Cuando era joven no sabía de Casanova nada más que oscuros rumores. En las historias de literatura oficiales no figuraba este gran escritor de memorias. Su fama era la de un seductor y libertino inaudito, y de sus memorias se sabía que eran una verdadera obra satánica de lubricidad y frivolidad. Existían una o dos ediciones alemanas, viejas y agotadas ediciones en muchos volúmenes que había que buscar en anticuarios si se interesaba uno por ellas y el que las poseía las guardaba escondidas en un armario cerrado. Cumplí más de treinta años antes de llegar a ver estas memorias. Hasta entonces sabía de ellas sólo porque en la comedia de Grabbe juegan el papel de señuelo diabólico. Luego se publicaron varias nuevas ediciones de Casanova, también dos ediciones nuevas en alemán, y el juicio del mundo y de los eruditos sobre la obra y su creador cambió mucho. Ya no era una vergüenza, ni un vicio secreto poseer y leer estas memorias; al contrario, era una vergüenza no conocerlas. Casanova, antes mal visto y silenciado, se convirtió en la opinión de los críticos, más y más en un genio.
Aunque aprecio mucho la espléndida vitalidad de Casanova y su obra literaria, no lo llamaría un genio. A este virtuoso de los sentimientos y gran práctico del arte del amor y la seducción, le falta la dimensión heroica, le falta sobre todo por completo la atmósfera heroica del aislamiento, de la soledad trágica sin la que no nos imaginamos al genio. Casanova no es una personalidad muy diferenciada ni singular, ni siquiera muy original. Pero sí es un ser humano de talento fabuloso (y en todo talento auténtico comienza y radica en lo sensual, en buenas facultades del cuerpo y los sentidos), es un tipo capaz de todo, y así con su agilidad, su excelente cultura, su dúctil arte de vivir, se convierte en el representante clásico del elegante de su tiempo. El lado elegante, mundano, frívolo y brillante de la cultura del siglo XVIII y de las espléndidas décadas anteriores a la Revolución aparece encarnado con una perfección casi milagrosa en Casanova. Viajero, ocioso elegante y sibarita, agente y empresario, jugador y a veces impostor, al mismo tiempo de una sensualidad tan fuerte como cultivada, un maestro en la seducción, lleno de ternura, de caballerosidad con las mujeres, amante del cambio y sin embargo afectuoso, este hombre brillante muestra una universalidad sorprendente para nosotros. Pero todas estas facetas están vueltas hacia afuera, y eso produce de nuevo una unilateralidad. El ideal humano de un pensador prestigioso de hoy no sería ni el «genio» ni el hombre mundano, ni el hombre vuelto exclusivamente hacia dentro, ni el hombre vuelto hacia afuera, sino el que alterna con dominio y soberanía entre el mundo y el recogimiento, entre la extraversión y la introversión. Pero toda la vida de Casanova, que no carecía realmente de ingenio, se desarrolla exclusivamente en la esfera de lo social y hacen falta golpes del destino muy violentos para introvertirle por unos momentos, en los que se vuelve sentimental y deprimido.
Lo que es sobre todo sorprendente y extraño es para nosotros la unión estrecha de virtuosismo e ingenuidad en este avezado vividor. El virtuosismo lo debe junto a su naturaleza robusta y energía, sobre todo a la circunstancia dé que se ahorrase los interminables, paralizantes y entontecedores años de colegio que hoy consideramos imprescindibles para domesticar a la juventud. Muy pronto, como todos los hombres de su tiempo, sale a la vida, se hace independiente, tiene que valerse por sí mismo, es formado e instruido por la sociedad y los avatares de la vida y no en último lugar por las mujeres, aprende la acomodación, el juego y a llevar disfraz, aprende la astucia, el tacto, y como todos sus dones e instintos se dirigen hacia afuera y sólo pueden satisfacerse en la vida exterior, se convierte en un virtuoso del arte de vivir galante. Pero al mismo tiempo se mantiene totalmente ingenuo, y aún el anciano Casanova, que no sin lascividad emprende el relato de las muchas aventuras amorosas de su vida, es —comparado con un alma problemática de hoy— un cordero inocente. Seduce a docenas de muchachas y mujeres, y nunca le asalta el miedo del amor, su metafísica, nunca siente vértigo de sus abismos. Sólo muy tarde en su vejez, cuando se encuentra en involuntaria soledad y sin brillo, sin mujeres, sin dinero, sin aventuras, en Dux de Bohemia, ya no le parece la vida tan perfecta, le resulta un poco problemática.
