Jean Paul
1763-1825

Sobre Jean Paul

Si en un examen me preguntaran en qué libro de la época moderna se expresaba con más fuerza y carácter el alma de Alemania, nombraría sin pensarlo «Flegeljahre» («Años de adolescencia») de Jean Paul. En él aquella Alemania misteriosa que aún perdura, aunque desde hace algunas décadas la oculta otra Alemania más ruidosa, más inquieta, más desalmada, ha producido su espíritu más singular, más rico y estrambótico, uno de los talentos literarios más grandes de todos los tiempos, cuyas obras constituyen una verdadera jungla de la poesía. Y en su asombrosa riqueza y su asombrosa falta de memoria, Alemania ha olvidado a este mismo escritor, después de haber sido durante un tiempo un autor de moda. Algunas de sus obras, sobre todo «Flegeljahre», son conocidas aún aquí y allá en familias con buena tradición, por lo demás sólo lo conocen los literatos. Hay en Alemania, también en la Alemania más reciente de después de la guerra, ediciones completas de las «Mil y una noches», de Voltaire y Diderot, pero no hay un Jean Paul completo.

Jean Paul, hijo de un maestro y organista, se llamaba en realidad Johann Paul Friedrich Richter y vino al mundo el 21 de marzo de 1763 en Wunsiedel.

«No se deje», dijo más tarde en una ocasión, «no se deje nacer ni educar un poeta en una capital, sino a ser posible en un pueblo, a lo sumo en una ciudad pequeña. La opulencia y el exceso de estímulos de una gran ciudad son para el alma excitable de un niño una comida a base de postres, como beber aguardientes y bañarse en vino caliente. La vida se le agota en la infancia y después de haber conocido lo más grande, sólo desea a lo sumo lo pequeño, los pueblos. Si pienso en lo más importante para el poeta, el amor, en la ciudad ve alrededor del continente cálido de sus amigos y familiares las grandes zonas frías del solsticio y de los hielos de las personas no queridas con las que se encuentra como un desconocido y por las que siente tan poco amor y entusiasmo como la tripulación de un barco que se cruza con la tripulación de otro barco. Pero en el pueblo se ama a todo el pueblo y ningún recién nacido es enterrado sin que todos conozcan su nombre, su enfermedad y su tristeza, y ese magnífico interés por todo lo que tiene un rostro humano y que trasciende incluso al forastero y al mendigo, incuba un amor humano condensado y el pulso verdadero del corazón».

Dos años después de su nacimiento la familia se trasladó a Joditz y allí pasó Jean Paul la mayor parte de su infancia. Ávido de conocimientos, dispuesto a aprenderlo todo, recibió poca enseñanza y no encontró un maestro bueno y solícito. Una vez cuenta cómo de niño tuvo por primera vez conciencia de sí mismo, «cuando me hallé ante el nacimiento de mi conciencia, del que sé decir exactamente el momento y el lugar». Su padre, un buen hombre, parece haberlo entendido y apoyado poco. Pasó los últimos años de su infancia en Schwarzenbach, y en 1779 ingresó en el instituto de Hof. El mismo año murió su padre. En Hof el joven ardiente no encontró personas importantes pero sí libros, y penetró con ímpetu en el reino del espíritu. Al principio bebió con comprensible entusiasmo la literatura de la ilustración, como corresponde a un hijo de un pastor protestante, y se llenó con aquel espíritu revolucionario, crítico, implacable, propio de una juventud como es debido, que a veces suena sabihondo y malhumorado, y que en Jean Paul tampoco estuvo libre de acidez. Llenó muchos cuadernos con apuntes, ensayos, tratados y programas; al parecer también escribió o al menos comenzó entonces una novela. Y pronto encontró también dos, tres amigos, entre ellos a Johann Richard Hermann que parece haber sido un hombre audaz, firme o al menos se le considera el modelo de los personajes más viriles y audaces de las obras posteriores de Jean Paul, como Schoppe, Leibgeber y Gianozzo.

