Agradecimiento a Goethe
Entre todos los escritores alemanes Goethe es al que más debo, el que más me ha ocupado, inquietado, animado y obligado a la emulación o la réplica. No es el autor que más haya querido y disfrutado, ni al que haya opuesto las menores resistencias, no, otros vendrían antes: Ëichendorff, Jean Paul, Hölderlin, Novalis, Mörike… Pero ninguno de estos queridos autores se convirtió jamás para mí en un problema profundo, ni en un obstáculo moral importante, con ninguno de ellos necesité la lucha y la polémica mientras que con Goethe he tenido siempre que mantener diálogos y combates mentales (uno de ellos figura en el «Lobo estepario», uno de cientos). Por eso quisiera tratar de mostrar lo que Goethe significa para mí y cuáles son los aspectos bajo los que se me ha revelado principalmente.
Lo conocí cuando casi era un muchacho, y sus poemas juveniles junto con el «Werther» me conquistaron por completo. Entregarme al poeta Goethe me fue fácil, pues traía el aroma de la juventud y el aroma de bosque, prado y campo de trigo, y en su lenguaje, a través de su madre, toda la profundidad y el juego de la sabiduría popular, los sonidos de la naturaleza y la artesanía, y además un grado elevado de música. Este Goethe, el poeta puro, el cantor, el eternamente joven e ingenuo, no fue nunca un problema para mí, ni se me eclipsó.
En cambio, me encontré durante mis años de adolescente con otro Goethe, el gran escritor, el humanista, ideólogo y educador, el crítico y programático, el literato de Weimar, el amigo de Schiller, el coleccionista de arte, el fundador de revistas, el autor de innumerables ensayos y cartas, el interlocutor de Eckermann, y también este Goethe fue tremendamente importante para mí. Al principio también lo admiraba y veneraba incondicionalmente y a menudo defendía frente a mis amigos hasta sus escritos más burocráticos. Aunque su apariencia era de vez en cuando algo burguesa, anodina, burócrata y demasiado alejada de las junglas de Werther, el formato seguía siendo grande y siempre perseguía una meta alta, la meta más noble de todas: la posibilidad y fundamentación de una vida regida por el espíritu, no sólo para él, sino para su nación y su tiempo. También en sus desviaciones existía el intento de apoderarse del saber y de cualquier experiencia vital de su tiempo y de ponerlos al servicio de un espíritu personal elevado y, por encima de todo, al servicio de una espiritualidad y moral suprapersonal. El escritor Goethe creó para los mejores de su tiempo una imagen humana, un modelo humano que para los individuos de buena voluntad eran el ideal al que había que parecerse y según el cual había que cultivarse.
En Goethe, el poeta, había mucho que disfrutar, pero nada que aprender. Lo que él sabía era inaprendible y único. Por eso no fue para mí modelo ni problema. En cambio el literato, el humanista e ideólogo Goethe se convirtió muy pronto en un gran problema. Ningún otro escritor, excepto Nietzsche, me ha ocupado, atraído, atormentado y obligado tanto al análisis. Durante un tiempo este Goethe literato parecía ir completamente paralelo con el Goethe poeta, y eran casi uno, pero de repente se distanciaban, polemizaban y se perjudicaban el uno al otro. Aunque el poeta era más simpático y proporcionaba más placer, había que tomar muy en serio y no se podía eludir al Goethe literato, eso ya lo noté a mis veinte años, pues él fue el intento más generoso y al parecer más logrado de basar en el espíritu una vida alemana. Fue además un intento único de establecer una síntesis entre la genialidad alemana y la razón, de reconciliar al hombre de mundo con el titán, a Antonio con Tasso, la exaltación irresponsable, musical y dionisíaca, con la fe en la responsabilidad y el compromiso moral.
Al parecer este intento no triunfó del todo. ¡Cómo iba a triunfar! Y sin embargo tenía que ser intentado una y otra vez, pues me parecía que precisamente perseguir siempre lo más alto e imposible era el rasgo característico del espíritu. Goethe no había logrado del todo en su propia vida conciliar al poeta ingenuo con el hombre de mundo inteligente, el alma con la razón, el admirador de la naturaleza con el predicador del espíritu, aquí y allá se abría un abismo, aquí y allá se producían conflictos penosos e insoportables. A veces la razón y la virtud adornaban la cabeza del poeta como una gran peluca, y no pocas veces su genialidad ingenua se ahogaba en una rigidez que había surgido del afán de consciencia y dominio.
Y además tampoco parecía que Goethe lograse imponer su modelo y que dejase algo así como una verdadera escuela o doctrina. Tampoco aquellos poetas y escritores, que hicieron todo lo posible por emular su ejemplo, lograron alcanzar la unidad buscada, se quedaron incluso muy por detrás del precursor. Un ejemplo de muchos fue Stifter, un poeta querido, de primer rango, que en su maravilloso «Nachsommer» escribió a veces, como un auténtico Goethe menor, pedantes lugares comunes sobre el arte y la vida en un lenguaje de papel y espantaba que pudieran encontrarse tan cerca de las bellezas más delicadas. El modelo era claramente reconocible y uno recuerda que también en el «Wilhelm Meister» había páginas poéticas maravillosas junto a otras de aridez desesperante.
No, Goethe no lo había logrado del todo, y por eso me resultaba a veces realmente desagradable y penoso. ¿Era, a fin de cuentas, como opinaban los ingenuos marxistas que no lo habían leído, sólo un héroe de la burguesía, un creador más de una ideología subalterna, efímera, hoy marchita?
Podía haberlo olvidado y haberme resignado a mi desilusión. Pero eso precisamente me era imposible. Eso era precisamente lo maravilloso, hermoso y atormentador: no podía librarme de él, tenía que acompañarlo en sus intentos, sufrir sus fracasos, encontrarme en sus disonancias.
Esto era cautivador y grande; que no se contentase con metas pequeñas, que buscase lo grande, que estableciese ideales que no se podían cumplir. Pero, sobre todo, fue decisiva la convicción que fue naciendo en mí con los años, de que el problema de Goethe no era el suyo sólo, ni el de la burguesía, sino el de cada alemán que se tomaba en serio el espíritu y la palabra. No se podía ser un escritor alemán e ignorar el modelo y las tentativas de Goethe, independientemente de que hubiesen fracasado o no. Es posible que otros literatos hubiesen logrado mucho mejor representar a través de la palabra el espíritu de su tiempo, es posible que por ejemplo Voltaire expresase con más pureza y perfección su siglo y su clase social; pero ¿acaso no estaba Voltaire precisamente anticuado por eso, acaso era para nosotros algo más que un recuerdo, el nombre de un gran virtuoso? ¿Compartíamos cordial y responsablemente sus impulsos y opiniones? No. Pero Goethe no había muerto con su era, todavía nos interesaba, todavía era tremendamente actual.
Muchos años me he atormentado así con Goethe y he dejado que se convirtiese en la inquietud de mi vida espiritual: él y Nietzsche. Si no hubiese llegado la guerra mundial, hubiera pensado aún mil veces los mismos pensamientos y hubiese vacilado en las mismas vacilaciones. Pero llegó la guerra y con ella se me mostró más dolorosamente que nunca el viejo problema alemán del escritor, el trágico destino del espíritu y de la palabra en la vida alemana. Se puso de manifiesto la ausencia de aquella tribuna en que Goethe había trabajado. Hizo su aparición una literatura mediocre, irresponsable, en parte ebria y entusiasta, en parte sencillamente comprada, una literatura patriótica, pero necia, mentirosa y burda, indigna de Goethe, indigna del espíritu, indigna del pueblo alemán; incluso eruditos y autores famosos escribían de pronto como sargentos, no sólo parecían haberse roto todos los puentes entre el espíritu y el pueblo, parecía no existir ningún espíritu. No voy a analizar aquí en qué medida este fenómeno no es exclusivamente alemán, sino una característica de muchos o todos los países en guerra; para mí fue importante en la forma alemana y me llamó a la lucha en esa forma. Mi obligación no era analizar si Francia e Inglaterra estaban abandonadas por el espíritu, ni ponerlas en guardia contra el pecado que crecía a diario contra el espíritu, sino hacer eso en mi propio suelo.
Al parecer, aquí, desapareció por largo tiempo el problema Goethe de mi vida, ahora ya no se llamaba Goethe, sino guerra, y cuando terminó ésta se llamó Europa, y ahora sucede que en todos los países de Europa la pequeña minoría de los que piensan ha comprendido perfectamente el problema y la exigencia del momento, mientras que todo el comportamiento y la política oficial siguen luchando al borde del abismo por las banderas multicolores de ideales ya muertos.
Había guerra y de momento no parecía existir ningún Goethe, sin embargo su gran problema —el gobierno de la vida humana por el espíritu— era el único problema acuciante en el mundo. Nosotros los literatos, en la medida en que no éramos venales o estábamos emborrachados por la guerra, nos vimos obligados a recorrer a tientas, paso a paso nuestros propios fundamentos y aclararnos nuestra propia responsabilidad. Mis preocupaciones espirituales habían entrado en una fase llameante. Pero también en medio de la guerra había de cuando en cuando discusiones con Goethe y, a veces, el conflicto actual conjuraba de repente su figura que se convertía para mí de nuevo en símbolo. El problema espiritual y moral, que en la primera fase de la guerra convirtió mi vida en lucha y tormento, era el conflicto aparentemente insoluble entre el espíritu y el amor a la patria. Si se hubiese querido entonces dar crédito a las voces oficiales, desde el gran erudito hasta el charlista de periódico, entonces el espíritu (es decir la verdad y el servicio a ella) era el enemigo mortal del patriotismo. Si se era patriota no se tenía, según la opinión pública, nada que ver con la verdad, no se estaba obligado en absoluto a ella, era un juego y una quimera; el espíritu dentro del patriotismo estaba sólo permitido en la medida en que se podía abusar de él para apoyar a los cañones. La verdad era un lujo, y la mentira era permitida y loable en nombre y al servicio de la patria. Yo no podía adoptar la moral de los patriotas, por mucho que amara Alemania, pues no veía en el espíritu un instrumento cualquiera o un arma de lucha, y yo no era ni general ni canciller, sino que estaba al servicio del espíritu. Entonces y en este contexto, me encontré de nuevo con Goethe. Los patriotas, que trataban entonces de explotar cualquier bien de la nación como recurso bélico, descubrieron muy pronto que Goethe era inservible para este fin, no era un nacionalista y algunas veces se había atrevido incluso a decirle a su pueblo verdades bastante desagradables. A partir del verano de 1914 Goethe, y con él algunos otros espíritus buenos, descendieron en su cotización, y para rellenar el hueco (pues para la repugnante «propaganda cultural» se necesitaban grandes espíritus) se redescubrieron y promocionaron otros nombres que servían mejor para justificar el nacionalismo y la guerra: la exhumación más afortunada se llamó Hegel.
Cuando en aquellos días Romain Rolland me descubrió en uno de sus ensayos sobre la guerra como correligionario suyo y calificó mi punto de vista de goethiano, sus palabras me afectaron como una honda advertencia: me recordaron a Goethe, la estrella de mi juventud, y me confirmaron en todo lo que me era sagrado. Al mismo tiempo no se me escapaba que desde el punto de vista oficial alemán el calificativo «goethiano» era casi un insulto.
También esta fase pasó. Y tampoco aquel violento inciso en nuestra vida había podido separarme de Goethe, ni hacérmelo indiferente.
¿Cuáles eran las razones? ¿Acaso era Goethe algo más que el escritor e ideólogo parcialmente fracasado, era acaso algo más que sólo el poeta genial y elocuente? ¿Por qué tenía que volver a él si, después de haber luchado tanto con él, me había separado de su modelo en aspectos importantes?
