Robert Walser
1878-1956

Desde hace un par de años existe una literatura suiza joven que no parece tener nada en común con la literatura tradicional, y que no merece o necesita, ni en el buen sentido ni en el malo, el nombre de arte nacional. Han surgido algunos nuevos autores, con nuevas maneras y nuevos rostros, una juventud audaz y atractiva que sería necio e injusto querer poner bajo un denominador común. Sin embargo, estos nuevos escritores suizos tienen sorprendentemente y dentro de la gran diversidad de personalidades, muchos rasgos comunes. Son modernos, parecen más libres de la humanística y de la estética escolar que los últimos autores de la generación anterior, tienen un amor especial al mundo visible y son urbanos. Es decir aman, conocen y describen no tanto el antaño predilecto mundo de los pueblos y de las cabañas alpinas, como el de las ciudades y la vida moderna, y su helvetismo no surge intencionadamente y subrayado, sino que se manifiesta involuntaria aunque claramente en la manera de pensar, en la elección del vocabulario y la sintaxis. A estos suizos jóvenes, de los que sólo nombraré aquí de paso y con respeto a Jakob Schaffner y Albert Steffen, pertenece también Robert Walser.

Su primer librito, una obra coqueta y elegante con dibujos divertidos de su hermano Karl Walser, se publicó hace cinco años. Yo lo compré entonces por su aspecto simpático y original, y lo leí durante un pequeño viaje. Se titulaba «Fritz Kochers Aufsätze» («Los ensayos de Fritz Kocher»). En un primer momento estos ensayos extraños, medio adolescentes, parecían tratados y ejercicios estilísticos caprichosos de un joven irónico con talento retórico. Lo que llamaba la atención y cautivaba era su discurso elegantemente fluido y descuidado, la alegría por colocar frases y partes de oración ligeras, amables y bonitas, que en los escritores alemanes se encuentra tan pocas veces. También aparecían algunos comentarios sobre asuntos lingüísticos. Por ejemplo en un ensayo muy divertido sobre el oficinista, las frases: «Al disponerse a empuñar la pluma un buen oficinista duda algunos instantes como para concentrarse debidamente o como para apuntar como un cazador experto. Después dispara y, como sobre un campo paradisíaco, vuelan las letras, las palabras, las frases, y cada frase tiene la propiedad encantadora de expresar mucho. A la hora de escribir cartas el oficinista es un auténtico pícaro. Inventa en vuelo rápido frases enteras que despertarían el asombro de muchos sabios profesores». Pero junto a esta coquetería y esas ganas de hablar, ese juego con palabras y esa ligera ironización, aparecía ya en aquel librito de vez en cuando un destello de amor a las cosas, de auténtico y hermoso amor de hombre y artista por todo lo existente, y echaba sobre ligeras y luminosas páginas de prosa retórica, el brillo cálido y cordial de la verdadera poesía.

Sin embargo, el libro se quedó en el armario y se fue olvidando poco a poco. Dos años más tarde oí en Zurich discutir a los jóvenes acaloradamente sobre un libro nuevo, discutían con tanto entusiasmo y tanto encono que sentí curiosidad y me dejé mandar el libro. Se trataba de la novela «Geschwister Tanner» («Los hermanos Tanner») de Walser. No me acordaba ya de su nombre; pero cuando leí las encantadoras primeras páginas recordé en seguida aquel librito, y era realmente el mismo autor. Todo lo que allí me había gustado y disgustado, estaba expresado en este nuevo libro, una novela considerable, con más fuerza y más colorido. Esta vez leí ya con una cálida simpatía, no sólo con interés estilístico, sino cautivado por la personalidad del propio autor, que parecía brillar ya en algún rápido rasgo inspirado, ya oculto semiintencionadamente en gestos distanciados. De nuevo disfruté con el fluir delicado, natural de la prosa que los escritores alemanes suelen menospreciar tanto, de nuevo hallé juntas cosas encantadoramente divertidas y entrañablemente conmovedoras, y de nuevo me irritaron ferozmente ciertas negligencias e insolencias. Unas veces se trataba de ingenuidades insolentes en la contemplación de las cosas mismas, otras descuidos lingüísticos. Por lo demás el libro era un historia de la juventud sencilla, suavemente contada, y al igual que en «Kochers Aufsätze» no se había tratado aquí un tema cualquiera, sino que el autor no deseaba otra cosa que expresarse a sí mismo y a su manera, y encontrar el gesto para su ser más profundo. Llegué a querer tanto este libro que tuve que pensar mucho sobre sus virtudes y sus defectos, sobre todo sobre los defectos, o lo que consideraba como tales, y al final no sabía ya si realmente deseaba que desaparecieran esos «defectos».

