.
—¡Sí, sí lo creo! —alzó la voz indignado. Empezaba a cansarse de que su mujer se comportase de un modo tan estúpido. Ya no aguantaba más, no estaba de humor para todo aquello. Había sido paciente durante toda la velada, pero su paciencia empezaba a agotarse a pasos agigantados—. Te ruego que no sigas por ese camino. No he hecho nada por lo que tenga que pedirte perdón ni nada que justifique tu enfado.
Sarah no añadió nada más, pero cuando llegaron a casa subió por la escalera sin saludar a nadie. Dominic se lo contó todo a Edward y luego subió a su cuarto. Sarah ya estaba en la cama y le daba la espalda. Por un momento Dominic pensó en acercarse a ella, pero lo desechó; no le apetecía. Estaba demasiado cansado para un último esfuerzo o para ser hipócrita. Se desvistió y se metió en la cama, sin mediar palabra.
Cuando despertó a la mañana siguiente, Dominic había olvidado todo el asunto pero Sarah se encargó de recordárselo con dureza. Las cosas no habían mejorado. Además, entre Emily y Charlotte persistía cierta tirantez, pero nadie aparte de él parecía apreciarlo.
Mantuvieron conversaciones muy sucintas. Caroline comentó algunos cotilleos y Edward no se interesó demasiado por la cuestión. La única que se apasionó con el tema fue la abuela. Parecía muy interesada en airear los secretos de los vecinos, especialmente los de los hombres que vivían cerca de Cater Street. Finalmente, Edward le rogó con tono tajante que se callase.
El día siguiente tampoco resultó mucho mejor, de modo que Dominic decidió ir a cenar al club. A Sarah se le pasaría el enfado un día u otro, pero de momento la situación resultaba insostenible. Dominic no entendía el propósito de todo aquello. Con Charlotte no le unía nada que no fuera una buena amistad. Sarah lo sabía. A ratos las mujeres se empeñaban en cosas extrañas, difíciles de explicar. Solía ser una oscura manera de lograr llamar la atención y al poco tiempo, todo volvía a la normalidad. Fuese lo que fuese lo que Sarah deseaba, se estaba pasando un poco de la raya. Estaba aburrido de la situación y empezaba a enfadarse en serio.
Cenó en el club durante dos noches más. A la tercera noche, escuchó una conversación que mantenían unos hombres que vivían relativamente cerca de Cater Street. Al principio no le prestó demasiada atención, pero se interesó cuando les oyó comentar los asesinatos.
—Está todo plagado de malditos policías, pero no encuentran al asesino.
—Los pobres diablos están tan perdidos como nosotros —apuntó otro.
—¡Más perdidos aún! Ni siquiera pertenecen a nuestro mundo, forman parte de otra clase social. No nos entienden al igual que nosotros no los entendemos a ellos.
—Dios mío, no estaréis sugiriendo que ese loco pueda ser un caballero, ¿verdad?
—¿Por qué no?
—¡Dios mío! —repitió abrumado.
—Bueno, tenemos que admitirlo. Si se tratase de un extraño alguien lo habría visto. —El hombre se inclinó—. Santo Dios, señores, con el miedo que tenemos todos ahora, ¿creen que un extraño podría pasar inadvertido? Todo el mundo observa hasta el más mínimo detalle. Las mujeres no se atreven a ir solas ni a casa del vecino, y los hombres están atentos y a la espera de que algo suceda. Los repartidores firman en todas partes, quieren que se sepa dónde estuvieron en cada momento. Incluso los taxistas empiezan a mostrarse reticentes a la hora de llevar a alguien a Cater Street. La semana pasada la policía detuvo a dos de ellos, simplemente porque no eran gente del barrio.
—Saben —dijo otro de los hombres, ceñudo—, acabo de recordar algo que dijo el viejo Blenkinsop el otro día. Pensé que estaba bromeando, pero ahora me doy cuenta de que era una forma indirecta de dar a entender que sospechaba de mí.
—Es cierto, eso es lo peor de esta historia: todos miran a todos con inquietud, y aunque no digan nada se ve perfectamente lo que están pensando. ¡Hasta los chicos de los recados me miran mal!
—No es usted el único, amigo. Le presté el carruaje a mi mujer, que iba a volver algo tarde, y cuando quise tomar un coche para volver a casa, el cochero me pidió la dirección y al saberla se negó a llevarme. «No voy a Cater Street», tuvo el descaro de decirme.
Uno de ellos vio a Dominic con el rabillo del ojo.
—¡Ah, Corde! Usted entenderá de qué estamos hablando. Es terrible, ¿verdad? Todo el mundo se ha vuelto loco. Sin duda se trata de un demente.
—Desgraciadamente eso no está tan claro —replicó Dominic, mientras se sentaba en la silla que le habían indicado.
—¿No? ¿Por qué? ¿A qué se refiere? Yo diría que una persona en su sano juicio no se dedica a estrangular a mujeres indefensas por las calles.
—Lo que quiero decir es que su locura puede no aflorar en su trato cotidiano con los demás —explicó Dominic—. Puede no reflejarse ni en su cara, ni en su actitud ni en nada. Es probable que parezca una persona normal, como cualquiera de nosotros. —Recordó las palabras de Charlotte—. Incluso podría estar entre nosotros, ser uno de estos ilustres caballeros.
—No creo que sea momento para bromas, señor Corde. Me parece de muy mal gusto, la verdad.
