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Emily estaba emocionada. Era el tipo de día que más le gustaba, incluso más que el día anterior. Era el momento de soñar, de prepararse, de las prisas finales, de revisar hasta el último detalle, de ropa interior recién lavada, de lavarse el pelo, cepillarlo y rizarlo y de, en el último momento, darle un discreto toque de color a sus mejillas.

Esa noche iban a ir a un baile en la casa del coronel Decker, que también era la casa de su esposa y, más importante aún, de su hijo y su hija. Emily sólo los había visto en un par de ocasiones pero había oído a Lucy Sandelson contar historias increíbles sobre las fiestas: el estilo, la elegancia, la hermosura de los vestidos de última moda y, aún mejor, la cantidad de amigos ricos y aristócratas que tenía la familia. El baile prometía abrir un sinfín de puertas que, con un poco de suerte y maña, podrían darle entrada a mundos con los que hasta entonces sólo había soñado.

Sarah iba a vestir de azul, un color que la favorecía mucho. Destacaba lo delicado de su piel y hacía juego con sus ojos. Era un color que también le quedaba muy bien a Emily puesto que contrastaba con sus cálidas mejillas, sus ojos oscuros y su pelo castaño con reflejos dorados. De todos modos, ninguna estaría favorecida si ambas llevaban el mismo color; al contrario, quedarían ridículas. Y Sarah había escogido primero.

Charlotte había optado por un burdeos intenso, otro de los colores que hubiese escogido Emily. Pero, honestamente, a Charlotte le iba como anillo al dedo con su pelo caoba y su piel de color miel. Sus ojos nunca eran azules, permanecían grises bajo cualquier tipo de luz.

Emily sólo podía optar por el amarillo o el verde. El amarillo la hacía parecer escuálida y a Sarah también le quedaba fatal. La única que se lo podía poner era Charlotte. De modo que, por eliminación, Emily escogió el verde. Un verde suave, más discreto que el verde manzana. Colocó el vestido ante sí y se dijo que la suerte estaba de su parte. Realmente era una buena opción. Le daba un aspecto delicado y primaveral, como una flor en estado natural, carente de artificios. De hecho, si con esa ropa no llamaba la atención de uno de los amigos de la familia Decker, no lo lograría con nada. Sarah no era competencia porque estaba casada y las hermanas Madison carecían de atractivo: la cintura de ambas era más gruesa de lo que cabía desear —tal vez comían demasiado—. Lucy era muy bella pero algo torpe. Y Charlotte no sería rival porque siempre abría la boca y borraba cualquier buena impresión que hubiese producido. ¿Por qué Charlotte siempre tenía que decir lo que pensaba en lugar de ser lo suficientemente lista como para decir lo que la gente deseaba oír?

El verde resultaba perfecto. Tendría que conseguir un vestido de día, del mismo tono. ¿Dónde estaba Lily? ¡Ya tendría que haber llegado con las tenacillas de rizar!

Se acercó a la puerta.

—¿Lily?

—¡Ya voy, señorita Emily! Es sólo un momento.

—¿Qué estás haciendo?

—Dando los últimos toques al vestido de la señorita Charlotte, señorita Emily.

—¡Las tenacillas se van a enfriar!

A veces Lily era un tanto estúpida. ¿Acaso no podía pensar un poco?

—Todavía están demasiado calientes, señorita Emily. ¡Ya voy!

Esa vez cumplió su promesa y media hora después, Emily estaba totalmente satisfecha. Se dio una vuelta lentamente delante del espejo. El resultado era espectacular; no faltaba ni sobraba un solo detalle. Había obtenido el máximo partido. Tenía un aire joven pero sofisticado, un tanto etérea sin llegar a parecer inalcanzable.

Caroline entró en la habitación.

—Emily, llevas demasiado tiempo delante de ese espejo. Debes de conocer todos y cada uno de los pliegues de tu vestido. —Sonreía y miraba a su hija a los ojos—. La vanidad no es uno de los atractivos de una mujer, querida. Por más hermosa que seas (y eres bonita, no hermosa), lo mejor es aparentar que te resulta indiferente.

Emily sofocó una risilla. Estaba demasiado emocionada para discutir.

—Lo que pretendo es que a los demás no les resulte indiferente. ¿Estás lista, mamá?

—¿Crees que me falta algo? —preguntó Caroline con una ligera mueca.

Emily se giró e hizo volar su falda. Miró a su madre con aire divertido. Cualquier otra persona hubiese quedado desfavorecida con el vestido dorado que llevaba, pero no Caroline. Se veía muy bonita con su piel clara y su pelo color caoba. Emily era demasiado honesta para negarlo.