Cuando trato de analizar esto, surge ante mí otro Goethe, menos nítido, semiinvisible y misterioso: Goethe el sabio. Por clara y simpática que me parece la imagen del poeta mágico Goethe, por clara que creo ver también la imagen del literato y maestro Goethe, detrás de estas figuras se transparente otra. En ésta, para mí máxima figura de Goethe, se unen las contradicciones, no coincide con el clasicismo unilateralmente apolíneo, ni con el oscuro espíritu faústico en busca de las madres, consiste precisamente en esa bipolaridad, en estar en todas partes y en ninguna. Encontramos frases y obras aisladas de este misterioso sabio, sobre todo en sus escritos de vejez, en poemas, en capítulos tardíos del Fausto, en cartas, en la «Novelle». Pero ese mismo Goethe maduro, suprapersonal, nos contempla, una vez que lo conocemos, desde algunas obras y testimonios de su época de juventud y madurez. Existió siempre, aunque a menudo se ocultó durante largo tiempo. Es intemporal, pues toda sabiduría es intemporal. Es impersonal, pues toda sabiduría supera a la persona.
La sabiduría de Goethe, que él mismo oculta a menudo, que él mismo creyó haber perdido, ya no es burguesía, ya no es «Sturm und Drang» o clasicismo, o «Biedermeier», ni siquiera es goethiana, sino que respira al unísono con la sabiduría de la India, de China, de Grecia, ya no es voluntad ni intelecto, sino religiosidad, devoción, deseo de servir: Tao. Todo poeta auténtico posee una chispa de esta sabiduría, ni el arte ni la religión son posibles sin ella, y sin duda brilla hasta en el poema más pequeño de Eichendorff, pero en Goethe se condensó unas cuantas veces en palabras mágicas que no existen, que no surgen en todos los pueblos, ni en todos los siglos. Esta sabiduría se halla por encima de toda literatura. No es más que veneración, respeto a la vida, sólo quiere servir, y no conoce pretensiones, exigencias o derechos. Es la sabiduría de la que las leyendas de todos los pueblos nobles saben que existió una vez en los tiempos de los grandes monarcas, y que los monarcas y sus siervos le fueron infieles, y que la vuelta a ella es el único camino para volver a conciliar a la tierra con el cielo.
A mí, que tengo un amor especial a los autores clásicos chinos, me parece que esta sabiduría tiene también en Goethe un rostro chino. Por eso es para mí una pequeña alegría saber que, en efecto, Goethe se ocupó en varias ocasiones de la cultura china, y que un pequeño y maravilloso ciclo de poemas del último Goethe (del año 1827) lleva el título «Chinesisch-deutsche Jahres-und Tageszeiten» («Calendario chino-alemán»). En las literaturas modernas no encontramos muchas manifestaciones de esta sabiduría ancestral. En Alemania se ha expresado raramente a través de la palabra. Alemania es más religiosa, madura y sabia en su música que en su palabra.
El hecho de que Goethe alcanzara, de cuando en cuando, a través de su literatura y de su poesía esta cima, la serenidad sobre los torbellinos, eso es lo que siempre me ha atraído a él, lo que me ha llevado a examinar también algunos de sus escritos dudosos o malogrados. Pues no hay espectáculo más sublime que el hombre que ha llegado a la sabiduría, que se ha desprendido de la confusión de lo temporal y personal. Y cuando conocemos a un hombre del que creemos que lo ha logrado entonces alcanza para nosotros un interés incomparable. Y cuando desesperamos de toda fe y toda sabiduría, puede ser un consuelo seguir los caminos de un sabio y ver lo humano, débil e insuficiente que podía ser a veces.
Por algunos indicios deduzco que la juventud alemana apenas conoce ya a Goethe. Probablemente sus profesores han conseguido hacerlo aborrecible. Si yo estuviese al frente de un colegio o una universidad, prohibiría la lectura de Goethe, y la reservaría como máxima recompensa a los mejores, más maduros y valiosos. Descubrirían con asombro cuán directamente enfrenta al lector actual a la gran cuestión de hoy, a la cuestión de Europa. Y en el espíritu que nos pudiese salvar y en la disposición de servir a este espíritu con todos los sacrificios, no encontraría ningún dirigente y compañero mejor que Goethe.
(1932)
Sobre los poemas de Goethe
Los poemas completos de Goethe pertenecen a los libros más singulares de la literatura universal: casi mil quinientas páginas con cientos y cientos de poemas, escritos por el mismo hombre, desde su adolescencia hasta sus ochenta años. A primera vista, esta masa de poemas casi monstruosa no tiene otra unidad que el título común, y apenas se comprende que todo esto proceda del mismo autor, parece una mezcla encantadora pero caótica de todo lo que se pueda uno imaginar en cuanto a poesía: desde el apunte escrito con ímpetu violento y el suspiro delicadamente sugerido, hasta la más depurada miniatura, desde el balbuceo emocionado, hasta el juego frío y virtuoso, desde la ocurrencia divertida hasta la filosofía de la vida más concentrada, desde la frase amable artificiosa, hasta el enmudecimiento aterrado ante el misterio universal. Encontramos versos lisos como la porcelana y otros de implacable aspereza, versos de sabihonda maestría y otros llenos de misterio y dulce espanto, a menudo juguetones y caprichosos casi hasta la insensatez, luego de nuevo graves y llenos de profunda magia, versos como de imitador diletante de lejanos modelos clásicos y otros en los que cada línea contiene algún grano de oro, un milagro, un acto de creación. Este poeta parece haber hecho y probado todo lo imaginable alguna vez, parece haber adorado e imitado todos los modelos alguna vez, con las formas de los versos y poemas juega ya sereno, ya enamorado como un muchacho que ha descubierto un baúl lleno de máscaras y disfraces y los prueba eufórico, doma e inclina el lenguaje y el verso alemanes hacia el griego, el latín, el persa, el francés, el sánscrito, con un afán ilimitado de experimentar extremadamente caprichoso, a menudo casi insoportablemente pedante, a menudo irresistiblemente infantil, a menudo sobrehumanamente sabio, recorriendo una y otra vez todas las etapas entre la locura creadora y la pedantería, entre la entrega genial y la autoconservación temerosa. Es un espectáculo único el que se ofrece al hojear, al recorrer con la vista los mil títulos de los poemas, y si Goethe no nos hubiese dejado un Werther, un Fausto, una Ifigenia, una teoría de los colores ni un Wilhelm Meister, estaríamos, a pesar de todo, informados a través de sus poemas, de todas las evoluciones, los contenidos y afanes, trabajos y transformaciones de su larga vida. Estos poemas lo contienen por completo.
Y su personalidad es el eje que mantiene unida la desconcertante diversidad de estos poemas. Es la personalidad de un hombre capaz de cambiar, ambicioso, curioso, interesado por los hombres, por los países y los idiomas; de un viajero y erudito polifacético que también es un hombre de mundo y un admirador de las mujeres, que a veces parece degenerar en un mero coleccionista que se contenta con clasificar y etiquetar. A veces, los subalternos entre sus exégetas han admirado y alabado precisamente a este aplicado coleccionista Goethe. Pero más bien hay que admirar y celebrar que este espíritu propenso a la diversidad y la dispersión recupere siempre su genialidad, que ese ser aparentemente fácil de seducir vuelva siempre de la pluralidad a la sencillez. Mil veces se perdió en los juegos del espíritu, se enamoró de los velos de «Maya», mil veces volvió a la madre primigenia. Y reconocemos todos estos regresos del viajero en el refulgir de la chispa materna, en el relampagueo de la genialidad ingenua y creativa del lenguaje, que ya poseía su madre, Frau Rat, en Francfort.
Esta fuerza creativa del lenguaje fluye en los poemas de amor del joven Goethe, sobre todo en los de la época de Estrasburgo, poderosa como un torrente, más tarde decae y se ciega, una y otra vez, en erudición, y juego, en interminables ejercicios de estilo, y esfuerzos de virtuoso, pero siempre vuelve a brillar nueva y triunfante —aún en su lírica más tardía, en la del octogenario—, encontramos de repente entre muchos poemas sabios y venerables, pero desde el punto de vista lingüístico poco geniales, una joya como «El crepúsculo descendió de las alturas» en donde irrumpe de nuevo amortiguada, pero aún con profunda magia, toda la fuerza imaginativa creadora del joven Goethe. A veces, el genio y el virtuoso, la naturaleza y la educación, el instinto y la conciencia son uno, se convierten en maestría perfecta, en esa segunda inocencia e ingenuidad, más alta que el simple genio no posee. En estos poemas, los más hermosos de la lengua alemana desde hace dos siglos, Goethe es perfecto, su lírica es más clásica que la de cualquier otro poeta alemán.
Al intentar una selección de estos poemas hacemos las experiencias más extrañas. Sobre todo, descubrimos numerosos poemas que como totalidad son imperfectos, a veces incluso mediocres, pero que contienen algunas imágenes encantadoras. Aquí se plantearían problemas insolubles; gracias a Dios son insolubles porque si no tendríamos ya hace tiempo una selección clásica, impecable de los poemas de Goethe, un jardín maravillosamente noble para deambular, pero no la selva. No, afortunadamente el grandioso caos de los «poemas completos» es para el que ha caminado mucho tiempo en su jungla, infinitamente más querido que cualquier selección y ninguna puede sustituir con su pureza el secreto de la jungla.
A pesar de todo, he intentado varias veces una selección y he repetido el intento hace poco. Me gusta imaginarla en manos de gente joven, que todavía sabe poco o nada de Goethe, que se enfrenta por primera vez a este astro. A los que son sensibles a la magia del lenguaje, les es deparada una experiencia sublime. Otros, menos capaces del verdadero placer poético, se sentirán atraídos por la voz del corazón inmenso, pues amor, entrega y profundo respeto son los elementos de la poesía de Goethe. Y algunos lectores jóvenes, inaccesibles hoy a la palabra de Goethe, la experimentarán un día por el dulce camino indirecto de la música. Pues casi todos estos poemas se han convertido en canciones y perduran como música, todos los auténticos compositores de canciones han amado y mostrado su agradecimiento a Goethe. Y en nuestros días Othmar Schoeck no ha sido impresionado menos profundamente por la palabra de Goethe y no la ha asimilado a su arte menos entrañablemente que hace cien años Franz Schubert.
En vida de Goethe, sus poemas y la mayoría de sus obras sólo surtieron efecto y alcanzaron fama en un círculo muy pequeño de lectores. Los poemas juveniles que siguieron al Werther se ganaron muchos corazones pero la lírica de sus últimas décadas no llegó hasta el pueblo y, ni siquiera, hasta muchas personas cultas. Cuando la Alemania culta devoraba por docenas y centenas de ediciones los poemas de Emanuel Geibel, el «Westöstlicher Diwan» de Goethe seguía, tras varias décadas, todavía en su primera edición, invendido e invendible en manos del editor.
En cambio, sus poemas han sobrevivido desde entonces victoriosos un siglo, una mina para filólogos y biógrafos, números brillantes para cantantes, delicia de adolescentes y enamorados, objeto de reverente meditación para los más sabios de su pueblo. Durarán aún mucho tiempo, gracias a su sinceridad y cordialidad, y gracias a su lenguaje. Para el poeta el idioma no es función y medio de expresión, sino sustancia sagrada, como los tonos para el músico y los colores para el pintor.
