Franz Werfel
1890-1945

Franz Werfel ha alcanzado rápidamente la celebridad y realmente es también el más fuerte de los líricos nuevos. Su libro de poemas «Wir sind» («Nosotros somos») lo muestra con la mayor pureza: vacilando entre una entrega irreflexiva a la vida y un afán profético lleno de patetismo, a veces enamorado, inocente, a veces profeta y predicador, en el último papel no siempre del todo puro y auténtico, aunque precisamente el patetismo de Werfel tiene mucha belleza. Pequeñas bromas naturalistas nos desconciertan de vez en cuando y entre versos bellos sin intención surge de cuando en cuando alguna fealdad alegremente lanzada al aire, una patada contra el burgués. Nadie dudará de la autenticidad de este talento ni de su profunda religiosidad interior, algunos versos de Werfel se aman desde la primera lectura como a amigos. Es dudoso que con el tiempo se confirme su nuevo giro hacia lo abstracto y a lo consciente e intencionado. Pero eso lo dirá el tiempo. En todo caso la juventud actual tiene en Werfel a un poeta cuya influencia se puede comparar perfectamente con la de los primeros libros de Richard Dehmel sobre la joven generación de entonces.

(1916)

«Der Gerichtstag»
(«El día del juicio»)

El nuevo libro de poemas de Werfel, cinco libros de cantos y un poema lírico dramático, muestra el rostro de Werfel más definido, intenso y vivo que cualquier otro anterior. Muestra también su dilema, el dilema entre el sentimiento y la palabra, el viejo dilema mortal entre la voluntad del sentimiento puro, más fuerte y profundo, y un talento para la palabra para el cual hasta lo más religioso y sagrado se convierte en seguida en juego y en objeto rápidamente formado. Este dilema forma parte del libro. El gran talento formal de Werfel se hace de nuevo patente, a menudo nos asombra el sentido de la forma con el que sabe abordar los temas más áridos como a un enemigo, a menudo nos recuerda a los maestros de la poesía alemana del Barroco, a Hofmannswaldau.

Otro dilema profundo en el alma del poeta se expresa a menudo de manera conmovedora, apareciendo de manera menos clara como tema del libro y llegando de manera menos clara a la propia conciencia del poeta. No es fácil de formular. Werfel se halla constantemente entre dos polos, entre el caos y la forma, entre la entrega total al inconsciente y el entusiasmo refinado de artista por lo formulado de manera personal. No en vano muchos lo toman o lo tomaron por un revolucionario y un destructor de la forma. Pero hay que ver estos cantos, esta profunda alegría por la forma y descubrirla también en el placer de hallar la expresión que se aparta de lo habitual, de destruir el esquema formal. Esta forma es la que conserva a Werfel, la que lo protege del fuego, que es su miseria y reproche al mismo tiempo. Porque en este libro más que nunca, Werfel está lleno de reproche contra sí mismo. En él está un ideal cristiano profundamente arraigado, no europeo-eclesiástico, sino ancestral, asiático-cristiano, muy cercano a Lao-Tsé. Le atrae profundamente hurgar en sí mismo, buscar el caos, amar la muerte, a menudo ve cerca y concreta como una visión aquella santidad oriental para la que todo sobre la tierra es tan querido como divino. El hecho de que el deseo de salvación europeo, que desde hace un siglo busca por caminos siempre nuevos retornar a Oriente, busque en un poeta con un talento formal tan eminente el camino hacia lo amorfo es la grandeza y fatalidad de este poeta. Una y otra vez cierra sus ojos inteligentes, una y otra vez se vuelve niño, inconsciente, religioso, y una y otra vez la religiosidad se convierte en arte, palabra y forma que al despertar arroja maldiciendo al suelo. En este dilema Werfel es un espíritu verdaderamente europeo, uno de los condenados de la gran recesión, uno de los desesperados de la salvación, un cantor para el que cada canto se convierte al final en autodestrucción. Hasta hoy no es un salvador, pero sí un precursor y orientador. Su añoranza persigue la dulce pero valiente santidad para la cual en palabras de la Biblia «todo es vuestro», persigue una superación de los antagonismos, una amoralidad sagrada. Pero el camino es largo y oscuro, y el espíritu que huye cae ante mil contingencias, y el poeta para el cual todo es sagrado se considera a sí mismo impío, profundamente sospechoso, siente temor ante sí mismo. Es la crisis neurótica de nuestra Europa envejecida. No puede pasarse por alto, ni negarse con mentiras. Hay que andar el camino hasta el final. Es el camino de Fausto a las madres. Werfel recorre este camino, este camino difícil. Imposible cantar en él canciones alegres. Lo que él canta suena áspero y violento pero aquí y allá florece en muchos lugares una nueva y delicada dulzura del sentimiento.

(1919)

«Der Spiegelmensch»
(«El hombre espejo»)

«Der Spiegelmensch» es un drama de redención que va más allá de los no pocos intentos similares de nuestro tiempo. Su entronque en el «Fausto» de Goethe es evidente; a éste recuerda también el ritmo ligero, muy fluido de los versos rimados. El Mefisto del héroe es el hombre espejo, el yo falso, aparente que lo pierde, que lo lleva una y otra vez a la caída y del que se tiene que librar con el sacrificio más grande. La situación espiritual en la que se debate actualmente la intelectualidad europea no podía encontrar para este momento una expresión más acertada que este juego hermoso y mágico en el que también intervienen con fuerza lo grotesco, el humor y la ironía. El camino de todo hombre espiritual, el difícil camino desde el yo superficial, pequeño, vanidoso y único hacia el yo eterno, grande, atemporal no ha encontrado en nuestro tiempo una expresión más rica que en este grandioso drama. También es importante la actitud de Werfel hacia el Oriente, pues el intento de encontrar, a través de un retorno parcial al espíritu de la India y de la vieja China, una espiritualidad y religión nuevas y superiores (un intento que ya se inició en Europa antes de Schopenhauer) no es ni un juego ni una locura de algunos eruditos y snobs, sino un proceso síquico de importancia eminente. Werfel ha tomado también elementos esenciales de la doctrina de Buda y de los Vedantas, pero él no se contenta con recurrir al esquema oriental, sino que persigue una síntesis, una ética oriental-occidental. No es el Mesías, no hay que buscar en él, como tampoco en ningún otro libro de los autores actuales, la solución, lo definitivo. Pero es un hombre que intuye y presiente, que pertenece a los que se adelantan un día a las palpitaciones de su tiempo.

(1921)