—Pues no, mamá. No te falta nada.

—Gracias —dijo Caroline—. ¿Estás lista para salir? Todo el mundo está esperando.

Emily bajó por la escalera con cuidado, vigilando su vestido, y fue la primera en subir al carruaje. Guardó silencio durante todo el camino. Iba soñando despierta; imaginaba jóvenes apuestos cuyos rostros apenas podía distinguir: todos se giraban para mirarla mientras bailaba al compás de una música que inundaba sus oídos, su cuerpo y sus pies, que casi no tocaban el suelo. Las imágenes se fundían unas con otras. Incluso llegó a pensar en el día después: las visitas de sus admiradores, las cartas. Todos ellos lucharían por ganar su atención. Un caballero piadoso ya no se batía en duelo, todo sería de lo más correcto. Tal vez alguno de ellos tuviese un título. ¿Se casaría con él? ¿Se convertiría en una dama? Primero habría un largo y apasionado noviazgo. De pronto pensó que su familia habría escogido a otra mujer para él, alguien de su misma clase, ¡una heredera! Sin embargo, él estaría dispuesto a renunciar a todo. El sueño era encantador y fue frustrante tener que interrumpirlo al llegar. Pero conocía la diferencia entre los sueños y la realidad.

Llegaba en el momento justo, tal como la madre había previsto. El baile ya había comenzado; se podía oír la música desde la escalera de la entrada. Emily contuvo la respiración y tragó saliva, embargada por la emoción. Había más de cincuenta personas moviéndose graciosamente, como flores en la brisa. Los colores se mezclaban al azar, contrastando con las figuras oscuras y rectas de los hombres. La música era como el verano, el vino y la risa.

Fueron anunciados. La madre y el padre bajaron por las escaleras despacio, seguidos de Dominic y Sarah y, finalmente, Charlotte. Emily esperó todo lo que pudo. ¿Estarían todos aquellos ojos mirándola? ¡Sí, por favor! Ojalá fuese así. Recogió su falda unos centímetros y empezó a descender con delicadeza. Era un momento para saborear, como se hace con las primeras fresas del año, que inundan la boca de un gusto a la vez dulce y amargo.

Luego fueron presentados oficialmente, pero ella no se enteró de casi nada. Sólo anhelaba ver al hijo de los anfitriones. Cuando por fin lo vio, se sintió un tanto decepcionada. La realidad golpeaba con fuerza el sueño: el joven tenía un rostro coloradote, una nariz corta y estaba demasiado gordo para su edad.

Emily hizo una reverencia, como dictan las normas, y cuando el muchacho le pidió el honor de bailar con él, aceptó. No le quedaba otra alternativa si quería comportarse correctamente y conseguir su propósito. El joven no bailaba nada bien.

Tras el baile, Emily se encontró rodeada de un grupo de mujeres a las que conocía, por lo menos de vista. Las conversaciones eran breves y totalmente estúpidas, ya que todas estaban con la atención puesta en el grupo de hombres que se estaba formando en el otro extremo del salón o en aquellos que estaban bailando con otras mujeres.

Emily vio a Dominic y Sarah juntos y a su madre bailando con el coronel Decker. Charlotte hablaba, con cierto interés, con un joven de aire serio y elegante.

Una media hora después, una vez transcurridos varios bailes, el joven Decker volvió para desespero de Emily. Pero la joven cambió de opinión cuando observó que venía acompañado de uno de los hombres más guapos que había visto. Era de mediana estatura pero tenía un bonito cabello castaño y rizado, rasgos armoniosos y grandes ojos, pero su mayor atractivo era el aire de seguridad que desprendía.

—Señorita Ellison —dijo el joven Decker con una leve inclinación—, me permito presentarle a lord George Ashworth.

Emily le tendió la mano e hizo una reverencia que le sirvió para ocultar que sus mejillas empezaban a sonrojarse; debía comportarse como si conociese a lores todos los días y le importara un pimiento.

El joven anfitrión le dijo algo pero ella apenas si pudo oírlo. Contestó amablemente y mantuvieron una conversación formal, quizá con cierta sequedad, pero eso era lo de menos. Decker era un estúpido, con prestarle sólo parte de su atención podía mantener una conversación con él pero Ashworth era totalmente diferente. Sentía cómo la miraba y le parecía excitante y peligroso a un tiempo. Se veía que era el tipo de hombre que conseguía lo que quería. Podía ser fino, sin torpeza ni falta de confianza en sí mismo. A Emily le dio cierto miedo saber que, en esos momentos, se interesaba por ella.

