Con motivo del 75 aniversario de su muerte
En marzo de 1850 Balzac había logrado, a los cincuenta y un años, después de interminables años del más tenaz asedio cumplir el gran deseo de su vida, casarse con la señora Hanska. Una vida increíblemente violenta, ansiosa, llena de trabajo, jadeando constantemente, a toda máquina, parecía haber encontrado la calma, un barco fantástico parecía haber hallado felizmente el puerto después de cien tormentas y cargado de tesoros de todas las regiones. Pocos meses después, el 18 de agosto de 1850 murió.
No había puerto, no había descanso para este terrible gigante, para este genio del afán, de la ambición y del trabajo.
Pertenece a los grandes escritores que se pueden leer de muchas maneras. Se le puede, de hecho, leer, lo que en la mayoría de los grandes escritores es imposible, en cualquier etapa de la vida, de joven o de viejo, como sirvienta o como pensador, como gourmet literario o bárbaro devorador de libros. Las portentosas cualidades y energías literarias que se esconden detrás de la enorme y multicolor fachada de sus numerosas obras no se muestran sin más, Balzac parece a menudo incluso bastante banal, trivial, poco refinado y a menudo hasta aburrido. Sólo al intentar imaginar como unidad, como la obra de un cerebro único que crea conscientemente, la envergadura de su obra, el mundo de estos volúmenes innumerables llenos de numerosos personajes y destinos, comenzamos a intuir la segunda fuerza de este atleta, el poder de la selección, ordenación y composición. Su primera fuerza, la de engendrar, la de crear a borbotones, se manifiesta sin más a cualquier lector ingenuo.
Su obra huele a fecundidad e irradia riqueza como la de ningún otro escritor, Shakespeare excluido. A menudo, esta fecundidad parece derramarse y derrocharse, y a menudo este instinto creativo indómito parece brotar sin dirección y casi sin sentido, buscando ciegamente como una fuerza de la naturaleza terrible. No siempre siguió a esta creatividad ciega el sentido ordenador, a este afán creativo el gusto purificador. Pero a veces no se produce solamente la armonía entre el instinto y el espíritu, el impulso natural y la consciencia, sino que por encima de esto se intuye a un tercer Balzac, misterioso, a un sabio que reconoce y ve la ingenuidad de su quehacer titánico, el sinsentido de su segunda creación del mundo, pero los acepta y se contempla a sí mismo sonriendo, mientras intenta una y otra vez lo imposible.
También la moral de Balzac que adopta un aire tan sencillo y claro cuando proclama afanoso y elocuente, y a ratos también un poco pedante, su programa, el programa de un legitimista, católico y aristócrata, también esta moral se revela una y otra vez como una ficción, como una pared lisa que quisiera presentar el mundo cúbico como plano, y detrás de esta moral de planos se presiente a menudo con horror una afirmación del mundo amoral y entregado, para la que no existe ni el bien ni el mal, ni la belleza ni la fealdad, sino sólo el respeto a la vida, a la existencia, cuyos misterios no alcanzan nuestros haremos e intentos de crítica.
Que el creador bárbaro e ingenuo Balzac nos deje intuir siempre la misteriosa profundidad detrás de la pared sobre la que nos muestra su mundo de imágenes abigarrado, llamativo, lleno, ruidoso, exuberante, que sus personajes y situaciones aparentemente tan reales, tan sangrientamente vivos se conviertan una y otra vez en símbolos, que este demiurgo venere tanto el espíritu como su polo opuesto, la naturaleza que genera ciegamente, eso le convierte para nosotros en poeta, eso hace del caos de su obra un cosmos. Si no sería solamente un fenómeno, un Niágara o un Gaurisankar. Si no tuviese esa tercera dimensión, ya habría palidecido su mundo de imágenes o palidecería y moriría dentro de pocas generaciones, pues ¿qué nos importa la realidad que existía hace noventa o cien años en París, en el pueblo francés, en la política francesa de entonces?