En los poemas de Goethe hay muchos elementos condicionados por el tiempo, pasajeros. Algunos rasgos son mero rococó, mero racionalismo, mero clasicismo, mero «Biedermeier», y con el tiempo nos dejan de interesar. Pero queda una cosecha de poemas que, a medida que aumenta su edad, parece revelarse más y tener mayores repercusiones, poemas que no podemos imaginarnos que puedan ser olvidados alguna vez.
(1932)
Primera versión de «Wilhelm Meisters theatralische Sendung»
(«La misión teatral del Wilhelm Meister»)
El hallazgo literario más grande y hermoso de los últimos años, la primera versión del «Wilhelm Meister», ha sido publicado bajo el título original «Wilhelm Meisters theatralische Sendung».
Parece que un hallazgo semejante tendría que agitar a toda Alemania, y que durante algún tiempo no se podría hablar entre hombres y mujeres cultivados de otra cosa que de este magnífico hallazgo. Pero la situación de nuestra cultura es distinta, y cómo va a preocuparse un pueblo de lectores que devora cantidad de literatura de pacotilla, pero que casi no conoce el «Wilhelm Meister» en su forma antigua, que existe desde hace casi cien años, cómo ha de interesarse este pueblo de lectores por la versión original de la novela alemana más grande. En fin, habrá al menos algunos miles para los que este «Urmeister» («Meister primigenio») signifique una experiencia y una profunda alegría. Se ha discutido si es más bello y valioso que la versión posterior de Goethe, pero eso es como discutir si la primavera es más bonita que el verano. Aquí, en este «Urmeister», hay primavera goethiana rica y floreciente, pero no me gustaría dar a cambio al «Meister» posterior; ya sólo su comienzo, aquellas pocas páginas increíblemente sugestivas, subyugantes, es muy superior al comienzo de la obra redescubierta. Lo que el «Urmeister» trae de nuevo, es sobre todo la historia de la juventud de Meister, y luego sobre todo un soberbio e insustituible fragmento de prosa juvenil de Goethe; lo mejor que podemos hacer es no comparar y sobre todo no combinar, sino tomar el nuevo hallazgo como una obra en sí. Adquiere también biográfica y sicológicamente un interés por ser el trabajo secreto de aquellos diez años de Weimar en los que Goethe creía tener que renunciar casi por completo al trabajo poético. Para el Goethe de la época entre el «Werther» y los «Lehrjahre» («Años de aprendizaje») está «Sendung» («Misión») que es decididamente el documento más importante.
(1912)
«Wilhelm Meisters Lehrjahre»
(«Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister»)
El siglo XVIII fue la última gran época cultural de Europa. En las artes plásticas, sobre todo en la arquitectura, produjo obras menores que los grandes tiempos anteriores; tanto mayor es su importancia literaria, y en su espiritualidad internacional, que abarca a toda Europa, alcanzó un poder y una amplitud de cuyo esplendor y recuerdo nos alimentamos aún nosotros, empobrecidos descendientes. Una forma noble generosa de humanismo, un respeto profundo, incondicional a la naturaleza humana y una fe ideal en la grandeza y el futuro de la cultura humana nos habla de todos los testimonios de aquel tiempo, también de los de los satíricos y burlones. El hombre ha pasado a ocupar el lugar de los dioses, la dignidad de la humanidad es la corona del mundo y el fundamento de toda creencia. Esta nueva religión, cuyos comienzos revolucionarios se encuentra en Inglaterra y Francia, cuyo profeta más profundo fue Kant, y cuya última apoteosis fue Weimar, este humanismo ideal es la base de una cultura increíblemente rica, que a nosotros, los descendientes, nos ciega ya con el brillo mágico de lo incomprensible, y de cuya superioridad monitoria tratamos a menudo de defendernos con la burla, creyendo descubrir en el lado externo, decorativo de aquel espíritu algo hueco y caprichoso. Nos hacen sonreír los setos recortados de los jardines, los arqueados tejados chinos y las figuras de porcelana de adornos caprichosos de aquel siglo, aunque nuestros jardines y nuestras casas no sean mejores ni más bellos desde entonces, y siempre nos gusta hablar únicamente de la peluca de aquel tiempo formalista que fue vencido por la revolución parisina, por los «Räuber» y el «Werther», y denunciaba en su vacía ridiculez.
En realidad deberíamos pensar en ese tiempo y ese espíritu con respeto avergonzado. No fue la época de las novelas galantes y de los bibelots, ése es el lado externo, tampoco fue la época de la burguesía sometida y de las ventas de vasallos o la época de los polvos de talco y la coleta. Todo eso no pudo ser tan fundamental para aquellos días como quieren hacernos creer algunos historiadores y autores de novelas históricas; porque todo esto, que por cierto constituye ya una cultura externa bastante considerable y homogénea, se vuelve infinitamente pequeño y desaparece casi por completo en cuanto dirigimos la mirada seriamente a aquella época. Somos injustos cuando tratamos de demostrar la inferioridad del siglo XVIII por su cultura externa. Sería mejor que abandonásemos ese prejuicio que no ve en Schiller y Herder herederos y perfeccionadores, sino revolucionarios e iconoclastas. Si fuera así, la importancia de Schiller se agotaría con los «Bandidos» y la de Goethe con «Werther», y Schubart y Lenz estarían a su misma altura.
Este prejuicio es en parte un fruto del romanticismo, en parte nació también del patriotismo de la guerra de liberación, y sería conveniente que desapareciese pronto. Si levantamos sin prejuicios la peluca del siglo XVIII para ver lo que hay detrás de la máscara, encontramos desplegados, nombre tras nombre y obra tras obra, una riqueza cultural y un inmenso cuadro de honor del más alto humanismo ante el que enmudecemos avergonzados. En todos los terrenos del espíritu, en todas las ciencias y artes vemos que existe un gran apogeo, y no sólo una acumulación casual y fortuita de talentos aislados, sino una altura del promedio que es precisamente la señal de un nivel cultural generalizado y que aparece dirigida en todas partes hacia el mismo centro. Filósofos y científicos, poetas y articulistas, políticos y oradores muestran no sólo un elevado nivel de cultura y una hermosa tradición formal, sino que, al contrario que nuestra época de trabajo especializado, todos tienen en común que, partiendo de lo pequeño e individual persiguen la totalidad, y que con un impulso instintivo se orientan hacia un sol único, universal, hacia el ideal humanista. Y cuánta maravillosa abundancia de talento, trabajo, capacidad, solidaridad y armonía. Qué multitud de hombres grandes y dignos de los que casi todos nos parecen una personificación de aquel ideal. No, el siglo XVIII no es el rincón de amor perfumado o el extravagante mercado de vanidades, es más bien un panteón ante el que deberíamos detenernos llenos de gratitud y del mayor respeto. Ahí está la literatura refinada, inteligente, dominada y pulida hasta la transparencia de Voltaire y Diderot cuya frivolidad ocasional hace que el ideal al que sirvieron con vehemencia parezca más alto. Ahí está el grupo de los literatos ingleses, creadores de la novela y la sicología moderna, desde el moralista Addison, hasta el mordaz satírico Swift, una literatura llena de sabiduría y aguda perspicacia, afines a aquellos franceses en el mismo afán de estudiar al hombre y completar su imagen. Ahí está el solitario Kant que indagó las leyes del pensamiento humano y que, por otra parte, coloca con toda su humildad al ser humano como un rey ante tremendas obligaciones y perspectivas. Ahí está Mozart al que le importa un comino la filosofía y que, sin embargo, erige en la «Flauta mágica» un templo al humanismo, más alto, puro y divino que cualquier otro. Ahí está Federico de Prusia que, al margen de sus guerras, trata de sustituir en el pecho de los hombres al destronado dios de los piadosos por la fe en el propio destino, el escéptico más concienzudo, amigo de Voltaire y constructor de Sanssouci. Ahí está Lessing, que con la esgrima más honrada y limpia liquida la teología acientífica y conduce impertérrito el idioma alemán al peligroso terreno del espíritu francés. Ahí está Schiller que entre sufrimientos ocultados con dignidad cristaliza la impetuosidad de su juventud genial en el idealismo más puro y admirable, y por fin Goethe, el heredero nato e hijo privilegiado de toda esta poderosa cultura que él recibe y domina, y que en su vida ejemplar transformó y desarrolló sin ruptura ni convulsión hasta la más asombrosa modernidad.
De este tiempo y de esta cultura, que entre otras cosas han creado también la novela moderna, nos han llegado dos grandes novelas ejemplares y geniales que tienen asegurada la eternidad: Robinson Crusoe y Wilhelm Meister. Robinson, escrito y publicado en el primer cuarto del siglo XVIII, presenta al hombre que desnudo y pobre se enfrenta a la naturaleza hostil y que con su talento tiene que procurarse la subsistencia y seguridad, los fundamentos de una civilización. El «Wilhelm Meister», publicado en los últimos años del mismo siglo, habla del hombre que por su origen y su educación burguesa, por su fortuna y su carácter, serviría perfectamente para ser un ciudadano satisfecho en una civilización mediocre, pero que impulsado por un deseo divino, sigue a estrellas y cometas añorando una vida superior de espiritualidad más pura, de humanismo más profundo y maduro. Entre estos dos libros se extiende el siglo XVIII, y desde ambos llega hasta nosotros el mismo aire puro de un idealismo vivo, en el autor inglés, más curioso, ingenuo y limitado, en Goethe, más libre y poético.
Así como la novela de Goethe fue heredera y feliz sucesora de una tradición y cultura ricas y buenas, del mismo modo se convirtió, más que cualquier otra novela alemana, en modelo, impulso y motor para toda una literatura posterior, sin haber sido superada ni igualada hasta ahora. Apenas se publicó «Wilhelm Meister», el asombroso libro que por primera vez unía poesía y prosa, descripción y sentimiento de una manera tan entrañable y deliciosa, se convirtió en el evangelio de una nueva generación. En el «Meister» se creó una obra de arte que brotaba enteramente de un talento lírico-poético y que sin embargo ofrecía a la totalidad del mundo una participación, una lealtad y un arte descriptivo objetivo desconocidos hasta entonces; todos los géneros literarios parecían haberse conjugado aquí y haber creado un extraño microcosmo, un reflejo ideal del mundo.
Entusiasmados y fascinados hasta el delirio los jóvenes de entonces estudiaron una y otra vez esta obra formidable. Para el joven Novalis fue durante años como un sino. Sobre los hombros del «Wilhelm Meister» descansan el «Ofterdingen», el «Titán» de Jean Paul, «Sternbald» y «Godwi» de Brentano, y hasta el «Maler Nolten» y el «Grüne Heinrich» siguió siendo modelo e ideal, imitado, estudiado, reinterpretado mil veces, nunca alcanzado y hasta la época de los epígonos conservó este poder y esta dignidad; así la famosa novela «Soll und Haben» («Haber y deber»), nos parece haber sido escrita completamente bajo el encanto de este gran modelo.
El naturalismo abandonó y destronó en el segundo tercio del siglo XIX al «Wilhelm Meister» como modelo. Aparecieron nuevos contextos espirituales, nuevas formaciones históricas; de jóvenes literaturas extranjeras, sobre todo la rusa, surgió nueva materia prima. En lugar del llamado «Bildungsroman» (novela educativa) cuyo ejemplo más grande era el «Meister» apareció la novela sicológica y social. El hombre fue iluminado por primera vez del lado animal e histórico, de nuevo era un enigma y problema, tenía que ser reconquistado. Mientras que en la lucha por nuevos valores los autores serios lograban cosas grandes y valiosas, la novela convertida en literatura de entretenimiento mediocre, perdía altura y se convirtió en la forma predilecta de especuladores y diletantes.
