4

El día siguiente fue uno de los peores que Charlotte recordaba. Todos se sentían mal, aunque cada uno reaccionaba a su manera. El padre tenía menos paciencia de la habitual y se mostraba muy autoritario. La madre no paraba de revisar el mínimo detalle, como si arreglar la cocina y el trabajo de la casa fuese a cambiar lo sucedido. Sarah explicaba mil anécdotas de sus conocidos, hasta que Charlotte perdió la paciencia y le pidió que se callara. Emily parecía la menos afectada; evidentemente estaba pensando en otras cosas. Lo único bueno era que la abuela seguía en casa de Susannah y no estaba en condiciones de opinar.

Era sábado y por lo tanto no había que trabajar, pero a nadie le apetecía salir.

El vicario había enviado un mensajero con una nota de condolencia.

—¡Qué amable! —opinó Sarah cuando vio el mensaje, una vez su padre acabó de leerlo.

—Es lo mínimo que podía hacer —musitó Charlotte. La sola mención del vicario la ponía de un humor de perros.

—No esperarás que se presente en persona, por una sirviente. —Sarah también estaba molesta—. Además, no hay nada que pueda hacer.

Charlotte buscó la forma de replicar a su hermana, pero no se le ocurrió. Observó la cara divertida de Dominic y se sonrojó. ¡Tenía que evitar enrojecer! La hacía parecer estúpida.

Caroline entró en la sala con el rostro congestionado y el pelo ligeramente revuelto. Edward levantó la vista.

—¿Qué has estado haciendo, querida? Parece que tengas algo en la nariz.

Caroline se pasó la mano y el problema se agravó.

Charlotte cogió su pañuelo y le quitó la mancha. Era harina.

—¿Has estado cocinando? —preguntó Edward, sorprendido—. ¿Qué le ha pasado a la señora Dunphy?

—Le duele la cabeza. Me temo que todo este asunto la ha desbordado. Quería mucho a Lily, sabes. De todos modos, me gusta cocinar. He venido porque recordé que quedé en pasarle una receta de caldo vegetal a la señora Harding. ¿Alguna de vosotras podría acercarse hasta su casa esta tarde?

A Charlotte le caía bien la señora Harding. Era un poco malhablada pero recordaba historias fantásticas y muy antiguas. Había conocido a todo tipo de gente en su agitada juventud, antes de casarse y ascender de clase social. Ahora era rica y respetable. Charlotte no creía que todo lo que contaba fuese verdad, pero la entretenía oírla hablar.

—Yo iré, mamá —propuso sin vacilar.

—Emily o Sarah te acompañarán —dijo Caroline mirando a ambas.

—Tengo cosas que hacer —se excusó Emily—. Hay mucho que coser, ahora que tenemos una sirvienta menos, y ropa que remendar.

—Si la señora Dunphy está indispuesta —terció Sarah— será mejor que me quede en casa, por si necesita algo. Tal vez si hablo con ella podré tranquilizarla.

Charlotte le lanzó una mirada de reprobación. Sabía perfectamente que sus motivos nada tenían que ver con la señora Dunphy. Sarah consideraba que la señora Harding era una cotilla de dudosa reputación y no quería conocerla en persona. En cuanto a lo de cotilla, era cierto. Pero si sus historias hubiesen sido un poco más actuales, le habría sobrado público.

—Charlotte no necesita que nadie la acompañe —dijo Edward bruscamente—. Son sólo unos kilómetros. No te detengas, Charlotte, y vuelve lo antes posible. Creo que no tengo que explicarte el motivo. Supongo que la noticia habrá llegado a todo el vecindario. ¡Y no cotillees! La señora Harding es una vieja muy curiosa. Dale la receta, deséale un buen día y vuelve a casa de inmediato.

—No quiero que las niñas vayan solas por la calle —protestó Caroline—. O va alguien con ella o la señora Harding tendrá que esperar. Las calles son demasiado peligrosas.

—¡No seas absurda, Caroline! No correrá peligro alguno. —Edward se irguió en la silla—. Es pleno día.

—¡También era pleno día cuando atacaron a la sirvienta de los Waterman! —Le recordó Caroline—. Me pregunto por qué no nos avisaste para que tanto nosotras como las sirvientas pudiéramos ir con más cuidado.

—Querida Caroline, ¿has perdido los papeles? Ese lunático sólo ataca a sirvientas y muchachas de dudosa moral. Nadie podría confundir a Charlotte con una de ellas.

—¿Qué hay de Chloe Abernathy? ¡No era una sirvienta!

—Sí, su caso me sorprendió. Pensaba que era muy correcta, aunque algo ligera de cascos. Eso prueba que uno puede equivocarse.

—¿Lo dices porque la mataron? —repuso Caroline con un matiz de sorpresa.

—Exacto.

Charlotte pensó que ése era un planteamiento sin salida y respondió:

—¿Estás diciendo que la mataron porque era indecente y que era indecente porque la mataron? —Pensaba en voz alta.

—Lo que digo es que la mataron porque se mezcló con personas inmorales —Edward la miró con ceño—, y el hecho de que la mataran es prueba de ello. ¿Te da miedo ir sola? —Lo preguntó con preocupación y cierta ternura.

—Sí —contestó—, preferiría no tener que ir.

Dominic estiró las piernas y se puso de pie de un brinco.

—Si quieres te acompaño. No creo que pueda ayudar en nada aquí, ni con la ropa de casa ni con la señora Dunphy, y mucho menos en la cocina.