—Bromear sobre un asesinato es algo desagradable, pero yo no estaba bromeando. Aunque no confiemos en la inteligencia de la policía, parece claro que si la locura del asesino fuese muy evidente alguien lo habría denunciado, ¿no le parece?
El hombre lo miró con enfado y luego palideció.
—¡Bendito sea el cielo! Es una idea inquietante. No resulta agradable saber que los vecinos desconfían de uno.
—¿Usted nunca ha sospechado de nadie?
—Admito que sí. Gatling se comportaba de una manera muy extraña. Le sorprendí siendo demasiado solícito con mi esposa, el otro día. Tenía las manos donde no correspondía con la excusa de que le ayudaba a colocarse el chal. Me quejé, en su momento y no volví a pensar en ello. Tal vez por eso está tan molesto conmigo ahora, tal vez pensó que sospechaba que bueno…, todo eso ya es agua pasada.
—Todo resulta muy desagradable. Me siento como si nadie fuese sincero. Veo dobles sentidos e intenciones ocultas a cada momento.
—Lo que no puedo soportar es que las sirvientas me miren como si fuera un…
Y la charla siguió de esta guisa. Dominic tuvo que escuchar las mismas cosas una y otra vez: expresiones de vergüenza, de rabia, de impotencia y sobre todo la sensación de que en algún lugar, cerca de ellos, el asesino podía volver a matar, y tal vez la víctima fuese alguno de sus seres queridos.
Dominic quería olvidarlo, deseaba que, al menos por unas horas, todo volviese a ser como antes del primer asesinato.
Una semana después, Dominic se encontró con un George Ashworth muy elegante; estaba claro que pensaba salir aquella noche.
—¡Corde! —Ashworth le dio una palmada en el hombro—. ¿Quieres divertirte? ¡Pero no se lo digas a Sarah! —Sonreía para dejar claro que se trataba de una broma. Por supuesto, a nadie se le ocurriría que Dominic fuese a contarle algo así a su esposa. Uno no explicaba ciertas cosas a una mujer, a ninguna, salvo a las prostitutas.
Dominic lo decidió rápidamente.
—Es justo lo que necesito. Iré contigo. ¿Adónde vamos?
Ashworth sonrió.
—Acabaremos en Bessie Mullane, pero antes visitaremos otros sitios. ¿Has comido?
—Aún no.
—¡Fantástico! Conozco un lugar que te encantará; es pequeño pero sirven buena comida y la compañía es muy grata.
Así fue. El sitio era un poco indecoroso, pero Dominic nunca había probado una comida mejor ni había bebido tan a placer. A Ashworth lo conocían bien y lo trataban con deferencia. No llevaban allí ni media hora cuando se les acercó un joven dandi, vestido de forma algo extravagante y un tanto borracho, pero correcto.
—¡George! —exclamó con alegría—. ¡Hacía semanas que no te veía! —Se sentó en una silla—. Buenas noches, caballero. —Hizo una reverencia mirando a Dominic—. ¿Has visto a Jervis? Sé que anda un poco alicaído y no logro encontrarle.
—¿Qué le pasa? —preguntó Ashworth—. Por cierto —señaló a Dominic—, Dominic Corde, Charles Danley.
Danley saludó con la cabeza y luego dijo:
—El muy tonto de Jervis perdió a las cartas bastante dinero.
—No se debe jugar más de lo que se tiene —repuso Ashworth—. Cada uno debe mantenerse dentro de sus propios límites.
—Lo engañaron. —Danley resopló—. El otro hizo trampas. Debí advertírselo antes de que empezara a jugar con él.
—Pensaba que Jervis era bastante rico. —Ashworth arqueó las cejas con gesto interrogativo—. Se recuperará. Basta con que reduzca sus diversiones por una temporada.
—Eso no es lo peor. El muy idiota se atrevió a llamar tramposo a su contrincante.
Ashworth esbozó una sonrisa.
—¿Qué pasó? ¿Se retaron a duelo? Pensaba que después del escándalo de hace unos años entre Churchill y el príncipe de Gales, tendría la sensatez de no meterse en problemas.
—¡Por supuesto que no lo retó! Al parecer la trampa fue bastante burda y podía demostrarlo fácilmente ¡y fue lo bastante estúpido para hacerlo!
—¿Por qué estúpido? —interrumpió Dominic con curiosidad—. Yo diría que si un hombre es tan mezquino como para hacer trampas, y encima hacerlas mal, merece que lo descubran.
—Naturalmente. Pero se trataba de un personaje muy irritable y con mucho poder en las altas esferas. Eso le arruinaría. El peor pecado es no saber hacer trampas. Implica que ni siquiera se tiene el suficiente respeto por el contrincante como para hacerlo bien. Pero no se dejará hundir sin arrastrar a Jervis con él.
Ashworth arrugó la frente.
—Pero ¿cómo? Jervis no hizo trampas, ¿verdad? Y aunque las hiciera no le descubrieron, que es de lo que se trata. Al fin y al cabo, todo el mundo hace trampas. Si le acusa de algo parecerá que lo hace por simple rencor.
—No tiene nada que ver con las trampas, amigo. El hombre está casado con la prima de Jervis, a la que éste quiere mucho.
—¿Y?
—Parece que ella tiene un amante, algo habitual y nada grave. En el matrimonio han tenido cinco hijos y al parecer se han cansado el uno del otro. Una situación comprensible y correcta siempre y cuando se mantenga la discreción, pero ella no supo hacerlo. Se fue a una posada el fin de semana con el amante y no cerró bien la puerta. Alguien entró en su habitación por error, y los encontró en la cama. ¡Lo peor es que el miserable tramposo ha amenazado con pedir el divorcio!