Si un lector actual de cultura media, que de las novelas importantes de la época premoderna apenas si conoce el «Gruñe Heinrich», quiere informarse sobre la forma novelística y el nivel espiritual del que surgió en su día la necesidad de esta forma, no tiene otro camino que el «Wilhelm Meister».
Los «Lehrjahre» tienen una larga historia. Goethe inició el trabajo de esta novela dos, o a lo sumo tres años después de concluir el «Werther». La obra se titulaba en su primera versión «Wilhelm Meisters theatralische Sendung» («La misión teatral de Wilhelm Meister»), y se había perdido y olvidado hasta que una feliz casualidad descubrió hace pocos años una copia zuriguense de los primeros seis libros de este llamado «Urmeister».
La forma definitiva en la que existen los «Lehrjahre» en las librerías desde su primera publicación, fue escrita algunos años más tarde que aquella «theatralische Sendung». Los «Wanderjahre» («Años de viaje»), la continuación a duras penas concluida de la novela, fueron terminados décadas después y en total Goethe se debatió con el trabajo del «Wilhelm Meister» que por fin quedó como un grandioso torso, más de cincuenta años. En esta obra se pueden estudiar, aún más, y con más claridad que en el «Fausto», las fases y los estratos de esta vida de escritor tan inmensamente rica, igual que un experto de la naturaleza lee en un paisaje de morenas los movimientos y las transformaciones de la historia geológica. Todo Goethe se refleja en esta obra singular; el espíritu fogoso y la impetuosidad arrolladora de los días del «Werther» se apagan lentamente en ella, se revelan los frutos de la amistad con Schiller, las huellas de las influencias italianas, toda la atmósfera de los mejores años de Weimar se despliega plena y clara, y se presiente en los «Wanderjahre» la figura casi mítica del anciano Goethe, misteriosa en su grandeza y solemnidad monumental.
Los «Lehrjahre», de los que nos ocupamos aquí exclusivamente, aparecieron en el comercio librero por primera vez en los años 1795 y 1796; ésta es la obra cuya lectura conmovió tan profundamente a los mejores espíritus de aquel tiempo, en la que se solazó y sufrió Novalis como un sino, y sobre la que Schiller escribió sus cartas más bellas a Goethe.
Comparar la primera versión con la segunda, es decir la «theatralische Sendung» con los «Lehrjahre», es tan seductor y tan imposible como comparar el Goethe joven con el Goethe viejo. Por un lado una obra de concepción y voluntad audaces y claras más armoniosa que el «Meister» posterior, llena de fuerza y humor en el detalle, chispeante y desbordante; por el otro, un libro más quieto, frío, dominado, en algunos capítulos más pobre en expresividad y genialidad momentánea, pero en total tan tremendamente elevado y amplio, tan universal y por encima de lo personal, que cualquier comparación pierde su sentido. La «theatralische Sendung» es un espléndido tesoro inagotable; pero tenemos que disfrutarlo como fragmento, como el documento maravilloso de los años de una juventud que se extinguía y de una madurez incipiente, y no debemos dejar que la imagen del «Wilhelm Meister», tal como el propio Goethe la creó y publicó, se tambalee al compararla con este trabajo anterior. Que Goethe, cerno piensan algunos entusiastas, debería haber conservado la primera versión y haberla integrado sin modificaciones en los «Lehrjahre», es una exigencia necia e improcedente. A través de la lectura del manuscrito de Zurich conocemos mejor el sistema de trabajo de Goethe y lo vemos, sacrificando muchos pequeños encantos y bellezas, superar el trabajo de la juventud con el rigor del gran maestro. La idea fundamental del «Wilhelm Meister» y la unidad indudable en esta obra es la propia gran idea de la vida de Goethe. En ésta participa el joven Goethe, pero sin alcanzar la perfección en ella. Los «Lehrjahre» no son pues el desarrollo de una obra juvenil, dejada a un lado anteriormente, sino que son igual que el «Fausto» y que «Dichtung und Wahrheit» un tremendo intento del escritor por cristalizar poéticamente décadas de una vida fabulosamente variada y activa. En el «Wilhelm Meister», se intenta lo más alto, lo imposible, eso lo convierte en modelo de las novelas más grandes de medio siglo, y eso lo separa de las obras de una generación más modesta de las cuales las mejores superan al «Meister» en forma aparente pero de las que ninguna se puede siquiera comparar con él en grandeza y riqueza interior.
De los contemporáneos ninguno siguió la creación de los «Lehrjahre» con tanto afecto y tanto espíritu crítico como Schiller. En ninguna de sus obras estaba Goethe tan alejado de él como en el «Wilhelm Meister», ninguna rompía de una manera tan personal y nueva con las leyes formales reconocidas y discutidas por ambos y, sin embargo, ninguna, excepto el «Fausto», contenía y encerraba de una manera más perfecta y consciente el ideal de cultura común. Schiller criticó duramente el «Wilhelm Meister» en varias cartas, y en una ocasión niega a la novela el valor de una verdadera forma de arte, la califica de apoética, ya que trata solamente de satisfacer la razón, y constata con malestar «una extraña fluctuación entre el sentimiento poético y el prosaico en el “Wilhelm Meister”». Comparándolo con «Hermann und Dorothea» dice: «y sin embargo “Hermann” me conduce (por su pura forma poética) a un mundo divino de poeta, ya que el “Meister” no me deja salir del todo del mundo real». Luego encuentra «demasiada tragedia» en el «Meister» y termina: «En una palabra, me parece que se ha servido de un recurso para el que no le autoriza el espíritu de la obra».
Pero a pesar de todo, el severo Schiller concluye precisamente esta misma carta crítica reconociendo casi en contra de su voluntad: «Por lo demás no puedo decirle cuánto me ha enriquecido, animado y encantado el “Meister” en esta nueva lectura; en él fluye una fuente en la que encuentro alimento para todas las fuerzas del alma y especialmente aquélla que es el efecto unido de todas».
Si ésta es la opinión final de Schiller, si él, el esteta implacable y admirador de las formas puras, confiesa por encima de todas las dudas y desavenencias tal amor y agradecimiento al «Wilhelm Meister», nosotros no tenemos ninguna razón para sustraernos a ese amor y agradecimiento. En lo que respecta a la estética no estamos más mimados y si alguna vez tenemos motivo de abandonar la estética de Schiller es precisamente frente a esta novela, que podemos considerar un experimento, un grandioso fragmento, pero que ha abierto a la literatura alemana «también como forma» nuevos y fructíferos caminos.
Quizá Goethe no fue un maestro absoluto de la narrativa en prosa. Parece que cada vez que abandonaba las formas poéticas más estrictas y se movía en la palabra libre, le venían al encuentro la plenitud del mundo y de su propio interior de una manera tan arrolladora que desde el principio comprendió o intuyó la imposibilidad de una representación artísticamente delimitada y se contentó con perseguir como narrador lo humano en todas sus formas, utilizando, según la necesidad, con pocos escrúpulos, el diálogo, la epístola, el diario, también a menudo la amonestación directa. Incluso su obra en prosa más perfecta desde el punto de vista formal, las «Afinidades electivas», no está libre de estas deficiencias o negligencias técnicas. Tras páginas de una narrativa pura, expresiva, sensualmente presente que nadie ha superado, siguen a veces frases y páginas sueltas coloquiales, comunicativas o didácticas, se produce a veces una relación directa con el lector inesperada e ingenua. Exigir de la prosa de Goethe la autolimitación humilde del narrador puro que reprime cualquier emoción, cualquier necesidad de comunicación, cualquier deseo de intervención directa y personal, en favor de una representación puramente objetiva, sería como exigir del «Fausto» una estricta subordinación a las leyes teatrales. Goethe fue en cierto modo, y en el más alto sentido de la palabra, siempre un diletante; la literatura no fue para él sólo templo y culto divino, escenario y ropaje de fiesta, fue para él, que era universal, el órgano más universal con el que se dirigía al exterior para expresar y comunicar la sabiduría de su interior, su enseñanza del amor mil veces vivida. Así como el «Fausto» no es en su conjunto una obra de teatro, tampoco es el «Wilhelm Meister» una narración pura. Es mucho más. Y sin embargo, es curioso, también estas creaciones de un alma extraordinaria están repletas de arte, de maestría directa, y de una profunda intuición de formas mayores, aún sin realizar, y quizás irrealizables. Cualquiera buena novela actual respeta ciertas reglas que Goethe infringe tranquilamente; en los aspectos pequeños y aislados de la técnica se le puede superar, ha sido superado. Pero no sólo la amplitud y la grandeza de la humanidad que encontramos en «Wilhelm Meister» no se ha vuelto a alcanzar jamás, sino que tampoco se ha vuelto a dominar y resolver de una manera formal tan hermosa y magistral una voluntad parecida en la novela. El que el «Wilhelm Meister» quedase al final como una especie de fragmento, no se debe a una falta de perfección técnica de Goethe, sino únicamente a la inmensa amplitud del horizonte que trató de trazar en una sola obra.
De la «theatralische Sendung» de Wilhelm Meister surgieron los «Lehrjahre», de la novela sobre el artista, la novela del hombre. El teatro ocupa en los «Lehrjahre» todavía un gran espacio y tiene una importancia profunda, pero la carrera teatral de Wilhelm desemboca, sin que su fracaso sea lamentado en absoluto, en una carrera más grande, universal, y en lugar del microcosmo teatral limitado rodea al «héroe» el mundo real. El héroe no es un hombre de contornos nítidos, único, llamativo, el héroe eres tú y soy yo, así como cada uno de nosotros era en las lecturas de la adolescencia el héroe del «Robinson». La afición juvenil conduce al hijo del comerciante al escenario, y hay aquí sin duda un poco de vanidad joven, un deseo de brillar, pero sólo como elemento secundario y tributo de la debilidad humana, no como fuerza motora. La fuerza que lo impulsa, que lo conduce al teatro, y por encima del teatro a la vida y por la vida, es el noble anhelo de un ser y actuar puros y perfectos, de crecimiento y desarrollo hacia formas cada vez más perfectas, más puras, más valiosas. Ese anhelo es el que tenemos que admirar en el joven Wilhelm Meister, y ése es el que tenemos que comprender y compartir y vivir si su vida ha de sernos valiosa y útil. Ningún talento, ni siquiera el del teatro, está desarrollado en él de una manera dominante, y fue una idea de Goethe infinitamente fecunda y hermosa el introducir a este héroe de una «Bildungsroman» no como talento educador, sino como una especie de genio en el proceso de ser educado. En el fondo Wilhelm es un hombre medio en cuanto a sus talentos, pero no en cuanto a sus necesidades espirituales y voluntad moral. Es débil y sucumbe fácilmente a estímulos e influencias externas, cree dirigir y es dirigido, sobrevalora a las personas y no es ningún héroe en lo que se refiere a la sabiduría de la vida y a la fuerza de la personalidad en la acción. Es un buen modelo para todos y se le podría considerar perfectamente un representante válido del hombre medio que lleva una vida más pasiva que activa como juguete de fuerzas propicias y hostiles.
Sin embargo, no es así. Es cierto que comparte con el hombre medio las facultades intelectuales, pero está por encima de él por una capacidad decidida de amor hacia el ser humano y de comportamiento moral. Quizás no represente en fin de cuentas un ejemplar humano cualquiera, sino un ejemplar poco distinguido personalmente, poco diferenciado del hombre bueno, bien intencionado, culturalmente útil. Y por esto se vuelve valioso y profundamente interesante para el autor, pues la literatura no se interesa por el hombre animal sino por el hombre en su capacidad cultural, el que está dispuesto a la vida con sus semejantes, a la actuación y a la subordenación, a la actividad y a la convivencia valiosa. Wilhelm Meister es un adolescente como existen algunos y como deberían ser muchos: intrigado por la vida, aceptablemente pertrechado para ella, dispuesto a no dejarse regalar la dicha sino a conquistarla; sucumbe al encanto de la aventura, sigue las tentaciones de la lejanía, pero lo que busca e intuye, sueña y pretende en su indefinida añoranza, no es botín ni fortuna individual, se encuentra en el camino de la humanidad, es el ideal de una vida clara que sirve libremente y se integra valiosamente en el conjunto.