Con este libro de los «Geschwister Tanner» Walser se ganó una especie de fama literaria y un éxito de estima que han crecido desde entonces sin que sus libros hayan alcanzado verdadera difusión.

A pesar de la aparente movilidad y objetividad artística de los ensayos el segundo libro revelaba ya a su autor como lírico y subjetivo que trata sobre todo de representarse y expresarse a sí mismo, y cuyas ideas y pensamientos no suelen abandonar el terreno de experiencias y recuerdos propios. El «oficinista» de «Fritz Kochers Aufsätze» se había convertido en símbolo. Era el héroe de los «Geschwister Tanner» y reapareció en la siguiente novela de Walser «Der Gehülfe» («El ayudante»).

No sé decir si este ayudante es mucho mejor y más maduro que los «Tanner» o si desde entonces se ha consolidado y aclarado mi relación interior con el escritor. En todo caso he renunciado a ocuparme de los «defectos» de estos libros, aunque algunos me pueden irritar todavía. Esta irritación ocasional no es más que el reverso y complemento necesario de un amor. A los libros de Walser, en el caso de que a uno le gusten y los aguante, hay que quererlos de verdad.

En el «Gehülfe» observamos de nuevo durante meses a un pobre diablo de oficinista en la conmovedora estrechez de su vida y sus preocupaciones, donde sonríen, sin embargo, su amor al mundo y su corazón infantil.

La propia historia sigue de nuevo su paso silencioso y ligero con callada maestría. Durante la lectura sólo se presta atención a las piezas, a los pasajes y detalles hermosos y sólo después aparece el conjunto como una construcción importante. Entonces nos maravillamos y alegramos de que los personajes medios y cotidianos del libro puedan sernos tan queridos e importantes, y por fin nos descubrimos ante el escritor al que durante la lectura creíamos a menudo poder dar golpecitos en la espalda como a su oficinista. Ay, y cómo brilla y cambia y respira la alegría de vivir tan ágil de este lírico secreto. Y qué bien conoce la expresión y el color y el olor de las estaciones, de los días y de las horas del día. Qué bien distingue los días, cómo exalta cada verano y cada primera nieve. Eso no se le puede explicar a ningún profesor si no lo lleva dentro, ese asombro ante lo cotidiano, esta admiración de lo natural, este flotar y respirar entregado en el azul o el gris, en el calor o la humedad refrescante. Cómo con el aroma de un viejo muro húmedo surgen años pasados y vuelven a estar presentes, cómo con el sonido metálico de una regadera volcada emergen titubeantes largas y ricas cadenas de imágenes reclamando sus derechos. Eso es algo que conoce y comprende Robert Walser con curiosa finura y esto le convierte en un escritor importante, no su bonita seguridad estilística y todas las demás exterioridades que se pueden aprender o copiar de otros. La comprensión y el afecto hacia el «Gehülfe», la participación en su vida no se reducen al paisaje, a la estación del año y al clima, sino que abarcan a las personas de su proximidad, a las que no puede odiar en ningún caso y a las que encuentra curiosas e interesantes, y de algún modo amables. En este sentido he llegado a querer profundamente el diálogo del ayudante con su predecesor borracho y arruinado.

