Reflexiones sobre Gottfried Keller
Hace treinta y dos años, con motivo del centenario del poeta, hubo algunas reflexiones dedicadas a él, llenas de melancolía y pesimismo. Los ideales, que los lectores de Gottfried Keller habían compartido con su poeta, parecían estar a punto de extinguirse. No sólo la guerra mundial había demostrado lo poco que quedaba en vida de los ideales cosmopolitas y liberales, también la súbita oleada del socialismo victorioso tuvo entonces un juego fácil a la hora de barrer todos los artículos de fe del idealismo burgués, individualista. Había llegado el fin, así parecía, de todas esas bellas palabras e imágenes, de ese bienestar y esa probidad modestamente burguesas, de ese racionalismo de una burguesía nada heroica, que había tratado de sustituir la pérdida de una visión del mundo, religiosa y mítica, por la floritura un poco superficial de una fe en la cultura y en la razón y por el esplendor de las fiestas patrióticas. También había llegado el final definitivo, así parecía entonces, de los queridos idilios del mundo de Keller con la encantadora alegría por lo pequeño, el cultivado entusiasmo por la naturaleza; todo lo que había parecido, aún ayer, tan posible y bonito y que quizás estaba pasándose lentamente de moda, aparecía de repente remoto, parecía tan lejano como los bisabuelos, perteneciente a alguna época legendaria de crinolinas, no parecía ya en absoluto ligado al hoy.
Y en efecto, aunque el panorama ha vuelto a cambiar mucho desde el año 1919, el abismo no se ha cerrado, el cambio es patente en todo el mundo. Algunos sentimientos y experiencias del alma, que nosotros amamos y preferimos en nuestros años de juventud y que fueron sancionados por la literatura de varias generaciones, resultan a las personas de hoy caducos, sin valor, sentimentales y necios. Algunas de las ideologías burguesas han sufrido un descalabro irreparable y las fuerzas todavía vigorosas y vivas de la burguesía se ven, por su bien, obligadas a revisar y renovar enérgicamente su mundo de ideas y su terminología.
En cambio, ya que la historia universal parecía haber acelerado su paso, todos los nuevos programas e ideologías parecían tener un cierto escepticismo y miopía innatos, las modas del espíritu parecían gastarse y sucederse más deprisa que nunca y, mientras los valores y las palabras de ayer sucumbían a una inflación intelectual demoledora, volvían a resurgir todos los valores de anteayer, ligeramente disfrazados y cubiertos con la pátina gentil de la edad inspiradora de confianza, como ministros derrocados que contemplan con disimulo la caída de la generación actual y que están dispuestos a quizás ganar en ella. Las cosas habían empezado a tambalearse y a rodar, sobre todo en los pueblos derrotados en la guerra de 1914 a 1918 (pero no sólo en ellos), y aunque este tiempo revuelto parecía estar abierto a todos los puntos de vista y planteamientos nuevos, probablemente sólo salieron ganando en el fondo las pocas potencias con tradición y disciplina ancestral, en primer lugar la iglesia católica.
De aquellas ideologías que hace sólo treinta años miraban desde arriba al idílico e idealista burgués Keller, han caído hoy la mayoría, han sido olvidadas y se pudren rápidamente con el papel de los años de la posguerra sobre el que estaban impresas, mientras que la obra de Gottfried Keller, durante un tiempo quizás poco discutida, sigue estando ahí y significa para un gran número de seres humanos lo que el arte representa en nuestro tiempo para los hombres: consuelo, fortalecimiento frente a las dificultades de la vida, apertura de una puerta a la eternidad. Y cuando tratamos de recordar aquellos autores que fueron sus contemporáneos y a los que entonces pertenecían la fama, el éxito, las revistas y los lectores, vemos que la mayoría de estos escritores y narradores que eran entonces mucho más famosos y conocidos que Keller ahora están casi completamente olvidados. De los novelistas de la Alemania de entonces uno solo, Wilhelm Raabe, siguió un camino parecido. Se han ido a pique y han sido olvidados los versos bonitos de Geibel y las novelas de Heyse, los libros de los autores de moda de la época de 1870 a 1890, y los autores como Spielhagen y Hackländer y otros. De los prosistas suizos de todo el siglo pasado sólo Gotthelf, veinte años mayor que Keller, se ha hecho aún más grande que éste, más joven o más intemporal.