Gratitud, respeto, justicia son los dones de este hombre cuya esencia es el amor. Su naturaleza innata se manifiesta en cualquier circunstancia de la vida como gratitud, respeto o voluntad de justicia, no sin luchas y amor propio reacio, pero siempre dirigido y dominado por aquel amor superior. Así es el hombre que deseaban y esperaban los grandes y buenos espíritus de aquel tiempo, que aspiraban a formar, del que esperaban la realización de sus hermosos deseos para la humanidad. A él dirigió Schiller sus cartas y ensayos, sobre él cantó Mozart en su «Flauta mágica».
Con gratitud recuerda Wilhelm Meister su infancia de la que habla a su primera amada, hasta altas horas de la noche mientras ella lucha con el sueño. Con conmovedora gratitud quiere a su amada y cuando descubre que es infiel y la pierde, lucha desesperado por su imagen e incansable recorre caminos penosos para recuperar la imagen enturbiada en su pureza.
Con veneración Wilhelm cultiva los recuerdos de su pasado, con profundo respeto acepta el rango y el poder de los superiores, con el máximo respeto y la más grande gratitud ama el genio que se le presenta en las obras de Shakespeare por primera vez espléndido y arrollador. Y lo que queda como último fruto de todos sus esfuerzos teatrales, hoy aún un delicioso regalo para nosotros, es el resultado de su amorosa devoción por Hamlet.
Con un deseo puro de justicia vive entre seres humanos bajos y desagradecidos, trata de ser justo con los actores poco nobles y poco amables de su círculo. Con respeto reconoce el talento de otros. Y lo que le queda de amor insatisfecho no lo consume en un narcisismo wertheriano, se lo da a los desdichados, se lo da a la desventurada Aurelie, al arpista arruinado, a la moribunda Mignon.
La atmósfera de este amor que descansa sobre una fe devota en la humanidad, envuelve toda la obra como un aire dorado y cálido. El precavido y ahorrativo comerciante, el pobre diablo del pequeño comediante, el pedante y presuntuoso conde, el barón diletante, el vanidoso y libidinoso director de teatro, la bella y frívola Philine, el descarado e infantil Friederich, todos poseen además de la debilidad e ingenuidad acentuadas un destello del inalienable valor humano, una gentileza y belleza secreta, en todos brilla una pequeña llama del gran fuego del amor, todos tienen junto a su miseria su parte del respeto del poeta por la vida, y ninguno es condenado. Sin embargo ninguno se parece al otro, a cada carácter y a cada falta de carácter se les hace justicia, la necedad humana brilla en todos sus colores y en cien pequeños rasgos deliciosos ríe libremente el humor. Solamente la totalidad queda intacta, el destino del hombre que el individuo puede confundir y traicionar cien veces y al que sin embargo tiene que servir y obedecer de algún modo y en silencio.
Y de nuevo los nobles y valiosos, los portadores del ideal son, como el propio Wilhelm Meister, siempre seres humanos y limitados en sus particularidades. Cada personaje lleva escrito su valor en la frente, pero el mundo no se divide en buenos y malos. Y así como el más insignificante es capaz de emocionarnos y reconciliarnos alguna vez, el más noble lleva aún los signos de la imperfección humana. Ni un solo instante vemos vivir a Wilhelm Meister sin amor. Ya le vaya bien o mal, ya esté Heno de esperanza o de tristeza, nunca se aparta en soledad egoísta, nunca le abandona el deseo de participación, amistad y caridad. De los arrogantes actores se deja robar y engañar, lo que a veces llega casi a indignar al lector, y cuando por fin los abandona, no lamenta que sean ingratos e incorregibles; sino que haya hecho tan poco por ellos. Como viajero soltero une destinos ajenos al suyo y lleva consigo toda una pequeña familia de menesterosos. A menudo pierde la paciencia, a menudo se siente con indignación y vergüenza burlado y confundido, pero en ningún momento duda del derecho que tienen sobre él los que le rodean, en ningún momento cree que su destino y su bienestar personal sean lo único que importa en el mundo. Es posible que parezca a veces un bondadoso simple, pero no puede actuar de otra manera. Y por fin descubrimos con la más alegre emoción, cómo la tácita justicia en la que cree y la que ayuda a practicar, también es justa con él y le resarce de sus sacrificios y esfuerzos. De las muchas personas que encuentra vemos que los más refinados y nobles le brindan siempre su simpatía y su amistad y enriquecen su vida; vemos cómo Frau Melina y Philine, espíritus poco nobles, le muestran su rostro más puro y delicado. Y al final cuando cree tomar su vida en sus propias manos y emprende con la petición de mano de Therese, el primer paso aparentemente libre y ponderado de su vida liberada, comete a fondo su primer disparate fatal, cuando la fortuna parece burlarse de él y su situación se vuelve realmente crítica, entonces es como si sus propias buenas obras y sentimientos volviesen hacia él, como si el mundo reflejase algo del amor que él derrochó y a través de personas buenas su destino realiza el último gran giro hacia una nueva felicidad y nuevas perspectivas amplias sobre maravillosas posibilidades vitales.
Esta novela es un mundo, pero un mundo dirigido por leyes humanas, razonable, no un caos de fuerzas confusas, sino una diversidad ordenada levemente y en cuyo acorde la brutal necesidad aparece suavizada por el espíritu y la bondad. Aquí no se proclama la lealtad de la voluntad, sino el derecho y el triunfo de la razón y la bondad humanas. En este mundo caminan el anciano y el niño, el hombre de mundo y el solitario, el devoto y el incrédulo, no dentro del mismo orden y valor, pero sí en fraternidad e iluminados por la luz del mismo amor, por la ley de la misma humanidad. Y el misterio y el encanto de esta obra es que su armonía y profunda unidad interior brotan de una riqueza de personajes intuida de una manera tan múltiple, descrita de una manera tan fresca, expresiva y sensual. No se presupone ninguna creencia u orden universal determinados, no se proclama ninguna ley para la sociedad, la unidad y claridad del conjunto no surgen de ningún esquema, de ningún programa, no tienen otra base que el amor, el amor del poeta a todos los seres humanos y su fe en la capacidad de cultura de los hombres.
En medio de este mundo totalmente racional, a pesar de su diversidad, las figuras solitarias del arpista y Mignon resultan extrañas y conmovedoras. De cuando en cuando se ha analizado su significado y finalmente se ha optado por ver en Mignon una personificación de la añoranza que sentía Goethe por Italia. Esta explicación en su desnudez simplista es burda y exagerada, y si se quisiera aplicar a otras figuras resultaría una degradación de estos personajes vivos en muñecos alegóricos con lo que se destruiría cualquier relación pura con la literatura. Es cierto que en el personaje y en las canciones de Mignon puede reconocerse el amor de Goethe por Italia, pero la Italia de Goethe es también infinitamente más que un concepto geográfico o histórico, y una evidencia tan pobre se opondría a toda la cambiante riqueza de las relaciones y los significados que llenan misteriosamente el libro. El arpista y Mignon son las únicas figuras de la novela puramente poéticas, las únicas que fuera del mundo razonable flotan en la penumbra colorida de las existencias puramente poéticas. Son las creaciones más hermosas y entrañables de todo el libro, y sin embargo, precisamente en ellas se venga aquella ambigüedad de la orientación que reprocha Schiller a la novela. La disolución de estos dos destinos en el conjunto de la novela, la «explicación» de las dos bellas sombras y su regreso al reino de la razón y la realidad, es uno de los momentos más flojos de toda la obra. Aquí no se unen las exigencias de la poesía a las de la razón, y en cada nueva lectura del «Wilhelm Meister» nos acercamos con un cierto temor desengañado a las páginas en las que se desenmascara la enigmática figura de Mignon, y se descubre su destino terrenal. Aquí aparece uno de esos momentos en los que el poderoso edificio de esta obra literaria nos muestra la desnuda obra de carpintería, las toscas ensambladuras. Aún hay otros momentos parecidos, algunos de una sinceridad liberadora, otros más disfrazados y mejor disimulados; no sé si esto sólo me sucede a mí, pero precisamente en estas páginas, en estos pasajes delicados, me gusta Goethe de manera especial, su gran figura se vuelve humana y parece sonreír, y el conjunto de su gran novela, la enormidad casi sobrehumana de lo intentado, deseado y logrado, me resultan ante estos pasajes fracasados doblemente respetables y grandes. Así como no hay obra de arte grande que no haya nacido del amor, sólo existe una relación noble y positiva con las obras a través del amor, y el que en aquellos momentos en los que hasta en las grandes obras literarias aparece un resto de debilidad humana, sólo sabe criticar o alegrarse con malicia, se alejará siempre pobre y hambriento de estas mesas opulentas. Cada resquicio por el que podemos contemplar la formidable obra del «Wilhelm Meister», el interior de su construcción, revela con más claridad aún la asombrosa perfección de la obra terminada. Y al descubrir en estos pasajes traicioneros la multitud y magnitud de los peligros, la fragilidad y penosa pluralidad de esta delicada construcción, enmudecemos y contemplamos con nueva y aguzada gratitud, con nueva y más despierta alegría las mil dificultades y peligros superados por el poeta y en los que no habíamos reparado y que empezamos a comprender. Hasta qué extremos se relacionan los defectos externos de la obra con sus méritos no lo muestra ningún ejemplo más claramente que el libro sexto que contiene los «Bekenntnisse einer schönen Seele» («Las confesiones de un alma hermosa»). La novela se interrumpe aquí con las memorias de una dama piadosa y se supone que el valor interno de esta historia disculpa la transgresión narrativa. En la primera lectura la aceptamos con cierta resistencia porque por bonita y profunda que sea esta pieza de sicología, interrumpe el curso de la novela que seguimos con curioso interés en un momento importante, y no por algunas páginas o por un breve capítulo intermedio, sino a través de todo el libro. Por fin uno se rinde, renuncia a sus derechos a la continuidad de la historia de Wilhelm y atraviesa asombrado y fascinado el hermoso y silencioso jardín de estas delicadas confesiones. Más tarde, cuando el lector sigue de nuevo el destino de Wilhelm penetra el contenido de aquellas memorias intercaladas, se revela una y otra vez de manera más imperiosa como un elemento imprescindible para el contexto, y al final, algunos lectores se verán obligados a leer otra vez atentamente aquellas confesiones, al menos en parte, para no perderse hilos importantes. En una segunda lectura y en lecturas repetidas (pues hay que releer el Wilhelm Meister cada par de años) esta interrupción aparentemente torpe se convierte en un encanto más que esperamos gozosos y al final no habrá ningún lector que quiera prescindir de la joya de estas confesiones tan bien acabadas, en favor de una continuación de la novela más uniforme y técnicamente más sencilla.
Y a medida que aguzamos la vista, más singulares y admirables destacan las bellezas del relato en sus detalles. Cuánta cálida atmósfera, cuánta penumbra y encanto amoroso hay en los primeros capítulos: Cómo brilla al principio del viaje de Wilhelm un paisaje glorioso, rico, visible hasta en cien detalles. A veces lo recordamos, lo buscamos en el libro, esperamos encontrar tres, cuatro páginas llenas de pintura detallada porque tenemos la memoria llena de reminiscencias e ideas, y encontramos sorprendidos y casi extrañados diez o quince líneas. Estas diez líneas leídas en su contexto son tan sugestivas y despiertan tantas imágenes que después de meses y años juraríamos recordar casi con exactitud cien detalles hermosos y queridos de los que en verdad no aparece ninguno en él.