Ashworth cerró los ojos.
—¡Dios mío! Eso supondría su ruina.
—Por supuesto. El pobre Jervis se disgustó bastante. Quiere mucho a su prima, además del descrédito que eso supondría para el buen nombre de su familia. La gente no te mira bien cuando tienes un pariente divorciado.
—¿Y el marido tramposo queda impune?
—Lo pasará mal un tiempo, pero volverá a casarse cuando quiera. En cambio ella, pobrecilla, se convertirá en una proscrita. Con historias así, uno aprende lo importante que es cerrar bien las puertas.
—¿La sorprendió el propio marido?
—Afortunadamente no. Él estaba en la cama con Dolly Lawton-Smith, ajeno al mundanal ruido. Pero eso carece de importancia. Es diferente cuando se trata de un hombre.
—¿Qué pasa con Dolly? Supongo que no le hizo ningún bien.
—Tampoco le causó demasiado problema. Todo el mundo sabe lo que hacen los demás, lo que importa es que no te vean. Que te descubran resulta inaceptablemente vulgar. Uno queda en ridículo. Un divorcio no tiene demasiada trascendencia en cuanto al hombre se refiere, pero a la mujer la arruina totalmente. Después de todo, una cosa es divertirse un poco y otra cosa convertirse en el hazmerreír porque tu mujer prefiere estar con otro hombre.
—¿Y el marido de Dolly?
—Oh, creo que han llegado a un acuerdo amistoso. No piensa divorciarse de ella, si te refieres a eso. ¿Por qué habría de hacerlo? ¡Nadie le ha puesto en evidencia mientras hacía trampas jugando a cartas!
—¡Pobre Jervis! —suspiró Ashworth—. ¡Sin duda le ha tocado un mal trago!
—Hablando de malos tragos, ¿qué opinas de ese turbio asunto de Cater Street? ¡Cuatro asesinatos! Ha de tratarse de un loco. Me alegro de no vivir allí. —De pronto arrugó la frente—. Tú vas por allí a menudo, ¿verdad, George? A buscar a esa hermosura con la que te vi el otro día en casa de los Acton. Me habías dicho que vivía allí, ¿no? Me gustó. Una mujer con personalidad. No es de sangre azul pero es verdaderamente preciosa.
Dominic se dispuso a decir algo, pero decidió que era mejor limitarse a escuchar. Le gustaba Emily, pero además creía que le debía cierta lealtad.
—Las mujeres de sangre azul son muy aburridas —dijo Ashworth—. Su educación es demasiado estricta y siempre están buscando el mejor partido para casarse. Supongo que debería casarme con una dama de dinero, o por lo menos que vaya a heredarlo, pero las jóvenes ricas son un verdadero aburrimiento.
Dominic recordó el rostro decidido de Emily. Podían decirse muchas cosas de ella y a veces resultaba un tanto irritante pero, desde luego, nunca la consideraría una mujer aburrida. Era tan astuta como Charlotte, pero a su manera y bastante más enrevesada.
—Pero bueno, George. —Danley se echó hacia atrás y le enseñó su vaso vacío a una de las camareras—. Cásate con una mujer rica y de buena posición, sin dudarlo, y convierte a la otra en tu amante. ¡Resulta obvio!
Ashworth miró a Dominic y esbozó una sonrisa.
—Es una buena sugerencia, Charlie, pero no para llevarla a la práctica delante del cuñado de la chica.
—¿Cómo? —Danley se quedó perplejo pero al punto se relajó—. Oh, George, no recordaba tu sentido del humor. —Cogió a una de las muchachas que pasaban por allí y la sentó sobre sus rodillas sin prestar atención a la mueca de disgusto de la joven—. ¡Eres un grosero!
Dominic lo observó.
—La señorita Ellison es mi cuñada —contestó con malicioso placer—. Y no creo que acepte convertirse en la amante de alguien, aunque se trate de una persona tan distinguida como George. De todos modos, puede intentarlo, si lo desea.
George tragó saliva y compuso una expresión de circunstancia. Ashworth sonreía; era un hombre francamente atractivo.
—La gracia está en la caza —dijo—. Si uno necesita desfogarse con urgencia, siempre puede venir aquí. Pero el juego con una chica como Emily resulta mucho más interesante. Requiere a la vez habilidad, inteligencia e ingenio, ¿entiendes?
Sarah solía estar en casa cuando Dominic llegaba de sus salidas nocturnas. Ya no se mostraba distante ni había vuelto a mencionar el espinoso tema de la relación entre Charlotte y él. Pero se comportaba con cierta reticencia que indicaba que no lo había olvidado completamente. Dominic sabía que no podía hacer nada al respecto, de modo que optó por no preocuparse más. Sin embargo, la situación le incomodaba. Sentía que todo aquello le había robado parte de la ternura y la felicidad a que estaba acostumbrado.
La policía seguía interrogando a la gente. El miedo seguía presente, pero la angustia había remitido. Habían enterrado a Verity Lessing y sus familiares habían reanudado sus vidas de siempre. Seguían sospechando los unos de los otros, pero sin la histeria que reinaba en los primeros momentos.
Un frío día de octubre, Dominic se encontró con el inspector Pitt en la cafetería. Dominic estaba solo y Pitt se acercó a su mesa. Realmente aquel hombre carecía de toda educación. Si intentase hacerse pasar por un caballero, no engañaría a nadie. No hacía concesiones a la moda y sólo guardaba mínimamente a las convenciones.
