«Para crear desde dentro una obra bella, para saturarla con nuestras fuerzas más íntimas, se requiere —tú lo sabes como yo— sobre todo tranquilidad y una existencia que nos permita esperar la inspiración».
Así escribía Mörike el 26 de junio de 1888 a su amigo Hermán Kurz, y la carta está escrita en Clerversulzbach, un pacífico pueblecito suabo, cuya modesta casa de párroco se ha hecho desde entonces famosa y que como patria del «Turmhahn» («La veleta») y de otras obras maestras de Mörike es para nosotros un lugar dichoso de la quietud contemplativa y el ensimismamiento. Podría parecer que el poeta disfrutó realmente aquella «tranquilidad» y existencia agradables pues no sólo su vida exterior transcurrió, después de breves tormentas de juventud, sin catástrofes ni excitaciones violentas, sino que también muchas de sus obras hablan del sentimiento realmente idílico, sosegado de un bienestar satisfecho, de manera que la lectura de estas piezas actúa sobre nosotros como en los viajes lo hace pasar por pueblos anochecidos y jardines que sueñan despreocupados bajo el sol. Dan la impresión de que su creador fue un hombre feliz, desapasionadamente alegre, un hombre de paz radiante, ligeramente limitada.
En todos los tiempos han crecido en las casas de párroco suabas plantas singulares, y Mörike fue una de las más delicadas, finas y recatadas. Quien lo observe de cerca puede averiguar a través de sus obras, incluso sin conocer la vida y la personalidad del poeta, que no fue en absoluto una persona del bienestar satisfecho y la satisfacción barata. Su «Vor allem Ruhe!» («¡Ante todo la calma!») nace más bien de una añoranza profunda y de una privación dolorosa. El fondo de la personalidad de Mörike es una sensibilidad, excitabilidad y vulnerabilidad extraordinarias, y su vida fue una búsqueda constante añorante de aquella «tranquilidad» que era para él una necesidad vital.
En casi todos sus poemas encontramos impresiones de este tipo. ¡Cómo nos llega liberadoramente al corazón el canto matinal del gallo en medio de la placidez alegre del «Turmhahn»! No resuena, se «eleva brillante». Hay que tener sentidos finos para decir algo semejante. O cómo dice del río en el que se baña: «Ya me sube tanteando hasta el pecho, me refresca con el placer del estremecimiento amoroso». Desde que conozco este verso lo recuerdo todos los años en mi primer baño fresco al aire libre.
Junto al sentimiento delicado de tan tiernas sensaciones al que las creaciones de Mörike deben sus detalles vivos y sensualmente cautivadores, vivía dentro de él otra fuerza, infinitamente más poderosa: una compenetración profunda con la vida de la naturaleza, con las almas de los animales, de las plantas, las piedras, las estrellas y un presentimiento respetuoso mezclado con temor, de lo divino, de las misteriosas fuentes de toda vida. Sus poemas y narraciones podrían estar escritos con la misma pureza y nobleza, poseer tantas o más bellezas aisladas, pero sin aquel sentimiento serían sólo bellos y agradables, no tendrían ese tono subterráneo de lo indecible, secreto, visionario que los transfigura siempre y les da el efecto profundo, inolvidable de los sonidos de la naturaleza. De cuando en cuando, este sentimiento se acerca a lo demoníaco que, especialmente en «Maler Nolten», brilla como un relampagueo pálido desde el fondo pesado, angustiado y nublado del ambiente general. «Nolten» es un libro asombroso, en él los personajes dibujados con pureza y cuidado se mueven en una atmósfera de presentimiento y fatalidad que en ninguna parte parece unida a palabras y que, sin embargo, siempre es palpable y perceptible. Una tormenta lejana hace temblar el cielo aún azul y, al acercarse, empapa el aire que se oscurece con silenciosa pesadez y con el presentimiento angustioso de los relámpagos que acechan.