Si era exacto que la historia de la literatura era un sinónimo de la historia de las ideas, entonces la callada duración de una obra como la de Keller sería inexplicable. Las «ideas» de Keller, sus ideas burguesas y suizas, tanto como sus ideas idealistas y cosmopolitas, han envejecido en efecto y perdido su lugar, no sabemos por cuanto tiempo, entre las fuerzas que dominan el mundo, y sin embargo sigue brillando con la misma fuerza el sereno calor de su palabra y la dorada alegría de sus imágenes.
El misterio que habita estas obras es sencillamente el de su maestría. Sería de desear que el análisis moderno de la literatura, fecundado, pero también desviado, por la gran ola de la sicología freudiana, se dedicará más a estos misterios. No son ni la riqueza ni la novedad de las ideas las que hacen duraderas las obras literarias, ni es el mero ímpetu de la personalidad única del artista, sino que es el grado de maestría, de lealtad y responsabilidad en la lucha con las dificultades del trabajo artístico, en la lucha también con las tentaciones del éxito barato y la acomodación a las modas de la época. Donde se alcanza ésta maestría, basta ella para con independencia de su contenido ideológico, hacer tan duraderas las obras literarias que incluso después de largas épocas de olvido se vuelven otra vez «actuales» y pueden hacer felices a nuevas generaciones.
El sicoanálisis es capaz de desvelar profundamente los mecanismos y las estructuras del alma poética, pero no es capaz de decir algo sobre lo que realmente es importante en cada obra de arte: el grado de maestría alcanzado. Aquí precisamente habría que recurrir a un concepto freudiano que juega en la praxis de los sicólogos un papel muy pequeño: el concepto de la sublimación. Claro que para eso se requeriría algún ideal de cultura y sobre todo una fe en ella, es decir la fe en que tiene un sentido y un valor cuando un escritor, desde las dificultades y angustias de sus condicionamientos personales, toma el impulso para liberar la imperfección de su vida por medio de la perfección de su obra. El sicoanálisis no conoce ningún ideal cultural y, según sus criterios, el poeta que desdeña el largo y penoso rodeo hacia la sublimación de sus tensiones a través de la obra y que prefiere en cambio una cura de adaptación y se vuelve «normal», tendría que ser más valioso que cualquier otro.
En Gottfried Keller vemos arrancada de una vida acosada y pobre, de una vida de solterón y bebedor, poco desarrollada, maniática, pobre y terca, una obra que no parece saber nada de apuros y mezquindades, vemos cómo ese ser frustrado y amargado alcanza en su obra una armonía, una atmósfera de superioridad y de contemplación pura, un sacrificio del yo en favor de la belleza que no sólo entusiasma, sino que como proeza artística es ejemplar en sumo grado, mientras que la vida «real» de este poeta parece ser tan poco ejemplar. Pero sólo parece tan pobre y poco ejemplar, porque el biógrafo sólo muestra lo que queda cuando se resta a la vida de un poeta las horas del trabajo creativo. Pero lo mejor de esta vida, y de la vida de cualquier maestro, se llevó a cabo precisa y exclusivamente en aquellas horas cuyas situaciones y tensiones imaginamos lejanamente, mientras que poseemos sus frutos para siempre.
La consecución de la maestría, la lucha tenaz y solitaria, renovada una y otra vez a lo largo de las décadas, por aquella sublimación, los sacrificios y esfuerzos difícilmente imaginables del artista en favor de su obra, ése es el espacio misterioso en el que cada vida de artista, cuando conduce a la maestría, se vuelve trágica. Aquí el Keller burgués e idílico, el Keller bebedor gruñón y solterón desastrado se vuelve también trágico.
No, no son las «ideas» por las que existen las obras literarias. Si pudiésemos reconstruir objetivamente en sus contenidos la religión Biedermeier de un Schubert o un Stifter, nos parecería muy superficial, muy barata, muy anticuada y con razón. Pero las maravillosas narraciones de Stifter y los Lieder mágicos de Schubert no muestran nada trivial ni anticuado. Lo mismo sucede con las obras de Keller.