—Buenas tardes, señor Corde —saludó Pitt—. ¿Está usted solo?
—Buenas tardes, señor Pitt. Sí, mi acompañante ya se ha marchado.
—¿Puedo sentarme? —Pitt cogió la silla que había enfrente de Dominic.
Dominic se sorprendió. No estaba acostumbrado a hablar con policías y ¡menos en público! Aquel hombre no tenía en cuenta cuál era su posición social.
—Si es necesario —contestó reticente.
Pitt sonrió y se sentó cómodamente.
—Gracias. ¿Lo que está tomando es café recién hecho?
—Sí, por favor, sírvase. ¿Quiere hablar conmigo sobre algún particular? —Suponía que no se habría acercado a él simplemente para mejorar su estatus. No podía ser tan descarado.
—Gracias. —Pitt se sirvió un poco y lo bebió saboreándolo—. ¿Cómo se encuentra usted y su familia?
Supuso que se refería a Charlotte. Seguramente Emily exageraba, pero no cabía duda de que Pitt sentía cierta debilidad por Charlotte.
—Muy bien, gracias. Por supuesto, los crímenes de Cater Street nos han afectado mucho. Supongo que no hay novedades con respecto al culpable.
Pitt esbozó un gesto de fastidio. Era un hombre muy expresivo.
—Hemos ido descartando sospechosos, supongo que eso implica cierto progreso.
—No demasiado. —Dominic no estaba de humor para reservarse sus opiniones—. ¿Ha abandonado? Hace bastante tiempo que no pasa a importunarnos.
—No tenía nada más que preguntarles —contestó Pitt razonablemente.
—Me parece que eso no le ha detenido en anteriores ocasiones. —¡Qué diablos! Si aquel hombre no era capaz de resolver un crimen por sí mismo, debería pedir ayuda a sus superiores—. ¿Por qué no transfiere el caso o pide ayuda?
El inspector le miró a los ojos. Dominic se sintió incómodo ante la inteligencia que emanaba del rostro de Pitt.
—Ya lo he hecho, señor Corde. Todos los policías de Scotland Yard están pensando en ello, se lo aseguro. Pero se cometen más crímenes, ¿sabe? Robos, falsificaciones, malversaciones, corrupción, atracos e incluso otros asesinatos.
—¡Por supuesto que sí! No pretendía decir que el de Cater Street fuese el único crimen de Londres. Pero supongo que para usted será el más importante, ¿no?
A Pitt se le agrió la sonrisa.
—Claro que sí. Los crímenes en serie son los más horribles puesto que nunca se sabe cuándo van a dejar de repetirse. ¿Qué sugiere que hagamos?
Dominic se sentía impresionado por el descaro del policía.
—¿Cómo pretende que yo lo sepa? ¡No soy policía! Pero imagino que de haber más personas investigando, incluso agentes con más experiencia, tal vez…
—¿Para qué? —Pitt arqueó las cejas—. ¿Para preguntar más cosas? Hemos investigado numerosas excentricidades, inmoralidades, actitudes deshonestas y crueles pero no hemos logrado una pista real sobre el asesino, o por lo menos nada que lo parezca. —Se puso serio—. Nos enfrentamos a la locura, señor Corde. No tiene sentido pensar en móviles lógicos ni en un patrón de comportamiento que pudiésemos reconocer usted o yo.
Dominic lo miró horrorizado. Aquel hombre le estaba hablando de algo horrible, algo infernal e incomprensible y había conseguido asustarlo.
—¿De qué clase de hombre puede tratarse? —prosiguió Pitt—. ¿Escoge a sus víctimas por alguna razón o se deja guiar por el azar? ¿Las víctimas estaban en el lugar y momento inadecuado o el asesino las conocía? ¿Qué tienen en común todas ellas? Son jóvenes y bastante bonitas pero, que sepamos, no se parecen en nada más. Dos eran sirvientas; las otras dos, hijas de una familia respetable. La sirvienta de los Hilton era una chica de cascos un poco ligeros, pero Lily Mitchell era una muchacha muy decente. Chloe Abernathy era un poco tonta, pero nada más. Verity Lessing tenía contactos con la alta sociedad. No veo qué tienen en común salvo vivir cerca de Cater Street.
—Debe tratarse de un loco —apuntó Dominic.
Pitt sonrió amargamente.
—Por ahora no sabemos nada más.
—¿Pudo tratarse de un robo? —sugirió Dominic, aunque al punto supo que no tenía sentido.
Pitt arqueó las cejas.
—¿Robar a una sirvienta en su día libre?
—¿Las habían…? —Dominic no quería emplear aquella palabra.
Pitt no tenía tantos escrúpulos.
—¿Violado? No. A Verity Lessing le desgarraron el vestido y le arañaron los senos con saña, pero nada más.
—Pero ¿por qué? —exclamó Dominic con indignación, ignorando las caras de los caballeros de las mesas contiguas que se giraron a mirar—. Tiene que tratarse de un lunático, de un… un… —No encontraba la palabra—. ¡No tiene sentido! —concluyó impotente.
—Es cierto —asintió Pitt—. Sin embargo, mientras intentamos entenderlo y dar con una pista que aclare la cuestión, no podemos dejar de investigar otros crímenes.
—Ya. —Dominic se quedó mirando su taza de café vacía—. ¿No podría encargarse de eso su ayudante? El barrio está viviendo una experiencia terrible, todos desconfían de todos. —Pensó en Sarah—. Todo ha cambiado, incluso la forma en que vemos a los demás.