Bailaron juntos dos veces durante la siguiente hora. Dos veces eran suficientes; más hubiese llamado la atención, y tal vez su padre hubiese venido a estropearlo todo.

Vio a su padre en el otro lado de la sala, bailando con Sarah, y a su madre intentando matizar la admiración demasiado evidente que mostraba el coronel Decker sin tener que ofenderle o provocar los celos de los demás. En otro momento, Emily la hubiese observado para aprender, pero en aquella ocasión había otros asuntos que requerían su atención.

Estaba hablando con una de las señoritas Madison pero se daba cuenta de que lord Ashworth tenía su mirada clavada en ella, a pesar de estar en la otra punta de la habitación. Tenía que mantenerse erguida; una espalda curvada era poco favorecedora, afeaba el perfil del pecho y la línea de la barbilla. Debía sonreír pero sin parecer demasiado superficial, y mover sus manos con gracia. Sabía perfectamente cómo unas manos feas podían estropear un conjunto hermoso; lo había comprobado al ver cómo la otra chica Madison perdía de esa manera uno de sus admiradores más interesantes. Eso era algo que Sarah nunca había dominado del todo mientras que Charlotte era una verdadera experta. Charlotte era un incordio cuando hablaba, pero tenía unas manos preciosas. En aquel instante estaba bailando con Dominic; llevaba el mentón en alto y le brillaban los ojos. En ciertas ocasiones Emily se preguntaba por qué carecía Charlotte del sentido común con que ella contaba. No podía sacar nada de Dominic. No tenía amigos importantes y tampoco conocidos poderosos. Era cierto que había logrado un buen puesto, pero eso no podía ayudar en nada a Charlotte. Sólo los locos toman caminos que no llevan a ninguna parte. ¡Pero no había forma de que ciertas personas lo entendieran!

Al llegar la medianoche, Emily había bailado con George Ashworth en otras dos ocasiones, pero no se había hablado de una hipotética cita o visita posterior. Empezaba a temer que no estuviese tan interesado en ella como parecía. Su padre no tardaría en decidir que ya era hora de marcharse. Debía hacer algo enseguida o perdería su oportunidad; no podía dejar escapar tan fácilmente al primer lord con que había entablado conversación, además de que era un hombre guapísimo, inteligente y decidido.

Se excusó ante Lucy Sandelson con el pretexto de que tenía calor y se dirigió hacia la terraza. Seguramente haría demasiado frío fuera pero merecía la pena con tal de conseguir su meta.

Esperó unos cinco minutos que le parecieron cincuenta, hasta que oyó unos pasos. No se volvió; fingió estar absorta contemplando las azaleas.

—Espero que no haya cogido frío y vuelva al salón antes de que me retire.

Emily se sonrojó. Era Ashworth.

—Por supuesto —dijo con toda la serenidad que pudo—. No sabía que me hubiese visto salir. No pretendía resultar demasiado evidente. —¡Menuda mentira! Si hubiese creído que no la observaba, habría regresado para intentarlo de nuevo—. Hace mucho calor, ahí dentro, con tanta gente.

—¿No le gusta la gente? Me siento defraudado. —Lo parecía—. Esperaba poder invitarla a usted y tal vez a la señorita Decker, para que me acompañase junto con unos amigos a las carreras de caballos que tendrán lugar dentro de una semana. Será una gran competición y lo más granado de Londres estará allí. Usted habría animado el lugar con su presencia, especialmente si llevase el mismo tono que viste esta noche. Resulta muy joven y primaveral.

Ella estaba demasiado emocionada para hablar. ¡Las carreras! ¡Con lord Ashworth y lo más granado de Londres! Empezó a soñar despierta con tal intensidad que apenas podía distinguir la fantasía de la realidad. Tal vez acudiría el príncipe de Gales, a quien le encantaban las carreras. Y quién sabe quién más. Compraría otro vestido verde y se lo pondría especialmente para que todos se volviesen a su paso.

—Está muy callada, señorita Ellison —dijo él situándose a su espalda—. Me sentiré muy decepcionado si no me acompaña. Es usted la criatura más encantadora que hay en este baile. Le prometo que la multitud que habrá en las carreras no será tan sofocante como la de esta fiesta. El encuentro será al aire libre y, si estamos de suerte, incluso lucirá el sol. Por favor, dígame que acepta la invitación.

—Gracias, lord Ashworth. —Intentó mantener la voz serena, como si acostumbrara a ir a las carreras con un lord y no tuviese motivos para saltar de gozo—. Me sentiré honrada de acompañarle. No dudo que será una reunión encantadora y la señorita Decker me parece una compañera excelente; supongo que ella habrá aceptado.

