Tras una interrupción de varios meses las «Weisse Blätter» de Leipzig han iniciado, a pesar de la guerra, su segundo año, y el eco de la época sangrienta suena en esta páginas de la más nueva juventud literaria de Alemania, tan serio y con tanta esperanza y noble voluntad que hacemos bien en prestar atención a su voz. Puede que hoy hablen los cañones, mañana o pasado mañana el espíritu de los pueblos tendrá que volver a hablar de cosas más delicadas y complicadas, y elegirá el suelo de la juventud, de la confianza y la esperanza, también allí donde todavía este suelo fermente y sea tierra virgen incierta.
Las «Weisse Blätter», revista mensual de la juventud literaria alemana (el pasado verano fue comentada en varias ocasiones. Queremos insistir de nuevo en la obra de teatro de C. Sternheim: «1913» del número de febrero), inauguran en medio de la Alemania beligerante su segundo año con una declaración a los lectores que contiene las siguientes palabras: «La comunidad europea parece hoy completamente destruida. ¿No debería ser el deber de todos los que no llevan armas vivir hoy con conciencia como será la obligación de cada alemán después de la guerra?».
Y en el número de febrero las «Weisse Blätter» publican sin omisiones aquel ensayo memorable de un oficial austríaco, aquel ensayo hermoso y valiente que en su anonimato parece ser la voz de todo un grupo de hombres de buena fe y que contrasta tan noblemente con lo que escriben tanto en Alemania como en todos los estados beligerantes la prensa y los literatos. Dice textualmente: «Esa otra guerra incruenta (de la pluma y la tinta) la hacen personas que supieron poner sangre y bienes a buen recaudo, que conocen el estrépito de los cañones sólo por las rimas de los patriotas que escriben versos y cuyo tributo a esta guerra ha sido nulo». Y más adelante: «Esta guerra periodística carece de todo valor. Si los periodistas piensan que degradando a los enemigos nos infunden valor y confianza hay que decirles que preferimos tomar nuestro entusiasmo de otras fuentes. Renunciamos alegremente a estos estímulos, pues hasta ahora el menosprecio del enemigo sólo ha causado daños y nunca provechos».
En medio de la oleada de odio que se levanta ahora a diario entre los pueblos beligerantes, ésta es una voz de la razón y honestidad pura y buena, y es significativo que los escritores jóvenes, el futuro literario de Alemania, quieran poner al alcance y difundir estas palabras. Que ellos viven la guerra seriamente y que no quieren disolver la vida palpitante en literatura, lo demuestran otras de sus manifestaciones y aún con más claridad los nombres de los que pertenecían a este círculo de los jóvenes y que ya han caído en la guerra. Entre ellos merece especial atención desde nuestro punto de vista el alsaciano Ernst Stadler, autor del libro de poemas «Der Aufbruch» («La partida»). Stadler cayó como oficial alemán de la reserva; pero era lector de la universidad libre de Bruselas, amigo y traductor de poetas franceses, mantenía estrechas relaciones con Inglaterra, y si no se hubiese interpuesto la guerra, se hubiese ido en septiembre al Canadá como profesor de germanística. Tenía treinta años.
Que no se diga ahora que es una existencia excepcional, destinada por nacimiento, origen, relaciones especiales, facultades y destino a un internacionalismo intelectual. No carecía de nación, si no, no hubiese sido oficial de la reserva alemán, ni hubiese caído en el frente. Sería una equivocación considerar este europeísmo de un alemán al que corresponde en Francia un espíritu como Romain Rolland, como una casualidad aislada. Es mucho más, es una flor temprana, aún aislada de un espíritu europeo, de un deseo de amistad entre el espíritu germano-gótico y el espíritu románico-clásico. Es un fruto del mismo espíritu por el que desde hace dos y más décadas muchos de los jóvenes de más talento y más rigor, han buscado en Alemania y Francia una armonía amistosa, cordial y fecunda de ambos pueblos. Poco importa si se trata «sólo» de literatura y arte, o también de tendencias políticas, y que lo político no faltaba puede verse por la realización de las dos conferencias interparlamentarias de Berna y Basilea.
Lo que escriben los autores de las «Weisse Blätter» no ha llegado todavía hasta el «público». Sin embargo, tienen poder y actúan bajo la superficie, como por ejemplo actúan y ejercen influencia en las artes plásticas los tremendos esfuerzos de las tendencias más jóvenes, mientras que el burgués con más o menos mal humor se ríe de ellos o les insulta, y se siente muy por encima de sus locuras. Ya por la manera como se mantienen ahora en el tiempo de guerra alejados de un patriotismo verbal barato y presienten las tareas del futuro, ya de eso se puede deducir que en estos escritores aún desconocidos existe y vive algo del mejor espíritu alemán y no podemos más que desear que también en Francia y Rusia exista mucha juventud de esta clase. No creemos que sea bueno y fructífero idear ya ahora programas del futuro para la vida de los pueblos, pero sí creemos y sabemos con seguridad que una nueva relación digna y fructífera de las naciones agitadas sólo puede surgir de una voluntad positiva y seria de los intelectuales, voluntad que ya tiene que estar hoy latente. A los ejércitos que están ahora en el campo de batalla podrán importarles un bledo la literatura y las poesías y las ideas humanistas: están en su derecho. Nosotros en casa no tenemos este derecho, como tampoco tenemos el derecho a una actividad del odio que según el derecho de los pueblos sólo corresponde a los que llevan uniforme. Será un canalla el que no se declare ahora partidario de su patria, pero que uno pueda amar su patria de todo corazón sin renunciar a la idea de una colaboración eterna de la razón y la voluntad cultural humanas en todos los pueblos es algo que debería sobreentenderse. Nadie cree en la duración eterna de las alianzas políticas: ¡cómo iba a creer alguien en la duración eterna del odio nacional!
Quien quiera conocer las ideas de la juventud alemana más valiosa no puede pasar de largo ante su literatura. Por eso remito a las «Weisse Blätter». Yo he subrayado aquí, por razones importantes, lo actual. Sin embargo, no hay que pensar que esto es lo principal, y que esta juventud pretende un juego estetizante con grandes ideas. Es característico que precisamente el órgano de la juventud literaria más fresca, más impetuosa, deje oír las voces de la moderación y de la previsión del futuro. Estos jóvenes escritores se justifican así mucho antes de que sus poemas alcancen la plena madurez y hallen el camino del pueblo. Que una publicación mensual tan seriamente literaria, absolutamente impopular pueda con sus aspiraciones puramente espirituales reemprender ahora su camino en medio de la guerra es ya un hecho que despierta confianza.
Esta confianza se verá puesta a prueba en algunos lectores por las obras que contienen las «Weisse Blätter». Algunos no las entenderán, algunos las encontrarán artificiosas y descaradas, y hasta cierto punto tendrán una pizca de razón. Aquí se manifiesta la juventud y a ella no le preocupan los buenos modales, sino la expresión de su impulso vital, a veces también el ajuste de cuentas con la tradición paterna y, como en todas partes, los imitadores corren junto a los auténticos. Entre los auténticos, sin embargo, a los que perteneció Stadler, a los que pertenecen Werfel, Sternheim, Schickele, Ehrenstein y otros, se encontrarán, cuando se supere el primer titubeo, ante muchas tradiciones formales rotas, sonidos del alma, poemas y ensayos llenos de seriedad y energía cuyas formas y caminos momentáneos no es preciso aprobar siempre para poder amar y respetar la vida de la generación ascendente que los anima.
(1915)