—Y seguirá así mientras dure —comentó Pitt—. Nada resulta tan desolador como el miedo. Nos obliga a ver cosas en nosotros mismos y en los demás cosas que preferiríamos no conocer. Pero mi ayudante está en el hospital.
—¿Se encuentra enfermo? —Dominic no tenía demasiado interés en saberlo, pero debía preguntarlo por cortesía.
—No; le hirieron en una reyerta callejera mientras intentábamos detener a un timador.
—¿Y a usted no le atacaron?
—No. —Contestó Pitt con una sonrisa—. Los ladrones y los estafadores prefieren huir antes que presentar batalla. Seguramente no ha visto las madrigueras en que viven y trabajan esos personajes, de lo contrario no haría esa clase de preguntas. Los edificios están tan pegados que no se pueden distinguir los unos de los otros: cada bloque tiene una docena de entradas y salidas. Normalmente, tienen un vigilante: un niño, un viejo, un mendigo o algo similar. Disponen de entradas secretas. Estamos habituados a encontrar puertas camufladas que se abren con algún mecanismo extraño y dan paso a pequeñas guaridas, agujeros de cuatro o cinco metros de profundidad, probablemente conectados con las alcantarillas. Pero aquello fue diferente. El hombre subió corriendo a la azotea. Mi ayudante Flack subió tras él y le cayó encima una trampilla que el estafador cerró de golpe. La tapa estaba llena de pinchos y uno le atravesó el hombro y otro no le dio en la cara de milagro.
—¡Dios mío! —Dominic estaba horrorizado. Su mente se llenó de imágenes en las que aparecían oscuros pasadizos pestilentes, repletos de ratas; se le revolvía el estómago de sólo pensar en entrar en un lugar semejante. Imaginó que una trampilla llena de púas le caía encima y le destrozaba el cuerpo. Por un momento creyó que iba a vomitar.
Pitt lo observaba.
—Es probable que pierda el brazo pero seguirá vivo si no sufre gangrena —explicó. Apartó la taza de café—. Como ve, hay otros casos que atender, señor Corde.
—¿Atraparon al timador? —preguntó Dominic con voz ligeramente temblorosa—. ¡Deberían colgarle!
—Sí, le detuvimos un día después. Y lo han condenado a veinticinco o treinta años. Por lo que sé, eso puede ser tan malo como que te cuelguen. Tal vez en Australia pueda servir de algo a alguien.
—¡Sigo pensando que deberían colgarle!
—Es fácil juzgar, señor Corde, cuando se es hijo de un caballero y se tiene ropa con que vestirse y comida con que alimentarse cada día. El padre de William era «resurreccionista».
—¿Un religioso? —Dominic se quedó perplejo.
Pitt sonrió con tristeza.
—No, señor Corde, se ganaba la vida robando cadáveres para las academias de medicina, cuando la ley prohibía las prácticas, antes de los años treinta.
—¡Válgame Dios!
—Bueno, lo cierto es que había muchos cadáveres abandonados en los barrios bajos de aquellos tiempos. Era un crimen, por supuesto, y hacía falta mucha habilidad y sangre fría para llevarlos desde allí hasta los lugares que indicaban los compradores. En ciertas ocasiones los vestían y los colocaban para que pareciesen pasajeros de un carruaje.
—¡Cállese! —Dominic se puso en pie—. Supongo que el pobre hombre no podía hacer otra cosa, pero prefiero que no me cuente nada más. Eso no lo disculpa ni ayuda al sargento Flack. Deje en paz a los estafadores. A fin de cuentas, ¿qué más da que haya unas guineas de más o de menos en Londres? ¡Preocúpese por encontrar al estrangulador!
Pitt permaneció sentado.
—Unas guineas de más o de menos no significan nada para usted, señor Corde, pero para una mujer con un hijo pueden marcar la diferencia entre comer o morir de inanición. Además, si me explica qué más podemos hacer para detener al estrangulador, lo probaré encantado.
Dominic salió de la cafetería sintiéndose bastante mal, confuso e indignado. Pitt no tenía derecho a hablarle así. Él no podía hacer nada y no le gustaba que le obligasen a escuchar tales desgracias.
Al llegar a casa seguía afectado. Sarah salió a recibirlo al vestíbulo. Dominic la besó y abrazó pero ella se quedó rígida. Dominic se irritó y la separó bruscamente.
—Sarah, ya estoy harto de que adoptes una actitud tan infantil. ¡Te estás comportando como una estúpida y va siendo hora de que recapacites!
—¿Sabes cuántas veces has salido este mes? —protestó.
—No, no lo sé. ¿Las has contado?
—Sí. Trece en las últimas tres semanas.
—He ido solo. Y si en lugar de comportarte como una niña demostraras que eres una mujer hecha y derecha, te habría llevado conmigo.
—No creo que me interese conocer los sitios que frecuentas.
Dominic suspiró y pensó responder que la habría llevado a otros lugares, pero se enfadó y se abstuvo de decir nada. No tenía sentido discutir con ella ya que no se trataba de palabras sino de sentimientos, y mientras Sarah no cambiase de actitud no se podría arreglar nada. Se dio la vuelta y entró en la sala de estar. Sarah volvió a meterse en la cocina.
Charlotte se encontraba en la sala junto a la ventana, pintando.
—Esto es una sala de estar, Charlotte, no un estudio —le recordó Dominic con dureza.
