Franz Kafka
1883-1924

Quien penetra por primera vez el mundo de este autor, una combinación muy sui generis de especulación judeo-teológica y de literatura alemana, se encuentra perdido en un reino de visiones que se caracterizan ya por una irrealidad fantasmagórica, ya por una suprarrealidad ardiente parecida al sueño, y sin embargo este judío checo-alemán escribió una prosa alemana magistral, inteligente y ágil.

Estas obras parecen pesadillas (como muchas cosas en los libros del francés Julien Green, el único contemporáneo con el que se puede comparar un poquito Kafka). Todas estas obras describen con la más precisa fidelidad, incluso con pedantería, un mundo en el que la persona y la criatura se saben sometidas a leyes sagradas, pero oscuras, .nunca totalmente comprensibles, juegan un juego peligroso e ineludible con reglas de juego extrañas, complicadas, probablemente muy profundas y significativas, pero cuyo conocimiento completo no es alcanzable en la vida de un hombre y cuya validez fluctúa constantemente según el capricho de las fuerzas dominantes desconocidas. Constantemente nos encontramos en la mayor proximidad de los secretos más grandes y divinos y, sin embargo, sólo los podemos intuir, no los podemos ver ni comprender. Y también los seres humanos se entienden mal de una manera trágica, el malentendido parece ser la ley fundamental de su mundo. Tienen una intuición de orden, patria y seguridad, pero vagan sin esperanza en un mundo extraño, quisieran obedecer y no saben a quién, quisieran hacer el bien y encuentran cerrado el camino, oyen como un dios oculto los llama y nunca lo pueden encontrar. Este mundo está constituido por malentendidos y miedos, es rico en personajes, rico en acontecimientos, rico en encantadoras ideas poéticas y en metáforas profundamente conmovedoras de lo inefable, porque siempre este Kierkegaard judío, este buscador talmúdico de Dios, es al mismo tiempo un poeta de gran potencia y sus especulaciones se vuelven carne y sangre, sus pesadillas se convierten en obras de arte bellas y a veces totalmente mágicas. Ya hoy intuimos que Kafka fue un precursor solitario que mucho antes que nosotros vivió el infierno de la gran crisis espiritual y vital que nos rodea ahora y lo llevó dentro de sí y conjuró en obras que sólo hoy podemos entender por completo.

(1935)

Si nos preguntamos por las razones que pudieron inducir al escritor en la época anterior a su muerte a abandonar tan despiadadamente su propia obra, trabajada con extraordinario cuidado y amor, no son difíciles de encontrar. Kafka pertenece a los solitarios y problemáticos de su época para los que a veces su propia existencia, su intelectualidad y su fe parecían profundamente dudosas. Desde el borde de un mundo que ya no las considera de los suyos, estas existencias contemplan el vacío, intuyen ciertamente más allá el misterio de Dios, pero a veces están profundamente imbuidas del carácter dudoso e insoportable de la propia existencia y más aún: de la falta de fe en la existencia humana. De ahí hasta la autocondena radical sólo hay un paso pequeño, y éste lo dio el escritor enfermo cuando dictó la sentencia de muerte de su propia obra.

No dudamos tampoco que habrá personas que aprobarán esta sentencia y que pensarán que es preferible mantener alejadas de la humanidad creaciones de espíritus tan desarraigados y problemáticos. Pero aquí damos razón al amigo y albacea que salvó esta obra maravillosa a pesar de toda su fragilidad y todo su carácter problemático. Quizás sería mejor que no hubiese personas como Kafka, ni épocas ni situaciones en el mundo que producen tales existencias y tales obras. Pero extirpando los síntomas no mejoraríamos la época ni la situación. Si la obra de Kafka hubiese sido destruida realmente, algunos lectores que se han dedicado a esta obra por una necesidad cultural, se hubiesen ahorrado la contemplación de abismos. Pero el futuro no llega a través de los que cierran los ojos ante la visión de cada desesperado. Una de las misiones de la literatura es hacer visibles y conscientes los abismos ocultos.

