Fábulas y cuentos

Fábulas

Las historias de animales heredadas desde tiempos inmemoriales de los cuartos infantiles de los pueblos, formadas por los griegos, y a menudo de manera definitiva, han crecido, se han adaptado y transformado a través de los siglos, y sin embargo, siguen teniendo el mismo carácter, a menudo más refinado, a menudo fosilizado, y sin embargo siempre renovado y salvado por una necesidad secreta de la humanidad de este género literario original e ingenuo. La densidad y plasticidad de las buenas fábulas es para quien está acostumbrado a leer sólo literatura moderna, una sorpresa casi consternadora. León y zorro, gallo y ciervo, oso y ciervo actúan y hablan con una ingenua inteligencia práctica, se convierten en hermanos y alegorías de los hombres, en caricaturas y modelos, e incluso donde la conexión popular con la vida animal parece diluida y perdida, impera siempre un sentimiento sencillo por lo elementalmente necesario, bueno y deseable, un sentido común práctico imperturbable, cuya existencia es decididamente consoladora. Y he aquí, que esa sabiduría no es en absoluto aburrida, tiene esa sana alegría de la que nacen el juego y la broma, el ingenio y la parábola, y así este bonito libro de fábulas respira pura alegría y frescura que nosotros hombres cansados debemos agradecer.

(1913)

Los cuentos de la literatura universal

Los cuentos populares literariamente valiosos y originales de todos los pueblos encontrarían sitio en uno o dos volúmenes. Pero como documentos del alma de los pueblos, como confirmación siempre nueva de la estructura siempre igual del alma humana en todas las razas y países, como ejemplos del origen del alma, de la poesía, de los mitos, estos innumerables cuentos de todos los continentes tienen el valor de una colección biológica, en la que preparaciones del origen más diverso ilustran las mismas leyes. La constante repetición de los mismos temas, símbolos y ocurrencias no destruye en absoluto la impresión de variedad de los pueblos, pues la manera de enfocar y narrar aportan aún suficiente juego y novedad, y no sólo se revelan diversos grados de gusto y talento literario en los pueblos, sino también ciertos tipos de actitudes espirituales frente al mundo.

(1919)

«Cuentos orientales»

La necesidad por la que nos apartamos de vez en cuando de los modernos y volvemos ansiosos y agradecidos a los cuadros de antiguos maestros umbríos o alemanes, por la que volvemos a la sencilla música de siglos pasados o a las obras literarias de tiempos y pueblos pretéritos, es exactamente la misma por la que el hombre adulto o adolescente se refugia a veces en la memoria de su infancia. Al que se encuentra atrapado en el devenir, el cambio y los problemas de su evolución, los tiempos pasados se le aparecen con una aureola de felicidad, de vez en cuando se refugia en ellos como en una isla firme de la intemporalidad, cansado de la vida actual y de la lucha cotidiana, como el ciudadano que huye a la «naturaleza» por la necesidad instintiva de verse por un instante fuera del cambio, la excitación y el juego de los valores y fenómenos efímeros, y hallarse frente a lo seguro, intemporal, aparentemente eterno. Cierto que también la música de tiempos pasados no es otra cosa que voluntad y ambición, la pintura más antigua no es más que la lucha por la expresión y la salvación, la literatura de los pueblos más antiguos es también sólo el conocimiento y la expresión de la lucha, las dificultades y la pasión. Las más bellas novelas italianas antiguas, los más maravillosos poemas franceses antiguos, los más admirables dramas griegos, tratan de penas, culpas y cargos de conciencia, de sufrimientos y deseos de liberación, exactamente igual que nuestras obras actuales, pero aquéllas son preocupaciones y angustias lejanas, ajenas, no son actuales y las leemos como si nunca hubiesen sido reales y trágicamente serias, y está bien que podamos hacerlo.