El paseo con Dominic resultó maravilloso a pesar del calor del sol de agosto, que subía desde el pavimento. La señora Harding se mostró encantada de verles e incluso su necesidad de cotilleo parecía haberse esfumado. Quizá fuese debido a la presencia masculina de Dominic. Les sirvió un refrigerio y lo tomaron encantados antes de regresar a casa. Le dio pena dejarles marchar, pero entendía el motivo de sus prisas, o eso dijo. Sin embargo, Charlotte intuyó que la visita de Dominic la hizo sentirse incómoda, a pesar de que apreciaba al joven. De hecho, ¿qué mujer no lo apreciaría?

Durante el trayecto de regreso Dominic confesó sentirse un poco decepcionado. Había oído que la anciana era una de las mejores charlatanas del barrio y esperaba algo más de ella. Charlotte intentó explicarle lo que ella consideraba las razones de su repentina discreción y acabó por contarle algunas de las mejores historias de la señora Harding, para divertirle. Dominic rio a mandíbula batiente y Charlotte se sintió feliz como hacía tiempo que no se sentía.

Cuando llegaron a casa, encontraron a Sarah muy enfadada. Edward estaba pálido, Emily totalmente callada y Caroline ausente, encerrada en la cocina.

La felicidad que sentía se disipó de golpe a pesar de que Dominic seguía sonriendo como si no notase el cambio.

—¿Qué os pasa a todos? —preguntó al tiempo que se disponía a abrir los ventanales—. Necesitáis un poco de aire. Hace un día precioso. —Se volvió de pronto y con un gesto adusto preguntó—: No estaréis pensando en Lily todavía, ¿verdad? Estoy seguro de que ella no habría querido que nos sintiésemos tristes todo el verano.

—El verano está a punto de terminar, Dominic —matizó Sarah—. Pero esto no tiene nada que ver con Lily, por lo menos no en el sentido que tú crees. Ese pérfido policía ha estado aquí de nuevo.

Charlotte se enfadó hasta que vio el rostro de su padre. Parecía más preocupado que iracundo.

—¿Qué quería, papá? Ya le hemos dicho todo lo que sabíamos.

Él frunció el entrecejo y miró hacia otro lado.

—Según nos ha explicado, no sospechan de ese joven con el que salía. Creen que se trata de un loco.

—Bueno, eso no tiene nada que ver con nosotros —protestó Dominic.

—No sé qué opinan ellos —repuso Edward—, pero creo que están buscando un motivo para seguir curioseando y husmeando.

—¿Qué ha preguntado? —inquirió Charlotte mirando a todos—. Si se muestra impertinente, no tenemos por qué contestar. Podemos echarle de casa.

—Es muy fácil hablar ahora —replicó Sara—, pero… ¡tú no estabas aquí!

—Tú tampoco habrías estado si hubieses accedido a acompañarme. —Charlotte no pretendía culpabilizarla. Estaba encantada de que Dominic hubiese ido con ella pero, inconscientemente, se sentía molesta con todos por haberle estropeado la tarde.

—No te preocupes que no te has librado. —Sarah inclinó ligeramente la cabeza—. Piensa volver para hablar contigo.

—¡Yo no sé nada!

—Y con Dominic.

Charlotte se volvió hacia su padre:

—Papá, ¿qué más puedo decirle? Ni siquiera recuerdo haber visto a Lily aquel día. —Sintió cierta vergüenza—. Y tampoco la conocía demasiado.

—No sé qué pretende. —Su padre estaba más nervioso que molesto—. Hizo toda clase de preguntas, sobre mí y sobre Maddock, y tenía mucho interés en hablar con Dominic.

Dominic se incomodó y en su rostro asomó cierta preocupación.

—¿Qué hay de las otras víctimas aparte de Lily?

—¡No seas absurdo! —replicó Sarah—. No pueden pretender que supieras algo de ese tema, salvo quizá comprobar que no habías visto a ningún desconocido merodeando por el barrio. A fin de cuentas, tú vas y vienes cada día por esa calle.

A Charlotte le asaltó una terrible inquietud: ¿acaso la policía sospechaba de alguno de ellos? Dominic y su padre salían a menudo y cruzaban Cater Street.

Sarah se dio cuenta de lo que Charlotte estaba pensando.

—Pienso quitarle esa estúpida idea de la cabeza cuanto antes —dijo furiosa—. Conozco de sobra a Dominic. No es la clase de hombre que se fijaría en una sirvienta, y mucho menos iría a hablarle. No tiene ese tipo de bajas pasiones. Es un hombre civilizado, ni siquiera podría pensar en nada parecido.

Charlotte se giró hacia Dominic y vio en su mirada un deje de dolor, una profunda frustración, como si hubiese divisado algo valioso y lo hubiese perdido en el último instante. Charlotte no sabía qué fantasía de peligro o sensualidad se había adueñado momentáneamente de él.

Una hora después, el inspector Pitt volvió a visitarles. Esta vez venía en compañía de otro hombre al que Charlotte no conocía. Se lo presentaron como el sargento Flack. Era un hombre delgado, de altura normal pero, al lado del inspector Pitt, parecía pequeño. Se mantuvo callado en todo momento, pero sus ojos recorrían la habitación con interés.

—Buenas tardes, señor Pitt —dijo Charlotte con naturalidad. Estaba decidida a no dejarse impresionar y a librarse de aquel patán lo antes posible—. Siento que se haya molestado en volver, pero no le puedo decir nada nuevo. De todos modos, contestaré a todas sus preguntas. —Tal vez aquello fuese un tanto imprudente, pero no le permitiría ninguna impertinencia.