—Naturalmente de lo contrario no me hubiese atrevido a acercarme a usted —mintió.

Cuando su padre vino a decirle que era hora de volver a casa, Emily lo siguió sonriente, con una mirada de felicidad extrema.

El día de la cita amaneció frío pero con el suave sol de finales de la primavera que hace resplandecer el aire. Emily había convencido a su padre de que le comprase un nuevo vestido verde. Lo había convencido alegando que, caso de resultar victoriosa, podría estar dando con un futuro marido, un argumento que impresionó a su padre. Tres hijas eran una dura prueba para las relaciones y la buena fortuna de un padre, si deseaba verlas bien casadas. Sarah ya estaba colocada, no de forma espectacular pero al menos correcta. Dominic tenía medios suficientes y era bastante presentable. Era muy atractivo y parecía tener buen carácter y mejores costumbres.

Charlotte, por supuesto, era otro problema. Emily no podía imaginar a Charlotte tan bien casada. Resultaba excesivamente inconformista —a los hombres les incomodan las mujeres demasiado discutidoras— y poco pragmática, con sus propias metas. Buscaba los atributos más raros y complicados en un hombre. Emily había intentado aleccionarla, explicarle que los bienes y el estatus social junto con una apariencia agradable y unas maneras correctas eran todo lo que una mujer podía pedir —de hecho, más de lo que muchas muchachas podían conseguir—. Pero Charlotte se negaba a dejarse convencer o a dar prueba de que había captado el mensaje.

Sin embargo, aquel día nada de todo aquello importaba. Emily estaba en las carreras con lord George Ashworth, la señorita Decker y un amigo al que apenas prestaba atención. Tenía bastante menos que ofrecer que Ashworth de modo que no merecía su consideración, por el momento.

Al acabar la primera carrera George había ganado una buena suma. Dijo que conocía al dueño del caballo, lo que hacía todo aún más emocionante. Emily se instaló en la hierba, con la sombrilla en la mano, disfrutando y dándose aires de superioridad. Iba del brazo de un miembro de la aristocracia, uno especialmente guapo. Su aspecto era encantador y perfectamente a la moda y ella lo sabía. Y tenía información confidencial con respecto al ganador de la carrera anterior. ¿Qué más podía pedir? Formaba parte de la élite.

La segunda carrera no tuvo demasiada emoción pero la tercera fue todo un espectáculo. La gente se entusiasmó y agitó como un avispero en pie de guerra. El trasiego se volvió más intenso a medida que se acercaban más y más personas a las taquillas intentando conseguir apuestas cada vez más altas. Los hombres vestían ropa elegante y cara, reían abiertamente y hacían circular enormes sumas de dinero entre sus manos.

En una ocasión, mientras Ashworth hablaba de las patas de los caballos, los corazones fuertes, las habilidades del jinete y demás cosas que Emily no entendía, la joven observó una escena que la dejó absorta. Un caballero corpulento, con el rostro rojo de emoción, estaba bendiciendo su buena suerte con un billete en las manos. Avanzó unos pasos y se dirigió a un hombre de piel macilenta, vestido con ropas oscuras y de aspecto tan lúgubre como el de un encargado de pompas fúnebres.

—¿Ha perdido, viejo amigo? —preguntó el hombre corpulento con simpatía—. No se preocupe ¡Tendrá mejor suerte esta vez! No puede perder siempre. Vuélvalo a intentar, ¡hágame caso! —Y soltó una risotada.

El hombre delgado lo miró con recatada consternación.

—Disculpe, ¿me lo dice a mí? —Hablaba tan bajo que si Emily no hubiese estado tan cerca no le habría entendido.

—Parece que la mala fortuna le ha visitado —insistió el hombre grueso con tono comprensivo—. Les ocurre a las mejores personas. Siga intentándolo, ése es mi consejo.

—De veras, señor, le aseguro que no he tenido mala suerte.

—¡Ah! —exclamó su interlocutor con una mueca—. No lo quiere admitir, ¿verdad?

—Le aseguro, señor…

El hombre robusto se echó a reír y le dio unas palmadas en el brazo. En ese instante, una de las personas que pasaban por allí tropezó con el hombre regordete, quien, a su vez, cayó encima del hombre con ropa fúnebre, que levantó las manos para sostener el peso que se le venía encima o para apartarlo. Se disculparon mutuamente y se arreglaron los trajes. La persona que había tropezado murmuró algo, pero en ese momento vio a un conocido y se marchó a saludarlo. Una atractiva joven se acercó al hombre de negro y le pidió que la acompañase a celebrar su buena suerte. Dos hombres que mantenían una acalorada conversación sobre los méritos y fallos de un caballo vinieron a ocupar su lugar.