En 1781 el escritor llegó a Leipzig como estudiante de teología y estudió con el mayor entusiasmo, pero no teología, sino todo lo que le atraía de alguna manera, y que no olía a ciencia para ganarse la vida. Siguió escribiendo con vehemencia. Y pocos de nuestros escritores se han entregado al goce de la propia productividad como Jean Paul. Siendo estudiante se estrenó con un libro, «Grönländische Prozesse» («Los procesos de Groenlandia»), que fue publicado en el año 1783. Aquel espíritu crítico revolucionario de la época de la adolescencia se expresa aquí ingenioso y satírico en comentarios audaces, a menudo agudos sobre todo lo humano y divino, sobre el sol, la luna y las estrellas. Sólo un año más tarde escribió un «Andachtsbüchlein» («Librito de meditación»), en el que sigue caminos agustinos y reflexiona sobre sí mismo, la crítica se convierte en autocrítica, el cínico se convierte en moralista. A finales del otoño de 1784 el joven Jean Paul tuvo que dejar Leipzig, pues no tenía ya nada que llevarse a la boca y sólo poseía un saco lleno de deudas. En Hof pasó con su madre dos años bastante descorazonadores, en un mundo sin alicientes ni brío, tempranamente descarrilado, hundido en sí mismo, incapaz de adaptarse al mundo ingrato y de conquistarse un lugar en él. El hermano de uno de sus amigos del colegio lo tomó por fin como profesor particular en un pueblo cerca de Hof; allí vivió dos años, luego encontró un puesto como profesor particular en Schwarzenbach, sobreviviendo míseramente de año en año, siempre bordeando el hambre, pero siempre aplicado a la hora de escribir y además rodeado de vez en cuando de la veneración apasionada de muchachas a las que supo atraer toda su vida con especial magia aunque, a pesar de ser un gran enamorado, nunca fue un buen amante. Para eso era demasiado voluble e infiel y estaba demasiado entregado al espíritu y la amistad. En los años alrededor de 1790 escribió y se publicaron los primeros escritos importantes, entre ellos el «Schulmeisterlein Wuz» («El maestrito Wuz»). Y entonces floreció rápidamente, estrella tras estrella, este rico firmamento, siguieron «Die unsichtbare Loge» y «Hesperus», en 1794 «Quintus Fixlein», en 1795 el «Siebenkäs», ese libro maravilloso. En la figura de Leibgeber aparece por primera vez claramente modelado uno de los polos de la personalidad de Jean Paul.

En Weimar, a donde peregrinó el joven literato en 1796, se sintió bastante decepcionado. La desilusión fue el destino eterno de este espíritu insaciable, exigente, que buscaba por todas partes el ideal y encontraba siempre el perfume fatal de la llamada realidad. Solamente en las mujeres, en las damas sensibles, aficionadas a la lectura encontró a menudo comprensión, amor y admiración, pero por agradable que fuera esto, siempre le hartaba pronto. El descontento, el hambre espiritual le hacían proseguir su camino. Ya como profesor, ya como maestro vivió en esos años en Hof, Leipzig, Berlín, Weimar, Meiningen y Coburg. Rápidamente famoso, respetado y protegido por los príncipes, entusiasmó a los soñadores y espantó a los burgueses con la manera de vivir de un verdadero excéntrico, que lleva el corazón en la punta de la lengua, que no pregunta por la etiqueta y tonterías semejantes, que ofrece al prójimo su corazón o le da un pisotón según lo dictase el momento. Se le ha reprochado a menudo como defecto y debilidad su escasa adaptación al mundo. Pero habría que considerar que para el desengañado del mundo, para el poeta e idealista hostil a la realidad, significaba una proeza considerable enfrentar su pobre y hambrienta persona al mundo y persistir tozudamente en su manera y en sus manías costara lo que costara. Y a esto se atuvo toda su vida.