El plácido pastor protestante de aldea, idílico, afable y lúdico, en que una opinión muy extendida ha querido convertir al poeta ignorado durante mucho tiempo, es una fábula bonita, completamente falsa. Mörike no podía estar más lejos del bienestar banal de una «vida feliz», que de todos modos no florece tan a menudo, como pretende la leyenda, en las casas de cura rurales de Suabia. Vivía en una soledad que a veces llegaba a la desolación y que involuntariamente rodea al verdadero creador, y la luz profunda y dorada que ha convertido sus obras en una fuente de juventud y en un manantial de la alegría de vivir para innumerables lectores ha nacido de gran sufrimiento y lucha. Aunque no existiesen otros testimonios de esto que aquellos pasajes graves, sombríos, cargados de fatalidad del «Nolten» y los «Peregrinalieder» a ningún conocedor del alma humana se le escaparía que el creador de estas frases y de estos versos tormentosos tenía que estar tremendamente familiarizado con los abismos de la vida. Luego parece otras veces como si, de repente, hubiese sentido horror a su propia mirada profética, o como si estremecido hubiese notado que la mano de un desconocido, más grande, intervenía en la creación de la obra. Asustado se interrumpe, se refugia desconcertado en la dulzura y la belleza mesurada e intenta una sonrisa que se apaga en los labios. Poco después su lenguaje discurre de nuevo como un riachuelo de verano que suena dulcemente, juega con hierba y flores, refleja amorosamente luminosas nubes del mediodía y sólo permite al lector serio, al experto intuir la profundidad oculta bajo su juego y su reflejo. El poeta respira aliviado, a salvo de fuerzas terribles, y como al niño tranquilizado después de un susto profundo, le entra una alegría desbordante, hace bromas y juegos, se pierde en un juego liberador inconsciente.
Mörike se nos muestra como una persona muy sensible, delicadamente organizada, cuyo sentimiento se aventura a tientas más allá de las fronteras de lo cotidiano y perceptible a la región de los presentimientos y de los grandes contextos. Sufre bajo su sensibilidad hiperdelicada, se asusta con facilidad, es muy vulnerable, incluso desconfiado, accesible a la melancolía, y se refugia de la ensordecedora multiplicidad de las impresiones en el arte, forzando cada impresión grande o pequeña con trabajo incansable, y gracias a un espíritu creativo genial, en formas claras, nobles y clásicas.
Aquí se encuentran los dos extremos y las dos fuerzas principales de su obra: la sensibilidad receptora, extremadamente tierna, que reacciona con tempestades a las más delicadas vibraciones, y el cuidado implacablemente riguroso, escrupulosamente aplicado de la realización formal. Adivina con una comprensión increíblemente fina la singularidad de cada color, de cada sonido, de una iluminación, de un aroma, de un vuelo de nubes pero no nos lo describe copiándolos sino que los traduce, los recrea. Así surgieron versos como:
Veo vagar la nube y el río,
El beso dorado del sol
Penetra hasta mi sangre;
Los ojos maravillosamente embriagados
Aparentan dormir,
Sólo el oído escucha el zumbido de la abeja.
Esto no es realismo mezquino, tampoco es sentimentalismo, es sólo arte puro. ¿No es acaso el suave retardamiento del ritmo en la penúltima línea como un parpadeo agradablemente pesado, somnoliento? Y este oído que se solaza con el placer de la música de las abejas ha oído otras cosas completamente distintas. Está atento al sonido de la tierra, oye fuerzas y destinos ocultos como profundas y silenciosas corrientes, compone armonías del concierto de los sonidos de la profundidad y de las voces del aire:
¡Cuán dulce roza el viento nocturno el prado,
Y recorre ahora sonoro el bosque joven!
Al callarse el insolente día,
Se oye el rumor susurrante de las fuerzas de la tierra,
Que asciende hacia los delicados cánticos
De los aires templados con pureza.
En estos versos hay algo, un encanto que no se puede expresar con palabras, tan especial que sólo ciertos versos de Goethe y algunos versos de Nietzsche «Auf müd gespannten Fäden spielt der Wind sein Lied» («Sobre hilos distendidos toca el viento su canción») resisten la comparación.
Junto al profundo sentimiento por lo simbólico y los paralelismos significativos entre la naturaleza y el hombre, junto a la tendencia a la soledad y la concentración ensimismada, Mörike poseía —en virtud de una ley de equilibrio— un refugio y un remedio en su capacidad extraordinariamente desarrollada de disfrutar con las cosas pequeñas y una especie de deseo lúdico que él cuidaba conscientemente. Como artista desarrolló, partiendo de ahí, su maestría en lo gracioso, divertido y burlesco. Como hombre huía a menudo cuando le perseguían el pesar y el cansancio al reino de lo agradable, gratuito, del juego e incluso del jugueteo. Sacrificaba horas de esfuerzo en copiar a limpio pequeños poemas humorísticos con letras y adornos impecables, a veces incluso en escritura invertida. Inventó para familiares, amigos, criados y colegas muchos motes divertidos. Dibujaba, cultivaba su gran talento mímico, coleccionaba minerales, componía innumerables poemas de ocasión, generalmente muy hábiles, ingeniosos y de forma bonita, acompañaba cada pequeño regalo a sus amigos con una misiva poética. Y todo esto lo hacía con una constancia y un virtuosismo que serían casi ridículos, si no los reconociésemos como una huida instintiva del espíritu exaltado a lo pequeño y estrecho. Pues ante los grandes reveses y rigores de la vida poseía tan poco de aquella perseverancia y alegre tenacidad, que como típico neurasténico renunció ya en sus años jóvenes a su vicaría para dejarse ir durante años a la deriva sin oficio, con lo que su actividad poética no ganó nada. Tomar decisiones pequeñas le resultaba a menudo difícil, durante meses no reunía el valor y el entusiasmo para hacer algo serio, y así, él que depuso pronto su cargo y que siempre sabía hablar de proyectos, escribió en su larga vida sólo cuatro libros de tamaño mediano.
