Poemas de Salomón Gessner[8]
El rostro del siglo XVIII es hoy para nosotros múltiple como el rostro de cualquier época. Aparentemente una época llena de estilo y forma, aparentemente un tiempo de la elegancia y la gracia, fue también el tiempo de la gran Revolución, y lo que nos parece tan exquisito en las creaciones de aquel tiempo, sus cuadros, modas, arquitecturas, el estilo, la forma, el carácter homogéneo de la época, es quizás algo que podemos encontrar en cualquier época de la historia en cuanto ya no está demasiado cerca de nosotros. Detrás del estilo homogéneo que tienen para nuestra sensibilidad los productos culturales del siglo XVIII, se encuentra, como detrás de todo ropaje temporal, la infinita diversidad de la vida. Los productos artísticos y lujosos de aquel tiempo cuya contemplación nos proporciona la ilusión de una bonita unidad del estilo y del sentimiento de la vida, son solamente una pequeña parte de la expresión de la vida de entonces, muestran la superficie aristocrática y elegante. La encantadora, caprichosa y lujosa gracia de aquellas creaciones en que pensamos inmediatamente cuando se habla del siglo XVIII, es superficie sobre una vida extremadamente movida, combativa, dispuesta al ocaso y a un nuevo comienzo. Desde el punto de vista de la literatura, aquel tiempo es la época de Voltaire y Goethe, el tiempo del desarrollo de un nuevo concepto de humanismo cuya meta y cumbre puede considerarse la visión del mundo de un Wilhelm Meister. Contemplada así toda la época muestra también espiritualmente un rostro homogéneo, una línea clara: el hombre y la sociedad se separan de una manera nueva, con un estilo nuevo, se despegan de la naturaleza y desarrollan un sentimiento de la vida nuevo, basado en la razón, la cultura social y la autodeterminación. En esta línea encajan Voltaire y Diderot, el Goethe maduro y Schiller. Para estos espíritus se trata de establecer nuevos ideales humanos, de crear una nueva conciencia de la comunidad, la sociedad, del estado y la socialidad. Pero al mismo tiempo existe, ejerciendo su influencia desde el polo opuesto, una tendencia no menos viva hacia un nuevo sentimiento de la naturaleza que no ve en el ser humano el resultado final desligado de la naturaleza, sino que lo comprende de manera panteísta como una parte del universo y la naturaleza. En este ámbito se encuentran muchos de los pensamientos y sentimientos de Rousseau, Klopstock y del joven Goethe. Por todas partes vemos actuar ambos polos: frente al deseo de una forma de vida consciente, basada en la razón, se halla la añoranza del caos y del mundo primitivo, frente al afán de crítica y de moral racional, un deseo de libertad de los sentimientos, de arrebato e ingenuidad paradisíaca.
Ambas direcciones se cruzan y confunden en la obra de Salomón Gessner como en muchos otros. No pertenece a los fundadores y dirigentes, sino a los músicos y cómicos que siempre los acompañan; él no es un pensador, sino un soñador; más niño que hombre, más músico que compositor. Sus obras poéticas tienen diversos títulos, pero son todas sin excepción idilios, su tono y sentimiento de la vida más profundo y determinante es una música silenciosa, alegremente resignada, interiorizada, el contento abandono del pastor solitario en el sonido melodioso de su pequeña flauta de junco, que posee pocos tonos y ninguna polifonía. Pero suena encantadora al atardecer.