En la literatura sobre todo en la narrativa, los hombres de hoy miran hacia tiempos pasados como hacia una tierra infantil dichosa, llenos de ingenuo placer contemplativo. Nosotros ya no tenemos una narrativa ingenua, un relato que disfrute con la acción, un arte de la anécdota despreocupado y alegre. En su lugar tenemos la novela moderna que debido a sus leyes formales inestables se convierte tan fácilmente en espejo de lo actual y se refleja así en sus mejores representantes, individualismo e intelectualismo, se aparta de la pura narrativa, ha perdido el gusto por la acción, por la combinación de destinos externos y persigue meditabundo la vida espiritual solitaria del sensible intelectual moderno. Y por mucho que nos fascina y conmueve la actualidad de esta clase de literatura, a veces estamos terriblemente cansados de tanta sicología e inteligencia, y nos lanzamos sobre las historias de otros tiempos más felices e ingenuos como sobre fuentes frescas. Los propios autores sienten sin duda el encanto profundo de una forma antigua, solidificada y a veces juegan con ella. Ya Balzac escribió sus contes drolatiques, y entre nosotros, por nombrar sólo uno, Paul Ernst, ha evolucionado a través de su estudio del antiguo arte narrativo italiano y alemán, a un tono arcaizante que parece absorber la fuerza de su propio lenguaje.

También el lector tiende precisamente hoy a degustar de vez en cuando, como cambio agradable y como bebedizo efímero para olvidar, algo antiguo, reconfortante, la cantidad de traducciones y reediciones así lo demuestra. Eso en sí no es ni loable ni censurable, porque el lector lo suele hacer por un malentendido. Generalmente no tiene la habilidad ni el tiempo para escoger de la producción actual lo realmente bueno, y a menudo recurre por un equivocado afán de cultura, a lo antiguo que ya sólo por su edad le parece más digno y «clásico». Además pocos lectores entienden en una obra literaria moderna la voluntad y el verdadero arte de los autores que consiste en convertir en forma y belleza cristalizada la vida y el entorno de su tiempo. En momentos de cansancio y de necesidad de recreo, prefieren una lectura que ya por su título y tema conduce a lo lejano, pasado, inactual.

Claro que cuando uno oye a los lectores las cosas son completamente distintas. Recurren a Boccaccio y acuden a Botticelli en aras de la llamada «cultura», que según ellos nuestro tiempo no posee, mientras que en épocas antiguas se encontraba de manera natural por todas partes. Son banalidades en las que no quisiera entrar; porque lo que justifica tal actitud es precisamente lo que los denostadores de nuestro tiempo no quieren entender. A mí por otro lado no me parece mal vivir en una época que desde la escuela hasta el entierro no encuentra adecuada ni suficiente ninguna forma tradicional y antigua de actuar y pensar, y precisamente en el hecho de que después de un cambio radical de todas las condiciones de vida, esté dispuesta a crearse un nuevo vestido y una nueva fe y unos nuevos dioses, busca su orgullo y una vía completamente nueva para su ambición.

Por eso no soy de la opinión de que debamos aceptar como forzosamente superior a nosotros el arte de siglos pasados y de pueblos lejanos. Por el contrario, conozco y aprecio perfectamente esa necesidad que al atardecer de un día inquieto nos invita a pensar en nuestra infancia, a recordar el jardín de nuestro padre y los juegos de muchachos y a robar al hoy una hora que pertenece al pasado intemporal. Y quien desde esa necesidad contempla cuadros antiguos, escucha música antigua y lee libros antiguos, sólo puede beneficiarse.

Pero vayamos al grano. Yo quisiera recomendar hoy a estos amantes de las cosas bonitas del pasado una lectura que es lo bastante bella y fuerte como para conducirnos durante horas y durante días desde lo cotidiano a un mundo extraño, lejano y sin embargo humano, en el que vemos como en un espejo mágico nuestras pasiones y preocupaciones, nuestras alegrías y nuestras penas transfiguradas, de modo que nos hablan de una manera más entrañable y se nos hacen más comprensibles que nuestro mundo más cercano, sin molestarnos ni quitarnos la paz.