Ella lo miró sorprendida.
—Lo siento. Los demás no están o están muy ocupados. No esperaba que regresases tan pronto, de haberlo sabido me hubiese instalado en otra parte.
Sin embargo, no hizo ademán de recoger sus cosas.
—He visto a tu maldito policía.
—¿Al señor Pitt?
—¿Tienes algún otro en tu lista?
—No, ninguno.
—No te hagas la inocente, Charlotte. —Se sentó, irritado—. Sabes perfectamente que le gustas, incluso que se ha enamorado de ti. Aunque no te hubieses dado cuenta por ti misma, Emily ya se ha encargado de explicártelo.
Charlotte se ruborizó.
—Emily lo ha dicho para molestar. Y tú más que nadie deberías saber que Emily comenta cosas simplemente para provocar problemas.
Él la miró y comprendió que estaba siendo injusto al descargar sobre Charlotte el enfado que le habían producido Pitt y Sarah.
—Lo siento —se disculpó—. Sí, Emily no mide sus palabras, pero aun así creo que en esta ocasión no se equivoca. Después de todo, ¿por qué no habrías de gustarle? Eres una mujer muy hermosa y tienes una personalidad muy atractiva para un hombre como él.
Le asombró ver que Charlotte se sonrojaba aún más. Pretendía tranquilizarla, no incomodarla todavía más. Charlotte era una de las personas más francas que Dominic había conocido; sin embargo le costaba mucho entenderla. Era evidente que una joven de buena familia no podía alegrarse de tener un admirador como Pitt, pero no merecía la pena enfadarse, bastaba con ignorarla.
—¿Dónde le encontraste? —preguntó ella sin dejar de manipular la paleta.
—En una cafetería. No sabía que los policías frecuentasen esos lugares. ¡Tuvo el descaro de acercarse a mi mesa y sentarse a charlar conmigo! —Al explicarlo recordó lo indignado que estaba por ello.
—¿Qué quería? —Charlotte parecía preocupada.
Dominic no supo qué contestar. Pitt no le había hecho ninguna pregunta importante.
—No lo sé. Quizá sólo conversar un rato.
Ella se encogió de hombros.
—Se dedicó a hablar de estafadores y de «resurreccionistas».
Charlotte frunció el entrecejo.
—¿Qué son los «resurreccionistas», una especie de charlatanes religiosos?
—No. Son personas que se dedican a vender cadáveres a los estudiantes de medicina.
—¡Qué patético!
—¿Patético? ¡Es asqueroso!
—También es patético que la gente se vea obligada a caer tan bajo.
—¿Estás segura de que no lo hacen por propia voluntad?
—Si es así, me parece todavía peor.
¡Qué mujer tan peculiar! Sarah nunca lo hubiese visto de esa manera. Charlotte tenía una inocencia y una generosidad excesivas, y eso era una de las cosas que más le gustaban de ella. ¡Qué curioso! Siempre había pensado que Sarah era la dulce y Charlotte la rebelde, la menos femenina. Ahora la observaba, de pie con el pincel en la mano. No era tan bonita como Sarah y le faltaba la gracia de ésta (los encajes, los pendientes, los tirabuzones en la nuca), pero en cierto sentido era más hermosa. Pasados treinta años, cuando Sarah hubiese envejecido, su barbilla fuese menos firme y su pelo hubiese perdido su brillo, las facciones de Charlotte seguirían siendo preciosas.
—Carga con una responsabilidad muy dura —agregó la joven sin sospechar los pensamientos de su cuñado—. Todos esperamos que resuelva el caso y nos devuelva a la vida que disfrutábamos antes.
Y seguiría diciendo las cosas tal y como las pensara, se dijo Dominic. Nunca aprendería los trucos de que se vale una mujer para mantener su encanto y su misterio. Pero Charlotte no se enfurruñaría por una cosa sin importancia. Tenía muy mal genio y de enfadarse organizaría un buen escándalo. Pero tal vez eso fuese preferible.
—Por lo menos no vive por aquí. Nadie sospecha de él —apuntó Dominic, retomando el tema.
—No; pero todos le culparemos si no encuentra al asesino.
Dominic no había pensado en eso. Ahora que Charlotte lo comentaba sintió una creciente simpatía hacia Pitt. Pensó que no debería haberse mostrado tan brusco en la cafetería.
Charlotte contemplaba el cuadro del caballete.
—Me pregunto si sabe quién es, o si está tan asustado como nosotros.
—¡Por supuesto que no lo sabe! De lo contrario lo arrestaría.
—No me refiero a Pitt sino al culpable. ¿Puede recordar sus crímenes, es consciente de lo que hace? ¿O está tan asustado y confuso como los demás?
—¡Dios mío! ¡Qué idea tan horrible! ¿De dónde sacas algo así?
—No lo sé, pero podría ser, ¿no te parece?
—Prefiero no pensar en ello. Si fuese verdad, podría ser cualquiera. —Charlotte lo miró fijamente con sus ojos gris intenso.
—Podría ser cualquiera…
—Esperemos que Pitt encuentre al asesino. No pienses más en ello. No hay nada que podamos hacer, salvo no ir solos a ningún sitio, bajo ninguna circunstancia. —Sintió un escalofrío—. No salgas si no es necesario y en ese caso ve con Maddock, con tu padre o conmigo.
Charlotte esbozó una tenue y extraña sonrisa, y se giró para seguir pintando.
—Gracias, Dominic.