Cuando Jean Paul, el escritor ya famoso, se prometió y casó en Berlín con la hija de un alto funcionario, había escrito el «Siebenkäs» hacía tiempo y debía saber cómo es el amor y el matrimonio para personas que suelen llevar la cabeza en las nubes. Él lo hizo a pesar de todo, y el matrimonio fue tan desgraciado y fue soportado con tanta dignidad como cabía esperar de él. Y de nuevo surgieron obras, más grandes, más inspiradas, más formidables: sus dos obras maestras, el «Titán» y «Flegeljahre». Aquí se encuentra el apogeo evidente de esta vida. El cenit ya había sido rebasado cuando se instaló en 1804 en Bayreuth donde solía encerrarse en la famosa Rollwenzelei con su material de escribir y su tarro de cerveza y trataba de olvidar en los placeres del pensamiento y la creación lo que no funcionaba en la vida. Y había muchas cosas que no funcionaban, aparte de algunas amistades y correspondencias, aquella vida no tenía una realidad, se deshacía en dos mitades, la que transcurría en la mesa de trabajo, con cerveza y vértigo creativo y otra anodina de rostro gris y cotidiano. Jean Paul no consiguió nunca juntar ambas partes por lo que suelen criticarle mucho los mismos maestros de escuela que, sin embargo, reconocen que sus obras son las gigantescas obras de un genio. Pero ninguna de éstas se hubiera escrito si Jean Paul hubiese tenido la suerte de entenderse mejor con el mundo y consigo mismo. Todas ellas han nacido de esta discrepancia; esta insuficiencia, este vacío entre el aquí y el allá son realmente la fuente de toda su creación. En sus años de Bayreuth Jean Paul escribió aún algunos libros, innumerables artículos, prólogos, recensiones, discursos, reflexiones, aforismos, entre los que hay muchas cosas deliciosas pero la gran fuente estaba o parecía agotada, el enorme afán de producción se había convertido en una obsesión, y sólo al final volvió a brotar espléndidamente algo de la antigua fuerza en la novela «Der Komet» («El Cometa») que no llegó a terminar. Jean Paul murió el 14 de noviembre de 1825.

Sobre Jean Paul se ha escrito mucho. Él, que fue amado en toda Alemania como casi ningún otro escritor, ejerció su influencia hasta la juventud de nuestros padres, y casi en todas las autobiografías hasta más allá del siglo pasado se encuentra el agradecimiento a Jean Paul, el testimonio de la fascinación, el embrujamiento, la seducción o atracción y la conjuración por él.

Quizás lo más bonito que se haya dicho jamás sobre este escritor procede de otro gran alemán también hoy olvidado que sigue ejerciendo todavía subterráneamente su influencia y que como el propio Jean Paul volverá un día a ser visible y vigente cuando cien celebridades de hoy y ayer se hayan apagado: Josef Görres. Para él, como para todos los lectores del poeta, la mayor impresión fue la de la abundancia y la riqueza exuberante. Algunas de sus frases sobre Jean Paul son tan hermosas que sería una lástima no citarlas aquí.

«Plateadas, relucientes y puras como copos de nieve se acumulan las ideas en el azul del cielo que él nos abre, y bajo este cielo la tierra se extiende como un mar pacificado y hunde la mano en las olas transparentes y extrae como Jamblichos de la fuente del material terrenal el celestial amor en la figura de un muchacho gentil, bello y extremadamente amable. Pero no siempre el elemento caprichoso le concede su tesoro tan fácilmente, a menudo aparece turbio y removido hasta el fondo; los tritones suben juguetones a la superficie, las sirenas cantan en corros, los acróbatas delfines bailan, todos los monstruos de la profundidad acuden invitados al baile de brujas, la estirpe obstinada de los peces, de mirada extraña, pulpos de mil brazos, estrellas de mar, gusanos enroscados, y los moluscos encerrados en sus torres de porcelana: y cuando el poeta vuela bramando sobre la fiesta, el mar asciende a su nube tormentosa como una tromba de agua y la extraña muchedumbre sube y baja en el meteoro que es como el saco del apóstol que va del cielo a la tierra con todos los animales y todas las flores del mundo y complacido camina el creador de la visión como el gigante del apocalipsis cuyas piernas son dos columnas, cuya cabeza es el sol». Y en otro lugar del mismo ensayo «Die Romantik und ihr Nachhall» figuran las palabras: «Sus obras semejan a aquella imagen india de Gowinda, en la que el dios cabalga sobre un elefante que está compuesto por muchas muchachas entrelazadas y los abanicos de estas bayaderas son plumas de pavo real y sus cabellos terminan en Madhavis serpenteantes cuyos zarcillos rodean como serpientes de carmesí al coloso y los ojos de las serpientes se convierten en lirios de agua, en cuyos cálices se mecen colibríes, y reflejos brillantes lucen entre las hojas, pero muchachas, flores y aves están formadas por alas de mariposas y polen, conchas y gemas multicolores, fuego eléctrico y destellos y sin embargo todo lo une el imán oculto del arte en un conjunto vivo, cerrado».