Se trata de los numerosos cuentos e historias antiguos que bajo mil nombres y ropajes han llegado hasta nosotros a través de los siglos y los pueblos. La colección más grande, homogénea y hermosa es «Las mil y una noches» que todos hemos conocido de niños aunque en una forma acortada, debilitada, muy pálida. No existe una redacción oriental de esta gigantesca colección del patrimonio antiguo que pueda considerarse de algún modo auténtica y autorizada…

Ahí tenemos ahora, surgidos en el curso de unos años, los doce pequeños, bonitos y prometedores volúmenes, y por donde abrimos y empezamos a leer, hay variedad y color, con aventuras y un gusto ingenuo por la narración, y también nos encontramos a la querida «cultura», no sólo la de las alfombras hermosas y la cortesía formulada, sino la cultura grandiosamente rígida, poderosa del Islam, de una fe y una filosofía que saben dominar la variedad de la vida. Negocios y viajes, placer y sufrimiento, sensualidad esplendorosa y perversidad oscura, todo arde en llamas, pero sobre todas las cosas está Alá y dispone, y uno puede estar comerciando, amando o asesinando: cuando llega el momento del rezo, deja todo lo terreno y se dirige en oración hacia oriente. Y por grande que sea el desenfreno, por salvaje y ávida que se agite la vida, estos seres humanos mueren siempre resignados y sin ruido. Dan a la vida sus derechos mientras dura; pero luego mueren como sabios o como animales, en silencio y con naturalidad, sin maravillarse de que la ley de la causalidad no haga ninguna excepción con ellos como tanto le gustaría al europeo individualista. Ahí podemos aprender de Oriente, tanto de los hindúes como del Islam.

Desde luego se puede disfrutar con estas hermosas cosas despreciando el mundo y la cultura propios y en ese disfrute puede haber mucho amor y dolor. Pero seguramente disfruta de una manera más hermosa y plena y quizás comprensiva aquel que halla placer en las aventuras —porque se sabe a sí mismo aventurero— y en culturas extrañas porque tiene el valor de sentirse copartícipe en la creación de la cultura de su tiempo.

«Los mil y un días». No es un débil recuelo de obras menores, sino una colección de historias parecidas que faltan por casualidad en las antiguas redacciones de aquella gran colección famosa. Ambas obras merecen una atención especial. Y el que las lea de una manera inteligente disfrutará, no a costa de nuestra literatura contemporánea, sino que aprenderá a fortalecer su sentimiento por lo nuevo y propio a través de lo antiguo y ajeno bueno.

(1909)

Una clase de literatura que he amado entrañablemente desde niño y cuya proliferación me parece siempre como el descubrimiento de un tesoro, es la de los relatos y cuentos orientales. Toda esta literatura generalmente apócrifa, en todo caso anónima, de las aventuras y sabidurías de los colores y destinos violentos, de las sinuosidades y los caprichos, pero también de la moral mahometana y del fatalismo callado a menudo depurado casi irónicamente, es algo tan sorprendentemente rico, inagotable, y posee tantos efectos satisfactorios, suavemente excitantes, lentamente tranquilizantes como ninguna farmacia posee. Se camina sin rumbo por pasadizos subterráneos extraños, preparado a sorpresas de todo tipo y sin embargo sorprendido siempre de nuevo, envuelto en una fina nube mágica, lejos de la vida cotidiana, entregado por completo al asombro sobre la variedad de los hechos y la sencillez interna de las complicadas cosas humanas.

(1909)

«El libro del papagayo»

El «Libro del papagayo» que existe en Oriente desde hace siglos en diversas versiones y en varias lenguas, procede de la India. Época y autor de la primera transcripción hindú son desconocidos, lo que por cierto no tiene tampoco mucho interés para el profano, ya que el libro nos interesa sobre todo por su tema. Se trata de una colección de historias, anécdotas, leyendas y novelas cortas, generalmente muy antiguas, que poseen una aplicación práctica moral. Recibe su nombre de la historia que enmarca el conjunto: un comerciante posee un papagayo sabio. Un día se va de viaje y lo deja con su joven y hermosa mujer como guardián y consejero. Pasado algún tiempo la mujer se siente aburrida y trama infidelidades, el papagayo se muestra aparentemente de acuerdo con sus intenciones, pero noche tras noche la disuade de abandonar la casa contándole muchas historias emocionantes.

Estas pequeñas historias son casi sin excepción espléndidas, cada una un trozo del viejo patrimonio del pueblo y muchas de ellas han llegado a Europa pasando por Bizancio e Italia del Sur. Últimamente han sido reeditados la «Gesta Romanorum», El Apollonio de Tiro, las «Cento Novelle Antiche» y otros monumentos del viejo arte narrativo; esperemos que ahora también se conceda más interés y comprensión a las fuentes orientales. Realmente lo merecen.