Aquella agradable imagen del «siglo XVLII» que obtenemos de la contemplación del arte menor de entonces, no necesitamos abandonarla ni ampliarla por Gessner, es lo bastante amplia como para acogerlo también a él. Entre las muchas cosas y cositas bonitas, refinadas, sugestivas de aquel tiempo juegan un papel importante los cuadritos suaves, las acuarelas delicadas y graciosas, los dibujos estilizados con ligereza y seguridad, los pequeños grabados de cobre y aguafuertes poéticos y coquetos. Hay pequeños paisajes de suaves valles con pacíficas fuentes remansadas en piletas clásicas donde algunos árboles se agrupan en un agradable bosquecillo, donde una muchacha campesina o una ninfa llenan su cántaro y se asoman pensativas o presumidas al agua clara, o una dama hermosamente vestida espera leyendo a su amado al que vemos aproximarse a la sombra de los troncos. Resonancias de este tipo de arte se encuentran todavía hoy en los dibujos de algunas porcelanas y en ingenuas cortinas campesinas. En lugar de la fuente aparece a veces una playa o una cascada, en lugar de la ninfa a veces un caballero galante o un fauno, en lugar del cántaro un cordero o un cuerno de la abundancia, pero el conjunto responde siempre al mismo tono dulce e idílico. En este pequeño mundo de imágenes vemos recuerdos del mundo antiguo y pagano, pero también reminiscencias de la armonía de los paisajes chinos, cuyas medidas y arquitecturas cultivadas influyeron tan profundamente el rococó francés desde que en París se conocieron las primeras noticias y objetos artísticos de aquel mundo maravilloso e hicieron las delicias de los coleccionistas. Pero todos estos objetos, grabados y pinturas, fuentes, pastores y grupos de árboles elegantemente compuestos, tienen en común un ambiente lúdico e irreal, respiran el encanto del decorado, su vida está sometida a las leyes de la ópera, no a las de la realidad. Esta vida, efímera, gentilmente infantil de estas ninfas y parejas enamoradas a la orilla de un melodioso arroyo, bajo copas de árboles melancólicos, con sus elegantes vestidos, toda esa vida es ópera, es juego, es fábula y sueño. Todas estas creaciones no han surgido de un afán de copiar la vida cotidiana, de penetrar y estilizar la realidad, sino del deseo de juego y sueño. Piensan en la vida y la sirven sólo como regalos que se dan los enamorados, como delicadas incitaciones al erotismo. Con todo su ser tratan de huir de la vida cotidiana, todo el sentido e impulso de los que han nacido es la huida de lo real.
Estas cosas elegantes que inducen delicadamente al sueño y a la huida del mundo las hizo también Salomón Gessner. Pintó acuarelas, dibujó y grabó bellos cuadros, y en estas artes no fue un aficionado chapucero, sino uno de los muchos pequeños maestros de aquel tiempo. Y así como pintó y dibujó, también escribió. Sus idilios poéticos son hermanos de sus hojas pintadas y grabadas, se corresponden y se continúan. Todo lo que trabajó Gessner en su vida se encuentra bajo este signo. Toda su vida se contentó con tocar sus suaves melodías con la misma flauta de pastor, siempre apartado del mundanal ruido, siempre orientado hacia el reino del juego eterno, de los pastores, de las nubecitas luminosas del atardecer, de la gracia intemporal y sin problemas.
El hombre de hoy tiende a considerar muy absurda e indigna esta ocupación de toda una vida con bagatelas y juegos. Lejos queda para él aquel mundo de ópera risueño, irreal, sin problemas. Pero lo que los hombres consideramos absurdo e indigno sólo es válido siempre por un corto tiempo y hoy hacemos con profunda seriedad y sagrada convicción toda clase de cosas sobre las que nuestros nietos sonreirán como nosotros sobre el señor Gessner y sus bonitos idilios. Que para su propio tiempo no hacía algo necio o inútil lo vemos en que este tiempo lo necesitó mucho, lo recibió con los brazos abiertos y devoró ansiosamente sus idilios. Hombres y mujeres inteligentes y activos hallaron en este mundo de juego, placer y distracción, consuelo y alegría. Pero sobre todo lo encontró el propio pintor y poeta Gessner. Pues toda su vida tiene este estilo, no se dedicaba a sus jugueteos pastoriles de paso o como simple negocio y ganancia (aunque también los halló) sino que toda su vida, no sólo su obra creativa, perseguía el mismo objetivo, se alejaba de la lucha y de la actualidad y buscaba el idilio, la tranquilidad contenta, la rusticidad y la paz.