Pero esta «realidad», por mucho que nos cautive, nos fascine y hasta oprima con su imagen externa, se disuelve siempre en un sistema de símbolos en el que París no es París, 1840 no es 1840, Francia no es Francia, la política no es política, ni el dinero es dinero. Precisamente el dinero, ese dinero eterno que domina hasta el exceso el mundo balzaquiano, sería para nosotros desde hace tiempo indiferente y aburrido si en sus novelas no fuese siempre el gran símbolo de la dependencia que existe entre el espíritu y la materia, y de toda la serie de antinomias eternas.
Y así Balzac, cuando lleguen el cien y el doscientos aniversario del día de su muerte, seguirá estando vivo a pesar de todos los defectos de su obra. Cuando lo recordamos (a mí me sucede al menos cada vez que lo hago) no vemos sólo al Balzac que hemos leído o al Balzac histórico de los biógrafos, sino que se nos aparece la visión de otro gran creador y mago: la escultura de Balzac de Auguste Rodin.
En esta escultura, en esta visión de un Balzac supratemporal, gótico y demoníaco, está circunscrito y se hace patente, al menos para nosotros, el múltiple fenómeno que este maestro representa para los hombres de hoy.
(1925)
En el caso de algunos poetas extranjeros se podrá discutir si su traducción al alemán es posible y deseable, o si, por el contrario, el pequeño círculo de lectores interesado lo alcanza y lee en el original; en Balzac no existen estas dudas. Es un narrador y escritor de ficción para todas las clases y círculos, y en décadas anteriores adaptaciones voluminosas alemanas de sus obras tuvieron una gran difusión. Desde entonces ha caído entre nosotros un poco en el olvido. Es la reacción natural a un éxito de moda extraordinariamente fuerte y persistente en toda Europa, que en su día compartió con Walter Scott y Bulwer. Entre lectores más refinados Balzac, desde luego, ha ocupado siempre un lugar de honor, incluso ha sido valorado más desde un punto de vista puramente literario a medida que empalidecía su fama de moda. Se ha demostrado que no sólo era el narrador de talento de su tiempo, sino además un conocedor y representador de lo humano. En la plasticidad y en la enorme riqueza de personajes de sus obras, en su fecundidad y fuerza imaginativa inagotable halló su época un espejo en él que se contemplaba deslumbrada o divertida, y Balzac fue leído con placer y admiración por todo el mundo desde el príncipe hasta el criado. El lector actual se encuentra al principio confuso y perplejo ante este mundo, asombrado por su tamaño y riqueza, echa de menos algunos encantos de una lengua refinada que desde entonces se ha vuelto más pictórica y más matizada, encuentra aquí y allá esquemas y trabajo descuidados. Luego le cautiva el rigor de un naturalismo, que se encuentra más en el sentimiento que en la técnica, y a medida que prosigue la lectura, enmudecen todos los reparos ante el brío y la riqueza de esta cabeza en la que tuvieron cabida mil vidas y cuya obra es un microcosmo casi perfecto.
(1908)
Con verdadero placer he vuelto a respirar después de muchos años este aire intenso que huele tan fuerte y caliente a París, a dinero, a mujer, y donde es siempre tan extraño y conmovedor encontrar detrás de la fachada multicolor al autor solitario y perdido en una meditación casi monacal. Intencionadamente, para hacer el experimento, tomé al tiempo un libro de Zola, pero no me fue posible leerlo, al lado de Balzac todo resultaba al mismo tiempo tosco y blando, bien visto pero no recreado, animado pero no espiritualizado, y así volví rápidamente a Balzac, como en otras ocasiones, hechizado por la riqueza y vitalidad de su microcosmo y, al mismo tiempo, por la penetración o clarividencia con que estas pesadas y jugosas masas están ordenadas y distribuidas. No tenemos una estética de la novela, se pueden escribir buenas novelas de muchas maneras, pero de algún modo tienen que existir medida y proporción, de algún modo cada descripción, ya esté hecha con trazo ancho o afilado, tiene que guardar con el conjunto una armonía. No podría demostrar que eso sucede siempre en las obras de Balzac, que a menudo se pierden en la simple pintura, pero lo intuyo.
(1925)