—A veces, las cosas que menos importantes parecen resultan clave para la investigación —contestó Pitt. Se volvió hacia el sargento y le pidió que fuese a la cocina a interrogar a Maddock, la señora Dunphy y Dora. Luego miró de nuevo a Charlotte. Parecía totalmente relajado, lo que a ella le resultaba molesto. Por lo menos, debía estar un poco impresionado. Después de todo, él era un simple policía y estaba en casa de una familia de clase mucho más elevada que la suya.

—¿Qué desea saber? —preguntó fríamente.

Él sonrió con expresión afable.

—El nombre y el paradero del loco que está estrangulando a jóvenes mujeres en las calles de este vecindario —contestó—. Eso, por supuesto, si partimos de la base de que se trata de un único asesino y no de crímenes independientes.

Charlotte se dio cuenta de que la estaba mirando directamente a los ojos, lo que la sorprendió un poco.

—¿Qué quiere decir?

—Que algunas personas, cuando se enteran de un crimen, especialmente si es original, deciden solucionar sus propios problemas siguiendo el mismo esquema. Puede que aprovechen para quitar de en medio a alguien de cuya muerte piensan sacar beneficio, económico o de otra índole, y… —chasqueó los dedos— surge un segundo crimen o un tercero. El segundo asesino espera que el primero cargue con la culpa.

—Lo explica como si fuera una posibilidad —comentó Charlotte con disgusto.

—Lo es, señorita Ellison. Ahora falta dilucidar si es o no una realidad. Tengo que investigar, pero antes quisiera descartar opciones más obvias.

—¿A qué opciones se refiere? —Al acabar de formular la pregunta deseó no haberla hecho. No pretendía animarle. Y, francamente, la respuesta le daba un poco de miedo.

—En los últimos meses han estrangulado a tres mujeres en esta zona. Lo primero que se me ocurre es que hay un loco suelto.

—Me parece que ésa es la solución —apuntó ella, aliviada—. ¿Por qué habría de pensar en otra alternativa? ¿Por qué no orienta su búsqueda en esa dirección y va a los lugares en los que puede encontrar a esa clase de gente? Me refiero a la gente que es capaz de… —buscó la palabra adecuada— ¡cometer actos delictivos!

—¿El mundo de los bajos fondos? —Sonrió burlón. Hablaba con cierta socarronería y un aire de superioridad—. ¿Qué cree que son los bajos fondos, señorita Ellison? ¿Algo que hay en las alcantarillas?

—¡No, por supuesto que no! —protestó ella—. No los conozco. ¡No es algo que pertenezca a mi mundo! Pero sé perfectamente que existen zonas en las que reinan los criminales, cuyo nivel es distinto del de los demás —lo miró de arriba abajo, desafiante—. ¡Por lo menos del mío!

—¡Oh!, muy distinto, señorita Ellison —asintió con una sonrisa pero la miraba con dureza—. Aunque no menciona si se refiere a su nivel moral o social. Pero tal vez no importe… no son tan distintos como se supone. De hecho, creo que normalmente son simbióticos.

—¿Simbióticos? —preguntó ella sorprendida. Pensó que no había entendido la palabra.

—Que dependen el uno del otro, señorita Ellison. Que coexisten, que se alimentan mutuamente, que se necesitan.

—¡Ya sé lo que significa ese adjetivo! —replicó—. Lo que discuto es su pertinencia. La pobreza no siempre genera criminales. Existe mucha gente pobre tan honrada como yo.

Llegados a ese punto, él se echó a reír abiertamente.

—¿Le parece divertido, señor Pitt? —se quejó indignada—. Sé que no me conoce lo suficiente para considerarme un ejemplo a seguir, pero por lo menos ¡sabrá que no me dedico a estrangular a jovencitas en la calle!

Se la quedó mirando: su cintura, sus finas manos y sus muñecas.

—No —asintió—, dudo que tuviera fuerza suficiente.

—Su sentido del humor resulta de lo más impertinente, señor Pitt. —Intentó mirarlo por encima del hombro, pero no lo consiguió puesto que era más alto que ella—. Y no me parece nada gracioso.

—No pretendía divertirla, señorita Ellison, ni pasarme de listo. Lo decía en sentido literal. —Volvía a mostrarse serio—. Y me temo que nunca ha visto la verdadera pobreza.

—¡Sí la he visto!

—¿Sí? —Era evidente que no la creía—. ¿Ha visto niños de seis o siete años abandonados, mendigando o robando para subsistir, durmiendo en cloacas y porches, empapados por la lluvia, sin más bienes que los trapos que los cubren? ¿Qué cree que les espera? ¿Cuánto tiempo cree que tarda un niño de seis años que vive en la calle, subalimentado, en morir de inanición o de frío? Un niño que no sabe más que sobrevivir, que no puede leer ni escribir, que ha pasado de mano en mano hasta que ya nadie lo ha querido ¿qué cree que le pasará a un niño así? Si no muere (y créame, he visto montones de pequeños cuerpos tirados al final de un callejón, muertos de hambre y frío), puede que tenga suerte y lo adopte algún deshollinador o algún padrino.

A su pesar, ella sintió cómo la piedad desplazaba su enfado.

—¿Un padrino?