Salomón Gessner nació el 1 de abril de 1730 en Zurich, su padre era librero y pertenecía al gran consejo zuriguense. El joven Salomón no entusiasmó en absoluto a sus padres con rápidos progresos y éxitos, en el colegio no pasó de curso y se le consideraba un muchacho cómodo, apacible pero de mediano talento con el que no había mucho que hacer. Probablemente su alma ya estaba desde el principio apartada de la realidad y atraída magnéticamente por aquel dulce mundo de juego. Ya fuera esta actitud ante la vida buena o mala, inútil o valiosa, ya fuera una virtud o una enfermedad, en todo caso le fue leal con una tenacidad que es el rasgo más importante y fuerte de su carácter y de su vida. Poco apreciado por los profesores, afligiendo a sus padres por su pereza en el colegio y sus malas notas, el muchacho siguió impertérrito su afición, su voz y deseo interiores. Descubrió que con cera podían modelarse magníficas figuras de animales y personas, muchachas y muchachos, cisnes y lobos, ancianos y ángeles, héroes y damas, y ahorraba cada «Kreutzer» para comprarse cera. Probablemente fue toda su vida, también entonces, un ser extraordinariamente feliz, un ser de gran modestia, pero entregado ciega y totalmente a su singularidad y sus aficiones. Olvidó el colegio y con la agradable cera tan dichosamente blanda y moldeable, creó a su alrededor un mundo de juego como otros muchachos libran batallas o sueñan con hacer feliz al mundo. Impasible ante los fracasos, imperturbable ante el conflicto que sus aficiones le creaban con el mundo, siguió su camino como un sonámbulo. Puede que este camino fuese un juego, una debilidad, una extravagancia —él lo siguió con una despreocupación conmovedora ante la opinión del mundo, ante los reproches de los profesores, ante la burla de los compañeros, ante los lamentos de los padres—. Pronto empezó también a escribir, pero sus intentos estaban llenos de faltas ortográficas y gramaticales, y sólo le granjearon desprecio. Los profesores lo dieron por perdido, los padres optaron resignados por enviarlo al campo a una casa de párroco.
Allí el joven Gessner conoció a un poeta que le impresionó profundamente. En aquella casa de párroco tenían y leían los escritos del hamburgués Barthold Heinrich Brockes, sobre todo su libro de poemas «Irdisches Vergnügen in Gott» («Placer terrenal en Dios»). Este poeta Brockes, después de haber sido el favorito de un tiempo, fue, igual que el propio Gessner, olvidado, despreciado y satirizado, pero últimamente, en los últimos dos o tres años vuelve a surgir, vuelve a ser editado, suscita de nuevo amor y admiración. Brockes fue un cantor del piadoso entusiasmo por la naturaleza, especialmente por lo pequeño, gracioso y conmovedor que hay en ella, un amante y rapsoda de las aves, de la aurora, de las flores, un poeta lleno de profunda y entrañable emoción y de inagotable alegría por pintar e imitar. Gessner, más pequeño y de naturaleza más débil le era sin duda afín en rasgos esenciales. Aquí el muchacho Gessner veía a un escritor, a un señor famoso y reconocido, hacer precisamente lo que tanto le gustaba hacer, lo que él mismo había hecho con sus figuras de cera y sus primeros intentos con la pluma. Veía cómo este escritor Brockes despertaba y disfrutaba una y otra vez con una felicidad callada, piadosa y ensimismada, sentimientos en los que encontraba su satisfacción y su placer, y veía cómo así se había hecho grande y un artista. No sé lo que piensan los eruditos de la influencia literaria que ejerció Brockes sobre Gessner; yo no la considero grande, pues el arte literario de Brockes y su talento lírico-musical son fundamentalmente distintos de los de Gessner. Sin embargo, fue enorme, no puede ser de otro modo, la influencia moral, el apoyo y la confirmación interior que tuvo que encontrar Gessner a través de Brockes. Él veía surgir aquí de un instinto lúdico potenciado hasta la máxima devoción, un arte que no sólo le arrebataba y hacía feliz, sino que también era reconocido y celebrado por el mundo. Ninguna experiencia exterior es para el artista joven más importante, fortalecedora y estimulante que ver los brotes que se despiertan en él, convertidos en flor en un contemporáneo, que ver que eso que él hace de manera infantil y para la más íntima y solitaria necesidad de sus sentimientos, ha sido convertido en arte por otro. Gessner hizo esta experiencia a través de su encuentro con los libros de Brockes.