Y Kafka no fue sólo un desesperado. Sin duda lo fue a menudo como lo fueron en su tiempo Pascal o Kierkegaard (conoció a ambos). Pero no dudó de Dios, ni de la suprema realidad, sino sólo de sí mismo, sólo de la capacidad del hombre de establecer con Dios, o como él dice a veces con la «ley», una relación auténtica y llena de sentido. Todas sus obras tratan de eso, y especialmente la novela «Das Schloss» («El castillo»). En ésta un individuo que quiere servir e integrarse trata inútilmente de obtener audiencia de los amos a cuyo servicio se sabe, pero sin llegar a verlos nunca. La historia de este cuento terrible es trágica como lo es toda la obra de Kafka. El sirviente no encuentra a su amo y su vida no tiene sentido. Pero por todas partes presentimos siempre que existe la posibilidad del encuentro, que en algún lugar esperan la misericordia, la salvación, aunque el héroe del cuento no las alcanza, él no está maduro, se esfuerza demasiado, él mismo se cierra una y otra vez el camino.

Un autor «religioso» de la literatura edificante tradicional hubiese permitido a este pobre hombre encontrar su camino, el lector se hubiese atormentado y hubiese sufrido con él y lo hubiese visto atravesar con alivio la puerta alcanzada. Kafka no nos guía tan lejos, en cambio nos conduce a las profundidades del desconcierto y la desesperación como las encontramos entre los autores actuales, por ejemplo en Julien Green.

Este buscador y desesperado que quiso deshacerse de su propia obra, fue un escritor de gran potencia, creó un lenguaje propio, creó un mundo de símbolos y metáforas con el que expresó lo que hasta entonces no había sido expresado. Aunque no existiesen todas las cualidades que nos lo hacen querido e importante, su talento artístico bastaría para hacérnoslo querido e importante. Muchas de sus historias cortas y parábolas poseen una densidad de la visión, una magia laberíntica, una gracia, que hacen que durante algunos momentos olvidemos su melancolía. Es una suerte que estas obras hayan llegado hasta nosotros.

(1935)

Estas obras a menudo tan inquietantes, a menudo tan reconfortantes, quedarán no sólo como documento de nuestro tiempo de una rara espiritualidad, como expresión de las cuestiones más profundas y también más problemáticas de nuestra época, sino también como obras, como frutos de una fantasía creadora de símbolos y de una fuerza de lenguaje muy cultivada y también original y auténtica. Incluso los contenidos de su obra que pueden parecer irreales y exagerados o sencillamente patológicos, todos esos caminos de su fantasía solitaria totalmente problemáticos y en un sentido profundo dudosos, reciben a través de la fuerza del lenguaje y de la potencia poética de Kafka la magia de la belleza, la gracia de la forma.

El escritor era judío y sin duda heredó consciente e inconscientemente un gran patrimonio de tradiciones, costumbres mentales y lingüísticas del judaísmo de Praga y en general del judaísmo oriental; su religiosidad tiene rasgos inconfundiblemente judíos. Pero su evolución consciente parece más influida por las fuerzas cristiano-occidentales qué por las judías y probablemente sintió mayor predilección y devoción por Pascal y Kierkegaard que por la Torá y el Talmud. Junto a la cuestión existencial de Kierkegaard ningún problema le ocupó tanto y tan profundamente, ninguno le hizo sufrir y ser creativo como el de la comprensión; toda la tragedia en él —y él es un autor profundamente trágico— es la tragedia de la incomprensión, del malentendido entre el hombre y el hombre, entre el hombre y la sociedad, entre el hombre y Dios. En este primer tomo la pequeña obra en prosa «Vor dem Gesetz» («Ante la ley») muestra quizá en su mayor concentración esta problemática y tragedia; podemos meditar muchos días sobre esta leyenda. Las dos novelas póstumas «El proceso» y «El castillo» tejen el mismo hilo.

Entre los testigos de nuestro tiempo desgarrado y sufriente, entre los hermanos más jóvenes de Kierkegaard y Nietzsche seguirá viviendo la asombrosa obra del escritor de Praga. Tenía talento para la lucubración y el sufrimiento, estaba abierto a toda la problemática de su tiempo, a menudo proféticamente abierto, y al mismo tiempo —este favorito de los dioses— a pesar de todo poseía en su arte una llave mágica, que no nos reveló sólo desconcierto y visiones trágicas, sino también belleza y consuelo.