—Un hombre que encuentra a niños así —explicó—, los acoge y los alimenta, les da un techo bajo el que dormir y cierta seguridad, en suma, un lugar donde sentirse en casa. Luego, poco a poco, se aprovecha de su gratitud y les enseña a robar, por lo menos a robar con gracia. Los aleccionan los muchachos más mayores; empiezan con algo sencillo, por ejemplo, los pañuelos de seda fueron un buen negocio mientras estuvieron de moda. Después se vuelven más sutiles. Los más hábiles se dedican a robar carteras, relojes o sellos. Un buen padrino es aquel que imparte clases. Coloca una fila de abrigos en una habitación, con un pañuelo de seda asomando en cada bolsillo y los chicos tendrán que demostrar su talento para cogerlos. Puede que recurra a un maniquí de sastre y un abrigo lleno de campanillas que suenan al menor movimiento o puede que se proponga a sí mismo como conejillo de indias. Se premia a los que pasan la prueba y se castiga a los que fallan. Si tiene los dedos ágiles, un niño valiente o hambriento puede enriquecer a su padrino y a sí mismo hasta que crece, se vuelve más torpe y deja de ser útil.

Ella estaba horrorizada y, a pesar de la pena que sentía por los niños, estaba enfadada con él por referirle semejantes cosas.

—¿Qué hacen entonces? ¿Se mueren de hambre? —preguntó. No quería saberlo y sin embargo no podía soportar la curiosidad.

—Lo más frecuente es que sigan robando, solos o en bandas, incluso pueden convertirse en ladrones de guante blanco.

—¿En qué?

—Ladrones de guante blanco es lo mejor en que puede convertirse un atracador. Visten bien, tienen una habitación en un barrio acomodado, y una amante a la que conocen cuando tienen trece o catorce años y que suele ser mayor que ellos. Por raro que parezca, son muy fieles y lo viven como si fuera un matrimonio. Trabajan en grupos de tres o seis y cada uno tiene un papel en sus robos. Suelen robar a mujeres.

—¿Cómo sabe todo eso? Y si lo sabe, ¿por qué no los arresta?

Él soltó un leve resoplido.

—Los arrestamos. Casi todos ellos pasan unos años en prisión.

La joven se estremeció.

—¡Qué vida tan terrible! Seguramente es mejor ser deshollinador. ¿No mencionó también a los deshollinadores? Por lo menos ése será un final más honrado.

—Mi estimada señorita Ellison, haría falta una mujer más inteligente y más experimentada que usted para encontrar un deshollinador honrado. ¿Ha estado alguna vez en una chimenea?

Ella arqueó las cejas e hizo un gesto de menosprecio con tanta frialdad como pudo.

—Tiene una idea muy curiosa de las ocupaciones de una joven de buena clase, señor Pitt. Si necesita que conteste a su pregunta, la respuesta es no, nunca he subido a una chimenea.

—Entiendo. —Su tono no parecía molestarle en absoluto. La miró de arriba abajo y ella se ruborizó—. No cabría —añadió con franqueza—. Es usted demasiado alta y demasiado grande.

Ella se sonrojó, pero esta vez de furia.

—Tiene una cintura excelente, pero… —sus ojos se detuvieron en su pecho y sus hombros— todo lo demás no encajaría en un túnel vertical, con curvas, y se le metería el hollín en la nariz, en la boca, en los ojos, en los pulmones.

—Parece horrible pero al menos es honrado, salvo para el deshollinador, claro está, que permite que los ladrones hagan su trabajo. Como usted mismo dijo, no podrían hacerlo ellos mismos.

—Señorita Ellison, ningún ladrón profesional roba una casa sin conocer su disposición y dónde se guardan los objetos de valor. ¿Se le ocurre mejor manera de hacerlo que utilizando las tuberías de la chimenea?

—¿Quiere decir que…? ¡Pero eso es terrible!

—Por supuesto que lo es, señorita Ellison. ¡Todo es terrible! —replicó él—. ¡La pobreza, el crimen, la soledad, la suciedad, las enfermedades crónicas, el alcoholismo, la prostitución, la mendicidad! Roban, falsifican dinero y letras de pago, practican el fraude y la prostitución, pero sólo asesinan en casos de necesidad extrema. Y no salen de su ambiente salvo para sacar un provecho. No se puede sacar ningún provecho estrangulando a tres jóvenes en Cater Street. ¡Ni siquiera les habían robado sus pertenencias!

Ella no podía apartar sus ojos de él, invadida por una mezcla de fascinación y horror. Aquel hombre le desagradaba profundamente y sus palabras le producían pavor.

—¿Qué quiere decir? ¡Están muertas!

—¡Oh, por supuesto! Lo que quiero decir es que el tipo de estrangulador en el que están pensando, proveniente de los bajos fondos, mata para obtener un beneficio. No arriesgaría su pescuezo por entretenimiento. Mata para escapar y sólo cuando es imprescindible. Prefiere inmovilizar o aturdir de un golpe a la víctima y atacar a aquellas personas que puedan tener dinero.

—¿Entonces? —Ante sus ojos acababa de surgir un nuevo mundo, desagradable y confuso, un mundo que hacía temblar sus convicciones, aquellas cosas que le parecían fuera de toda duda y seguras.

Pitt la miró y esbozó una sonrisa, como si advirtiera que empezaban a entenderse.

—Si lo supiera, tal vez podría encontrar al culpable. Pero los motivos no son tan fáciles de descifrar y, por supuesto, la explicación puede ser menos clara de lo que sería un móvil como el robo o la venganza. Se trata de algo más oscuro, más soterrado en los recovecos del alma.

Ella estaba aterrada y aquel hombre le desagradaba profundamente. Le desagradaba la familiaridad con la que la trataba, la forma en que jugaba con sus emociones y la obligaba a tomar conciencia de cosas que no quería saber.

—Creo que será mejor que se vaya, señor Pitt. No hay nada que pueda decirle. Tengo entendido que quería hablar con el señor Corde, aunque estoy segura de que tampoco le servirá de nada. Tal vez fuera mejor que investigase la muerte de las otras chicas asesinadas —contuvo la respiración e intentó aparentar serenidad.