El hombre robusto siguió quitándose el polvo y suspirando. Entonces, su mano se detuvo un instante y luego rebuscó en el bolsillo de su chaqueta con gesto de perplejidad.

—¡Mi reloj! —exclamó indignado—. ¡Mi dinero! ¡Mis sellos! ¡Llevaba tres sellos de oro en la cadena de mi reloj! ¡Me han robado!

Emily se volvió y tiró de la manga de Ashworth.

—¡George! —Dijo con apremio—. George, acabo de ver cómo robaban a un hombre. ¡Le han robado el reloj y sus sellos!

Ashworth se dio la vuelta con una sonrisa de cierta indulgencia.

—Querida Emily, en las carreras ocurre todo el tiempo.

—¡Pero yo lo vi! Lo hicieron de forma muy astuta. Un hombre cayó encima de otro y lo empujó sobre un tercero que puso las manos para protegerse y aprovechó para vaciarle el bolsillo. ¿No piensas hacer nada?

—¿Qué sugieres? —Arqueó las cejas—. A estas alturas el ladrón ya habrá pasado el botín a otro que ni tú ni la víctima conocéis.

—Pero ¡acaba de ocurrir ahora mismo! —protestó.

—¿Y dónde está el ladrón?

Emily miró alrededor. No reconoció a nadie salvo a la víctima y a los dos amigos que discutían sobre el caballo. Se volvió de nuevo hacia George con aire de impotencia.

—No lo veo.

Él sonrió burlón.

—Por supuesto, e incluso si intentas perseguirle te encontrarás con gente que te frenará. Así operan. Es todo un arte, casi tan difícil como el arte de evitarlos. No pienses más en ello, no hay nada que puedas hacer. Procura no llevar dinero en los bolsillos de tu falda. También se les da muy bien robar a las mujeres.

Ella lo miró fijamente.

—¿Te importaría apostar algo al caballo de Charles? —preguntó él—. Puede garantizar que llegará entre los primeros.

Aceptó. Apostar era emocionante. Formaba parte del encanto del lugar y dado que no era su dinero, no tenía nada que perder y podía salir ganando. Pero lo que sin duda era mejor que obtener un beneficio económico era saber que formaba parte de ese mundo con el que había soñado desde su adolescencia. Damas de alcurnia agitaban sus faldas al correr de la mano de elegantes caballeros, caballeros con dinero y títulos que apostaban a los caballos, a las cartas o a los dados, caballeros que tomaban el toro por los cuernos y ganaban o perdían fortunas en un día. Emily oía sus conversaciones e imaginaba distintas situaciones, con poca precisión, claro está, porque ella nunca había estado en un local de apuestas, en un combate de perros o de gallos. Nunca había visto un salón de juegos ni a nadie bebido más de la cuenta.

Pero todo aquello rezumaba peligro, y el riesgo era la esencia de la fortuna. Emily poseía juventud, ambición e inteligencia, y por encima de todo pensaba que tenía estilo, esa indefinible cualidad que distingue a los ganadores de los perdedores. Si quería ganar algo duradero, tenía que jugar sus cartas.

Le fue tan bien como esperaba. Diez días después, volvieron a invitarla, junto con la señorita Decker, a un torneo de tenis sobre hierba en el que se divirtió muchísimo. Por supuesto, ella no jugaba, pero el objetivo era hacer vida social y en eso ya era una experta. Hasta logró una invitación para cabalgar por el parque, al cabo de unos días. Por supuesto, tendrían que prestarle tanto el caballo como el traje, pero eso no suponía problema. Ashworth se hacía cargo del caballo y pensaba pedirle el traje a la tía Susannah, que era sólo unos centímetros más alta que ella. Bastaría con doblar la falda en la cintura. Sólo ella lo sabría.

Quedaron de verse el primero de junio. El día era fresco y luminoso, el cielo estaba claro y las calles, limpias tras la lluvia. Emily se reunió con la señorita Decker —a la que empezaba a detestar, aunque lo disimulaba maravillosamente—, lord Ashworth y un tal señor Lambling, amigo de Ashworth, que mostraba gran interés por la señorita Decker. ¡Dios sabría por qué!