Y así nos cautiva, con esos dos encantos, con su virtuosismo de la vida inalcanzable por nosotros que estamos estropeados por el colegio y nuestras profesiones, y con su extraña inocencia, su simpática y bonita ingenuidad. De vez en cuando ésta le viene muy bien, porque no sólo carga su robusta conciencia con virginidades arrebatadas y matrimonios rotos, sino también con sonadas estafas, trampas y abusos de diverso tipo con que hace más divertida su vida y con que financia sus viajes, placeres y amoríos. Y a todas estas objeciones sobre su honradez, a todos estos cargos de conciencia, no responde con sofismas o cinismo, sino con una sonrisa infantil. Reconoce que de vez en cuando hizo jugadas un poco atrevidas y que engañó a la gente en toda regla, pero sabe Dios cómo fue posible, siempre sucedió con buena intención o solamente por un olvido momentáneo, y siempre logra justificarse fácilmente ante sí mismo y ante el mundo.
Hoy también existen estafadores astutos y negociantes sin escrúpulos en cantidad y también taimados don Juanes que no logran interesarnos. Al hombre de este tipo de mayor talento le faltarían, si le comparásemos con Casanova, las dos grandes cualidades: el ejemplo vivo, siempre eficaz de una vida aristocrática sofisticada, y el gran talento literario. No creo que las cartas de amor de un don Juan o de un estafador berlinés actual muestren una cultura espiritual y un lenguaje superiores a los de las revistas a que están abonados estos señores.
Por lo demás es la base de una cultura de la vida externa, de un estilo sólidamente formado, lo que hace que Casanova sea superior a sus colegas actuales. La hermosa línea elegante de su vida nos resulta tan cautivadora y despierta tanta añoranza como cualquier arquitectura insignificante, como el último mueble de aquella época; existe en ellos una armonía y belleza que falta por completo a nuestra vida. Precisamente por eso no es válido el temor de los moralistas de que los lectores actuales puedan estropearse con la lectura de Casanova. Oh no, no hay ninguna razón para este temor, por desgracia. El barco en que navega nuestro héroe no es tanto su genialidad o su inmoralidad personal, como la educación y la cultura de su tiempo. Sobre un suelo y un nivel semejantes basta un plus personal pequeño para actuar formidablemente.
Cuando hoy leemos a Casanova con una cierta melancolía ésta se refiere sobre todo a ese ambiente de su vida, a esta hermosa cultura modelada de la vida externa. Este sentimiento podía tenerlo ya hace varias décadas un lector cultivado. Pero hoy parece haber desaparecido y haberse convertido en pasado aún otra cosa que poseyó Casanova y que aún poseyeron nuestros padres, y que poseyó nuestra propia juventud, y le daba mucho encanto: el respeto al amor. Aunque sólo sea el amor de Casanova, ese eterno enamoramiento galante, algo juguetón y adolescente, también éste parece estar retirado de la circulación, igual que el amor sentimental de Rousseau y Werther, igual que el amor profundamente ardiente de los héroes de Stendhal. Al parecer hoy ya no existen ni el amante trágico ni el virtuoso, sólo embaucadores banales o sicópatas. Que un hombre inteligente, de talento y virilidad dedique todas sus facultades y fuerzas a ganar dinero o al servicio de un partido político, parece hoy a todo el mundo no sólo posible, sino perfecto y normal; que pueda dedicar esas facultades y fuerzas a las mujeres y al amor, no se le ocurre hoy a nadie. Desde la América media más burguesa hasta el socialismo soviético más rojo, en ninguna visión del mundo realmente «moderna» desempeña el amor otro papel en la vida que el de insignificante factor de placer secundario para cuya regulación bastan algunas recetas higiénicas.
Pero es posible que la modernidad de hoy tenga el destino de todas las modernidades, durar sólo un efímero instante histórico. El problema del amor en cambio, por lo que conozco la historia, puede, después de momentos de distracción, volverse actual.
(1925)