—Me propongo investigarlo todo, señorita Ellison. Pero sí, tengo intención de hablar con el señor Corde. ¿Sería tan amable de pedirle a Maddock que lo mande llamar?

Aquélla no era una noche agradable. Dominic no quiso decirle a nadie lo que Pitt le había preguntado, a pesar de que Edward lo animó a que lo hiciera, hasta donde la discreción lo permitiera, por supuesto. Dominic guardó silencio, lo que era un mal síntoma porque no encajaba con su carácter. Charlotte tenía incluso miedo de pensar. Inconscientemente, temía que Pitt hubiese dado con algo embarazoso para Dominic, algo vergonzante. Por supuesto, nada que tuviese que ver con la muerte de Lily y las demás muchachas, pero todo el mundo sabe que los hombres, incluso los mejores, de vez en cuando hacen cosas que no deben trascender. Así eran los hombres; era algo sabido pero que no debía mencionarse, para guardar las apariencias.

Se puso a hablar de otras cosas, consciente de que decía muchas tonterías, pero le parecía mejor decir tonterías que dejar lagunas en la conversación, silencios en los que pudiesen colarse, de nuevo, aquellos pensamientos. A pesar del cansancio, no logró dormir bien y se levantó tarde por lo que tuvo que darse prisa para estar lista a la hora de ir a la iglesia. No le gustaba demasiado asistir a misa; le molestaba su solemnidad, la atmósfera de severa decencia que se respiraba, los saludos educados —más un ritual que una señal de verdadera amistad—, el desarrollo de la ceremonia, que nunca cambiaba y que la obligaba a repetir como un loro las preguntas y las respuestas. Podía seguirlo todo mecánicamente; lo único que no debía hacer era pensar qué estaba haciendo. Si se detenía, se perdía y tenía que volver a consultar el libro de oraciones. Además, el vicario soltaba uno de sus sermones. La temática solía girar en torno al pecado o la necesidad de penitencia. Una de sus historias favoritas era la de la mujer adúltera, aunque Charlotte y el vicario no extraían la misma conclusión. ¿Por qué eran siempre mujeres y nunca hombres los adúlteros? En todas las lecturas eran las mujeres quienes cometían adulterio y los hombres quienes las descubrían y castigaban. ¿Qué les pasaba a los hombres con que cometían adulterio? ¿Por qué no les tiraban piedras a ellos? Se lo había preguntado a su padre, tiempo atrás, y, para su sorpresa, éste le había contestado que no fuese ridícula.

El vicario soltó uno de sus sermones habituales, o quizá peor de lo acostumbrado. El texto decía «Benditos son los puros de corazón» pero las palabras del vicario transmitían otro mensaje: «Benditos son los que actúan limpiamente». Dedicó un buen rato a condenar las acciones impuras. Cuanto más hablaba de rameras y prostitutas, más pensaba Charlotte en los pobres que había mencionado Pitt: niños muertos de hambre a la edad en la que ella y sus hermanas aprendían a leer y a escribir en las clases de la señorita Sims. Pensó en las mujeres abandonadas con hijos por criar. ¿De qué otro modo podían ganarse la vida?

No solía jurar, pero aquella mañana tenía ganas de enviar al señor Pitt al infierno por haberla obligado a abrir los ojos. Se sentó y miró al vicario. Cada una de sus palabras la hacía sentirse peor. Nunca le había gustado pero al acabar la mañana le odiaba con una intensidad que la asustaba y la deprimía. Estaba segura de que odiar de esa manera era un sentimiento poco cristiano y poco femenino pero lo sentía tan intensamente que no era capaz de aplacarlo.

Echó un vistazo al órgano y vio el pálido rostro de Martha Prebble mientras tocaba el himno final. Parecía aburrida y desgraciada.

La comida del domingo resultó un desastre y la tarde debían dedicarla a poca cosa, como corresponde al día en que descansó el Señor. La abuela volvería al día siguiente de casa de la tía Susannah, con lo que tampoco se abrían perspectivas apasionantes.

Parecía imposible, pero el lunes fue aún peor. La abuela llegó a las diez en punto, musitando negras profecías acerca del declive del vecindario, de la clase social y del mundo en general. La moralidad rodaba cuesta abajo y todos estaban destinados a un gran desastre.

Acababan de instalarla en su habitación, cuando el inspector Pitt se presentó de nuevo en la casa, en compañía del silencioso sargento Flack. Sarah había ido a colaborar en alguna obra de caridad y Emily estaba en la modista encargando otro vestido para su próxima cita con George Ashworth (esa chica debería tener más sentido común; ya era hora de que entendiese que se trataba de un jugador, un mariposón o algo peor y que con él no conseguiría más que arruinar su buen nombre). La madre estaba arriba, intentando que la abuela se calmase para que la pudiesen dejar un rato sola sin que le hiciese la vida imposible a todos.

No había nadie a quien Charlotte desease ver menos que al inspector Pitt, que entró en el comedor, enorme, con su abrigo ondeante y el pelo mal peinado, como siempre. A Charlotte le irritaba hasta límites insospechados.

—¿Qué desea, señor Pitt?

Él no se tomó la molestia de corregirla, de recordarle que era el inspector Pitt. Aquello también molestaba a Charlotte, porque pretendía que se sintiera incómodo y no lo lograba.

—Buenos días, señorita Ellison. Un bonito día de verano. ¿Está su padre en casa?

—¡Por supuesto que no! Es lunes por la mañana. Mi padre está en la ciudad, al igual que muchas otras personas respetables. El hecho de que no formemos parte de la clase obrera no nos convierte en unos holgazanes.

