Cuando yo era muchacho poseía algunos cuadernos desgastados de la biblioteca Reclam con aquellos autores por mí queridos, que no figuraban en la historia de la literatura: eran el «Goldener Topf» de Hoffmann, los poemas de Hölderlin y el «Taugenichts» de Eichendorff. A este tesoro literario amado y medio prohibido pertenecían también dos extrañas piezas de teatro, «Napoleón» y «Scherz, Satire, Ironie und tiefere Bedeutung» («Broma, sátira, ironía y significación profunda»), de Grabbe y de este autor no se sabía nada ni se podía averiguar nada en ninguna parte, excepto que había sido desdichado y que había bebido hasta morir. Tenía mucho cariño a estos dos libros aunque todos mis favoritos se hallaban entre los líricos y los narradores. En ellos soplaba un aire sublime, prohibido, lleno de pasión, arbitrariedad, capricho, en estos libros resplandecían rayos, y detrás del juego fulgurante se escondía profunda y oscuramente una melancolía desesperada.
Aún hoy amo aquellos libros que devoré como colegial y de los que extraje, a pesar del colegio, una historia de la literatura alemana válida. Y cuando resurge uno de aquellos poetas, cuando vuelve a moverse y a mostrarse vivo uno de aquellos olvidados e incomprensiblemente perdidos, se alegra mi corazón de muchacho. Casi todos aquellos poetas que en mi adolescencia estaban prohibidos por los profesores y olvidados por el público, han vuelto a surgir, vuelven a resplandecer hoy: Jean Paul, Hölderlin, Hoffmann, Brentano y ahora le toca el turno a Grabbe.
(1924)