Theodor Storm
1817-1888
Gottfried Keller
1819-1890

«Correspondencia»

Para esos atardeceres de domingo otoñales levemente dorados, cuando se llega a casa y se tienen todavía recientes en la memoria los árboles cargados de manzanas rojas y amarillas, no sabría de lectura más bonita que la correspondencia, publicada hace poco, entre Theodor Storm y Gottfried Keller. Dos viejos zorros, que se conocieron tarde, charlan y ríen y refunfuñan sobre sí mismos y sus obras, sobre las rosas en junio y la nieve en invierno, se dicen mutuamente amabilidades corteses y amables verdades y añaden en ocasiones un comentario sobre la vida, sobre el destino, el arte y la creación, y se quejan de vez en cuando de los achaques de la vejez, y en total están satisfechos con sus vidas. Y con toda la razón, pues ambos son hombres admirables, trabajadores y sibaritas, sanos e infatigables, y no son literatos chapuceros, sino poetas finos y puros, para los que el mundo de Dios no es una ocasión para razonar, sino un hermoso jardín paradisíaco con árboles, flores y animales que hablan significativamente.

Pero uno de estos zorros es un hombre apacible, educado, moderado, posee casa y jardín, tiene mujer e hijos queridos, celebra pequeñas fiestecitas y recibe a menudo amigos y parientes, y el otro es un soltero que se ha vuelto cáustico con los años, que habita en pisos de alquiler, que no tiene parientes y en realidad tampoco amigos, que sabe poco del bienestar y una vida doméstica ordenada, que más bien pasa muchas noches en las tabernas y a menudo no encuentra el camino a casa sin traspiés y maldiciones.

Una correspondencia es siempre una historia, y así vamos a contemplar también ésta. Comienza en 1877 cuando Storm pensó: «¡Oh vosotros elegidos que camináis al mismo tiempo sobre la tierra, aunque un apretón de manos no sea posible, sí debería serlo de cuando en cuando, un saludo desde la lejanía!» Y así le manifiesta al zuriguense su admiración y demuestra el buen conocimiento de sus obras pidiéndole que conceda a su «Hadlaub» un final un poco distinto, en el que el lector no se sienta tan defraudado en su expectativa de ver la dicha amorosa de Hadlaub. Y se produce lo asombroso, que Keller, que en otras ocasiones tardaba a menudo muchos meses, y a veces hasta años en contestar, escribe ya a los tres días amablemente, y en seguida con una auténtica carta suya, una de las más divertidas de toda la colección. «El consejo leal y amistoso», escribe, «no me extraña, pues la historia es al final verdaderamente precipitada y no está del todo desarrollada. En cuanto al comportamiento amoroso propiamente dicho, no considero muy apropiado para la edad avanzada detenerse demasiado en tales cosas etc. De todos modos voy a reflexionar aún sobre el asunto, pues el hecho de que un juez luterano de Husum, que tiene ya hijos mayores, invite a un viejo canciller de confesión helvética a un mayor esmero en la descripción erótica es bastante inusitado».

Y más tarde amplió efectivamente la descripción erótica. La correspondencia comienza así de manera alegre y casi desenfadada. Durante un tiempo los dos caballeros intercambian toda clase de opiniones, noticias y bromas que nos hacen sentirnos a gusto. Luego llama a veces la atención que Keller tarda mucho tiempo en contestar, y también que sus cartas resultan breves y secas. A uno le extraña y trata de averiguar a qué se debe. Y pronto encuentra el punto conflictivo. El pater familias y dueño de casa Storm vive constantemente muchas cosas pequeñas, cariñosas, caseras y habla de ellas con una alegría y minuciosidad infatigable, a veces conmovedora. Y Keller lo lee y asiente, pero ¿qué va a contestar? No puede ofrecer nada parecido, excepto la noticia de un traslado fatigoso en el que por llevar unas pantuflas demasiado grandes se cae de la escalera con los brazos llenos de libros y casi se rompe la cabeza. Y ¿qué va a decir Storm a eso? En su casa no hay pantuflas demasiado grandes, ni escaleras que se caen, porque hay una mujer que se preocupa de todo, y en la casa reinan el orden y la felicidad. Y aunque quizás nota a veces el lado trágico en esas pequeñeces, cuando le da pena la soledad y el carácter inhóspito de la vida de Keller, no puede decir nada. Así que prosigue amable y locuaz en el tono de siempre; pero Keller se vuelve seco y frío, y en una ocasión llega incluso a no escribir durante todo un año.