La imagen del fondo del mar removido, que empuja hacia arriba lodo y conchas, la imagen de aquel saco en el que se ofrecen al apóstol animales puros e impuros, la imagen del dios hindú en el que toda la creación fluye en eterno cambio de formas, en eterno cambio de significado, cambiando eternamente, naciendo de sí misma, donde el ser y la apariencia, la forma y la esencia, la muerte y el nacimiento tienen el mismo significado fundiéndose el uno en el otro, todas estas imágenes nos son hoy de nuevo familiares, podrían encontrarse en un poema expresionista o en una obra científica, por ejemplo de Jung o Silberer, y todas estas imágenes significan lo que la sicología llama el inconsciente. Éste es el secreto de la riqueza de Jean Paul, de su exuberancia, su capacidad creativa tropical: la relación con el inconsciente se producía en él fácilmente como en un juego, sólo necesitaba atravesar una delgada piel y ya se encontraba en el fondo de los recuerdos donde están inscritos la infancia más temprana e incluso el mundo antediluviano del hombre y las plantas, en este fondo que contiene toda la historia del que han surgido y surgen constantemente todas las religiones, todas las artes. Y para decirlo de una vez (pues naturalmente cada poeta se nutre del inconsciente), Jean Paul no sólo poseyó esta feliz disposición, esta facilidad para el juego de las ideas, la presencia constante de todo lo aparentemente olvidado, sino que las conocía, intuía el secreto de esa fuente, expresó ideas que son afines a la teoría sicoanalítica actual y conoció aquel puente de color entre lo consciente y lo inconsciente —el sueño— y lo estudió y cultivó como casi ningún otro escritor, a excepción quizás de Dostoievski. Jean Paul tuvo una profunda intuición de lo que nosotros buscamos actualmente como felicidad, como perfección, como armonía del alma bajo nuevas imágenes y con nuevas teorías, una intuición del equilibrio de las funciones del alma, de la armonía pacífica y fecunda del saber e intuir, del pensar y sentir.

Si estudiamos la fama que tiene hoy Jean Paul como poeta, vemos que en la opinión de los historiadores y eruditos más leídos se le considera un autor genial, sumamente dotado, pero caótico, y sobre todo insoportablemente sentimental. Si contradecimos esta opinión se nos recuerda la cantidad de lágrimas que se derraman en las obras de Jean Paul, las emociones y melancolías que describe en almas masculinas y figuras femeninas que creó tan delicadas como los hilos de una tela de araña, lunáticas, hipersensibles, emocionadas hasta las lágrimas por cualquier nadería. Todo esto es cierto. A Jean Paul le gustaban mucho las lágrimas y los sentimientos blandos, y le entusiasmaban las muchachas tiernas, dulces, gentiles, delicadas como hadas, pero también amó y dio forma a lo contrario. Inventó personajes que son como arpas eólicas, blandos, pasivos, que se derriten en una eterna emoción y a su lado colocó otros personajes de una dureza, de una frialdad, de una virilidad áspera, de un desprecio al mundo y de una soledad interior como se encuentran en pocos autores. ¿Entonces Jean Paul no es sentimental? Naturalmente que lo es, y desde luego no conoce ese temor cobarde de los jóvenes literatos de hoy a manifestar una emoción, a aparentar sensibilidad. Pero también es lo contrario de sentimental, es un pensador, un satírico, un Prometeo solitario, consciente de la imposibilidad de un verdadero entendimiento entre los seres humanos, encerrado en una grandeza solitaria, frío y dolorosamente áspero.

Porque Jean Paul no es un hombre de cerebro o un hombre de corazón, no es un pensador o un visionario o un sensible: lo es todo, y como cualquier ser humano reúne cada una de esas capacidades. Jean Paul es un típico genio que no ha cultivado una especialidad, sino cuyo ideal es el juego libre de todas las fuerzas del alma, que quisiera decir sí a todo, probar, amar y vivir todo. Así vemos al autor en cada una de sus obras (excepto en los pocos idilios pequeños como «Wuz» o «Fibel») ir y venir continuamente entre el calor y el frío, entre lo blando y lo duro, entre los cien polos de su naturaleza, el vaivén, la chispa eléctrica entre todos esos polos es realmente la vida de su obra.

Parece, sin embargo, que en este reconocimiento de la multiplicidad de Jean Paul hay una contradicción con respecto a lo que dije más arriba sobre su insuficiente adaptación a la realidad. Dije que fue un pobre soñador eternamente desilusionado y ahora digo en cambio que fue un espíritu que jugaba extremadamente libre y ligero, que iba y venía vivaz entre los antagonismos. La contradicción entre estas dos afirmaciones es precisamente la contradicción entre la literatura y la vida. Si Jean Paul hubiese sido en la vida el hombre que fue como poeta, si hubiese podido saber y aplicar también a su vida los conocimientos profundos, la honda sabiduría y los secretos más entrañables de la vida que poseía como poeta, hubiese sido un hombre ejemplar, feliz, un hijo de los dioses. Pero probablemente no hubiéramos sabido nada de ello, porque no habría tenido motivo alguno de cargar con el esfuerzo de todas estas obras complicadas y voluminosas.