(1905)

Somadewa: «Cuentos hindúes»

Cuando uno camina por los bazares de una ciudad asiática oriental o trata de seguir con ojo atento las figuras de los bordados sobre una hermosa seda antigua india o china, el ojo y el pensamiento sucumben pronto a una extraña sugestión de riqueza e infinidad, de eterna repetición y eterna renovación de las formas de maravillosa plenitud e inagotabilidad. Cabezas de dragones y figuras de dioses, divinidades de múltiples brazos y estilizados cuerpos de animales, delicadas formas vegetales y misteriosas figuras tentaculares, producen una ornamentación fantásticamente hermosa, en la que lo más maravilloso resulta normal, lo más estridente suave, lo más remoto natural. Al admirar el conjunto, el europeo no sabe bien si ha de tomarlo por las formas caprichosas de la fantasía privilegiada pero sin educar de un pueblo primitivo, o la expresión de una cultura intelectual y espiritual superior a la que nos enfrentamos como seres inferiores entendiéndola a medias.

Algo parecido sucede cuando leemos el antiguo libro de cuentos hindú que se llama «Kathasaritsagara» u «Océano de los ríos de los cuentos» y que fue escrito por Somadewa aproximadamente hacia la mitad del siglo XI. Naturalmente se basa en modelos más antiguos y algunas de sus historias habrán sonado en la India más antigua quizás más puras y nobles, pero precisamente en la variedad de sus mezclas y en su combinación ya refinada, ya bárbara de ingenuidad y máxima cultura espiritual, es auténticamente hindú.

Lo que diferencia inmediatamente a estos cuentos de los de otras naciones, es el matiz típico del espíritu hindú, su tendencia ancestral a la religiosidad y la erudición. Así como la religiosidad de los hindúes consiste en general en la renuncia y la abnegación, también su sabiduría se aleja de la vida hacia un país extrañamente irreal de puro formalismo. Ambas cosas se expresan con fuerza en los cuentos. Al mismo tiempo vemos la ética hindú, la convicción profundamente enraizada en el pensamiento hindú, del escaso valor del mundo visible, de la posibilidad de una salvación a través de la mortificación y la penitencia, unida íntima y grotescamente con una mitología fabulosa y un dogmatismo abstruso. Las ideas más puras de las doctrinas hindúes de salvación se arropan en historias de dioses contadas con toda seriedad, llenas de simbolismo violento y arbitrario; lo más ingenuo y lo más profundo se encuentran en estrecha proximidad. Ya por eso, y porque esta extraña proximidad es aún hoy característica del pensamiento y de la vida de los hindúes no mahometanos, me parece el libro de cuentos de Somadewa una fuente de conocimientos valiosos.

No obstante no soy un erudito, y ¿de qué me sirve un libro de cuentos cuya lectura sólo me proporciona conocimientos sicológico-culturales? No, de un libro de cuentos exijo mucho más, exijo los más altos valores literarios, visiones de intensidad auténtica, situaciones de profunda verdad interna, fantasías de gracia alada armónica.

Estos cuentos hindúes dan también mucho literariamente. Ya el idioma alegra incluso a través de la traducción, con muchos detalles cautivadores. Para citar algunas imágenes: una noticia es para un amigo agradable, para el otro demoledora; «así como al principio de la época de las lluvias se alegra el ave acuática y se entristece el ave de paso». En un símil típicamente oriental sobre la separación de dos amantes: «la cera de la vida se derrite en el fuego de la separación». De un personaje cuya misión es dar a conocer un poema a la mayor cantidad de personas se dice: «Lo propagará por todas partes como el viento el aroma de las flores».

La antigua pregunta del cuento: «¿Quién es la más bella de todo el país?», la encontramos en una forma transfigurada maravillosamente. Un demonio lleva a cientos de personas a la perdición preguntándoles: «¿Quién es la más bella de esta ciudad?». Por fin encuentra al sabio que le da la bonita solución: «Necio, cada una es hermosa para el que la ama».

El ermitaño del bosque que vive de hojas, el peregrino, el rey ansioso de saber, el comerciante astuto y muchos otros tipos característicos de la India aparecen en buenas historias, y entre ellos imágenes grotescas de sorprendente efecto: por ejemplo el pez en el mercado que al ver al príncipe cometer una tontería prorrumpe en grandes risotadas.