Cabalgaron juntos bajo los árboles, por el camino de Rotten. Emily se sentó con cierta dificultad en la silla de montar. No estaba acostumbrada a los caballos, pero sí decidida a guardar el equilibrio y a aparentar cierto dominio mientras conducía su montura por entre un grupo de niños solemnemente montados en gruesos ponis. Estaba radiante, y lo sabía por los murmullos de aprobación con que la había obsequiado un grupo de caballeros que habían cruzado. El traje le quedaba bastante ceñido y, por lo tanto, la favorecía. El sombrero de montar de copa alta que llevaba sobre su cabello brillante recordaba a un sombrero de caballero pero le sentaba de maravilla. Su piel clara contrastaba maravillosamente con el tono oscuro del sombrero y con el lazo blanco de su blusa.

Los otros se amoldaron a su paso y cabalgaron más o menos a su lado. Hablaron poco hasta que se cruzaron con una de las mujeres más elegantes que Emily había visto en su vida. Tenía el pelo plateado y un hermoso rostro. Vestía un traje verde salvia, de corte exquisito, con un cuello de terciopelo, y su caballo era evidentemente un animal de raza. Emily se quedó maravillada y deseó poder cabalgar por Ladies Mile con semejante porte y un aire de superioridad asumido con tanta naturalidad.

La mujer les sonrió al pasar junto a ellos y se ajustó el sombrero con un dedo, colocándolo en un ángulo todavía más apropiado. Miraba directamente a Ashworth.

—Buenos días, milord —saludó con aire jocoso.

Ashworth clavó su mirada en ella durante un largo y tenso momento y luego se volvió hacia Emily.

—Señorita Ellison, me estaba usted hablando de la visita de su tía a Yorkshire. Por lo que me cuenta, deduzco que se trata de un hermoso lugar. ¿Va allí a menudo?

Aquello era una imperdonable falta de educación. Hacía por lo menos un cuarto de hora que Emily había comentado lo de Yorkshire y era evidente que aquella mujer le conocía perfectamente. Emily se sintió demasiado asombrada para contestar.

—Aunque me sorprende que se le ocurriese ir a principios de la primavera a un lugar tan al norte —prosiguió él sin dejar de dar la espalda al camino.

Emily lo miró perpleja. El rostro de la mujer compuso una especie de mueca, un gesto que indicaba diversión y amargura a la vez, y acto seguido, fustigó su caballo y se marchó.

—¡Esa mujer te estaba hablando! —exclamó Emily, aún asombrada.

—Mi querida Emily —la boca de Ashworth esbozó un ligero rictus—, un caballero no puede prestar atención a todas las rameras que le molestan —explicó con cierta condescendencia—. Especialmente en un lugar público como éste. Y en ningún caso si va acompañado de damas.

—¿Ramera? —balbuceó Emily—. Pero si iba… iba vestida quiero decir.

—¡Existen muchas clases de rameras, del mismo modo que existen muchas clases de casi todo! Cuanto más caras son, más elitista es su clientela y menos las delata su aspecto. Eso es todo. ¡Tendrás que aprender a ser menos ingenua!

Se preguntó cómo era que él conocía el oficio de esa mujer, pero se abstuvo de hacer más comentarios. Evidentemente, tenía mucho que aprender sobre el mundo si quería salir airosa y lograr el codiciado trofeo.

—¿Serás tan amable de enseñarme? —dijo con una sonrisa que esperaba camuflase sus pensamientos y sus intenciones—. Es un ámbito para el que no he recibido formación alguna.

Él la miró con dureza durante un momento pero luego esbozó una amplia sonrisa. Tenía unos dientes extraordinariamente finos. En ese momento Emily decidió que haría el máximo esfuerzo por convertirse en lady Ashworth, a pesar de que supusiera ciertos inconvenientes. Ya se ocuparía de eso en el momento adecuado y no dudaba que sería capaz de vencer todos los obstáculos.

—Emily, no estoy seguro de que seas tan inocente como pareces. —La seguía mirando fijamente.

La joven puso cara de niña y sonrió con ternura. Barajó la posibilidad de permitir que la conociese más íntimamente, pero la desechó. Era demasiado precipitado y, de todos modos, tarde o temprano ocurriría.

George Ashworth fue a visitar a la familia Ellison durante la segunda semana de junio. Por supuesto, todo estaba previsto y rigurosamente planeado. Caroline parecía muy emocionada y trataba en vano de ocultarlo.