(1935)

«Der Prozess»
(«El proceso»)

¡Qué libro tan extraño, emocionante y fantástico, y qué reconfortante! Como todas las obras de este autor es un tejido de los más delicados hilos del sueño, la construcción de un mundo ensoñado, creado con una técnica tan pulcra y una fuerza visionaria tan intensa que surge una realidad imaginaria siniestra, distorsionada que resulta al principio como una pesadilla, agobiante y angustiadora hasta que el lector descubre el sentido secreto de estas obras. Entonces las obras voluntariosas y fantásticas de Kafka irradian salvación, pues el sentido de ellas no es —como podría parecer en un principio por el extraordinario trabajo miniaturesco—, artístico, sino religioso. Lo que estas obras expresan es religiosidad, lo que despiertan es devoción, es profundo respeto. Así también el «Proceso». Un hombre es detenido una mañana en su habitación, desprevenido e inocente, es sometido a un sinfín de fantásticas formalidades, es interrogado, es intimidado, es puesto en libertad, es citado de nuevo, una autoridad invisible, terrible parece estar detrás de este proceso atormentador que comienza como una tontería y como un juego y que adquiriendo poco a poco importancia absorbe y llena toda la vida. Porque no es esta o aquella culpa por la que comparece el acusado ante el tribunal, es la culpa original, ineludible de toda vida. La mayoría de los acusados son condenados tras un proceso interminable, algunos pocos afortunados fueron absueltos al parecer en tiempos pasados, a otros se les concede al menos la «libertad condicional» que puede dar lugar en cualquier momento a un nuevo juicio, a una nueva detención. En una palabra, este «Proceso» no es otra cosa que la propia culpa de la vida, y los «acusados» son entre los demás seres inofensivos, los abrumados y llenos de presentimientos a los que atenaza el alma la comprensión incipiente de la angustia de toda vida. Pero pueden hallar salvación a través de la resignación, de la sumisión devota a lo inevitable.

Esta filosofía de la vida se predica en el «Proceso», pero no con explicaciones o alegorías burdas, sino sólo con los medios de la literatura auténtica. El lector es atraído a la atmósfera de un mundo irreal onírico envuelto en hilos enredados e intuye siempre lejanamente, sin despertar nunca por completo, que en la imagen de este fantástico mundo de sueño ve y vive la tierra, el infierno y el cielo.

(1925)

«El Proceso»: libro estremecedor que contiene también aquella pequeña historia inolvidable conocida bajo el título de «Ante la ley». Al leer «El proceso» podemos imaginar perfectamente el estado síquico en el que Kafka tomó la decisión de privar al mundo de toda su obra y de destruirla. Reina aquí una atmósfera de miedo y soledad que no sólo resulta insoportable al burgués, sino que también es difícilmente respirable para el que sabe, y una tendencia al fatalismo que impide al individuo cualquier acceso a lo divino excepto el camino de la valiente capitulación ante lo inevitable. No es raro que una persona tan inteligente, delicada y responsable como Kafka llegase a pensar en algunos momentos que sus propias obras eran destructivas y nocivas. Pero estamos muy agradecidos a que no se produjese su destrucción y que esta obra única, terrible, amonestadora y muy digna de amarse de una persona que sufría mortalmente se haya conservado para nosotros. Quemando manuscritos y extirpando síntomas no se curan las enfermedades de una época, con ello sólo se sirve a los subterfugios y a las represiones y se impide la maduración y aceptación valiente de los problemas. Se sabe hace tiempo que Franz Kafka no fue sólo un autor de rara intensidad visionaria, sino también un ser piadoso, un religioso, aunque de los problemáticos que pertenecen al tipo Kierkegaard. Su fantasía es una conjuración ardiente de la realidad, una formulación apremiante de la cuestión existencial religiosa.

(1933)

El problema original de Kafka, la desesperada soledad del individuo en la vida, el conflicto entre la añoranza profunda de un sentido de la vida y el carácter problemático de cualquier intento de darle un sentido, es tratado en esta novela grandiosa y emocionante hasta la desesperación; es una obra angustiosa y casi cruel.