Pitt rio abiertamente, dejando al descubierto sus fuertes dientes.

—A pesar de que me encanta su compañía, yo también me encuentro aquí por motivos de trabajo. Si su padre no se encuentra, tendré que hablar con usted.

—Pero…

—No investigo crímenes para entretenerme. —Su sonrisa se desvaneció, aunque no perdió el buen humor. Hablaba con un deje algo trágico e iracundo—. Ninguno de nosotros disfruta con esto, pero es necesario.

—Ya le he contado varias veces lo poco que sé —repuso ella—. Si no es capaz de resolver este caso, será mejor que lo pase a alguien más competente.

Él no prestó atención a su desplante.

—¿Lily Mitchell era una joven bonita?

—¿No la ha visto? —contestó ella sorprendida. Parecía haber olvidado lo más elemental.

Pitt sonrió con tristeza, como si sintiera pena por ella y quisiera ser comprensivo.

—Sí, señorita Ellison, la he visto, pero en esas circunstancias no se veía demasiado bonita. Su rostro estaba hinchado y amoratado, sus rasgos desencajados, su lengua…

—¡Cállese! ¡Por favor! —gritó Charlotte.

—De acuerdo. Pero ¿podría dejar a un lado su dignidad —propuso él con tono afable— y ayudarme a encontrar a quien lo hizo, antes de que ataque a alguien más?

Ella se sintió enfadada, dolida y avergonzada.

—Sí, por supuesto —asintió, dándose la vuelta para que no pudiera ver su rostro y para no tener que verle a él—. Lily era bastante bonita. Tenía una piel preciosa. —Se estremeció y sintió una náusea cuando trató de imaginar esa misma piel llena de moretones y marcada por una muerte violenta. Procuró apartar esa idea—. Nunca le salían granos ni se la veía apagada. Tenía una voz muy dulce. Creo que venía de algún lugar del interior.

—De Derbyshire. ¿Se llevaba bien con el resto del servicio?

—Sí, eso creo. Nunca supe de ningún problema.

—¿Y Maddock? —Se volvió de golpe y en su rostro podían leerse sus pensamientos.

—¿Insinúa que…?

—Exactamente. ¿Maddock la cortejaba o se le insinuaba?

Hasta ese momento no había pensado en los sentimientos de Maddock. Podía resultar algo posesivo con los sirvientes, pero ¿hasta el punto de sentir deseo o celos? Maddock era el mayordomo. Vestía un traje elegante, era amable y se encargaba de la casa. Pero, además, era un hombre, y no debía tener más de treinta y cinco años, más o menos, no mucho mayor que Dominic. ¡Qué idea tan absurda! Compararlo siquiera con Dominic.

Pitt esperaba, estudiando su expresión.

—Creo que sé lo que piensa. Es una nueva posibilidad para usted y, si lo analiza, no le parece descabellado.

No tenía sentido mentirle.

—Tiene razón. Recuerdo que alguien comentó algo sobre ello. La señora Dunphy, la misma noche en que Lily desapareció. Dijo que a Maddock le gustaba Lily, que no le agradaba Jack Brody porque salía con Lily, sin importar como fuera realmente. Pero eso podía ser simplemente porque temiese perder una buena trabajadora. Cuesta mucho tiempo formar al servicio, ¿sabe? —No quería meter a Maddock en un problema. No concebía que hubiese seguido a Lily y le hubiese hecho aquello. ¿Cómo podría?

—Pero Maddock salió aquella noche a la calle, ¿no? —prosiguió Pitt.

—Sí, por supuesto. Ya lo sabe. Fue a buscarla porque se retrasaba mucho. Cualquier mayordomo responsable hubiese hecho lo mismo.

—¿A qué hora salió?

—No estoy segura. ¿Por qué no se lo pregunta a él? —Nada más quejarse, comprendió que se comportaba como una tonta. Si Maddock era culpable de algo…, por supuesto que no lo era, pero si lo fuera, no iba a contarle a Pitt la verdad acerca de su salida—. Lo siento. —¿Por qué le pedía disculpas a un policía?—. Pregúntele a la señora Dunphy —siguió secamente—. Creo que pasaba de las diez. Naturalmente, yo no estaba en la cocina para comprobarlo.

—Ya le he preguntado a la señora Dunphy —repuso él—, pero quería corroborar los hechos con el mayor número de fuentes posibles. Y ella misma reconoce que su memoria no es muy de fiar. Parecía muy afectada por todo este asunto.

—¿Y cree que yo no lo estoy simplemente porque no voy llorando por los rincones? —Pensó que él insinuaba que no le preocupaba tanto como debiera.

—Imaginé que usted no estaría tan apegada a una sirvienta como la cocinera —dijo Pitt torciendo ligeramente la boca, como si sonriese para sus adentros—. Además, creo que su naturaleza la impulsa más a sentir rabia que a llorar.

—¿Opina que tengo un temperamento insoportable? —preguntó, e inmediatamente se arrepintió. Daba a entender que le preocupaba lo que él pensara de ella, lo que era absurdo.

—Creo que es muy fogosa y que le cuesta ocultar sus sentimientos. —Sonrió—. Es una cualidad poco habitual en las mujeres, especialmente de clase social elevada, y me parece muy atractiva.

Charlotte se ruborizó levemente.

—Es usted un impertinente —replicó.

Él sonrió todavía más, sin dejar de mirarla a los ojos.

—Si no deseaba saber lo que pienso de usted, ¿por qué me lo ha preguntado?

A la joven no se le ocurrió ninguna respuesta. Por lo tanto, hizo acopio de dignidad y lo fulminó con la mirada.

