Las religiones de carácter puritano-protestante tienen en general, al parecer, una plasticidad y una capacidad de adaptación menor que las católicas. Así el budismo después de casi desbancar y sustituir durante siglos a la antigua religión de los brahmanes en toda la India, se ha vuelto a extinguir desde hace tiempo y ha desaparecido casi por completo y el «hinduismo», es decir la religión popular de antigua base brahmánica ha triunfado. No existe una dogmática del hinduismo, sería imposible escribirla, porque esta religión de la India, del pueblo más religioso del mundo, es en efecto de una plasticidad, de una capacidad de adaptación, de una flexibilidad y productividad eterna que no tiene parangón.
Hay «hinduistas» que sólo veneran un dios espiritual, supremo, y otros que adoran un sinnúmero de dioses e ídolos, hinduistas que creen en espíritus y magia, y que rinden culto a las tumbas y a los demonios, y otros cuya fe está llena de reminiscencias de ideas islámicas y cristianas.
Esta religión del hinduismo no es un sistema, no se basa en ideas determinadas, no posee un canon dogmático, y sin embargo no se ha perdido o disuelto a través de los siglos, sino que con capacidad de transformación creativa ha establecido mil nuevos vínculos, ha encontrado siempre formas nuevas, ha adoptado con infinita generosidad y tolerancia elementos extraños. Al igual que los rostros y las figuras de los dioses indios de múltiples brazos, esta religión tiene mil caras, primitivas y refinadas, infantiles y viriles, dulces y crueles.
Glasenapp da una visión asombrosamente rica sobre la historia y los contenidos del hinduismo, no trata de definir lo indefinible, sino que comprende que la unidad secreta no visible desde fuera que alimenta y mantiene unida a esta religión, no es otra cosa que la propia estructura del alma india, y que el fundamento y el núcleo del hinduismo no residen ni en uno de los muchos cultos, ni en los Vedas, ni en los sacerdotes, sino en la vida india, en la vida práctica, cotidiana de los pueblos indios con su estructura social tan rigurosamente diferenciada: el sistema de castas.
(1923)
Hinduismo
El budismo y las ideas del llamado Vedanta, son entre nosotros tan conocidos y casi populares como poco conocida, temida y evitada por los eruditos y religiosos es aquella religión principal que se llama hinduismo. Se trata de aquella religión cuyos ídolos de múltiples brazos y cabezas de elefante Goethe rechazó violentamente en una hora de mal humor, en contra de su intuición más profunda. Pero estos dioses e ídolos vuelven de nuevo, vinieron ya hace diez años por el camino del arte, porque Occidente había notado de pronto que lo que valía para el Japón valía para la India, y así también se descubrió el arte indio. Y ahora el mundo de los dioses indios, con sus ídolos de múltiples brazos, con sus diosas de múltiples senos, con sus divinidades y sus santos de piedra y sonrisas ancestrales llega incontenible por muchos caminos, por los caminos del ocultismo y de las sectas, por los caminos de los coleccionistas y de los amantes del arte y los objetos raros, por los caminos de la ciencia.
Hemos contemplado hasta ahora al pueblo religiosamente más genial de la tierra casi sólo a través de anteojos filosóficos, casi conocíamos sólo aquellos sistemas y teorías de la India antigua que tratan de resolver los problemas religiosos intelectualmente. Poco a poco empezamos a intuir ahora en su grandeza y singularidad la verdadera religión del pueblo, el hinduismo, esa religión genial de plasticidad sin igual.
Aquel problema que más molesta y desconcierta siempre al hombre occidental que estudia lo indio, y según el cual Dios puede ser al mismo tiempo trascendente e inmanente, constituye el verdadero corazón de la religión india. Para el indio, que es tan singularmente genial en el sentimiento religioso como en el pensamiento abstracto, no existe tal problema, desde un principio está claro y demostrado que todo el conocimiento y arte de razonar humanos sólo pueden satisfacer al mundo inferior, al mundo humano, que en cambio sólo podemos acercarnos a lo divino con entrega, con fervor, con meditación y con devoción. Y así el hinduismo, que hoy como hace tres mil años es la religión dominante de la India, alberga pacíficamente en variedad paradisíaca los contrastes más extraordinarios, las formulaciones más contradictorias, los dogmas, ritos, mitos y cultos más opuestos, la mayor delicadeza junto a la mayor tosquedad, la mayor espiritualidad junto a la más masiva sensualidad, la mayor bondad junto a la crueldad y ferocidad.
La verdad, lo eterno no está en estas formas, tampoco en las más finas y nobles, la verdad se halla muy por encima. Y así el brahmán puede dedicarse a la teología, o amar sensualmente al fértil Krishna, o a adorar sencillamente el fetiche de piedra embadurnado de boñiga de vaca: ante Dios, todo es lo mismo, sólo existe una aparente diversidad, los antagonismos sólo son aparentes.
(1923)
Bráhmanas y Upanishads
La filosofía del Vedanta, del final del Veda, nos muestra el multiforme espíritu indio seguramente en su expresión más viva, al menos esta filosofía se halla especialmente cerca de nosotros los occidentales. Sabemos cuán emocionante y reconfortante fue en su día el primer conocimiento de algunas «Upanishads» para Humboldt y Schopenhauer. El editor de la presente antología, sin embargo, previene contra una sobrevaloración.