Pero en esta narración oprimente y en el fondo desoladora vibran en el detalle tanta belleza, tanta delicadeza maravillosa, tanta observación admirable, late secretamente tanto amor y tanto arte que la magia mala se convierte en buena, la tragedia consecuente del absurdo está empapada de tanto presentimiento de la gracia que no resulta blasfema sino piadosa.

(1935)

«Amerika»
(«América»)

La edición completa de las obras de Kafka progresa y al parecer la influencia de este escritor muerto hace once años, reducida hasta ahora a un círculo restringido, empieza a extenderse más y más. De las tres novelas o fragmentos de novela de Kafka que tienen todas el mismo tema espiritual, la soledad y la lejanía de Dios del hombre actual, de estas tres novelas de la soledad y la búsqueda de la salvación, «Amerika» es la más alegre, amable y conciliante. Su héroe no es un hombre, sino casi un muchacho, y en esta obra, que Kafka amaba especialmente, todo tiende a una superación de las disonancias, a una aclaración y reconciliación. Desde luego también en esta obra hay capítulos y páginas en los que respiramos una atmósfera de sueño profundamente opresiva y angustiosa, también el héroe se encuentra aquí en medio de un mundo peligroso, a menudo muy hostil, difícilmente comprensible y en el fondo insensato. El primer capítulo (editado ya en vida de Kafka) en el que el muchacho de dieciséis años, que tiene que desembarcar en Nueva York y que espera con su maleta en la cubierta el momento de bajar a tierra, descubre de repente que dejó su paraguas en la cubierta inferior, confía la maleta a un extraño para ir rápidamente por el paraguas, se pierde en el barco gigantesco, irrumpe en lugares y vidas extrañas y da por perdida su maleta, todo esto recuerda las pesadillas y escenas de Golem de Meyrink. Pero la juventud y la inocencia, la bondad y amabilidad del muchacho amenazado que ha de abrirse paso solo en América, hacen que todo sea más luminoso, agradable y alegre que en ninguna otra obra de Kafka.

(1935)

«Das Schloss»
(«El castillo»)

De las obras en prosa más extensas de Kafka (las tres son fragmentos; aunque dos, entre éstas también «El castillo», están concluidas) «El castillo» será seguramente la preferida de los lectores. Al contrario que el terrible «Proceso» reinan en esta novela extraordinaria, en este magnífico cuento, a pesar de toda la angustia y problemática, una atmósfera de calor y suave colorido, algo de juego y también algo de piedad; toda la obra vibra suavemente en una tensión e incertidumbre en las que el desaliento y la esperanza se suceden y compensan maravillosamente. Las obras de Kafka son paradigmáticas en sumo grado, a veces son hasta didácticas; en sus creaciones más afortunadas la estructura cristalina flota en una luz pictórica, cambiante, y a veces su lenguaje muy puro, en general frío y severo, alcanza también encanto y así es el «Castillo». También aquí se trata del gran problema de Kafka, del carácter ambiguo de nuestra existencia y del misterio de sus orígenes y causas, de la inasequibilidad de Dios, de la fragilidad de la idea que tenemos de él, de nuestros intentos de encontrarlo o de dejarnos encontrar por él. Pero lo que en «El proceso» era duro e implacable, aparece en «El castillo» más ágil y alegre. Cuando una década posterior contemple y estudie la literatura de 1920, esa literatura problemática, excitada, extática y frívola de una generación profundamente conmocionada y herida, las obras de Kafka pertenecerán, junto a mil luces apagadas, a lo poco que habrá sobrevivido.

(1935)

Al parecer hay en Alemania aún algunas personas capaces de hacer justicia a una obra literaria disfrutando con ella. Puede que sólo sea una leyenda pero yo me dirijo a esa comunidad legendaria y le prometo que en «El castillo» de Kafka encontrará una joya verdadera. Si aquellos pocos lectores existen realmente todavía, hallarán en esta novela no sólo la magia polifacética del sueño, con la verdadera lógica del sueño, sino también una prosa alemana de claridad y rigor únicos.

(1935)

«Der Hungerkünstler»
(«El ayunador»)

El «Hungerkünstler» es una de las obras más bonitas y conmovedoras de Kafka, etérea como un sueño y exacta como un logaritmo. Desde el «Landarzt» («Médico rural») y «Strafkolonie» («Colonia de castigo»), aquellas narraciones magistrales que hace algunos años nos llamaron la atención, el «Hungerkünstler» es seguramente la obra más auténtica, entrañable y vaporosa de este soñador y religioso que al mismo tiempo fue un maestro y rey de la lengua alemana.