También un personaje en el fondo poco hindú llama la atención por su grandeza realmente bíblica. Es el ministro Sakatala que junto con sus cien hijos es arrojado por el rey a la cárcel. A diario reciben para comer únicamente lo que un solo hombre necesita para conservar sus fuerzas, entonces el ministro pide a sus hijos que elijan entre ellos a aquel que se sienta lo suficientemente fuerte para vengarse algún día del rey. Pero todos eligen al padre y así mientras sus hijos mueren de hambre él recibe la comida diaria y se conserva durante años para la futura venganza. Y cuando después de los años está libre y la venganza es posible, busca a un ayudante digno. Elige a un brahmán al que ve desenterrar del suelo seco una hierba con sus raíces profundas como venganza porque una de sus hojas le ha pinchado el pie. Y este hombre de ira tenaz consigue derribar al rey.

Encontramos después como algo natural una serie de historias que aparecen luego en muchos libros de cuentos y anécdotas en Europa y en la Edad Media hasta Boccaccio. Al mismo tiempo algunas que sólo son posibles en la India como la famosa de la paloma que se refugia junto al pecho del rey bueno y que es protegida por éste del halcón hasta perder la vida, ese equivalente de la historia del buen pastor que nos revela el corazón del pensamiento hindú más noble.

Las historias están unidas entre sí por relatos de una complejidad sin igual, como un bordado asiático enmarcado por arabescos ancestrales y míticos.

Ojalá Alemania, que hasta ahora se ha adelantado a todos los pueblos a la hora de reconocer sin envidia los logros ajenos y de sentir el humanismo supranacional en las literaturas, reanude pronto su trabajo en las obras de la paz y de la comprensión. No la obra individual, pero sí el espíritu de esos trabajos en general será el que impulse a la humanidad lenta y pacíficamente, quizás en un futuro soñado allí donde las guerras sean innecesarias.

(aprox. 1915)

Leyendas de los judíos
(Edit. por Micha Josef Bin Gorion)

De esta colección sumamente rica recogida de toda la literatura judía se ha publicado el tercer volumen que contiene las leyendas y los mitos sobre las doce tribus. La parte que trata de José es especialmente atractiva. Quien busque más profundamente encontrará en los apéndices apócrifos y cabalísticos y en la bibliografía algunas cosas singulares. Una yuxtaposición extraña entre ensoñación y pensamientos lógico-constructivos, incluso sutiles domina en estos volúmenes, la mayoría de estas leyendas está rodeada de interpretaciones de diversas tendencias, hay detrás mucha teología. En estas leyendas el viejo pueblo judío no sólo ha guardado los monumentos de su historia, sino también una gran cantidad de vieja sabiduría y experiencia, en parte ocultista y escondida en imágenes fijas.

(1914)

«La fuente de Judá»
(Edit. por Micha Bin Gorion)