Ya «Kochers Aufsätze» estaban adornados con dibujos de Karl Walser, el hermano del escritor, láminas originales, despreocupadas, divertidamente excéntricas, de gran frescura, y que en toda su manera acompañaban excelentemente al libro. Se notaba claramente que procedían de la misma familia. También eran soñadoras y despreocupadas, un poco irónicas, con sentido para el gesto característico y de una cierta gracia lenta. Este hermano ha hecho un número pequeño de grabados para los poemas de Walser. Fueron imprimidos coqueta y audazmente en el texto y dieron como resultado un libro bonito, divertido, entretenido, gracioso y elegante, en formato pequeño de cuarto, un auténtico placer para bibliómanos y coleccionistas. Lo curioso y verdaderamente bonito de este libro es que el texto y las ilustraciones no sólo congenian pasablemente, como sucede a veces en otros casos, sino que demuestran y prueban su fraternidad y conviven en concordia. Así disfrutamos con el libro y también reencontramos con alegría al poeta con todos sus rasgos esenciales en sus poemas. Por lo demás hay poco que decir sobre ellos. Son originales, sentidos, vividos, pero no son buenos. Ya que se hacen versos, mejor hacerlos buenos. Aquí no basta el ideal del oficinista que escribe con facilidad. Con esto no quiero decir que el libro no contenga poemas hermosos. Pero no abundan y si nos imaginamos el puñado de poemas sin ilustraciones, impresos sencillamente en octavo, lo que desde luego es una barbarie, dan una impresión un poco pobre. A este hombre, cuya prosa está tan llena de lirismo, no le brotan los versos con ligereza y convicción. El ritmo resulta desde luego auténtico, las cosas parecen como susurradas al pasear. También encontramos ya en la primera página con regocijo al viejo conocido oficinista, cuya primera estrofa apareció en «Fritz Kocher»:

La luna nos contempla,

me ve como pobre oficinista,

suspirando bajo la mirada severa,

de mi jefe,

apurado me rasco el cuello.

En su ingenuidad desenvuelta o pose ingenua tan walseriana estos versos son divertidos y simpáticos.

Acaba de salir el nuevo libro de Walser, «Jakob von Gunten». Nos trae la vieja historia, Jakob es Kocher, es Tanner, es el ayudante Marti, es Robert Walser. Y también el tono es el mismo. De nuevo esa alegría astuta de poder contemplar el mundo reflejándolo, y sentir al mismo tiempo lo innecesario y lujoso de esa actividad. Y de nuevo ese auténtico asombro de poeta por la manera tan especial con que el mundo nos contempla, por lo variada y elocuente que es su expresión, y cómo en la propia persona convive tranquilamente lo bonancible y natural, y lo terrible y demencial. Todo lo que en los libros anteriores sonaba más bonito y amable, se ha vuelto más profundo y acerbo, las personas nos miran deformadas y, sin embargo, terriblemente reales como en fotos tomadas demasiado cerca, donde cada pliegue y arruga de un movimiento involuntario, momentáneo, aparecen terriblemente profundos, firmes y significativos. La forma de diario corresponde a la necesidad de confesión del poeta, que en la repetición y en el rodeo casi criminal de puntos oscuros en su propia persona, recuerda a menudo a Knut Hamsun.

Walser posee la originalidad de la expresión y la manera generosa de presentarse, lo que habría que darse por supuesto en un escritor, y además trata el lenguaje con respeto como un amigo apreciado, pero de confianza y a pesar de su insolente despreocupación será imposible pasarlo por alto aún mucho tiempo. Podemos amarlo, podemos reírnos de él, irritarnos y reconciliarnos con él; ¿con cuántos de nuestros poetas famosos podemos hacerlo?

(1909)

«Poetenleben»
(«Vida de poetas»)

Existe un pequeño libro antiguo que se llama «Aus dem Leben eines Taugenichts» de Eichendorff. Los historiadores de la literatura que durante algunas décadas lo elogiaron y luego despreciaron al mismo tiempo, reconocen hoy con reservas que es en el fondo un libro muy bonito. Los jóvenes «siguen leyendo todavía» (como dicen los editores de las ediciones nuevas) el librito con entusiasmo y lo llevan en el bolsillo de la chaqueta cuando van de viaje. Algunos profesores de instituto hablan con simpatía de esta pequeña obra encantadora, algunos críticos la defienden, algunos ensayistas encuentran palabras emocionadas cuando hablan de ella.