Un cuarto de hora antes de las cuatro, estaban todos sentados en la sala. El sol atravesaba la estancia y, en el jardín, florecían las primeras rosas. Lord Ashworth y los hermanos Decker llegarían de un momento a otro. Sarah estaba sentada ante el piano, con aire remilgado, improvisando. Emily tenía suficientes conocimientos musicales como para apreciar lo mal que tocaba su hermana, pero se sentía demasiado feliz ante la perspectiva de la visita. Caroline se sentó muy tiesa en una silla como si ya estuviese preparada para servir el té que aún no habían llevado. Charlotte era la única que parecía indiferente. Pero, por supuesto, Charlotte era incapaz de distinguir lo que era importante de lo que no lo era.

Emily se mantenía perfectamente sentada en su sitio. Ya había realizado todos los preparativos necesarios y sólo le quedaba practicar cada una de las frases y las miradas, antes de que llegaran.

Aparecieron a la hora prevista y fueron presentados en medio de cierto nerviosismo. Se sentaron y empezaron a hablar de fruslerías, como manda el ritual. El único que parecía totalmente a sus anchas era George Ashworth.

Dora llevó el té entre risillas, sonrojada. Se sirvieron los canapés más exquisitos que la señora Dunphy consiguió preparar, galletas en forma de mariposa y otras imposibles de catalogar; todo ello envuelto en un ceremonial que excedía con mucho el habitual.

—Emily nos contó su cita en las carreras —apuntó Caroline para dar conversación, al tiempo que tendía los canapés a Ashworth—. Debió de ser un espectáculo fascinante. Yo sólo he ido a las carreras en dos ocasiones, hace ya bastante tiempo, en Yorkshire. Las carreras de Londres tienen más fama. Eso he oído. Háblenos de ellas. ¿Va a menudo?

Emily esperaba que su respuesta fuese discreta, en parte porque le había contado muy poco a su madre sobre las carreras y lo poco que había contado tenía más que ver con el lado elegante y mundano que con el mundillo de las apuestas, los ladrones, los que bebían más de la cuenta y las damas cuya ocupación —ahora se daba cuenta— era similar a la de la amazona que habían cruzado en el camino de Rotten. Rogaba a Dios que George tuviese la prudencia suficiente como para evitar, él también, semejantes cuestiones.

George sonrió.

—Me temo que no hay tantas carreras como para ir más de dos o tres veces al mes, señora Ellison. Y, por supuesto, no todas merecen la pena ni para mí ni para una dama.

—¿Acaso existen carreras a las que no acuden las damas? —preguntó Sarah, curiosa—. ¿Carreras sólo para hombres?

—No, no es eso, señora Corde. He escogido el término «damas» para distinguirlas de otras mujeres que acuden a las carreras con otros propósitos.

Sarah se quedó boquiabierta, pero su rostro reflejaba interés. Sin embargo, recordó a tiempo que debía guardar la compostura y cerró la boca. Emily miró a Charlotte con el rabillo del ojo. Ambas conocían el celo desmedido de Sarah en mantener las normas de corrección social. Pero Charlotte hizo la pregunta que su hermana no se atrevió a formular.

—¿Se refiere a mujeres carentes de virtud? —preguntó abiertamente—. Mundanas, creo que las llaman.

George sonrió.

—Así las llaman, en efecto, entre otras muchas cosas —asintió—. Existen los aficionados a las carreras y aquellas que siguen a los aficionados a las carreras y aquellos que siguen a las que siguen. Marchantes de caballos, jugadores e incluso ladrones.

Caroline frunció el entrecejo.

—¡Vaya! No parece tan agradable como había imaginado.

—Las carreras varían casi tanto como la gente, señora Ellison —explicó George al tiempo que cogía otro canapé—. Sólo pretendía aclarar por qué no acudo a las carreras en ciertas ocasiones.

Caroline relajó el semblante.

—Por supuesto. Había empezado a temer por Emily, innecesariamente, por lo que parece. Supongo que lo entenderá.

—No esperaba menos de usted. Pero le aseguro que no me atrevería a llevar a Emily a ningún sitio que no pudiese visitar con mi propia hermana.

—No sabía que tuviese una hermana. —Caroline se mostró de nuevo muy interesada y, a juzgar por sus caras, los Decker también.

—Lady Carson —contestó George con soltura.

—Nos encantaría conocerla. Debería traerla a casa —propuso el señor Decker, sin perder un minuto.

—Me temo que vive en Cumberland. —George podía prescindir de su hermana sin problema—. Rara vez viene a Londres.

—¿Carson? —Decker no estaba dispuesto a cambiar de tema—. No me suena.

—¿Conoce Cumberland, señor Decker? —preguntó Emily. No le gustaba Decker y le molestaba su curiosidad.

Decker se quedó un tanto abatido.

—No, señorita Ellison. ¿Es bonito?

Emily se volvió hacia George con las cejas enarcadas.