Sin duda tiene razón cuando considera las Upanishads muy alejadas del espíritu de nuestra filosofía científica y las sitúa más en la proximidad de las fórmulas de sacrificio y las bendiciones mágicas primitivas. Habría que plantearle la cuestión de si la sabiduría sólo puede alcanzarse con los medios de la filosofía profesoral, y si la poesía primitiva no es algo más que literatura.
La obra contiene en la primera parte algunas «Bráhmanas», precursoras de las Upanishads, como muestras del pensamiento antiguo inmerso aún por completo en el espíritu ritual védico, luego una bella selección de Upanishads. Su doctrina central es la del Atman, del uno mismo en el yo. El encuentro del uno mismo y la distinción del yo (individual, egoísta) del uno mismo, es para nosotros la esencia de toda la doctrina india, y también el fundamento de la doctrina de Buda.
(1920)
Los discursos de Buda[2]
La ola espiritual procedente de la India que ha actuado desde hace cien años en Europa, especialmente en Alemania, se siente y se ve ahora de manera general; se puede pensar sobre Tagore y Keyserling como se quiera, la añoranza de Europa por la cultura espiritual del antiguo Oriente es evidente.
Hablando desde un punto de vista sicológico, Europa empieza a notar a través de ciertos síntomas de decadencia, que la unilateralidad extrema de su cultura espiritual (que se manifiesta con toda claridad por ejemplo en la especialización científica) necesita una rectificación, una renovación desde el polo opuesto. La añoranza general no está dirigida a una nueva ética o a una nueva manera de pensar, sino a una cultura de aquellas funciones síquicas que nuestro intelectualizado mundo espiritual ha olvidado. La añoranza general no está dirigida tanto a Buda o Lao-Tsé como al yoguismo. Hemos descubierto que el ser humano puede cultivar su intelecto hasta límites asombrosos y no llegar a ser dueño de su propia alma.
En ocasiones algunos literatos alemanes se han burlado de las traducciones de Neumann por su sentido literal en las repeticiones aparentemente interminables. A algunos estas series de contemplaciones tranquilas, fluyendo sin fin, les recuerdan las letanías de oraciones.
Esta crítica, por jocosa que pueda ser, parte de una actitud que no es capaz de hacer justicia al problema. Los discursos de Buda no son manuales de una doctrina sino ejemplos de meditaciones, y el pensamiento meditante es precisamente lo que podemos aprender de ellos. Es inútil preguntarse si la meditación puede conducir a otros resultados más valiosos que el pensamiento científico. El objeto y el resultado de la meditación no son un conocimiento en el sentido de nuestro pensamiento occidental, sino un desplazamiento del estado de conciencia, una técnica cuya máxima meta es una armonía pura, una colaboración simultánea y equilibrada del pensamiento lógico e intuitivo. Sobre la posibilidad de alcanzar ese objetivo ideal no podemos formular ningún juicio, en esta técnica somos niños y principiantes. Sin embargo, para penetrar en la técnica de la meditación no existe un camino más directo que el estudio de estos discursos de Buda.
Hay numerosos profesores alemanes nerviosos que temen algo así como una inundación budista, un ocaso del Occidente espiritual. Sin embargo Occidente no sucumbirá y Europa no se convertirá nunca en un reino del budismo. El que lea los discursos de Buda y se vuelva budista por ellos, habrá encontrado un consuelo —en lugar del camino que nos pueda mostrar quizás Buda—, pero habrá escogido una salida de emergencia.
La dama a la moda que junto al buda de bronce de Ceilán o Siam coloca ahora los discursos de Buda, hallará tan poco aquel camino como el asceta que se refugia de la miseria de la monotonía cotidiana en el opio de un budismo dogmático. Cuando los occidentales hayamos aprendido algo de meditación, obtendremos resultados completamente distintos a los de los hindúes. La meditación no será para nosotros opio, sino un conocimiento profundizado de nosotros mismos, como la primera y más sagrada exigencia que se hacía a los discípulos de los sabios griegos.
(1921)
[3] Tan inútil sería hablar ya hoy acerca de la «religión del futuro», como útil y valioso que los buscadores de hoy se midiesen con los pocos grandes ideales del pasado. Inevitablemente tal confrontación termina con una derrota terrible. Nuestro tiempo y nuestra cultura se encuentran pobres y desamparados en cuanto se comparan con épocas de auténtica religiosidad. Sabemos mucho, y nuestra añoranza es auténtica, también es auténtica nuestra disposición a menospreciar nuestro saber y a empezar espiritualmente desde el principio. Pero precisamente ahí nos falta toda tradición, toda técnica, toda educación.
Nuestra posesión de conocimientos sobre la vida interior, de dominio sobre los instintos, de recursos para el cultivo del alma es nula.