Lo que Jean Paul no pudo en la vida, aceptar lo contradictorio, decir sí a todo, a los sueños y también a la vida cotidiana, lo intentó en su literatura y ahí llegó más lejos que la mayoría de los autores alemanes. En esta tarea se convirtió en un gran humorista y su humor descansa en gran parte en un autoconocimiento secreto, en una conciencia secreta de las propias debilidades del autor que tras su escritorio es un dios, pero en la vida cotidiana un pobre, nervioso y atormentado ser. El último conocimiento que era quizás posible por esa vía, el descubrimiento de la esencia en el yo, del yo supratemporal en el yo temporal, no lo expresó nunca con palabras claras, pero existe como presentimiento en todas sus obras.

Nuestro tiempo, aunque los guardianes del orden lo nieguen desesperadamente, se encuentra bajo el signo del caos. El «ocaso de Occidente» tiene realmente lugar, sólo que no de una manera tan teatral como imaginan los burgueses. Tiene lugar porque cada uno, en la medida en que no pertenece al mundo agonizante, encuentra dentro de sí un caos, un mundo que no está regulado por ninguna ley, en el que ya no se distinguen el bien y el mal, la belleza y la fealdad, la luz y la oscuridad. Distinguirlos de nuevo, distribuirlos de nuevo, es hoy el deber de cada individuo. Por eso surgen de nuevo en el arte y la literatura de nuestros días el caos y el demiurgo, porque el caos quiere ser reconocido, quiere ser vivido antes de dejarse someter a un nuevo orden.

Por eso Jean Paul ha sido comprendido precisamente por este tiempo. El que conocía tan profundamente el pensamiento de la polaridad en todos los terrenos tiene hoy mucho que decirnos. No es ni debe ser para nosotros un líder, pero sí un corroborador y también un consolador, porque ningún autor predica con tanto ahínco como él que «lo más importante para el poeta, amar» no sufre con el reconocimiento de los antagonismos, que la armonía entre fuerzas espirituales divergentes es una meta viva y estimulante.

(1921)

«Siebenkäs»

Cuando una persona empieza a sentirse vieja y enferma, cuando su ambición se debilita y sus objetivos pierden poco a poco su brillo, entonces surgen ante ella en horas de cansancio y en noches de insomnio las imágenes de su juventud, la contemplan desde mil ojos vivos, le traen el recuerdo de ambiciones olvidadas, de pasiones apagadas, de fuegos extinguidos del pasado, despiertan el recuerdo del amor que floreció, de la fuerza que ardió, de la alegría que brilló. Es posible que este recuerdo sea doloroso, es posible que esté lleno de melancolía y reproche, sin embargo es bueno, pues aunque todo lo pasado sea irrecuperable e irrepetible, desde su lejanía nos mira lleno de consuelo y admonición: consuelo porque todo sufrimiento pasa, admonición porque también los dolores y los miedos de hoy han de ser vividos, sufridos y probados y también ellos darán fruto. Así también en tiempos de esfuerzo agobiante y enfermedad dolorosa un pueblo volverá a las imágenes brillantes de su pasado en busca de consuelo y admonición, para encontrar el sentido de su esencia, la seguridad del sentimiento, la confianza en sí mismo. Muchos alemanes hojean hoy el libro del pasado de su pueblo con otra actitud que hace diez años y los mejores no lo hacen para huir de las miserias del hoy y del mañana, ni para descansar nostálgicos a la sombra de lo irrecuperable, sino para celebrar la fuerza pasada de su pueblo y oponerse con más valor al ocaso aparente. Donde quiera que un alemán actual busque agradecido y con amor las proezas, los pensamientos, las formas y las obras literarias del pasado, existe la posibilidad de una reflexión, de una toma de conciencia, de un consuelo, de una renovación.