Él se quedó mirándola. Siempre la había considerado una joven abierta y franca, y sin embargo ahora la encontraba más misteriosa y enigmática que Sarah. ¿Podía alguien entender a las mujeres?
Un par de días más tarde, Dominic encontró más motivos para no entender el alma femenina. Estaban todos sentados en la sala de estar, tras la cena; incluso Emily se encontraba en casa. La abuela hacía ganchillo; de vez en cuando bajaba la vista y miraba a su labor pero la mayor parte del tiempo trabajaba a ciegas, dejando que la práctica de años guiara sus dedos.
—Esta tarde he estado en casa del vicario —dijo la abuela con cierta brusquedad. Su voz tenía un matiz de crítica—. Sarah me acompañó.
—¿Sí? —Caroline levantó la cabeza—. ¿Se encuentran bien?
—No demasiado. El vicario parecía encontrarse bastante bien, pero a Martha se la veía muy dejada. Una mujer no debería abandonarse tanto. Empieza a tener el aspecto de una esclava.
—Trabaja mucho —apuntó Sarah en su defensa.
—Eso no tiene nada que ver, querida —insistió la abuela—. Por muy duro que trabaje uno, no conviene descuidar la apariencia hasta ese extremo. La imagen que se ofrece es muy importante.
Emily decidió intervenir.
—No creo que sea demasiado importante para el vicario. Me pregunto si puede apreciar la diferencia.
—Ésa no es la cuestión. —La abuela no estaba dispuesta a dar el brazo a torcer—. Una mujer se debe respeto a sí misma. Es un deber.
—Estoy segura de que todo lo que tenga que ver con el deber, interesa al vicario —comentó Charlotte—. Especialmente si se trata de algo desagradable.
—Charlotte, todos sabemos que el viario no te cae bien, lo has dejado claro en numerosas ocasiones —repuso la abuela con tono recriminatorio—. Sin embargo, comentarios como el que acabas de hacer no lleva a ningún sitio y no dicen demasiado a tu favor. El vicario es un hombre de gran valía y, como buen hombre de iglesia, desaprueba la frivolidad y el maquillaje que inducen a la lujuria.
—Ni en un momento de enajenación mental podría imaginar a Martha Prebble induciendo a la lujuria —replicó Charlotte con descaro—. Salvo por efecto contrario.
Caroline dejó de coser la almohada que tenía en las manos.
—¡Charlotte! ¿Qué pretendes decir?
—Que al ver a Martha Prebble, con su semblante tan pálido, viviendo con un ser tan inflexible y estricto como el vicario, la lujuria parece una alternativa más deseable —explicó Charlotte con absoluta desfachatez.
—Imagino —retomó la abuela con frialdad— que te crees muy graciosa. Cuando pienso en lo que se ha convertido la buena educación, hoy en día, me desespero. ¡La vulgaridad se confunde con la astucia!
—Me temo que no estás siendo justa, Charlotte. —Caroline intentó mediar en el conflicto—. Admito que el vicario es una persona difícil, un hombre no muy agradable, pero cumple escrupulosamente su misión. Y la pobre Martha es una mujer infatigable.
—Me parece que no te das cuenta de todo lo que ayuda —añadió Sarah—, ni de lo que ha sufrido con esta serie de muertes. Quería mucho a Chloe y Verity, ¿sabías?
Charlotte se sorprendió.
—No lo sabía. Conocía su relación con Verity pero no tenía idea de que conociese a Chloe. No parece que tuvieran demasiado en común.
—Creo que intentaba ayudar a Chloe a… a poner los pies en la tierra. Era una joven un poco turulata, pero muy cariñosa.
Al escucharla, Dominic experimentó una intensa sensación de pena. Nunca se había interesado por Chloe; de hecho, le parecía una muchacha muy pesada. Pero ahora sentía por ella algo más fuerte que el amor y bastante más doloroso. Instintivamente, se volvió hacia Charlotte. Estaba pestañeando, y por su mejilla resbalaba una lágrima. Caroline había retomado su costura.
Emily no hacía nada y la abuela observaba a Charlotte con ceño. ¿Qué estarían pensando? La abuela culpaba a todo el mundo por la decadencia de la moralidad.
Caroline estaba concentrada en su labor. Emily seguramente estaría pensando en algo práctico. Sarah había defendido a Chloe y Charlotte lloraba por ella.
¿Hasta qué punto las conocía realmente?
Dominic siguió saliendo a cenar al club y a otros lugares, para encontrar un rato de solaz y diversión. Se vio con George Ashworth en varias ocasiones y comprobó que era una compañía cordial y agradable.
Esperaba que Sarah olvidase totalmente aquel estúpido asunto provocado por las acusaciones de Emily, pero al parecer no iba a ser así. Sarah no volvió a sacar a relucir la cuestión, pero su frialdad persistió. La distancia entre ellos se fue acrecentando.
Era una helada noche de noviembre, la niebla cubría las calles y amortiguaba la luz de las farolas. Hacía un frío atroz y persistente. Dominic se alegró cuando el coche dejó Cater Street y avanzó por la suya hasta pararse delante de la casa. Se bajó, le pagó al cochero y se quedó escuchando el ruido de los cascos de los caballos hasta que el carruaje se adentró en la espesa niebla que atenuaba todo sonido. Estaba de pie bajo el haz de luz de una farola, alrededor no había más que oscuridad impenetrable. La siguiente farola parecía sumamente lejana.