(1930, reescrito 1951)
Leyendo «Der Grüne Heinrich»
«Der Grüne Heinrich» es una novela en forma de autobiografía. Un hombre que aún no es viejo, escribe sobre su vida, se erige en centro del mundo, y desde los enseres domésticos de su madre hasta Dios, describe todos los recuerdos de su vida como alguien que escribe para sí mismo y que no necesita una objetividad impuesta. A pesar de la naturalidad con la que pone en relación su vida y su persona con su tiempo y su país, este escritor de memorias es un personaje asombrosamente modesto que no se contempla en absoluto con el interés emocionado que suelen tener los autobiógrafos por su persona. Por el contrario, se enfrenta sinceramente a todas sus insensateces y faltas, incluso las de su infancia y procede severamente consigo mismo, pero sin darse importancia.
¿Qué es lo que hace a esta novela importante e inolvidable? ¿Qué la hace clásica? El tema, en el sentido usual, no, tampoco el dominio virtuoso del tema y una tendencia no existe. El tema es una vida media en la que faltan todos los hechos extraordinarios, la composición es despreocupada y bastante suelta, los acontecimientos importantes ocupan una página y las descripciones puras se extienden a lo largo de capítulos. Apenas si se encuentran ideas fundamentales nuevas, y no se predica ninguna filosofía sorprendentemente original.
¿Cuál es entonces el secreto de esta obra? ¿Cuál es su importancia? ¿Qué nos obliga a colocarla junto a obras que han sobrevivido muchas generaciones?
El secreto del «Grüne Heinrich» es el mismo de Homero, Dante, Boccaccio, Shakespeare y Goethe. Se basa en dos fuerzas que no son medios artísticos, sino el propio genio. Una que yo llamaría la eternidad del tema, la otra el lenguaje.
Una novela cualquiera de los años setenta, incluso ochenta, es hoy vieja, y tanto más vieja cuanto más moderna fue en su día. El contenido ya no nos interesa, las nuevas ideas, ya no lo son, los tipos de sociedad y las costumbres han cambiado, el idioma es rancio, ya no se escribe así. ¿Por qué no tenemos esa sensación con «Wilhelm Meister» ni con «Der Grüne Heinrich»?
Un personaje de novela que después de treinta años parece anticuado fue en su día sólo una curiosidad, no un símbolo. Los personajes cuya esencia es temporal, desaparecen. Los símbolos cuyo aspecto temporal sólo es un ropaje de lo eterno, permanecen. El conde de Montecristo murió, pero Ulises vive. También viven aún Don Quijote, Wilhelm Meister, Hamlet, viven hoy todavía Quintus Fixlein, Siebenkäs y el Grüne Heinrich, el pequeño e inofensivo Taugenichts de Eichendorff no menos que el gran Wallenstein de Schiller. Porque todos ellos no son en primer término representantes de su tiempo, sino simplemente seres humanos. Lo que constituye su destino, existe en todos los tiempos y es posible en cualquier momento. Esto es la «eternidad del tema».
Con ella se puede unir perfectamente eso que se llama «colorido de época», «ambiente» etc. Aunque Ulises sea un símbolo de la humanidad, la Odisea ofrece los detalles más importantes y finos de la vida de la Grecia antigua. El «Grüne Heinrich» es todo menos intemporal, su Munich no es el de hoy, y su Suiza no es simplemente Suiza, sino la de su tiempo. También en las obras más grandes hay elementos que no están a salvo de envejecer. En las «Wahlverwandschaften» se habla mucho de parques que apenas nos interesan ya, y en Keller se habla de un arte pictórico que hoy nos resulta anticuado y pasado. Pero la verdad eterna del conjunto provoca que no encontremos estos aspectos, como en otras ocasiones, ridículos sino conmovedores. Lo que vive el Grüne Heinrich será vivido por muchos, hoy y mañana y dentro de cien años.
Y ahora el lenguaje. En todo autor está enraizado en su tiempo, y más de un pequeño rasgo resultará en el futuro incomprensible, extraño y quizás ridículo. La prosa de Keller es, seguramente desde Goethe, la única creación consistente en este terreno. Él ha bebido en las profundas fuentes del lenguaje patrio y así se ha librado de la universalidad aparente de aquella belleza del lenguaje sin patria y sin pueblo que es muy fácil aprender y que envejece muy deprisa. Pero no ha escrito en dialecto, ni ha tratado de causar efecto con una originalidad no refinada. Como ningún otro prosista alemán, aparte de Lutero y Goethe, Keller salvó del lenguaje popular, al que estaba unido su ser y que él hablaba y oía hablar a diario, el colorido expresivo y la contundencia, incorporándolos a un lenguaje artístico elaborado con términos tradicionales y personales.
