«Los cuentos de Andersen»
Cuando éramos pequeños y acabábamos de aprender a leer, teníamos, como todos los niños, un libro favorito que se llamaba «Los cuentos de Andersen», y por muchas veces que lo hubiésemos leído volvíamos a él una y otra vez. Nos ha acompañado fielmente hasta el final de nuestra querida infancia con sus tesoros y sus hadas, reyes y comerciantes ricos, niños mendigos y audaces buscadores de fortuna. Junto al incomparable tío Ole Luk Oie, el cuento de la sirenita era mi favorito, aunque siempre me ponía triste. Qué misterioso y sugestivo era ya el principio con el palacio y los jardines en el fondo del mar. «Cuando el mar estaba tranquilo se podía ver el sol, era como una flor de púrpura de cuyo cáliz brotaba toda la luz». Y qué bien, con qué concisión y claridad empezaba la maravillosa historia de la maleta voladora: «Erase una vez un comerciante que era tan rico que hubiera podido empedrar toda la calle y hasta una callejuela con monedas de plata; pero nunca lo hizo, sabía emplear su dinero de otra manera; cuando daba un chelín, recibía un taler; así era este comerciante y un día se murió».
Estas frases no se me habían quedado en la memoria, las acabo de volver a leer ahora. En la memoria no se me habían quedado frases ni palabras, sino las cosas mismas, todo el mundo colorido, sugestivo del viejo Andersen, y estaba tan bien guardado en mi recuerdo y era tan bonito que tuve buen cuidado de no volver a abrir este libro que de todos modos parecía haberse perdido. Porque ya pronto descubrí y aprendí que no debemos leer más tarde los libros de los que extraemos en los primeros años de nuestra infancia y juventud todos los placeres porque pierden el viejo brillo y fulgor y parecen transformados, tristes y ridículos.
Pero la historia que leí era buena, no era tan fantástica, exagerada y artificial como había temido en secreto, sino que miraba con ojos inteligentes el mundo real y no lo tapaba con su brillo fantástico por vanidad y atolondrado desenfado, sino por experiencia y resignación compasiva. Y el brillo era auténtico y cuando seguí leyendo y volví a estudiar también muchas de las viejas historias, era de nuevo el mismo hermoso brillo mágico de otros tiempos y la temida decepción se convirtió en alegría y enriquecimiento y si faltaba algo y no resonaba con la antigua riqueza, la culpa era mía y no del viejo Andersen.
Ahora leeré a menudo con alegría sus libros, están en un buen sitio donde no se empolvan. Y si vuelvo a encontrarme al viejo Andersen, no sólo me quitaré el sombrero, sino que me interesaré por él en agradecida admiración: porque fue, según creo, un hombre singular, sencillo y puro. Lo poco que se sabe encaja perfectamente con el hombre de los cuentos. Criado en la pobreza, pronto protegido y dependiente, aficionado a viajar, ambicioso, pero siempre como el hijo de los cuentos que se va de casa, por fin famoso y acomodado, pero nunca con calor y abundancia, sino siempre con sufrimiento en el corazón y desdichado en todos sus amores así vivió este hombre singular. Y era tan niño que en su desilusión y soledad se sentaba junto a los pequeños e inventaba cuentos para ellos y por fin sólo estos cuentos, que tienen el espíritu de las cosas eternas han quedado de él, que debía su fama a otras obras.
(1910)
Tiranos escolares en Austria
Según los periódicos existe para los colegios austríacos un índice especial de libros prohibidos que completa amablemente el índice romano. Así por ejemplo, están prohibidos en todas las bibliotecas escolares austríacas los cuentos de Andersen, porque según un decreto del consejo de enseñanza de Salzburgo, «su contenido es de escaso valor». Queremos suponer, en honor del consejo, que no ha leído aquellos cuentos por pereza. En otro caso se debería aplicar el rigor de sus principios a estos mismos señores y declarar sus cabezas inservibles, pues realmente «su contenido es de escaso valor».
(1910)