Con un brillo especial, con un encanto incontestable, aparece en esas horas ante nosotros esa edad de oro de la lengua y la literatura alemanas, en la que además de muchas otras obras maestras, surgió también el «Siebenkäs» de Jean Paul. En la época en que se escribió y leyó por primera vez este libro maravilloso, Goethe se hallaba en la cumbre de su vida, Hölderlin escribía sus poemas sublimes, Kleist meditaba sobre sus primeros intentos apasionados, Novalis tejía los hilos cristalinos de su poesía mágica, Brentano iniciaba su fulgurante carrera, Tieck tocaba su delicada música de cuento, y aún vivían Schiller, Wieland, Herder. Nunca después de esos cien años floreció la literatura alemana con tanto colorido, nunca tuvo el mundo intelectual alemán un impulso tan audaz y juvenil, y no hay que olvidar que este apogeo no creció sobre el suelo de una grandeza política ni de un poder económico, sino en medio de pobreza y peligro.

En aquella fabulosa cohorte de escritores, Jean Paul fue uno de los más fabulosos. El pueblo alemán, sobre todo el mundo femenino lo amó más que a ningún otro de su tiempo, la juventud estaba embriagada de su obra y su nombre, sobre sus libros se vertían lágrimas, se hacían amistades y se pronunciaban juramentos sagrados, y sobre su persona se contaban innumerables leyendas. Aquella fama, aquella atmósfera apasionada de amor y aversión que Goethe vivió solamente en la época de «Werther», se formó rápidamente alrededor del Jean Paul ascendente, y le fue fiel hasta mucho después de su muerte. Innumerables lectores, especialmente mujeres, lo adoraban con verdadero fanatismo, poetas jóvenes buscaban su reconocimiento, los editores, las revistas y almanaques lo solicitaban. Quizás ninguno de nuestros grandes escritores haya estado tanto y tan largo tiempo de moda como él.

Mucho después de la muerte del escritor, esa llama de entusiasmo y amor empezó a extinguirse, tanto que cuando yo era un muchacho nadie conocía ya a Jean Paul, y hasta sus obras más hermosas tenían la fama de ser libros de mucho talento, pero informes, confusos y absolutamente insoportables. Los ojos de mi madre fueron la causa de que yo lo leyese a pesar de todo. Mi madre era una mujer piadosa y en sus últimos años leía ya pocos libros profanos, pero una vez cuando yo era un muchacho le oí hablar de los escritores que había admirado en su juventud, y entonces pronunció el extraño nombre de Jean Paul, y sus ojos brillaron con un amor tan cálido que el nombre desconocido y la mirada de mi madre se me quedaron grabados en el recuerdo, de manera que cuando más tarde vi por primera vez en el extranjero un libro de Jean Paul lo compré y leí enseguida. Recuerdo que en aquella lectura algo que es hoy sólo una vaga evocación, me molestaba y estorbaba; me costaba un cierto esfuerzo penetrar en su interior y comprender al autor. Pero la mirada de mi madre estaba conmigo, una fe secreta en este autor olvidado vivía en mí, y pronto desapareció la primera extrañeza y desde entonces este autor me es querido e imprescindible, y pertenece a mis más caros tesoros como Goethe, Eichendorff y Stifter. Cuando años después conocí en Munich a un admirador del poeta Stefan George, me resultó memorable y hermoso ver cómo en el círculo de aquellos discípulos y amigos de George se hablaba de Jean Paul con el tono de la mayor admiración. Lo que ha sucedido desde entonces en Alemania para traer la figura y la obra de Jean Paul a la conciencia del presente partió en su mayor parte de aquel círculo. Hoy se reconoce de nuevo la grandeza de Jean Paul, y ningún historiador de literatura se atrevería a repetir las palabras estúpidas y desdeñosas que se pueden encontrar sobre Jean Paul en historias de literatura más antiguas. Pero aunque se lo reconozca, no se lo ha vuelto a conocer ni a leer realmente, existe aún algo entre él y su pueblo, un obstáculo, un abismo.

¿Qué es lo que separa al lector actual de Jean Paul? Los historiadores de literatura de décadas pasadas le reprochaban sobre todo dos cosas: un sentimentalismo desmesurado y una fantasía demasiado indómita, demasiado libre e informe, que se ahogaba en su propio exceso. Pero si éstos fueron realmente los errores de Jean Paul ¿cómo podrían ser un obstáculo para los lectores modernos? En la literatura de moda de nuestro tiempo, que es leída por miles de personas, ningún sentimentalismo ni afán inventivo lascivo es suficiente, precisamente eso satisface una necesidad en la vida espiritual secreta de nuestro pueblo y de este tiempo.