En las páginas en las que esta alegría por el juego, enraizada profundamente en su carácter, se manifiesta literariamente no como arte formal, sino en la invención, Mörike alcanza quizás su mayor singularidad. Ahí se convierte en romántico, sopla pompas de jabón doradas a los aires y navega con ellas, liberado de la pesadez de la existencia durante un breve momento de ensueño. Y así se construye, al principio en un juego lleno de presagios, luego cada vez más consciente, entre su mundo cotidiano, que no le basta o le asusta, y el misterioso país de las fuerzas impenetrables, al que tampoco es capaz de pertenecer del todo, un tercer mundo, un espacio fantástico luminoso, un delicioso «en ninguna parte» en el que se siente en casa, y donde liberado de toda pesadez, realiza vuelos sin esfuerzo, hermosos y gratificantes.
Aquí, en el espacio libremente inventado, puede saciar impunemente cualquier capricho de su alma inquieta, aquí su melancolía se envuelve en oscuros y densos ropajes, aquí su humor resplandece en mil chispas brillantes, su delicada necesidad de belleza juega con las formas etéreas más esbeltas y vaporosas. Aquí viven elfos, sirenas, duendes, habitan el «hombre seguro», el barbero Wispel, y el rey de Orplid.
¡Orplid! Una isla de cuento, habitada por personajes de cuento, rudos y delicados, que ofrece espacio suficiente para mil bromas, suspiros y presentimientos, pero que está trasladada a la luz del «en ninguna parte», del cuento, de «lo que nunca fue», que nos hace incorpóreos y nos libera.
¡Tú eres Orplid, mi tierra,
Que resplandece a lo lejos!
Del mar evapora tu soleada playa
La niebla que humedece la mejilla de los dioses.
Antiguas aguas suben
Rejuvenecidas hasta tu cintura, niño
Ante tu divinidad se inclinan
Reyes que son tus guardianes.
Aquí se mezcla lo mítico primitivo con lo más personal en una fusión única, íntima que da lugar a una peculiar y muy deliciosa clase de romanticismo. Reminiscencias de la Grecia homérica y de Ossian se unen con antiguas leyendas locales suabas, con la naturalidad de una experiencia soñada, y el lenguaje de Mörike adquiere una claridad de incomparable translucidez. Su genio se nutre siempre de la abundancia y, a ratos, se riza hasta la filigrana coqueta, hasta casi la total desmaterialización.
Sobre este suelo crecieron los cuentos de Mörike. Creo que el más bonito de éstos, el «Stuttgarter Hutzelmännlein» («El enanito de Stuttgart»), sólo puede ser saboreado hasta sus últimas finezas por los suabos. Es la pieza de poesía suaba más sublime y pura que conozco. Pero sólo la última comprensión de las fuentes profundas de la tradición popular de las que bebió nos está reservada a nosotros sus compatriotas, el conjunto es arte puro, comprensible para cualquier sensibilidad refinada.
El destino de sus obras ha sido el más delicioso y noble. Pasaron por el mundo lenta y calladamente y hallaron por doquier personas para las que el encuentro significaba un mundo y que a partir de entonces no sabían vivir ya sin Mörike. Así seguirá siendo, y el modesto autor suabo de canciones y cuentos seguirá caminando a través de los tiempos más vivo y más seguro que muchos, cuyos nombres brillaron una vez con más fuerza y resplandor y que fueron pregonados por admiradores más ruidosos. No se necesita hablar mucho de él, pertenece a la clase de fuentes dulces y fuertes que encuentran su camino y realizan su trabajo bienhechor, vivificante en la oscuridad e incluso subterráneamente. Algunas cosas revelarán poco a poco su carácter temporal y se perderán, pero el núcleo de su obra es inmortal y enriquecerá aún a miles de espíritus. Siempre arderán ojos jóvenes y sonreirán felices ojos viejos ante estas páginas mágicas, personas alegres y tristes las leerán y bendecirán toda su vida el momento en que las leyeron.
(1904, reescrito en 1911)