«Los viajes de Gulliver»
Hace doscientos años se escribieron en Inglaterra a poca distancia el uno del otro, dos libros que se difundieron rápidamente por todo el mundo, y que desde entonces constituyen en mil adaptaciones, traducciones y versiones los libros más divulgados del mundo. Son el «Robinson» de Defoe, y el «Gulliver» de Swift, dos novelas de viaje semifantásticas, escritas en un principio para adultos y ambas convertidas con el tiempo en libros para niños, extremadamente durables e inmensamente influyentes.
Los «Viajes de Gulliver» de Jonathan Swift tuvieron un destino muy especial. Se publicaron primero en el año 1726 de manera anónima, y al parecer, ya las primeras ediciones inglesas estuvieron llenas de errores, omisiones y añadidos ajenos. Ulteriormente el libro que rápidamente se había hecho muy famoso, fue reeditado, traducido y adaptado innumerables veces y aquel «Gulliver» que conocimos de niños en versiones y abreviaciones es sólo una sombra, un recuerdo del original. Si bien es verdad que esta extraña obra literaria conquistó el mundo así, también desapareció casi por completo en su sentido y forma originales, y tuvo que ser redescubierta y reconquistada una y otra vez. Por conocido que es para todos el nombre de Gulliver, y por familiar que nos suenan los nombres de Liliput y Brobdingnag, sólo muy pocos conocen el Gulliver auténtico, completo y original. Y este verdadero Gulliver tiene un aspecto completamente distinto que el Gulliver mil veces alterado y desvirtuado de nuestros libros infantiles.
Su autor, Jonathan Swift nació en Dublín el año 1667. Todo su ser le empujaba al estudio de nuestros mecanismos síquicos y sociales, y a la política; pero por pobreza emprendió el estudio de la teología, y comenzó su carrera como pequeño pastor pasando hambre. Como necesitaba protección se vio a menudo defraudado terriblemente por el benefactor de turno y al convertirse más y más en escritor político, se manifestó también en sus estudios y trabajos literarios el afán de crítica del oprimido. Durante un tiempo violento defensor de la Iglesia anglicana, durante un tiempo el luchador más conocido y ardiente de Irlanda contra Walpole, acabó solo, huraño y profundamente amargado en un estado mental que los biógrafos antiguos llamaban demencia pero que según todos los testimonios, nosotros ya no podemos llamar así. Era más bien el aislamiento de un neurótico que sufría profundamente pero que no estaba trastornado mentalmente, de un hombre cuya vida y cuyo pensamiento se habían aislado fatalmente y llegado a un grado de sensibilidad insoportable.
Como testimonio de este hombre, de este pensador genial, agudo, ingenioso, sensible y poco pertrechado ante la vida, nos ha quedado el «Gulliver», su obra más grande y pura. La humanidad ha sido frívola con este «Gulliver». Primero lo tomó como lectura grata, emocionante, de aventuras, pero como por algunas amarguras y durezas mortales se hacía difícilmente digestible, redujo la fabulosa obra que era demasiado viva como para poder desaparecer, a un encantador libro infantil de cuentos.
Reprocharle al desdichado Swift la amargura de su juicio sobre los asuntos humanos, sería tan errado e inútil como reprocharle a las numerosas generaciones de lectores que de la fabulosa riqueza de su obra entresacasen solamente los bocados más digestibles, pacíficos y cómodos, y olvidasen poco a poco el conjunto. La protesta y exasperación ardiente del individuo angustiado contra la humanidad y el curso del mundo, y la manera fácil con que la gente mutiló la obra de este individuo genial para acomodarla a su gusto, estaban profundamente fundamentadas, ambas eran necesarias. Pero no es menos necesario que de tiempo en tiempo la humanidad recuerde una advertencia tan tremenda como la que alberga el Gulliver, y trague de nuevo el bocado amargo, pues pasar por alto y engañarse sólo ayuda poco tiempo. Por eso el genial y terrible libro de Swift se encuentra hoy de nuevo ante nosotros y alzará siempre su voz contra nuestra comodidad, porque dice cosas que nacieron en el cerebro de un individuo que sufría gravemente y que fueron vividas y formuladas por él con una pasión, quizás patológica, pero que nos atraen todavía a todos nosotros. Basta leer en las últimas páginas del libro las frases sobre el sistema colonial y las anexiones, para encontrar un problema de nuevo terriblemente actual, reducido a una fórmula humana cuya crítica acusadora no ha perdido en doscientos años nada de su justificación.
A Jonathan Swift se le ha hecho una y otra vez el grave reproche de que su amargura por las situaciones injustas políticas y sociales lo condujese a odiar al ser humano. Pero es necio condenar su supuesto odio a la humanidad. No se puede exigir del pensador que subordine sus resultados a una ley, que coloque un amor ideal a la humanidad por encima de la verdad. Y para el pensador la verdad es aquello que resulta de su experiencia y su pensamiento. Para el viejo Swift esta verdad es amarga: el hombre es en el fondo un animal insensato. Nuestra misión no es reírnos y rechazar como enfermiza esta amarga verdad de un individuo. Mejor es que nos preguntemos: ¿cómo es posible que un hombre de tan enorme inteligencia, de tan rico conocimiento de la vida, llegase a esta triste conclusión? ¿Qué sufrimientos pasó? ¿Qué justicia se manifiesta? ¿Qué significa esa aparente venganza de un ser humano atormentado contra la humanidad?
Si contemplamos el libro así, nos llama sobre todo la atención que tantos de sus juicios y acusaciones puedan hoy, después de doscientos años, impresionarnos todavía tanto, mientras que las experiencias y las situaciones de las que tomaba el autor sus ejemplos nos son extrañas y lejanas. El rey o ministro de Liliput o Laputa, o como se llamen los fantásticos nombres que aparecen en el Gulliver, fue en su día una caricatura que debía recordar a éste o aquel político o príncipe inglés de la época de Swift. Pero nosotros que no sabemos ya nada de aquellos ministros y de aquellas situaciones y preocupaciones políticas, nos interesamos por estos ministros y acontecimientos inventados, ardiente y apasionadamente, como por hechos próximos y actuales. Hay en este libro cosas intemporales, cosas humanas que nos afectan a todos, hoy como entonces.
Y cuando finalmente Jonathan Swift, de puro odio al ser humano, inventa un país en el que gobiernan nobles caballos que practican la razón y la virtud, cuando representa a los hombres de aquel país de fábula convertidos en horrendas mofetas a las que un cierto destello de inteligencia capacita sólo para el crimen y el egoísmo cínico, cuando confía todos los objetivos de la comunidad humana, el orden, la razón y la fraternidad a aquellos caballos, y se avergüenza ante ellos de su propia humanidad como de una tara —cuánto amor al hombre, cuánta profunda inquietud por el futuro de nuestra especie, cuánto secreto y candente amor por la humanidad—, el estado, la moral, la sociedad arden en esta idea fantástica. No, precisamente este último libro de los viajes de Gulliver, este famoso y temible documento de una misantropía extraordinaria y feroz, no es otra cosa que un amor violento aunque ya pervertido. La humanidad de nuestros días, la humanidad conmovida y desconcertada de la época después de esta espantosa guerra, está maravillosamente preparada para el «Gulliver», y puede recibir y aprender de él más que cualquier tiempo pasado. Por eso es oportuno, y por eso celebro de todo corazón que Carl Seelig publique hoy una nueva traducción completa de este libro hermoso, terrible, peligroso.
(1945)