Había pasado una velada excelente, tanto el vino como la compañía habían resultado encantadores. Sin embargo, al verse allí solo, bajo la niebla, pensó en las mujeres que iban solas por las calles, oían unos pasos a sus espaldas y descubrían un rostro que tal vez no les fuera desconocido. Después sentirían un alambre tenue alrededor del cuello, la oscuridad, los pulmones a punto de estallar y la muerte. Otro cuerpo que algún transeúnte encontraría sobre los adoquines mojados, a la mañana siguiente, y que la policía recogería.
Se estremeció, calado de frío. Subió rápidamente por la escalinata de la entrada y llamó a la puerta con fuerza. Maddock acudió a abrir y Dominic entró anhelando encontrar luz y calor. Se sintió mejor una vez la puerta estuvo cerrada, protegiéndolo de la oscura calle, de la niebla y de Dios sabe qué clase de loco asesino.
—La señorita Sarah se ha retirado no hace mucho, señor —le informó Maddock—. El señor Ellison está en el estudio, leyendo y fumando, pero en la sala de estar no hay nadie, si quiere que le sirva algo. ¿Prefiere una bebida caliente o un brandy?
—Nada, gracias, Maddock. Creo que me iré a la cama. Fuera hace un frío terrible y la niebla es muy espesa.
—Un clima muy desagradable, señor. ¿Desea que le prepare un baño caliente?
—No, gracias. Prefiero subir a acostarme. Buenas noches, Maddock.
—Buenas noches, señor.
En el piso de arriba todo estaba en silencio; sólo había una pequeña lámpara encendida en el rellano. Se dirigió a su vestidor para quitarse la ropa. Diez minutos después entró en el dormitorio.
—No es preciso que andes de puntillas —le dijo Sarah con tono distante.
—Pensé que estabas dormida.
—¡Quieres decir que eso esperabas!
Dominic no entendió su reacción.
—¿Qué me importa si duermes o no? Simplemente no quería despertarte en caso de que ya estuvieras descansando.
—¿Dónde has estado?
—En el club. —No era del todo cierto, pero tampoco era del todo mentira. En esencia decía la verdad.
Sarah arqueó una ceja, sarcástica.
—¿Toda la noche?
Era la primera vez que lo sometía a interrogatorio sobre ese tema. Él estaba demasiado perplejo como para sentirse molesto.
—No; también fui a otros clubes. ¿Por qué lo preguntas?
—¿Tú solo?
—Bueno, puedes estar segura de que no estuve con Charlotte, si eso es lo que te preocupa —replicó él.
—No creo que Charlotte se prestase a visitar semejantes lugares, ni siquiera por estar contigo. —Lo miró con rencor.
—¿Qué demonios te ocurre? He estado con George Ashworth. ¡Pensé que te caía bien!
Sarah miró hacia otro lado.
—He ido a visitar a la señora Lessing.
—¿Sí? —Se sentó en el banco del vestidor. No le importaba saber a quién había visitado, pero Sarah pretendía llegar a algún lado.
—Hasta hoy no me había dado cuenta de lo bien que conocías a Verity —prosiguió—. Sabía que te llevabas muy bien con Chloe, pero lo de Verity ha sido una sorpresa para mí.
—¿Qué importancia tiene? Sólo hablé con ella en un par de ocasiones. Creo que le caía bien. Pero la pobre está muerta. Por Dios, Sarah, ¡no puedes sentir celos de una muchacha que está muerta! ¡Piensa dónde está en este momento!
—No olvido dónde está, Dominic, ni tampoco dónde está Chloe.
—Y Lily y Bessie. ¿Acaso también tienes celos de las sirvientas? —Empezaba a enfadarse. A Charlotte la consideraba como una hermana y ya era suficientemente grave que Sarah le acusase de tener algo con ella, pero aquello era demasiado ridículo, prácticamente indecente.
Sarah se sentó en la cama.
—¿Quién es Bessie? ¿La criada de los Hilton? No conocía su nombre, ¿cómo lo sabías tú?
—¡No lo sé! ¿Qué demonios importa? ¡Está muerta!
—Lo sé, Dominic. Todas ellas están muertas.
Dominic la miró fijamente. Sarah lo escrutaba como si fuera un desconocido surgido de entre la niebla, con un alambre entre las manos. ¿Por qué pensaba algo tan horrible? Porque podía leerlo en los ojos de su mujer. Ella tenía miedo. Estaba acurrucada, sentada en la cama con los hombros encogidos, y tenía un nudo en la garganta, como revelaban los músculos de su cuello en tensión.
—Sarah…
Sarah se quedó helada, incapaz de pronunciar una sola palabra.
—¡Sarah, por el amor de Dios! —Avanzó hacia ella, se sentó en el borde de la cama y le cogió los brazos desnudos. Podía sentir todo su cuerpo entumecido bajo sus dedos—. No creerás… ¡Tú me conoces! No puedes pensar que yo… —Su voz se fue apagando. Sarah no respondió nada.
Se apartó de ella. De repente no deseaba tocarla en absoluto. Se había quedado frío por dentro, como si se acabase de abrir una herida y no pudiese dejar de ver su terrible dimensión. Pero la impresión amortiguaba la gravedad de la afrenta. El dolor vendría más tarde, cuando hubiese podido reaccionar, tal vez al día siguiente.
Se levantó.
—Dormiré en el vestidor. Buenas noches, Sarah. Puedes cerrar la puerta con llave si eso te hace sentir más segura.
La oyó pronunciar su nombre lentamente, pero cerró la puerta tras de sí, sin volverse siquiera. Quería estar solo, asimilar lo ocurrido y dormir.