—Muy bonito, aunque un poco rústico —contestó—. Carece de muchas comodidades de la vida civilizada.

—¿No tiene farolas? —inquirió Charlotte—. Estoy segura de que tienen agua caliente y chimeneas.

—Por supuesto, señorita Ellison. Me refería a clubes para caballeros, vinos importados, sastres de calidad, teatros y todas esas cosas que, en definitiva, hacen posible la vida en sociedad.

—Debe de ser muy aburrido para su hermana —afirmó la señorita Decker con tono cortante—. Yo no me casaría con un hombre que tuviese la mala fortuna o el deseo perverso de vivir en Cumberland.

—Entonces, si alguien así se lo propone, no tiene más que negarse —repuso Charlotte. Emily sonrió para sus adentros. Aparentemente, a Charlotte tampoco le gustaba la señorita Decker. Pero rogaba al cielo que no se comportase groseramente—. Esperemos que le hagan una oferta que sea más de su agrado —remató Charlotte.

La señorita Decker hizo un gesto malhumorado.

—Por supuesto que me la harán, señorita Ellison —protestó.

George se inclinó. Su bello rostro estaba sombrío y sus labios en tensión.

—No creo que reciba una oferta mejor que la de lord Carson, señorita Decker. Por lo menos no para casarse.

Se hizo un silencio embarazoso. Era imperdonable que se hubiese permitido ofender a una mujer de semejante manera, por muy clara que hubiese sido la provocación. Caroline no sabía qué decir.

Emily tenía que hacer algo.

—Es perfecto que no todos tengamos los mismos gustos —afirmó con presteza—. Pero estoy segura de que las propiedades de lord Carson resultan muy habitables. No es lo mismo vivir en un sitio que estar de visita. Cuando uno está en su casa, siempre encuentra algo en qué ocuparse. Surgen un sinfín de responsabilidades.

—¡Qué inteligencia la suya! —opinó George—. Las propiedades de lord Carson son muy extensas. Cría caballos de raza y tiene ganado; además puede dedicarse a cazar y pescar. También tiene molinos y… —Se interrumpió al darse cuenta de que estaba hablando de propiedades, es decir, de dinero, algo que resultaba sumamente vulgar—. Eugenie tiene mucho en qué ocupar su tiempo, especialmente con sus tres hijos.

—Sin duda lleva una vida muy atareada —asintió Caroline intentando zanjar la cuestión.

La tarde siguió su curso y la conversación se reanimó. Emily se esforzó en que las cosas fueran bien y Sarah, que se había quedado muy impresionada, sacó a relucir sus mejores modales, que en verdad resultaron excelentes.

Cuando las visitas se marcharon, Emily y Charlotte se encontraron en la sala. Charlotte abrió las puertas para que entrase el sol de últimas horas de la tarde.

—No fuiste de mucha ayuda —se quejó Emily—. Tendrías que haberte dado cuenta de qué clase de criatura es la señorita Decker.

—También me he dado cuenta de qué clase de criatura es él —contestó Charlotte sin dejar de mirar las rosas.

—¿El señor Decker? —preguntó Emily, sorprendida—. No es nadie.

—No, no Decker. Tu lord Ashworth. Esta rosa amarilla habrá florecido mañana.

—¿Qué importa eso ahora? Charlotte, pretendo comprometerme con George Ashworth, de modo que vigila tu lengua cuando nos visite.

—¿Que pretendes qué? —Charlotte se dio la vuelta, sorprendida.

—¡Ya lo has oído! Pienso casarme con él, de modo que intenta ser amable, por lo menos por ahora.

—¡Emily! ¡Apenas lo conoces!

—Lo conoceré lo suficiente cuando llegue el momento.

—¡No puedes casarte con él! ¡Sería una insensatez!

—¡Por supuesto que no lo sería! Puede que a ti te agrade pasarte la vida soñando, pero a mí no. Sin duda George es perfecto.

—¿Perfecto? —repitió Charlotte incrédula—. ¡Es espantoso! Es superficial, jugador y probablemente un libertino. No forma parte de nuestro mundo, Emily. Si te casas con él te hará desgraciada.

—Eres una soñadora, Charlotte. Cualquier hombre te hará desgraciada en un momento o en otro. Creo que George tiene más que ofrecer que la mayoría y pienso casarme con él. No intentes convencerme de lo contrario.

Estaba convencida. Allí, sentada en la sala, mirando la cara de Charlotte y su denso pelo resplandeciente de luz estival, comprendió hasta qué punto estaba convencida. Lo que al empezar la tarde era sólo una idea se había convertido en una decisión irrevocable.