De ahí la jugosidad y frescura de la expresión aislada, la expresividad proverbial de las frases. Esto está aprendido del lenguaje del pueblo. Sin embargo, la construcción de sus frases y su unión e interrelación no pudo aprenderlas del pueblo. Sin un sentido extremadamente fino para el ritmo y la tectónica, y sin un aprendizaje agradecido y humilde en los antiguos no hubiese sido posible. Leí grandes fragmentos del «Grüne Heinrich» en voz alta y en muchos cientos de páginas encontré apenas dos líneas que al hablarlas no sonasen melodiosas, naturales y perfectas. Eso es algo que, en el afán de originalidad de tantos autores modernos, no se encuentra casi nunca. Ya exteriormente el lenguaje de Keller muestra la tranquilizadora seguridad de su fluidez, no se encuentran frases sin verbo como están ahora de moda, no hay una yuxtaposición de brevedad sorprendente o de retórica impetuosa y lírica. Por el contrario se encuentran frases y elementos sintácticos de longitud proporcionada, de bella fluidez, acordes a la respiración natural y al latido del corazón que cualquiera puede leer sin preparación bien y cómodamente, y una unión de las frases por medio de conjunciones sencillas apenas perceptibles, cuya fina elección y agradable encanto se toman como algo natural aunque en toda prosa son infinitamente importantes. Y por fin, lo más significativo es quizás la renuncia al circunloquio difuminador, la riqueza de verbos y sustantivos enjundiosos, sobre todo. Nuestro lenguaje literario adolece de una grave tendencia a poner el colorido y la sutileza de la expresión sobre todo en los adjetivos y adverbios, en lugar de en los sustantivos y de contentarse con los verbos «ser» y «haber» evitando los verbos más valiosos. El lenguaje de Keller no muestra rastro alguno de este empobrecimiento.
Quizás suene esto un poco mezquino y pedante. Pero no vendrá mal que se digan estas cosas de vez en cuando. Observando la técnica de Goethe y Keller, un poeta pequeño nunca podrá convertirse en uno grande, pero también nosotros los pequeños podemos aprender, y probablemente el mismo Keller no improvisó, sino que cambió y desechó repetidamente más de una frase y más de una palabra antes de decidirse por la adecuada.
Porque el «Grüne Heinrich», tal como se nos presenta, es la obra de media vida, su adaptación y redacción actual surgieron entre esfuerzos y disgustos, y sin embargo el conjunto es, para el que no conoce la primera versión, una creación fresca y espontánea.
Una vez más comprendemos cuán pocas novedades hay. Aparece una nueva filosofía, un nuevo pensamiento social, un nuevo género artístico que resultan tan nuevos y distintos que a su lado lo de ayer parece viejo. Pero muy pronto surge un historiador que demuestra que la más reciente filosofía fue ya concebida por un pensador del medievo, que descubre que la existencia y el conocimiento del pensamiento social ya existían entre los fenicios y que el nuevo género artístico ya era conocido en la China antigua.
En la literatura sucede lo mismo. Lo nuevo sólo se manifiesta donde nace uno de los raros gigantes o donde un pueblo, que ha permanecido hasta entonces en silencio, empieza a expresarse como sucede desde hace cincuenta años en Rusia. Y también esta novedad se integra con rapidez y seguridad a lo viejo aún vivo, en cuanto ha pasado la sorpresa del primer contacto. Porque sólo perdura el símbolo, no la réplica. No podemos imaginar lo que haría un novelista de moda olvidado de los años treinta con Ibsen y Dostoievski si se les pudiese confrontar. Sin embargo, el joven Goethe y quizá también Shakespeare encontrarían sin duda muchas cosas de que hablar con estos nuevos.
Gottfried Keller no está quizá lo bastante lejos de nosotros como para que podamos colocarlo, por las buenas, al lado de los consagrados a lo largo de los siglos. Pero me parece que junto al caballero Don Quijote, Wilhelm Meister y otros queridos personajes intemporales el Grüne Heinrich también tiene su lugar.
(1907, corregido 1917)