Después de dos años el joven volvió a la ciudad y a la casa de sus padres, pero no había progresado mucho en lo que esperaba el mundo de él. Le faltaba la aplicación, le faltaba la alegría por los conocimientos, le faltaba la ambición. Ningún estudio le gustaba, ningún oficio le atraía. Como su padre era librero, lo introdujo en su negocio, los años fueron pasando, pero tampoco el comercio librero hacía feliz al joven. Siguió practicando el arte de sustraerse a la vida y al trabajo y a entregarse por completo a sus ocupaciones silenciosas, a escribir y dibujar. Para empujarlo a la vida, su padre le envió como aprendiz a una famosa librería de Berlín, éste fue el único viaje importante en la vida de Gessner.
Pero Salomón abandonó muy pronto a su patrono y se puso a vivir su vida berlinesa. Vivía en una habitación alquilada y hacía lo que le venía en gana. Y cuando desde el lejano Zurich su padre tiró del único hilo del que tenía colgando a su hijo y dejó de mandarle dinero, éste dio el paso decisivo y optó por hacer una profesión de sus aficiones y probar a abrirse paso con sus talentos. Compró pinturas de óleo y estuvo pintando hasta que llenó su habitación de cuadros que mostró a un pintor amigo. Éste le llamó la atención sobre muchos errores y equivocaciones de principiante, pero encontró notable su talento y lo animó. El padre, por lo que se ve un hombre bondadoso, no aguantó mucho tiempo en su papel de Dios castigador, y volvió a enviarle dinero, y entonces Gessner se dedicó decididamente a cultivar y desarrollar en Berlín su talento, como pintor y escritor. Una excursión a Hamburgo y poco después el regreso a Zurich fueron los últimos viajes de esta vida modesta. Desde su regreso (en el año 1750) hasta su muerte (1788) no volvió a abandonar su tierra. Pero no había hecho una paz cómoda con el mundo. Siguió viviendo como le pedía su alma, y con el tiempo hizo de la pintura un oficio y se ganó el pan con ella, pero no se dejó atrapar por el mundo y los negocios, siguió siendo fiel a sus inclinaciones y se retiró todo lo que pudo de la ciudad a una casa de campo apartada. La librería paterna que heredó más tarde la dejó en manos de su mujer, pues mientras tanto había encontrado una mujer que al parecer le sabía dejar plena libertad y cuando hacía falta compensar con su propia eficacia su falta de sentido de la realidad.
Gessner leía en francés y alemán, pero sólo tuvo relaciones vivas con sus contemporáneos y con la literatura contemporánea de Alemania. Conocía a Klopstock y Hagedorn, recibió el consejo paternal de Ramler en cuestiones poético-métricas, y fue un amigo próximo e íntimo de Wieland que habló siempre de él con cordial afecto y admiración. Wieland, este espíritu dúctil y fino, este brillante estilista e inventor, hoy poco conocido, fue como escritor más polifacético y más grande que Gessner, pero comprendió profunda y agradecidamente su música y la tonalidad de sus sentimientos más entrañables.