Debe ser otro obstáculo el que se eleva entre nuestro poeta y sus lectores actuales. Y si recordamos que a la mayoría de los lectores actuales no sólo les repele Jean Paul, sino también muchos otros grandes poetas de su tiempo, sobre todo Novalis, entonces nos quedaremos pensativos y nos plantearemos la pregunta fundamental: ¿no son todos o casi todos los autores de la época literaria alemana más floreciente un poco extraños, un poco arduos, un poco antipáticos a las generaciones actuales? Y a esta pregunta tenemos que responder afirmativamente. Todos aquellos escritores de la época alrededor de 1800 son para los lectores actuales un poco indigestos y herméticos, cansan, exigen demasiado. Tienen una dimensión más a la que no está acostumbrado el lector. Presuponen una compenetración, tomarlos en serio, seguirlos, una capacidad de jugar y de ser niño, que resulta difícil o se ha perdido incluso en los lectores rutinarios de periódicos y libros de entretenimiento modernos. Es cierto que Jean Paul tiene también manías y rarezas, también comete descuidos y tiene defectos. Pero no son éstos los que lo hacen sobre todo difícilmente accesible a los lectores actuales. El verdadero defecto y el verdadero descuido están en el lector que ya no está acostumbrado a aceptar una obra literaria pura y seriamente, a solicitar sus secretos, a vivir su tensión espiritual. Este defecto es grave, es muy grave, tanto como el defecto de un estómago que estropeado por venenos o sucedáneos, no tolera ya el pan y la leche. Pero este defecto no es desesperado, es curable.

Cuando un lector moderno trata de leer por primera vez a Jean Paul, lo suele hacer de una manera moderna, deprisa, impaciente, dispuesto inmediatamente a la crítica y la repulsa, no acude al escritor como a un médico, sacerdote o liberador, sino como a un acróbata, deseoso de distracción rápida, de sensación inmediata. Y entonces la literatura se cierra, sus flores, sus ojos elocuentes se cierran, su aroma huye, su valor empalidece. Pasar de un folletín moderno a Jean Paul, es como llegar de una música de café a Mozart. Se necesitan sentidos más puros, sentimientos más educados, una entrega más cálida, una disposición más despierta.

Sin embargo, el defecto es curable. Más de uno ha vivido, actuado, pensado y leído ciega y superficialmente y ha sido curado por la necesidad y los tiempos difíciles. Tampoco quisiera en absoluto hacer propaganda para que los libros de Jean Paul sean leídos ahora por miles. La curación, el recogimiento, la reflexión y el renacimiento de un pueblo no se realizan en la superficie, ni en las masas, sino que se producen callada y ocultamente en algunos individuos. La intención de mis líneas es ganar un número de lectores individuales, buenos para Jean Paul, y me daría por satisfecho si ganase un solo lector pero fecundo, un espíritu capaz de recoger y hacer germinar en sí las semillas. Pero cada uno de estos lectores, como cada lector despierto y fiel de Goethe o de Novalis, Eichendorff o Stifter, realiza en sí una vuelta a la esencia alemana de la que los políticos han hablado mucho en los últimos tiempos, pero que no han conocido, ni representado ni expresado.

El «Siebenkäs» es una de las obras maestras del escritor, y todos los registros de su magnífico órgano resuenan en esta obra. Como todas las obras de Jean Paul, también ésta es polifónica, no discurre plana en una voz, una melodía, una dimensión, sino que sólo a través del entrelazamiento, la penetración y el roce de varias melodías principales se logra una armonía. El mundo es contemplado aquí con el corazón ingenuo y bueno de Lenette, con el humor y la amarga sinceridad de Leibgeber, con el espíritu afín, pero más blando y poético de «Siebenkäs», además con el calor y la abundancia amorosa, con el ingenio y la agilidad del espíritu de Jean Paul. La entrega más sencilla a la vida, como es, suspirante resignación ante su gravedad, goce risueño de sus alegrías, cariñosa devoción patriarcal por lo pequeño, se puede encontrar aquí e inmediatamente junto al humor callado, casi frío del que sufre consciente y solo. El autor forma y contempla con cariño y la más profunda simpatía cada personaje, cada figura se vuelve entrañablemente querida y sin embargo con un rigor terrible sus relaciones y constelaciones producen el destino inexorable, y entre penas y lágrimas se concluye lo que comenzó como un dulce juego. Se llora, se sueña, el amor y la amistad celebran fiestas sentimentales, pero cada uno de estos sentimientos tiene que pasar por el molino de la vida y mientras el autor pinta con sensibilidad desbordante el instante dulce en los mil colores delicados del amor, tiene ya presente el fin, la prueba dura, el amargo destino y ningún sentimiento, ningún estado del alma es sagrado, ni es privilegiado, todos tienen que pasar por el fuego, tienen que demostrar su valía o morir. Después de leer este libro amargo y auténtico hay que romper con la leyenda del sentimentalismo de Jean Paul, no existe seguramente ningún narrador más exuberante, y voluptuoso de los sentimientos, pero tampoco ninguno más duro, experto y sabio examinador de ellos. Ésa es la grandeza de este escritor que, como sólo hacen los grandes, sabe siempre imaginar el polo opuesto de cada cosa, que como un demiurgo se siente cómodo en el mundo más allá de los antagonismos, y que por eso nunca alaba el calor para denostar el frío, o ensalza el corazón para denunciar la razón.