(1925)

«Vor dem Gesetz»
(«Ante la ley»)

Kafka, este judío de Praga, fallecido en 1924, ha irritado y fascinado seguramente a todo el que haya leído por primera vez algo de él. A muchos desde luego negativamente, desconcertándolos y repeliéndolos. A mí me ha preocupado profundamente una y otra vez desde que leí por primera vez hace dieciocho años una de sus historias mágicas. Kafka fue un lector y hermano menor de Pascal y Kierkegaard y fue un profeta y una víctima. Sobre este fantasioso judío de Praga que escribió un alemán ejemplar, sobre este soñador exacto hasta la pedantería que fue mucho más que sólo soñador y profeta, se reflexionará y discutirá cuando se haya olvidado la mayoría de las obras que hoy apreciamos en la literatura alemana de nuestro tiempo.

(1935)

«Tagebücher und Briefe»
(«Diarios y cartas»)

Aunque este volumen no ofreciese casi exclusivamente textos inéditos, sería un acontecimiento literario: cuando al morir Franz Kafka tempranamente en el año 1924 su amigo Max Brod se dispuso a publicar parcialmente una parte del legado aquello fue una gran sensación: hasta entonces Kafka había sido para los pocos que lo conocían un maestro menor, un virtuoso de gran talento y un poco extraño de la narración corta, fantástica y paradigmática, un estilista extremadamente cuidadoso, sutil y un espíritu contemplativo; pero entonces se publicaron seguidas las grandes obras póstumas, una novela concluida y dos novelas fragmentarias, obras de una fuerza y una grandeza solitaria, de una lucha por los secretos del arte y los secretos de la vida, de los que para muchos partió una conmoción fructífera y una luz que no volverá a extinguirse. Todas estas obras grandes y misteriosas, repletas del sufrimiento de toda la humanidad estaban destinadas por su autor a la destrucción; él prohibió su publicación y si Max Brod no hubiese hecho por Kafka más que tener el valor de publicar el legado a pesar de esa prohibición, merecería ya sólo por eso el agradecimiento de su generación. Poco después de la publicación de las tres novelas inició una edición completa de las obras, y ésta, prohibida en Alemania llega a su fin con el tomo sexto bajo las circunstancias más desfavorables que puedan imaginarse.

Los diarios darán que hacer durante mucho tiempo a los biógrafos e interpretadores futuros. Junto con el breve epílogo de Brod y los datos biográficos que lo acompañan, el primer tomo ofrece al lector atento casi los contornos definidos de una biografía, tanto interna como externa. Por todas partes el lector encuentra testimonios auténticos. En el borrador de una carta al padre de una amada dice por ejemplo: «Mi empleo me resulta insoportable porque se opone a mi único deseo y mi única profesión que es la literatura. Como no soy nada más que literatura y no puedo ni quiero ser otra cosa, mi empleo nunca me absorberá, pero sí me podrá trastornar por completo. No estoy lejos de ello». Para la sicología del autor y de la creación en general, algunos pasajes de los diarios y de las cartas serán importantes en el futuro, frases como aquella sobre la objetivación del dolor y la asombrosa «Skizze einer Selbstbiographie» («Borrador de una autobiografía») o la queja en una carta a Pollak. Allí dice entre otras cosas: «Por cierto hace tiempo que no he escrito nada. Me sucede lo siguiente: Dios no quiere que escriba, pero yo, yo tengo que escribir. Es un eterno tira y afloja, y finalmente Dios es el más fuerte, y en todo ello hay más desdicha de la que puedas imaginar». Sí, había mucha desdicha en aquella manera de escribir fantástica, grandiosa, mortificante, suicida: fue una dicha que conoció todos los infiernos.

De las cartas dirigidas a Max Brod quiero citar una frase, una manifestación lapidaria de la escrupulosidad literaria de Kafka, de su afán de perfección, de su eterno corregir, tachar, destruir y volver a empezar. La frase que ningún autor podrá leer sin emoción, dice: «Dejad que las cosas malas sean definitivamente malas sólo se puede en el lecho de muerte».