Tales efectos sólo los logra la magia de la literatura auténtica. Después de todo no hay criterio más seguro ni más peligroso para el valor puramente poético de las obras literarias que el recuerdo de los detalles. El «Wilhelm Meister» en su misteriosa magia, supera cada vez sorprendentemente bien la prueba. El lector recuerda escenas, personas, encuentros, diálogos y donde abra y compruebe el libro, encontrará, lo que en su memoria figuraba amplia y detalladamente, con precisión y máxima economía. Así sucede con la aparición del espíritu en «Hamlet», con la misteriosa noche de amor siguiente, con la escena en la que el herido Wilhelm ve la amazona; y cada una de estas escenas es magistral, tiene ese fuerte efecto onírico, incontrolable del arte supremo. Las palabras de Goethe son a menudo como semillas que empiezan a germinar y crecer después de leerlas. Eso se debe a que no son formas caprichosas del momento, sino frutos de una experiencia tamizada y de una profunda concentración. El propio Goethe dice cuando en marzo de 1795 se dispone a escribir las «Bekenntnisse einer schönen Seele»: «La semana pasada me asaltó un extraño instinto que afortunadamente perdura todavía. Sentí ganas de desarrollar el libro religioso de mi novela, y como todo él se basa en las ilusiones más nobles y en las equivocaciones más delicadas de lo subjetivo y objetivo, requería quizás más ambiente y concentración que otra parte. Y sin embargo, como verá en su momento, ese relato hubiese sido imposible si antes no hubiese reunido los estudios del natural». En estos «estudios del natural» se basa casi cada frase del «Wilhelm Meister», así como precisamente esos pasajes que actúan sobre nosotros con un encanto fuerte momentáneo como si hubieran brotado de un capricho, esconden a menudo una perspectiva tremendamente profunda de espera, constancia y paciencia. Lo que se dice en esas frases fue coleccionado y revisado durante años, fue agitado y decantado, clarificado y concentrado. Por eso tiene todo tanto estilo, es tan intangible, tan firme y legítimo. Hacia el final de la obra los personajes y grupos de personajes de la obra convergen con sentido creciente, mayor significancia y mayor emoción, Schiller dijo: «Aparece ante nosotros como un bello sistema planetario».
El misterio del genio es que en sus manos piadosas lo evidente, las sencillas cosas y los hechos de la vida resultan siempre nuevos, vivos y sagrados. Él, que escribió el «Werther», se convirtió en el mayor profeta del carácter sagrado de la vida, nada está más lejos de él, nada le es más ajeno y odioso e incluso incomprensible que cualquier clase de indiferencia, de indolencia, de aislamiento cansado, que en el «Wilhelm Meister» sólo permite en ocasiones al que está verdaderamente enfermo mental. Todo persigue el reconocimiento y el apoyo de la vida, la veneración y el agradecimiento, el respeto por el mérito ajeno, la disposición a reconocer la necesidad y el derecho ajenos. A veces se habla con bastante sinceridad sobre la aristocracia y el derecho de la sangre, pero siempre se presupone el reconocimiento del superior, la cortesía y el cuidado de las buenas costumbres. A veces el afán de tomar en serio las diferencias de rango causa casi una impresión conmovedora, como cuando el viejo guardabosques, que luego se porta bastante mal, al entrar en el teatro de aficionados de Hochdorf, es saludado con el mayor respeto.
Wilhelm, cuya existencia y vida descansan en el amor, está rodeado constantemente del amor femenino. En los brazos de su primera amada despierta a la alegría de iniciar una nueva vida propia, y desde la pérdida de esta amada hasta encontrar a la verdadera novia, trata constantemente con mujeres, es atraído y seducido, le recuerdan a su amada perdida o le hacen presentir la futura, y hasta el último instante, cuando ya es casi demasiado tarde, camina errante entre imágenes semejantes, afines, seguro de su intuición pero confundido por los juegos de la realidad. El capricho de sus enamoramientos da al curso de su vida la línea característica, juguetonamente caprichosa, pero el juego no es nunca únicamente juego, siempre se encuentra detrás palpablemente la seriedad profunda. Wilhelm no tiene nada que aprender de la pequeña y alegre artista del amor Philine, para él el amor es la corona de la vida que no puede tener ningún defecto. Se enamora de la condesa, y así comienza el extraño rodeo por el que encuentra por fin a la verdadera amada que es la hermana de la condesa, y aunque el primer encuentro le toca y hiere en el corazón como un rayo, sigue aún durante mucho tiempo errante, buscando y vacilando en un oscuro sueño de amor, inseguro de su camino de tal manera que su liberación final por Natalie no es ya una feliz casualidad ni un bello hallazgo, sino el más alto destino y la unión final de fuerzas que desde hacía tiempo se buscaban oscuramente.
¡Basta de detalles! No pretendemos agotar ni explicar el «Wilhelm Meister», tampoco intentamos deshacer la complejidad de este tejido de mil hilos. Vamos a tratar de disfrutarlo agradecidos, de aprender de él y comprenderlo. Este libro grande y extraño tiene para cada lector una voz, para cada uno una dicha, una advertencia, un valor profundo que nunca se puede abarcar de una vez, para todos, excepto para el egoísta, el incrédulo y el malvado. Quien se sienta atraído más por el hombre animal que por el hombre cultivado, el que prefiera la belleza del caos a la belleza del orden humano, no hallará nada sagrado en el «Wilhelm Meister». Para éste será a lo sumo un libro hermoso, inteligente, superior, interesante por su aguda observación de la vida, la variedad de sus imágenes, digno de ser leído por sus detalles hermosos y verdaderos. Quien sea en cambio capaz de identificarse con Wilhelm Meister, de amar, errar, creer con él en la humanidad, de cultivar con él la gratitud, el respeto, la justicia, para ése esta novela ya no es un libro sino un mundo de belleza y esperanza, un documento del más noble humanismo y una garantía para el valor y la continuidad de la cultura espiritual. Un lector semejante encontrará en cada frase alegría y confirmación de sus mejores impulsos, pero no dará importancia primordial a una frase o un detalle, no contará ni sopesará vicios y virtudes de la obra, sino que aprenderá a querer y venerar el conjunto en su unidad. Esta unidad no existe en la forma, tampoco en una fe o un credo formulables, sino únicamente en un amor profundo, desprendido de todo egoísmo. Este amor es la virtud de Wilhelm Meister y a él podemos sentirnos afines y parecemos aunque nos sepamos infinitamente lejos y tristemente distintos del gran espíritu de Goethe.
El «Meister» no es una obra de arte cuya perfección nos desconcierte y abrume. Es absolutamente humano, puede ser nuestro amigo y acompañante, no exige de nosotros nada más que la sinceridad de nuestro amor. Si la tenemos podemos renunciar a todos los detalles del «Wilhelm Meister»; podemos dar la razón a Schiller y no ver en la novela ninguna forma artística elevada, podemos sonreímos tranquilamente ante pequeñas torpezas de la obra y sin embargo, seremos en cada lectura los que recibimos, los obsequiados, los fascinados. No vemos en él una de esas obras de arte de una belleza elevada, solitaria, a las que sólo podemos aproximarnos en horas festivas. Vemos en él un consuelo y una alegría para cada día, caminamos por sus campos como sobre el suelo de la patria, con respeto, pero sin temor, seguros de nuestros derechos, de nuestra pertenencia.
Es una característica de este libro que no se abra del todo ni a la inteligencia que busca determinados conocimientos, ni a la sensibilidad que sólo busca la satisfacción estética. Nadie puede agotar de una vez la lectura del «Wilhelm Meister», nadie puede en algún momento durante o después de la lectura sentir y saborear de una vez toda la riqueza del libro. Caminamos sobre su suelo como sobre la tierra buena, fértil y leal, miramos hacia él como hacia el cielo eterno y dichoso, nos sentimos confirmados y fortalecidos por él en nuestros impulsos y nuestras esperanzas buenas, valiosas y nobles, y censurados aunque no condenados en nuestras debilidades y errores. En el «Wilhelm Meister», como en ninguna otra parte, puede encontrar la religión todo aquel que ya no es capaz de aceptar un credo heredado y que a pesar de todo le resulta insoportable la inquietante soledad del espíritu sin fe. Aquí no se enseña ningún Dios, no se derriba ningún Dios, no se rechaza ninguna relación pura del alma con el mundo. No se exige helenismo ni cristianismo, sólo la fe en el valor y el hermoso destino del hombre de amar y actuar.
(hacia 1911)
Cartas de Goethe
Han llegado de nuevo las tardes de invierno, las largas tardes al calor de la estufa y a la luz de la lámpara en las que apetece estar sentado, descansando y leyendo algo, pero nada violento y ardiente, sino cosas tranquilas, bien hechas. Las últimas semanas estuve ocupado con la traducción del Don Quijote de Tieck, cada noche leía una docena de páginas, a menudo dos, y casi me entristecía que el libro hubiese llegado ya a su fin. ¿Qué leer ahora?
Entonces llegó de la editorial Cotta un envío, las cartas escogidas de Goethe.
Así que empecé a leer. Al principio no sin desconfianza. Porque reconozcamos sinceramente, estamos realmente hartos de los molestos aspavientos en torno a Goethe, al que no nos podemos imaginar ya casi sin una aureola de maestro de escuela. Y esto es tanto más penoso cuanto más se le quiere. Al fin y al cabo podrá ser un semidiós, pero no es Dios Padre, y lleva en algunos aspectos los rasgos acusados de su época, el siglo XVIII y más de una vez ha cometido algunos errores de bulto. O, dicho de otra manera, en la ciencia y el arte hay terrenos en los que no hay que tomar a Goethe demasiado en serio. Le faltó por ejemplo un verdadero entendimiento musical, y su relación con las artes plásticas es para nosotros anticuada y casi ridícula.
Sí, así se rebelaba mi espíritu tan contrario a los ideales de los maestros de escuela; pero no me duró mucho. Me puse a leer y en menos de tres semanas leí los tres tomos, sosegadamente y saboreándolos, y ahora aguardo con impaciencia el cuarto. Lo que hay en estas cartas no lo ha dicho aún ningún biógrafo y no lo dirá ninguno, es un canto a la vida delicado y fuerte, sonoro y suave, bello y caudaloso, muy por encima de cualquier comparación. En el primer volumen se encuentran las cartas de Leipzig, Estrasburgo y Francfort, y de la primera época de Weimar (hasta 1779). Hay mucho jugueteo y mucha puerilidad encantadora junto a las primeras grandes intuiciones, mucha hermosa locura y mucho espléndido romanticismo juvenil, muchos errores, mucha máscara también; todo momentáneo, todo fruto del instante, del humor, del capricho. Junto a sabidurías recalentadas y sabihondas florecen alegremente tonterías bonitas y en las cartas de amor encontramos galanterías perfumadas junto a pasiones vibrantes. Es tan divertido y reconfortante ver qué cachorro, goloso y payaso era este Goethe en sus años jóvenes.