Existían desde luego razones más profundas. Keller, para el cual la vida exterior transcurría en la renuncia, se realizaba en su obra con fervor y pasión extraordinarios. Pero en este aspecto no se produjo entre él y Storm una profunda compenetración. En lo que dice Storm sobre las obras de Keller, no toca casi nunca su esencia profunda, y el solitario Keller que apreciaba poco las amabilidades corteses se fue retirando lentamente con una callada desilusión. Al final Storm, que sin duda no sospechaba lo que le hacía a su amigo, despachó los poemas completos de Keller, la obra de una vida, con pocas palabras y con eso terminó por distanciar del todo al maestro tan difícilmente accesible. El resto fue silencio.

No se puede disimular: la última impresión que esta colección de cartas causa sobre el lector más perspicaz es triste, amargamente triste.

Pero a veces, en uno de esos atardeceres de un domingo de otoño, puede ser hermoso ponerse triste. Pues las cartas de las que hablamos no sólo contienen una cantidad de cosas espléndidas, sino que la impresión final y dolorosa no desemboca en superficialidades, ni en una «culpa», sino en la renovada experiencia de una verdad profunda y trágica. Ni Storm ni Keller tuvieron culpa. La razón por la que quisiéramos llorar no son los malentendidos ni las pequeñeces, sino más bien la experiencia de que entre los seres humanos, sean grandes o pequeños, existen tan pocos puentes y que cuando se pierde una vez el único puente, ni las intenciones más nobles ni las palabras más hermosas conducen ya a una comprensión íntima, ni a la amistad. Dos almas espléndidas, únicas, se encuentran, se sonríen, no hallan la palabra mágica decisiva y se separan en silencio. Esto es mucho más doloroso por ser ambos hombres ancianos que tienen ya pocas esperanzas.

Pero ¡cuántas cosas deliciosas hay en el libro que tiene un resultado tan doloroso! Es otoño y los árboles están repletos, y, aunque ningún viento los toque, los frutos dulces y maduros caen. Mientras ambos viejos siguen sus caminos, que se acercan y cruzan y vuelven a separar, hablan muchas palabras buenas y fuertes, y para uno que no quiere ver el fondo su conversación puede ser hasta el final edificante y amena, incluso divertida. El escritor de Husum regaña al de Zurich por una travesura en una de sus narraciones, según él demasiado picante, y el de Zurich se calla, carraspea y aguarda el momento en que sonriendo maliciosamente pueda darle al de Husum las gracias por haberse permitido en su obra más reciente una audacia aún más jugosa. Al mismo tiempo verdades escritas ligeramente, pero profundamente vividas, frases espléndidas que brillan de repente, insinuaciones delicadas, silencios aún más delicados. Podemos —a pesar de todo— estar contentos y profundamente agradecidos de que ambos maestros se escribiesen un par de docenas de cartas «desde la lejanía, de cuando en cuando».

Pero como sucede con las correspondencias, no se convierten por sí mismas en libros, sino que tienen que ser «editadas».

Y cuando se edita una cosa suele también estropearse. Así estas deliciosas cartas nos llegan no en un orden sosegado, sino adornadas e interrumpidas y con la cola de un comentario que no es malo, pero que no era necesario. Y como escribir cartas sólo es, en fin de cuentas, un placer, pero comentar y aclarar es un trabajo serio y un asunto importante, las cartas han sido impresas en una letra estrecha y pequeña, y el comentario con letras amplias, bonitas, y grandes. Es posible que sea una señal de modestia del glosador, que supuso que las cartas también se leerían en letra estrecha, pero no el comentario. También esta modestia era innecesaria.

(1904)