—Creo que es muy posible que Maddock se interesase por Lily, pero supongo que no creerá que miraba con los mismos ojos a la sirvienta de los Hilton, y menos aún a Chloe Abernathy. Por lo tanto, suponer que las haya matado a las tres es llevar las cosas un poco lejos, si cree que el móvil es el interés. De no ser así, carece por completo de argumento. Creo que debería empezar de nuevo desde una perspectiva mejor encaminada. —Pretendía que eso sirviese de despedida.

Pitt no se movió.

—¿Era usted la única que estaba en casa aquella noche?

—También estaban la señora Dunphy y Dora. ¿Por qué?

—Su madre y sus hermanas habían asistido a una función benéfica en la iglesia. ¿Dónde estaban su padre y el señor Corde?

—Pregúnteles a ellos.

—¿Usted no lo sabe?

—No, no lo sé.

—Pero para volver a la casa tenían que pasar cerca de Cater Street, incluso por la propia Cater Street, ¿no?

—Si hubiesen visto algo se lo habrían dicho.

—Es posible.

—¡Por supuesto que sí! ¿Por qué no habrían de hacerlo? —Le asaltó una idea espantosa—. Supongo que no creerá que alguno de ellos pudo…

—Lo creo todo, señorita Ellison, y a la vez no creo nada hasta que haya sido probado. Pero admito que no hay motivos para pensar que… —Dejó la frase inconclusa—. Me gustaría volver a hablar con Maddock a solas.

Aquella noche todo el mundo estaba en casa, incluso Emily. Estaban sentados, con los ventanales que daban al jardín abiertos de par en par, pero en lugar de sentir el aire fresco de la noche, cargados de los aromas del día, el ambiente les resultaba cargado y difícil de respirar.

Sarah fue la que expresó lo que todos estaban pensando, o algo muy parecido.

—Bueno, a fin de cuentas no estoy preocupada. —Levantó un poco la barbilla—. El inspector Pitt parece un hombre sensato. No tardará en comprobar que Maddock es tan inocente como todos nosotros. Yo incluso diría que llegará a esa conclusión mañana mismo.

Como de costumbre, Charlotte dijo lo que sentía sin meditarlo.

—Su sentido común no me inspira demasiada confianza. No es como nosotros.

—Bueno, todos sabemos que pertenece a otra clase social —matizó Sarah—, pero está acostumbrado a tratar con criminales. Ha de conocer la diferencia entre un perfecto y honrado mayordomo como Maddock y un rufián capaz de ir estrangulando a mujeres por ahí.

—Las ahoga con un alambre —puntualizó Charlotte—. Además, existe una gran diferencia entre los rufianes, como tú los llamas, que se dedican a atracar y robar a la gente y el tipo de personas capaz de estrangular a una mujer, especialmente a una criada que no posee nada de valor.

Dominic sonrió.

—¿Y desde cuándo sabes tú esas cosas, Charlotte? ¿Cuándo te has vuelto una experta en crímenes pasionales?

—¡Ella no sabe nada! —afirmó Edward cortante—. Lo dice por llevarnos la contraria, como de costumbre.

—¡Oh, no lo creo! —Dominic no había dejado de sonreír—. Charlotte no pretende llevarnos la contraria; está siendo franca. Además, ha pasado mucho tiempo en compañía de nuestro amigo el policía. Tal vez haya aprendido algo.

—Es difícil que de un hombre así aprenda nada que merezca la pena o que una dama deba conocer —respondió Edward y la interpeló—: ¿Es cierto, Charlotte? ¿Has estado viendo a ese hombre?

Charlotte se sonrojó con una mezcla de confusión y rabia.

—Sólo le he visto cuando ha venido a casa en misión oficial, papá. Desgraciadamente, ha venido en dos ocasiones cuando no había nadie más que pudiera recibirlo.

—¿Y qué le has dicho?

—He contestado a sus preguntas, nada más. No mantenemos ninguna otra relación.

—¡No seas impertinente! Me refiero a qué te ha preguntado.

—No demasiado. —Ahora que lo pensaba, la mayoría de sus conversaciones no habían tenido relación directa con el caso—. Me preguntó algo sobre Lily y sobre Maddock.

—Es un hombre horroroso. —Sarah se estremeció—. Es indignante que tengamos que recibirle. Creo que deberíamos ir con más cuidado y no dejar que Charlotte hable tanto con él. Nunca se sabe lo que puede decir.

—¿Sugieres que debéis salir a la calle para contestar sus preguntas? —Charlotte había perdido completamente la paciencia—. Si no le dejas hablar conmigo, sospechará que sé algo vergonzoso y que tenéis miedo que lo confiese.

—Charlotte… —la voz de Caroline era dulce pero no le faltaba firmeza y por ello provocaba el resultado que buscaba.

—No creo que sea un hombre horroroso —señaló Dominic—. Posee un sentido del humor muy peculiar, algo que tiene mérito si tenemos en cuenta su profesión. Tal vez sea la única forma de mantener la cordura.

—Tienes un gusto curioso en cuanto se refiere a amistades, Dominic —replicó Emily con dureza—. Te agradecería que no fueses demasiado hospitalario con él en esta casa.

—Tal como están las cosas, sería redundante —dijo Dominic con tono jovial—. Me parece que Charlotte ya cumple perfectamente ese cometido. Dudo que pueda perder más tiempo.

Charlotte se dispuso a protestar, pero se dio cuenta de que estaba bromeando. Se sintió algo confusa y se ruborizó. Su corazón latía muy fuerte y le preocupaba que alguien se percatara de ello.