Junto con las «leyendas de los judíos», esta «Fuente de Judá» es el regalo sorprendente y quizás todavía no suficientemente apreciado de un judío oriental al idioma alemán. En época reciente existe sólo un regalo y un logro parecidos: la obra traductora de Martin Buber. Las historias, fábulas y anécdotas judías de «La fuente de Judá» son posteriores y están más lejos de la Biblia y de la teología clásica que la colección de las «Leyendas». Proceden de época posttalmúdica y en su mayor parte pertenecen a la Edad Media tardía, las más recientes son las de la época del Chassidismo (hasta 1700). Hay cosas conmovedoras, regocijantes, edificantes en este tesoro de historias populares que son unas auténticas mil y una noches judías. La idea dominante de toda esta tradición y literatura es el concepto de «doctrina», la figura realmente característica de estas historias es el estudioso, el joven poseído por la magia de la doctrina, que renunciando al mundo y a su disfrute se entrega a su estudio y que convierte la Torá, el Talmud y la Cábala en los objetivos de su vida. Con este personaje el judaísmo ha hecho su contribución más significativa al tesoro de leyendas de los pueblos. Quien quiera conocer lo verdaderamente característico de las leyendas de doctrina postbíblicas procedentes del Talmud y Midrasch, núcleo de la colección, que comience con el tercer libro («Sobre la doctrina oral»). Aquí nos encontramos con las representaciones más antiguas del personaje más venerable del judaísmo postbíblico, de ese personaje por el cual nosotros los intelectuales de todas las confesiones tenemos motivo de estar agradecidos a los judíos y estar a bien con ellos: el servidor del espíritu, que se consume en aprender, investigar y pensar, y que lleva una vida ascética bajo la ley de la más estricta rectitud espiritual. Desde Hillel y Akiba hasta Baruch Spinoza, esta figura ha sido una de las encarnaciones clásicas del concepto de la «vocación espiritual», y del «servicio desinteresado al espíritu». De ella tratan muchas historias y constantemente nos encontramos, también en la literatura universal, con esa figura humilde, resumida, silenciosa del joven que dedica su vida al estudio de la doctrina y hace frente a la presión de la pobreza y a las tentaciones de la vida mundana. Por esta figura, en la que se evoca para nosotros el Jesús de los doce años en el templo, y por el ideal cuya metáfora es esa figura, tenemos tanto respeto a los judíos. Tienen defectos y vicios de sobra, han perdido y olvidado muchas veces su propio ideal, mientras Moisés hablaba con Dios en la montaña han erigido muchas veces sus becerros de oro. Pero en esta figura característicamente judía han creado uno de los tipos fundamentales del sabio, y lo han regalado al mundo para siempre como alegoría y modelo. Hay que emprender el camino a través de esta figura si se quiere penetrar en lo mejor del judaísmo.

(1934)

«Cuentos árabes»
(Recopilados por Enno Littmann)

Los cuentos de este hermoso libro al que damos aquí la bienvenida no proceden de fuentes escritas y antiguas sino que han sido recopilados en nuestro tiempo según los términos en que se narran todavía hoy aquí y allá, sobre todo según los relatos de una mujer de Jerusalén, una auténtica narradora, comparable a aquella mujer de Niederzwehren a la que oyeron los hermanos Grimm contar tantos cuentos. No fueron escritos en una lengua literaria, sino en el árabe vulgar que se habla hoy en Jerusalén. En esta forma Littmann coleccionó los cuentos alrededor de 1900 y poco después publicó un primer tomo en texto original (Leyden, 1905); fue el primer libro impreso en árabe de Jerusalén.

Si comparamos estos cuentos, por ejemplo, con los de las «Mil y una noches», cuyos motivos vuelven aquí en parte, notaremos junto a un incremento temático de imágenes y conceptos que datan de tiempos recientes, también una cierta decadencia y descomposición del arte narrativo; aquella antigua colección clásica muestra el estilo narrativo oriental en su cenit, el ingenuo placer del narrador unido a una cultura literaria y religioso-intelectual muy elevada. Los cuentos de Jerusalén de Littmann no tienen ese carácter clásico. Pero han conservado en un ropaje menos rico y menos cuidado la auténtica tradición de la narrativa oriental, brotan de las mismas fuentes antiguas y han conservado también lo esencial de la auténtica épica antigua, son descendientes tardíos y más pobres, pero absolutamente legítimos de la épica que tuvo su esplendor desde la India hasta el Mediterráneo, y que a través de algunos canales alimentó también el joven arte narrativo occidental desde Boccaccio. Quien ame este mundo de cuentos hindú-persa-árabe y conozca su profundo encanto (¿dónde está la novela actual que posea algo de magia?), sabrá apreciar el regalo de Littmann. No queda mucho de aquel Oriente hacia el que partieron los cruzados, que reluce una y otra vez en la literatura occidental desde las leyendas de Carlomagno hasta Ariosto y el Oberon de Wieland, y que en el romanticismo alemán y francés volvió a convertirse hace algo más de cien años en símbolo y meta soñada. Aquel Oriente del cuento de la alegría por la imágenes, de la contemplación, ha sido destruido de una manera más radical por los libros y periódicos, por las prácticas comerciales y la moral laboral de Occidente que por sus ejércitos y ametralladoras. Sin embargo, no sólo pervive en las bibliotecas, sino que de vez en cuando también en una familia, en un círculo de amigos de Oriente, casi desplazado por el cine y el periódico, vuelve a revivir en la boca de un narrador el viejo arte mágico.

(1935)