(1937)

Interpretaciones de Kafka

Entre las cartas que me escriben mis lectores, existe una determinada categoría que crece cada vez más y que observo como síntoma de la creciente intelectualización de la relación entre el lector y la obra. Estas cartas que proceden en general de lectores más jóvenes muestran un esfuerzo apasionado por las interpretaciones y explicaciones, sus autores plantean cuestiones interminables. Quieren saber por qué el autor ha elegido aquí esta imagen, allí aquella palabra, qué ha «querido» y «pretendido» con su libro, cómo se le ha ocurrido precisamente elegir este tema. Quieren que les diga cuál de mis libros me parece el mejor, cuál me resulta más querido, cuál expresa con más claridad mis ideas e intenciones, por qué me expresé sobre ciertos fenómenos y problemas de manera distinta a los treinta años que a los setenta, qué relación existe entre «Demian» y la sicología de Jung o de Freud etc., etc. Algunas de estas preguntas proceden de estudiantes de Universidad y parecen estar influidas por los profesores, pero la mayoría parece nacer de una necesidad auténtica y propia, y todas juntas muestran ese cambio en la relación entre libro y lector que se impone en todas partes y también en la crítica pública. Lo agradable de ello es la participación de los lectores; ya no quieren disfrutar pasivamente, no quieren tragarse simplemente un libro y una obra de arte, lo quieren conquistar y apropiárselo analizándolo.

Pero el asunto tiene también su aspecto negativo: el decir sabihondeces y el hablar por hablar sobre el arte y la literatura se han convertido en deporte y fin en sí mismo, y bajo las ansias de dominarlos a través del análisis crítico ha sufrido mucho la capacidad de entrega, de contemplar y escuchar. Si uno se contenta con arrancar a un poema o una narración su contenido en ideas, en tendencias, en elementos didácticos o instructivos, se contenta uno con poco y el secreto del arte, lo auténtico y esencial se escapa.

Hace poco un joven colegial o estudiante, me escribió una carta pidiéndome que le contestase una serie de preguntas sobre Kafka. Quería saber si yo consideraba el «Castillo» de Kafka, su «Proceso», su «Ley» símbolos religiosos —si compartía la opinión de Buber sobre la relación de Kafka con su condición judías— si creía en una afinidad entre Kafka y Paul Klee y algunas cosas más. Mi respuesta fue ésta:

Querido Señor B.

Lamento tenerle que decepcionar por completo. Sus preguntas y toda su manera de enfrentarse a la literatura no me sorprenden; tiene usted miles de colegas que piensan de manera parecida. Pero sus preguntas, sin excepción insolubles, provienen de la misma fuente de errores.

Los relatos de Kafka no son tratados sobre problemas religiosos, metafísicos o morales, sino obras literarias. El que es capaz de leer realmente a un escritor, es decir sin preguntas, sin esperar resultados intelectuales y morales, sencillamente dispuesto a recibir lo que da el escritor, a éste esas obras le dan en su lenguaje todas las respuestas que pueda desear. Kafka no tiene nada que decirnos como teólogo ni como filósofo, sino únicamente como escritor. El no tiene la culpa de que sus formidables obras estén hoy de moda y que sean leídas por personas que no tienen talento y que no están dispuestas a recibir literatura.

Para mí que pertenezco desde las primeras obras de Kafka a sus lectores, ninguna de sus preguntas significa algo. Kafka no da respuestas a sus preguntas. Nos da los sueños y las visiones de su vida solitaria y difícil, parábolas de sus experiencias, sus dificultades y alegrías, y estos sueños y estas visiones exclusivamente, son lo que tenemos que buscar en él y recibir de él, no las interpretaciones que interpretadores agudos dan de estas obras. Este afán de «interpretar» es un juego del intelecto, un juego a veces muy bonito, bueno para personas inteligentes pero ajenas al arte, que saben leer y escribir libros sobre escultura africana o música dodecafónica, pero que nunca encuentran el camino al interior de una obra de arte, porque están ante la puerta probando cien llaves y no se dan cuenta de que la puerta está abierta.

Ésta es más o menos mi reacción a sus preguntas. Creía deberle una respuesta porque escribía usted en serio.

(1956)