El tiempo en que Gessner sólo mantenía con sus amigos poetas alemanes una relación de agradecimiento receptivo había llegado a su fin. Tras varias publicaciones de poco éxito halló con sus «Idyllen» («Idilios») (publicados por primera vez en 1756) una acogida entusiasta y entró en el firmamento de la literatura alemana de entonces, fue traducido además al francés y muy celebrado en Francia. Zurich era entonces una de las capitales de la literatura alemana, desde Bodmer existían entre la Suiza alemana y la Alemania poética, relaciones estrechas y vivas. Es posible que el entusiasmo desmesurado, la profunda simpatía con que fueron acogidos en Alemania los modestos poemas de Gessner nos parezcan actualmente extraños; entonces el mundo estético y sensible encontró en sus formas algo que no había escuchado aún con esa pureza y que nosotros ya no podemos comprender en su fuerza original. Pues en aquel mundo no existía todavía lo que es para nosotros la expresión clásica de aquella actitud anímica sensible y delicada, de aquella huida del mundo y de aquel cultivo del sentimiento idílico. Todavía no existían los poemas de Goethe. Aquella atmósfera tan bella, entrañable, delicada del canto a la luna de Goethe con el «Dichoso el que se cierra al mundo sin odio» que estrechamente unida a la maravillosa música de Schubert somos capaces de sentir hoy aún como algo infinitamente dulce, no había sido expresada aún, era todavía presagio y delicado amanecer de los sentimientos, y uno de sus anunciadores más tempranos y melodiosos fue Gessner.
Ya famoso Gessner gozó de gran prestigio en Zurich, fue elegido miembro del consejo mayor y menor, recibía a menudo invitados del extranjero, especialmente amigos literatos alemanes y pertenecía, al parecer, totalmente al mundo oficial y correcto con el que en sus años de juventud no había encontrado nunca la actitud apropiada. Pero su verdadera vida no cambió nunca, la fama y los cargos le llegaban de fuera y su actitud hacia todo aquello era más pasiva que activa, dejaba que el mundo siguiese su curso, «sin odio», pero no pertenecía a él. Querido y famoso como escritor no podía vivir del producto de sus escritos y se ganaba el pan como pintor. En la pintura y la poesía, en una sencilla vida de campo con algunos amigos y en entrañable amistad con todos los niños de su círculo, halló su verdadera vida. Esa sencillez y esa vida estrecha e idílica nos parecen hoy más bien debilidad y comodidad, pero estas valoraciones son —como decíamos— muy efímeras, y con no menos razón podemos imaginarnos a Gessner como a un verdadero sabio que en el justo medio entre riqueza y pobreza, entre pertenencia al mundo y huida de él, tejía una vida contenta y realizada.
Sobre el ambiente que reinaba en la casa de verano de Gessner en Sihlwald nos habla Gottfried Keller en el «Landvogt von Greifensee» («El gobernador de Greifensee»), una de sus novelas zuriguenses. De la persona de Gessner, Keller dice allí las simpáticas y bonitas palabras: «Como había comenzado el verano Salomón Gessner se trasladó a su domicilio oficial en Sihlwald, cuya vigilancia le había sido encomendada por sus compatriotas. No sabemos ya si realmente ejercía él mismo el cargo; lo que es cierto es que en aquella casa de verano escribía y pintaba, y se divertía con los amigos que le visitaban a menudo. Estaba entonces en la flor de su vida y de su fama que ya se había extendido por todos los países; llevaba lo que de esta fama era merecido y justo con la modestia y amabilidad propias de aquellas personas que saben realmente hacer algo. Los poemas idílicos no son en absoluto obras débiles y anodinas, sino dentro de su tiempo del que nadie que no sea un héroe puede escapar, pequeñas obras de arte acabadas y elegantes. Nosotros ya no las miramos casi y no pensamos lo que se dirá en cincuenta años de todo lo que se crea ahora a diario. Sea como fuere la atmósfera en torno a este hombre en su casa del bosque era muy poética y artística, y su alegre talento polifacético unido a su humor natural creaba siempre una dorada alegría».
A la edad de 58 años murió Gessner, en marzo de 1788, querido y llorado por todos.