Pero esto ya termina en el primer volumen, y desaparece en el tomo de Weimar de la primera época que tiene aún mucho de juvenil e inofensivo pero que busca más y más lo auténtico, que ama y busca la vida y respira los primeros placeres del conocimiento y del dominio. A partir de ahí se vuelve externamente más sereno, más callado, más frío y por dentro más cálido, más codicioso, más anhelante, hasta descansar en la altura. Estas cartas son de oro, un climax maravilloso desde la búsqueda hasta el encuentro, desde el deseo hasta la posesión. Al mismo tiempo son cada vez más modestas, más objetivas, los momentos brillantes son raros, pero a través del conjunto suena un maravilloso proceso de crecimiento y madurez. «Recapitulo en silencio mi vida desde estos cinco años y encuentro historias maravillosas. El hombre es como un sonámbulo que camina por los riscos más peligrosos en sueños. Nos tiene que fortalecer que nos acerquemos y afiancemos en lo bueno, mientras que lo demás se desprende cada día como cascaras y escamas», (7 de noviembre 1780). En las cartas de 1779 hasta aproximadamente 1795 se nota al mismo tiempo que una diversidad externa cada vez más grande de las relaciones y los intereses, una creciente y espléndida concentración en lo esencial, al mismo tiempo que una progresiva frialdad y objetividad, una participación y un interés cordiales cada vez más consolidados. Cientos de personajes y acontecimientos, hazañas, destinos y libros aparecen y Goethe se encuentra en medio, sabe encontrar siempre el núcleo y la miel, encuentra siempre el camino hasta el corazón de las cosas, crece y madura. Es un espectáculo sin par ver cómo absorbe de mil lados, también de los hostiles, rayos y fuerzas, cómo no somete ni violenta la vida, sino que la vive y sufre, pero persiguiéndola con mirada segura y sólo tomando frutos maduros de la rama. Y al mismo tiempo observaciones deliciosas: «Comparo a los profesores de los príncipes jóvenes que yo conozco con hombres a los que estuviese confiado el curso de un arroyo por el valle, lo único que les importa es que en el espacio del que son responsables todo vaya con perfecta calma, levantan diques ante el arroyo y contienen el agua en un bonito estanque. Cuando el muchacho alcanza la mayoría de edad, se produce una ruptura y el agua prosigue con violencia y causando daño su camino, arrastrando piedras y lodo». (11 abril 1782).
Hasta esta fecha han sido publicadas las cartas. El punto culminante es la mitad de la década de los noventa, hay calma y un mecerse en el equilibrio de fuerzas dominadas, un mirar hacia todos los extremos del mundo y del conocimiento, y por dentro una gratitud y bondad modestas y graves. Es hermoso y delicioso ver cómo Goethe conserva en medio de tantas personas, negocios y preocupaciones su sentido de la naturaleza. Constantemente alude, a menudo con palabras vigorosas y expresivas, a lo atmosférico, a las estaciones, al viento y al clima, y tiene un contacto íntimo con el conjunto terrenal y cósmico. Nosotros ya sabíamos hacía tiempo estas cosas, estaban en todos los libros de Goethe, pero desde estas cartas hablan de una manera completamente distinta, menos exigente y más poderosa. Los errores y las asperezas no faltan, pero no prosperan junto al agudo sentimiento del conjunto que poseía este ser extraño cuya vida ofrece en aquellas décadas el aspecto de un astro que gira seguro y resplandeciente por inmensos espacios.
(1904)
El matrimonio de Goethe en cartas
En lugar de la correspondencia entre Goethe y su mujer Christiane publicada en 1916 en dos volúmenes, aparece ahora esta selección en un grueso volumen. La publicación de aquella correspondencia encontró entonces aquí y allá oposición como si se tratase de un chismorreo erótico sin valor. Goethe mantuvo sin embargo correspondencia con personas más aburridas que Christiane, las cartas de esta mujer resuelta, valiente y alegre nos la hacen de nuevo simpática, y las cartas de Goethe dirigidas a ella demuestran claramente cuánto afecto le tenía. Las relaciones amorosas y el matrimonio con Christiane Vulpius han sido muy criticados, durante mucho tiempo era de buen tono considerar este matrimonio una desgracia y una indignidad. No existe verdadera razón para ello, y hacemos mejor en contemplar a Goethe y su vida como fueron y no como nosotros hubiésemos deseado que hubieran sido. En esta correspondencia, en parte encantadora, en la que también participa el niño August, obtenemos de la mujer de Goethe una imagen absolutamente simpática y muy viva. No fue ni inteligente ni muy culta, pero sí una persona sana, ingenua, activa y devota a su marido con aquella lealtad de ama de casa que él necesitaba.
(1921)
«Correspondencia entre Goethe y Zelter»
Es sorprendente que esta correspondencia, la más rica y quizás más interesante de Goethe, haya alcanzado una popularidad tan escasa. Se puede comparar perfectamente con la que sostuvo con Schiller. También se prolonga a lo largo de más de treinta años y nos muestra al viejo Goethe más polifacético y más próximo que apenas otro documento. Por cierto que las cartas de Zelter no son sólo en su relación con Goethe curiosas y dignas de leerse, en gran parte están llenas de interés, inteligencia y carácter y de una fuerza descriptiva y alegre, a menudo deliciosamente fresca, especialmente las cartas de los viajes largos. Ya el intercambio de ideas e inquietudes musicales de Goethe con uno de los representantes más sólidos de una buena escuela de entonces es del máximo interés. Recuerdo aún perfectamente cómo en mis años de adolescencia estaba convencido de que Goethe no había tenido ni idea de música, le reprochaba que no conociese a Beethoven del todo y a Schubert en absoluto. Desde entonces he visto claramente que era un error esperar del Goethe conservador otros criterios, y cómo su relación con la música era, a pesar de todo, estrecha y entrañable, y cuánto entendía de ella.
(1919)
Goethe y Bettina
Las leyendas sobre la relación entre Goethe y Bettina Brentano, de las que existieron muchas desde «Goethes Briefwechsel mit einem Kinde» («Correspondencia de Goethe con un niño») han terminado desde que hace algunos años fue publicada la correspondencia original entre Bettina y Goethe. De hecho ahora se pueden leer, palabra por palabra, las cartas que la apasionada Bettina escribió a Goethe y las respuestas que recibió de él; y el editor ha reunido, con la inclusión de otras correspondencias y los extractos de los diarios de Goethe, todos los documentos de esta extraña relación. Vemos por ellos que desde la primera visita de Bettina a Weimar en abril de 1807, existía una correspondencia, que ésta era muy unilateral, pues a numerosas, largas y cariñosas cartas de la dama seguían en general sólo respuestas breves, lacónicas y poco cariñosas, y muy a menudo ninguna, y que Bettina estuvo en años posteriores varias veces en Weimar, también como huésped en casa de Goethe, que en una de estas visitas, al final del verano de 1811, una fea y violenta escena, una ofensa que hizo Christiane, la mujer de Goethe, a Bettina puso durante mucho tiempo fin a las relaciones que ya nunca alcanzaron el calor primitivo. En las cartas de Bettina hay mucha belleza, apasionamiento y cariño, en las de Goethe pocas cosas dignas de leerse, hay mucha tristeza en este libro singular, lo más triste la frialdad y hasta maldad con que Achim von Arnim —desde el momento de aquella ofensa de Christiane— habla del Goethe que hasta entonces había venerado como a un dios.
No hay ninguna duda de que las cartas de Bettina a Goethe son infinitamente más hermosas que sus respuestas, tampoco hay duda de que Bettina amó hasta su muerte al escritor con un amor conmovedor, fiel, maravilloso y entusiasta, y que Goethe no sólo no correspondió a este amor, sino que tampoco reconoció ni entendió del todo que en el fondo aquella eterna Bettina con sus largas cartas y su elocuente entusiasmo, le resultaba molesta y que su cortesía y amabilidad tenían siempre un sabor adusto. Si Bettina no hubiese sido recomendada a Goethe por su anciana madre, quizá la habría rechazado ya en su primer encuentro y nunca la habría animado a escribirle. Su error y falta con Bettina fueron que no pudo decir no, ni siquiera cuando no quería decir sí, y de este modo arrastró esta relación, que por parte de su admiradora siempre fue sincera, a través de los años y las décadas: una cosa a medias y fría, una relación en el fondo inútil y por su parte ficticia. Si se quiere buscar culpa, ésta es de Goethe.
Pero si contemplamos el libro que contiene esta correspondencia tan peculiar, no con ojos de juez y lo seguimos en toda su extensión, durante más de veinte años, vernos al final no sólo el amor de una joven escritora hacia un escritor mayor admirado, y sus actitudes recíprocas de año en año, sino media vida por ambas partes. Vemos a Bettina convertirse de joven descarada en mujer y madre, cómo todo el libro termina con un verso que el viejo Goethe escribe a un hijo de Bettina en su álbum, y que es el último que escribió Goethe antes de su muerte. Pero a él, a Goethe, lo vemos evolucionar al contrario de este libro, contemplamos su envejecimiento, su agotamiento, su progresivo anquilosamiento y su soledad y toda su agonía, y si contemplamos esto sin los prejuicios de Arnim que sólo se burla del envejecimiento de Goethe, entonces el espectáculo es conmovedor y grande. Me parece importante dedicarse a esta contemplación; si dejamos descansar la mirada durante un rato sobre este extraño espectáculo, no vemos sólo un trozo de vida en su grandeza y rigor, sino que el llamado «viejo Goethe» se nos aparece bajo una nueva luz.
Contemplada así, la correspondencia se convierte en un largo diálogo simbólico entre la juventud y la vejez donde los tonos incitantes de la juventud luchan solícitos contra el cansancio de la vejez. Goethe es cortejado, es envuelto en una nube de veneración y amor, se le recomienda que olvide el papel del viejo y que se deje contagiar de la juventud amorosa. Y todo ese esfuerzo no es del todo inútil, del anciano consigue alguna palabra amable, alguna sonrisa, alguna mirada benevolente, el máximo de amabilidad se alcanza muy deprisa y a partir de ese momento se produce el descenso lento y seguro, así en el ataque de Christiane no sorprende ya que Goethe no sea incapaz de lamentar la falta de control de su mujer, ni de un solo gesto conciliador. Más tarde, después de la muerte de Christiane, Bettina reanudó su correspondencia con Goethe en un tono nuevo, conmovedor al que no se hubiese resistido el Goethe joven, pero el de entonces ya no podía correspondería y no la volvió a escribir, aunque la recibió en Weimar en sus visitas posteriores e intercambió aún algunas cartas con su marido.
Y esta segunda mitad de la «correspondencia», que ha dejado de ser un diálogo, esta nueva serie de solicitudes, declaraciones de amor y regalos del alma que no recibieron respuesta, habla de una manera más elocuente de aquel proceso en el alma de Goethe, que con las palabras envejecimiento y decadencia sólo es calificado negativamente, y que sin duda fue un proceso de cansancio, pero al mismo tiempo una transformación profunda. Mientras la voz joven del dueto sigue cantando y se derrocha en tonos dulces, la otra voz ya no existe, ya no es un Goethe al que Bettina dirige sus magníficas cartas, es un misterioso hombre viejo que está a punto de despersonalizarse más y más, y de desaparecer en el anónimo. No está en absoluto caduco, eso lo sabemos por sus estudios y trabajos de aquellos años, pero ya no es una persona, se pueden elevar canciones de amor y oraciones ante su trono, pero no se puede obtener ninguna respuesta de él, ya no se sabe si su oído es alcanzado por las voces de este mundo. Pero si se viaja a Weimar a visitarlo, entonces el ser grandioso se ha convertido en un anciano un poco pequeño y gruñón, y se pueden vivir con él pequeñas escenas como aquella patética sobre la que escribe en otoño de 1824. El ser olímpico, mientras Bettina está con él, tiene una botella de vino en la habitación de al lado, y muchas veces desaparece allí en el transcurso de la tarde, y la visita que se ha quedado sola oye en el cuarto contiguo el glo gló de la botella cada vez que Goethe se sirve un vaso. Y al final de esa noche el viejo y algo descuidado bebedor dirige a su invitada algunas palabras que impresionan a la mujer que está llorando y que escribe a una pariente que el genio de Goethe está ahora a punto de «diluirse por completo en bondad». Esa noche recibe todavía una respuesta del venerado, es el último tono de la boca del amado que oye Bettina en vida; pero ya no es él, ya no es Goethe el que habla, de los labios de anciano humedecidos por el vino habla el ser sin nombre, ya impersonal en que se ha convertido. Su casa está desolada, su mujer muerta hace muchos años, pronto le llegará también la noticia de la muerte de su único hijo, a su alrededor revientan las habitaciones con las colecciones acumuladas de decenios, que rodean como una corteza esta vida que se apaga, en los armarios amarillean los miles de cartas registradas, todo huele ya a decadencia y putrefacción, todo se despide ya, y en el centro se encuentra junto a la botella vaciada, lo que queda de Goethe, y de su boca marchita salen palabras, las mejores que ha dirigido jamás a esa amante y que al mismo tiempo están teñidas de una leve burla de sí mismo.