—Dominic, éste no es un buen momento…, —apuntó Caroline—. Parece que ese señor realmente cree que Maddock podría tener algo que ver con el crimen.

—Más que eso —apostilló Edward con seriedad—. Me temo que cree que Maddock pudo haber matado a Lily.

—¡Pero eso es ridículo! —Sarah sólo estaba preocupada por la manera en que trataban el asunto. Le parecía que era un tema para hablar en privado, algo que requería circunloquios esmerados y discreción—. ¡No hubiese podido hacerlo!

Emily parecía muy pensativa, con el entrecejo fruncido.

Edward juntó las manos y miró a su familia:

—¿Por qué no?

Sarah levantó la vista, sobrecogida. Nadie contestó una palabra.

—Después de todo —prosiguió Edward—, está claro que alguien lo hizo. Parece lógico pensar que pudo ser alguien del barrio, lo que no elimina la posibilidad de que se tratase del típico criminal que agrede a la gente en la calle para robarla y demás. Pero ningún ladrón que se precie atraca a una sirvienta que sale de noche, como era el caso de Lily. Está claro que no llevaba nada que mereciera la pena robar, pobre muchacha. Tal vez Maddock la pretendía y ella lo rechazó para irse con el joven Brody, y Maddock perdió la cabeza. En realidad pudo haber sido así, por muy desagradable que nos parezca.

—Papá, ¿cómo puedes sospechar de él? —saltó Sarah—. ¡Maddock es nuestro mayordomo! ¡Lo ha sido durante años! ¡Le conocemos bien!

—Eso no impide que sea un ser humano, querida —replicó Edward con dulzura—, y como todos está sujeto a las pasiones y las bajezas del corazón. Hemos de afrontar la verdad. Negarla no sirve de nada y tampoco ayuda a nadie, ni siquiera a Maddock; y tenemos que pensar en proteger a otras personas, especialmente a Dora y la señora Dunphy.

Sarah se quedó helada.

—¿No pensarás que…?

—No lo sé, querida. La policía es quien debe decidirlo, no nosotros.

—No creo que debamos aventurar ninguna conclusión. —Era obvio que Caroline no se sentía muy feliz—. Pero hemos de estar preparados para afrontar la verdad cuando llegue el momento.

Charlotte no pudo callar por más tiempo.

—¡No sabemos cuál es la verdad! No la estrangularon, la ahogaron con un alambre. Si Maddock hubiese perdido la cabeza por un momento, ¿por qué iba a llevar un alambre encima? ¡Dudo que se pasee con un alambre para ir estrangulando mujeres!

—Querida, es posible que perdiese la cabeza antes de salir de casa —replicó su padre con tranquilidad. Ella ni siquiera los miraba—. Negarse a aceptar las cosas no solucionará nada.

—¿Qué hay que aceptar? —preguntó Charlotte—. ¿Que Maddock pudo haber matado a Lily? ¡Por supuesto que pudo! Estaba en la calle en ese momento. También lo estabas tú, papá, y Dominic. Supongo que habría un centenar de hombres por ahí y es posible que nunca conozcamos a la mitad de ellos. Cualquiera pudo haberla matado.

—No digas tonterías, Charlotte —cortó Edward—. No dudo que en las demás casas podrán decirnos dónde estaban sus mayordomos a esa hora. ¡No hay razón para creer que ninguno de ellos conociese a la pobre Lily!

—¿Acaso Maddock conoce a la sirvienta de los Hilton? —preguntó Charlotte.

Caroline intervino con tono apaciguador.

—Charlotte, tu comportamiento está siendo muy ofensivo. —Edward tenía un gesto muy severo; era evidente que quería zanjar la cuestión—. Comprendo que desees que sea otra persona, alguien que no conozcamos, un vagabundo venido de un barrio marginal, pero como tú misma explicaste, la hipótesis del robo no tiene solidez. Así que por ahora dejemos el tema.

—¡No podéis decir que Maddock mató a Lily y olvidar el tema como si nada! —Sabía que se estaba buscando que la castigaran pero no podía acallar su indignación.

Edward abrió la boca pero antes de que pudiera hablar Emily dijo:

—Sabes, papá, Charlotte tiene razón en parte. Puede que Maddock haya matado a Lily, aunque parece extraño si se sentía atraído por ella. De hecho resultaría incluso frustrante. Pero ¿por qué iba a querer matar a la sirvienta de los Hilton, o a Chloe Abernathy? Y ellas murieron antes que Lily. No tiene sentido.

Charlotte sintió una oleada de cariño por Emily. Esperaba que ella se diese cuenta.

—El crimen no suele tener sentido, Emily. —Edward iba enrojeciendo de rabia. Estaba acostumbrado a que Charlotte lo desafiara pero que Emily lo hiciese le parecía intolerable—. Se trata de un crimen brutal, un crimen de pasiones animales, ajeno a la razón.

—¿Pretendes decir que está loco? —Miró a su padre—. ¿Que Maddock está bestial, apasionada o irracionalmente loco?

—¡No, por supuesto que no! —replicó él—. No soy un experto en lo que a locura criminal se refiere, ¡y tú tampoco! Pero creo que el inspector Pitt sí lo es; se trata de su trabajo y él cree que Maddock es culpable. Ahora, ¿os importaría no volver a sacar a relucir este tema? ¿He hablado suficientemente claro?

Charlotte lo miró fijamente. Había dureza en sus ojos pero le pareció ver también algo de miedo.

—Sí, papá —contestó complaciente. Estaba acostumbrada a ser obediente, era una especie de hábito. Pero su mente se rebelaba, hecha un hervidero de nuevas ideas, de nuevas imágenes llenas de espanto.