Aquí está el punto donde hay motivos para aprender de héroes de tiempos lejanos, de Jesús y los santos cristianos, de los chinos, de Buda. Hasta la mínima regla de la orden monástica más humilde de la Edad Media nos puede enseñar, a nosotros que estamos tan desvalidos en este terreno, más sobre la disciplina y el cultivo del alma que toda la pedagogía de nuestro tiempo.
En este terreno los discursos de Buda son una fuente y una mina de riqueza y profundidad inauditas. En cuanto dejamos de contemplar la doctrina de Buda de una manera puramente intelectual y nos contentamos con sentir una cierta simpatía por el remoto pensamiento unitario de Oriente, en cuanto dejamos que Buda nos hable como revelación, como imagen, como el despertado, como el perfecto, encontramos en él, casi independientemente del contenido filosófico y del núcleo dogmático de su doctrina, a uno de los grandes modelos de la humanidad. Quien lea atentamente, aunque sólo sea un pequeño número de los innumerables «discursos» de Buda, oirá pronto una armonía, una quietud espiritual, una sonrisa y una superioridad, una firmeza completamente inconmovible, pero también una bondad inconmovible y una tolerancia infinita. Y los discursos están llenos de consejos, de instrucciones, de sugerencias sobre los medios y caminos que conducen a esta sagrada tranquilidad del alma.
El pensamiento de la doctrina de Buda es sólo una mitad de su obra, la otra mitad es su vida, es vida vivida, trabajo llevado a cabo, actos realizados. Aquí se enseña y se practica una disciplina, una autodisciplina espiritual del máximo orden, de la que aquellos ignorantes que hablan de «quietismo» y de «ensoñación india», de falta de actividad, la virtud cardinal occidental, y de cosas semejantes en Buda, no tienen ni idea. Nosotros más bien vemos a Buda y a sus discípulos realizar un trabajo, practicar una disciplina, poner en práctica una tenacidad y consecuencia ante las cuales los auténticos héroes de la fuerza de voluntad europea sólo pueden sentir respeto. Sobre los «contenidos» de aquella religión o religiosidad nueva que sentimos llegar o deseamos, difícilmente podremos averiguar y aprender mucho en Buda, el «contenido» de su doctrina ya se nos ha hecho accesible por el camino filosófico, aunque sólo sea por el rodeo no del todo puro de Schopenhauer. En una «religión nueva» tampoco se trata tanto del contenido de ideas como de nuevos símbolos vivos para cosas ancestrales. Las religiones llegan en cierto modo sin nosotros, por encima de nuestras cabezas. A nosotros nos incumbe únicamente estar preparados, mantener preparadas las «lámparas».
Una parte de esta buena disposición será la capacidad del respeto profundo. Si tributamos también a Buda el respeto que merece lo sagrado, si escuchamos agradecidos también esta voz realmente sagrada, no sé en verdad qué daño podría nacer de ello, las advertencias que oímos actualmente tan a menudo contra el peligro de «Oriente» provienen todas de sectores que son partido, que tienen que proteger un dogma, una secta, una receta.
(1922)
Bhagavad Gita
En su muy interesante prólogo Schröder[4] trata de orientar acerca de la diversas opiniones de investigadores eminentes sobre el Bhagavad Gita y de encontrar una solución plausible para aquella discrepancia que reina en este espléndido canto entre la filosofía religiosa-védica y la filosofía samkhya, entre la fe ingenua y el ateísmo crítico.
Existen entre los filólogos diversas opiniones sobre este aspecto, pero al profano que disfruta del poema esta controversia le resultará completamente fútil. Porque en realidad no es nada extraordinario que en una epopeya, cuyo autor no es profesor de filosofía, puedan convivir en proximidad lo viejo y lo nuevo, la fe y el modernismo, la ilustración y la piedad; sería mucho más extraño que el poema tuviese una tendencia didáctica filosófica expresa. No la tiene, pero sí una tendencia ética, y precisamente ésa es la que fue venerada desde Schlegel, Humboldt y Schopenhauer. La proximidad ingenua, incluso fusión de ideologías distintas, a menudo directamente opuestas, no es una excepción, sino desgraciadamente quizás la regla; el europeo medio resultaría divertido si lo analizásemos en este sentido. Que por último en un autor indio algunas filosofías se utilicen fragmentadas y confundidas como un mosaico, no es en absoluto extraño; hoy todavía cualquier hindú cultivado es capaz de integrar a través de un discurso brillante a Buda y Kant, a Cristo y las Upanishads en un mosaico semejante. Lo maravilloso del Bhagavad Gita no es que se puedan encontrar representados en él dos o tres sistemas filosóficos, sino que por encima se manifieste una sabiduría vivida no erudita como bondad auxiliadora. Esta hermosa revelación, esta sabiduría de la vida, esta filosofía transformada en religión, son lo que buscamos y necesitamos, y en el camino que conduce a ellas estaremos agradecidos a cualquier guía.
(1912)
Por cierto, desaconsejamos el Bhagavad Gita y también a Lao-Tsé a aquellas personas que en grupos organizados celebran el cabello rubio y los ojos azules como máximas virtudes del ser humano. Ni el poeta del Bhagavad Gita, ni el autor del libro de Tao fueron rubios ni tuvieron ojos azules.
(1919)