No es asunto nuestro decidir «lo que de esta fama era merecido y justo». Por mucho que queramos esforzarnos nunca nos identificamos del todo con el estado espiritual de otro tiempo. Y en el tiempo de Gessner la situación espiritual en las «clases cultas» era tal que sus poemas coincidían en aquellas personas con una profunda necesidad y un deseo vivo, que expresaban algo que sentían miles. De esta manera su poesía es uno de esos regalos valiosos que Alemania ha recibido de Suiza en el terreno intelectual. Por mi parte confieso que algunos de los idilios de Gessner, que conocí en la biblioteca de mi padre ya de muchacho junto con otra numerosa literatura de la época de los bisabuelos, me causaron entonces una impresión sumamente hermosa, conmovedora y pura, exquisita y delicada y que desde entonces me acompañó un pequeño y callado amor hacia este poeta olvidado.
Solamente me molestó siempre un poco el ropaje antiguo, clásico griego, los nombres mitológicos y la invocación de Teócrito y otros modelos griegos. Cuando, muchos años después, averigüé por una biografía de Gessner, que este poeta teocrítico no sabía griego, ni podía leer libros griegos, respiré aliviado y divertido, pues aparte de los nombres no había notado en sus idilios nunca una atmósfera griega. No, la poesía de Gessner tiene muy poco que ver con Teócrito o Anacreonte u otros poetas antiguos. Su poesía, su mundo sentimental no fue para su tiempo un redescubrimiento de algún espíritu histórico, sino algo totalmente moderno. Eran sentimientos y sueños de su tiempo, del tiempo alrededor de 1750 los que en los poemas en prosa de Gessner fascinaban a sus contemporáneos. Y el ropaje, la decoración, el escenario fabuloso operístico, la intemporalidad musical que respiran estos poemas me parece absolutamente afín a otro mundo completamente distinto del griego, el mundo de la verdadera época. La ópera del siglo XVIII, me parece, respira la misma atmósfera que Gessner, flota en la misma intemporalidad, traslada con la misma manera juguetona, un poco melancólica, todo el interés de la vida real a un mundo de fantasía y magia. Y lo que en la poesía ha desaparecido y nos resulta ahora extraño y caduco, ha conservado en la música continuidad y validez, pues, ¿acaso aquella obra que nos contempla desde este siglo XVIII de una manera tan increíblemente joven e inmarchitable, la «Flauta mágica» de Mozart, no es la última, más alta, noble e intemporal manifestación de todo aquel estado espiritual, de toda la necesidad de transfiguración de la vida cotidiana, de huida del tiempo, de simplificación e idealización lúdica?
Toda época tiene su realidad, su transfiguración de lo cotidiano, y cada tiempo tiene su huida de la realidad. Cada tiempo tiene su tendencia a la racionalización y al progreso, y cada tiempo tiene su añoranza de sueños paradisíacos y de juego irresponsable de los sentimientos. Ninguno de esos deseos tiene razón, ninguno se equivoca. Hubo para las personas de hace ciento cincuenta años un instante en que Salomón Gessner respondía con sus idilios a un deseo y una necesidad vivos, necesarios y auténticos. Otros completaron su cantar, los poemas juveniles de Goethe perfeccionaron la melodía de Gessner. Gessner ha perdido aparentemente así el derecho a perdurar, aparentemente está superado y ya no es necesario. Pero no fue solamente un instrumento, sobre el que aquel tiempo hizo sus intentos musicales, fue también un hombre, una personalidad, una obra única, terminada con el encanto y el carácter irrevocable de todo lo único y perecedero. Y quizás lo mejor de su vida no lo escribió, sino que lo pintó, y quizás tampoco lo pintó, lo vivió directamente. Sea como fuere su persona me es querida donde me encuentre con ella. Y para mí, que desde niño he pertenecido tanto a Alemania como a Suiza, siempre fue una alegría conocer a este hombre en cuya poesía Suiza creó algo tan delicado y cariñoso. Fue una alegría saber que entre mis dos patrias no había una clara división del trabajo, que por ejemplo Suiza no producía solamente los escritores sólidos, más rudos y vigorosos como Gotthelf y Keller, sino que entre ellos surgían también tonos finos y etéreos como sólo acostumbramos a oírlos de los suabos, francos y austríacos.
(1922)