Con todo lo sorprendentemente ricas y poéticamente hermosas que son las cartas de Bettina a Goethe, la página que escribe a su sobrina sobre esta tarde de Weimar es más conmovedora que todo lo demás. De repente se descubre que toda esa relación de varias décadas, a menudo tan atormentada entre Goethe y Bettina no fue una relación humana, no fue personal, y sin embargo fue buena y valiosa. Por un instante se descubre el contrasentido coherente de la vida de Goethe, el sentido de una rigidez de las formas, el sentido de sus colecciones acumuladas, el sentido de su fantástica laboriosidad que no le hilo rechazar el fenómeno Bettina aunque no le resultase cómodo, sino que le indujo a aceptarla en su gabinete de ciencias naturales. Se descubre la tendencia del viejo Goethe: salir de la reclusión de una personalidad casi supercultivada para morir y crecer hacia lo impersonal, anónimo. De pronto, por un momento, sentimos que este Goethe viejo, tardío, no se enfrenta a Bettina como un interlocutor, que ya no es el amado, que recibe sus cartas y su admiración, sino que ella es una parte, una creación, una emanación suyas.
Esa sensación tuve cuando llegué en mi lectura de su correspondencia a aquel peligroso e inolvidable pasaje donde Bettina relata su última visita a Weimar. ¿Acaso no había desangrado y derrochado durante muchos, muchos años, casi sin gratitud ni correspondencia, su corazón y su espíritu con ese Goethe? ¿Acaso no había proyectado recientemente su monumento, no había concentrado toda su capacidad artística en el intento de erigir al idolatrado un recuerdo digno, un intento sobre el que Goethe no se manifiesta en absoluto ante Bettina, y ante otros sólo con palabras bastante despectivas? Pero no. Todas las cien extensas cartas, incluido el monumento, eran tanto obra de Goethe como de Bettina, su centro creador, su sol conservador era él, no ella, pero no la persona Goethe, sino aquel Goethe que desde hacía tiempo se trascendió a sí mismo.
La idea de contemplar a Bettina o al menos todo su libro sobre Goethe solamente como una emanación o una función de Goethe, puede parecer un poco pretenciosa. De hecho Bettina, una persona tocada por el genio, posee la suficiente singularidad y creatividad. Pero el hecho de que se volviese fecunda, que aprendiese a amar profundamente, a estar profundamente sola, a sufrir profundamente, que conociese el sentimiento de la veneración y el sentimiento de su insuficiencia, todo eso está determinado también por Goethe, no existiría sin él. Cuando leemos su libro de cartas nos parece al principio como si un barquito alegre se dirigiese valeroso y anhelante hacia una montaña lejana. Todo parece claro: el barco navega, la montaña permanece en su lugar, el barco es acción, la montaña pasividad. Pero en cuanto reconocemos la montaña como montaña magnética, esta relación se invierte. Y es el misterio del viejo Goethe, que él, el extraño y distanciado anciano, produzca en su gran morada llena de trastos y colecciones, en torno suyo, como un mago chino, aquella atmósfera mágicamente ambigua, aquel aire de Lao-Tsé en el que ya no se pueden distinguir el hacer y el no hacer, el crear y el sufrir. De Leonardo da Vinci emana un misterio parecido, peligrosamente seductor como el encanto de un hermafrodita, eso ya se ha dicho a menudo.
En personas menos activas e importantes que Bettina esta atracción por Goethe se manifiesta con una claridad infinitamente mayor. ¿Quiénes son esos Riemer, Eckermann, Müller y Meyer, incluso el mismo Zelter, quiénes son? ¿Por qué viven? ¿Por qué editamos y leemos hoy sus cartas? ¿Por qué aún después de cien años brilla esta luz fantasmal sobre estas figuras tan poco importantes, tan poco grandes? Porque en cada una reluce un pequeño destello de Goethe. Realmente si Goethe hubiese vivido 120 años, habría hecho de Alemania entera un caparazón y una tela de araña tan fantasmagórica alrededor dé su persona en trance de disolución como lo era el caparazón de sus colecciones de arte y de cartas, archivos y vitrinas con objetos de la naturaleza. Sólo que aquí y allá había personas con peso y movimiento propios que no se dejaron devorar por la momia. Tenían que desprenderse con dolor del sol Goethe o del fantasma Goethe o sucumbir, y al hacerlo vengarse al menos del ídolo haciendo que en los ojos de los burgueses él pareciera culpable de su ruina. Sabemos cómo sufrieron por su culpa Kleist, Novalis y Beethoven.
Este efecto fatal, inquietante y casi espantoso de un genio enorme, es una prueba más de las mil que existen para la problemática del ser humano, de la complejidad y quizás fracaso de este intento más interesante de la naturaleza. El genio, allí donde aparece, o es estrangulado por el entorno, o acaba tiranizándolo; es considerado unánimemente la flor de la humanidad y, sin embargo, crea por todas partes calamidad y confusión, aparece siempre aislado, condenado a la soledad, no es hereditario y tiene siempre una tendencia a la autodestrucción. Así muere Novalis bajo unos fuegos de artificio de espiritualidad floreciente, así se suicida Kleist, y huyen Hölderlin y Nietzsche a la locura. Y los genios aparentemente positivos y optimistas, aquellos burgueses sanos, triunfadores, que llegan a viejos, muestran al envejecer toda esa tendencia a la despersonalización que puede adoptar tanto el rostro de una deificación como el de autodesgarramiento. Contémplese al viejo Goethe, al viejo Leonardo, al viejo Rembrandt, por no hablar del viejo Federico de Prusia, el más terrible de estos ancianos —¿son personajes afirmativos? ¿Son seres humanos?—. Oh, sí, todos ellos afirman la vida, la naturaleza, pero se niegan a sí mismos, niegan al hombre. Cuanto más se perfeccionan, más tiende su vida y su obra a disolverse en pos de una lejana posibilidad intuida que ya no se llama hombre, sino a lo sumo superhombre, en pos de una nueva forma de vida de la que nadie tuviera que avergonzarse, que enorgulleciera a la naturaleza.
¿Es necesario decir que estas reflexiones ante el espectáculo del viejo «Geheimrat» con su botella de vino, no son históricas, que nada es más fácil que rebatirlas con pruebas válidas y concluyentes? Y, ¿por qué Bettina que fantaseó, inventó y mintió tanto habría de decir precisamente aquí, en esta escena interesante, la verdad? Qué fácil es demostrar que gentes como Riemer y el canciller Müller, etc., aparte de su goethización fueron personas honradas y dignas del recuerdo. Qué fácil demostrar que Goethe cuando estaba enamorado o furioso podía mostrarse aún en su vejez extraordinariamente personal, ambicioso y egoísta.
No hay discusión, todo eso es cierto. Pero si uno se deja infectar una vez por aquellas ideas, por ejemplo de si Bettina mintió o no, pierde toda su importancia. ¿No da igual lo que dice Bettina, no es ella misma, toda su relación con Goethe, sus lloros y aspavientos en su habitación junto a aquella botella de vino, acaso es todo esto un mundo propio, con leyes propias, con voluntad propia para mentir o decir la verdad, o es más bien un círculo de aire alrededor de Goethe, un hilo de su red espiritual, una emanación de su centro?
Aquellas ideas del carácter fantasmagórico del viejo Goethe, del viejo Rembrandt, del viejo Federico, aquellas ideas de la tendencia del genio a la autodestrucción, aunque sea en la forma sublimada de la despersonalización por la autosuperación moral (ése es el camino del genio Buda, uno de los más grandes) y aquella última idea que interpreta esa peligrosa tendencia del genio como la consecuencia del autoconocimiento de aquello que tiene que desesperar del hombre como un experimento de la naturaleza; todas esas ideas no tienen la posibilidad de demostrarse, ni la capacidad de defenderse ante pruebas contrarias. Nos vienen sin ser llamadas en horas contemplativas, se instalan y tienen la tendencia siniestra, inquietante de volver a reaparecer tozudamente después de cada ejecución por muy concienzudamente que se haya llevado a cabo.
(1924)
Goethe y lo nacional
Casi cada opinión sobre Goethe aparentemente exacta y documentada, nos da la sorpresa de que al invertirla y darle la vuelta, es en el fondo tan cierta y correcta, a pesar de ser lo contrario. Goethe fue para los alemanes el gran clásico y antirromántico y fue al mismo tiempo para muchas literaturas no alemanas el gran precursor y representante de lo que entendían por romanticismo. Fue para los cristianos piadosos de su tiempo el pagano audaz y peligroso amoral, y para generaciones posteriores se convirtió en maestro del respeto profundo y del humanismo. Y tiene aún muchos rostros, y cada uno es un rostro de Jano con una cara opuesta no menos clara y evidente. La literatura alemana en las décadas después de su muerte vio en él a menudo al conservador superado, incluso al reaccionario, pero sólo para ser descubierto por lectores posteriores como agitador y revolucionario. Por todas partes su figura es demasiado grande y su influencia demasiado amplia como para ser reconocida del todo por una sola generación y ya está en Jena cuando los interpretadores creen que está en Weimar. Así sucede también con la relación que tiene Goethe con lo nacional. Él, como amante y admirador sensible de todas las singularidades y todas las proezas nacionales en el terreno espiritual, era lo contrario de un patriota, y por eso se le ha hecho hasta hoy mil veces el reproche de no haber tenido un verdadero sentido de los destinos políticos de su pueblo y de haber admirado a Napoleón y no al mariscal Blücher. Hoy, cuando los espíritus abiertos ven en la superación del nacionalismo, es decir de la desconfianza y la incapacidad de colaboración fraternal entre las naciones, la misión política principal de nuestra época, hoy, la actitud de Goethe vuelve a ser de nuevo ejemplar y lo contrario de anacrónica. Beneficiaría al mundo no olvidarlo, y beneficiaría en gran medida a Alemania y a su readmisión en la comunidad de los pueblos tener en Goethe a un maestro que respeta las proezas del espíritu del pueblo y al mismo tiempo está dispuesto al entendimiento y a la colaboración entre los pueblos.
(1949)
«Las cartas de Frau Rath Goethe»
Es innecesario e improcedente decir nuevas palabras sobre el antiguo tesoro que no debe ser desconocido por ningún alemán culto. El libro es de los que se leen varias veces al año durante unas horas, siempre con la sensación de beber de una fuente de juventud que nunca puede agotarse.
(1907)