En «Siebenkäs» esta música extraña y audaz de los antagonismos suena cada instante, y lo maravilloso y realmente poético es que no se convierta en un juego ingenioso y gracioso sino que el pequeño mundo de «Siebenkäs», hasta el asado de vaca y el plato de estaño conserven siempre su propio valor y sean para el escritor próximos y queridos como la propia piel. El banquete de boda con el consejero Stiefel enamorado de la novia de su amigo, el relato de los mendigos e inválidos que acuden a la feria, la crónica del gran concurso de tiro de Kuhschnappel, son cuadros de la vida pequeña, nacidos de un amor infinito. El autor puede solazarse mil veces en comparaciones sutiles, perderse en abstracciones magníficas o emprender excursiones semiirónicas al reino de la erudición, siempre vuelve fielmente al hilo y nadie le puede reprochar que prefiera la ocurrencia propia más profunda y divertida al alfiler que tiene Lenette entre sus labios. ¡Qué decir de esta Lenette! La virtuosa muchacha del pueblo, trabajadora, casera, llena de respeto a la cultura y a la erudición y, sin embargo, llena de desprecio instintivo a la mentalidad pedante, llena de encanto en medio de toda la mezquindad doméstica, hecha para hacer realmente feliz a un hombre como ella y presidir una hermosa familia, pero desdichadamente casada con un genio que escribe libros, que le vende su vajilla de estaño y se dedica demasiado a profesiones poco lucrativas, y tras la primera época feliz, el extrañamiento progresivo, el lento enfriamiento, esta mujer y la historia de su matrimonio es seguramente una de las mejores joyas de nuestro autor.

Toda literatura auténtica es afirmativa, surge del amor, tiene como base y origen la gratitud a la vida, es canto a Dios y su creación. Ese amor agradecido, esa humilde y valiente afirmación de la vida, de sus sufrimientos, sus complicaciones, su terrible rigor brota en cien melodías de la historia de Siebenkäs, el abogado de los pobres, y de su mujer Lenette, de soltera Egelkraut. Algunas de estas melodías vuelan ingenuas como flores, muchas traviesas y provocadoras, otras profundamente deprimidas, como heladas en el viento gélido del destino, otras ardientes en entusiasmo extático, otras sollozando calladamente en el sufrimiento de lo incomprensible pero necesario, y todas estas melodías juntas, las alegres y las dolorosas, las contenidas y las que fluyen libremente, cantan el sentido de la vida, cantan la profunda, entrañable religiosidad de un corazón grande, que no se cierra a ningún placer y ningún dolor de este mundo, que ha probado el amor y la soledad, la amistad y la desilusión, la seguridad en sí mismo y la autodestrucción, y está dispuesto a escuchar en todo la voz de lo eterno. Y así desde el cuartito estrecho y pobre de Siebenkäs, desde su sillón de cuero y su suelo fregado con arena parten por todos lados escalas de Jacob a todos los cielos y todos los infiernos de la vida, a todas las conmociones del alma, todas las elevaciones y desengaños del espíritu. En nuestra literatura alemana actual no tenemos nada que recuerde ni lejanamente esta polifonía, esta multidimensionalidad. Y si para penetrar en este mundo y comprender toda su música no sólo hiciese falta un poco de buena voluntad, sino grandes sacrificios y esfuerzos, merecería la pena asumirlos.

La nuez se halla en la mano del lector. Dentro hay un pequeño mundo. Si hacemos nuestro este libro muchos otros se hacen innecesarios.

(1925)