No se ha dicho aún en ninguna parte que este «Taugenichts» es una de las pocas joyitas de la literatura universal, uno de los frutos más maduros, delicados y deliciosos del árbol de la humanidad y, sin embargo, es así.

De modo que cuando digo de un poeta y de su libro que sus palabras me recuerdan a veces a Eichendorff y al «Taugenichts» significa mucho, muchísimo. Pero como constantemente surgen los malentendidos, mis palabras pueden suscitar ideas erróneas. Así que cuando comparo el delicioso librito «Poetenleben» de Robert Walser con el «Taugenichts», no quiero decir que Robert Walser sea un romántico o un «neorromántico» ni que emplee con talento y fortuna viejas recetas poéticas. Sencillamente quiero decir que este Robert Walser que ha interpretado ya encantadoras músicas de cámara tiene en este nuevo librito un sonido aún más puro, más dulce, más etéreo que en los anteriores. Si poetas como Walser perteneciesen a los «espíritus dirigentes», no habría guerras. Si tuviese cien mil lectores, el mundo sería mejor. Éste, sea como fuere, está justificado por el hecho de que en él hay hombres como Walser y cosas bonitas y queridas como su «Poetenleben».

(1917)

«Der Gehülfe»
(«El ayudante»)

Volver a leer ahora una obra que nos entusiasmó hace treinta años, hoy que el mundo se ha transformado tan profundamente, constituye una experiencia singular; de las novelas famosas entonces no hay muchas que resistan esta prueba. El «Gehülfe» de Walser la resiste maravillosamente. Aunque llena de atmósfera de principio de siglo, esta narración nos vuelve a con quistar inmediatamente por su gracia intemporal, por la magia delicada y lúdica con que traslada lo cotidiano a la esfera de la inspiración y del misterio, y hoy vemos con mucha más claridad que hace treinta años que no son en absoluto los problemas y su comprensión lo que nos ha gustado en esta obra, sino su atmósfera, su sustancia poética, su intemporalidad y juego y su fábula.

El «Gehülfe» es un hombre joven, Josef Marti, que viene de la gran ciudad y probablemente de haber pasado miseria, y consigue un puesto de trabajo en el campo; el lugar se llama Bärenswil y recuerda a Wädenswil o a cualquier otro lugar del lago de Zurich. El joven ha sido contratado por un ingeniero llamado Tobler, un hombre empleado antes en una fábrica pero que ahora, como inventor de un «reloj publicitario», de una máquina taladradora, de un distribuidor automático de cartuchos, y de otras novedades ingeniosas trata de hacer fortuna. Es primavera y acompañamos al ayudante hasta el invierno, hasta el momento en que deja su puesto de trabajo y abandona la casa Tobler, y al mismo tiempo vivimos el curso del año en el bello paisaje del lago, y un año en el destino de la familia Tobler, que en primavera llevaba aún un tren de vida espléndido y señorial, pero que cada vez está más acosada por las letras, las órdenes de pago, las preocupaciones y los desvelos. El ayudante pasa ese año en medio de una casa en plena disolución, de un «negocio» y una familia cada vez más enredados y destartalados, y lo encantador y simpático de este ayudante y de este poeta Walser es que en toda la decadencia, preocupación, mentira y falsedad de esta casa y de esta vida brilla por todas partes una luz, nos alegra siempre un sonido, un color. El ayudante no recibe su sueldo que se le queda a deber, pero sí tiene su pan, y el pan no es escaso ni triste, sino abundante y alegre, se come bien y a gusto en casa de los Tobler, en la oficina el ayudante puede fumar sus puritos durante el trabajo, y al anochecer todos se reúnen, beben un vaso de vino y juegan a las cartas; el primero de agosto se celebra por todo lo alto y la tozuda fanfarronería del señor Tobler, que cuando el agua le llega al cuello manda construir una ostentosa gruta artificial en el jardín para dar una lección a los habitantes de Bärenswil, es por completo ingenua.

El «Gehülfe», como toda la obra de Walser, no está exento de juego; a Walser le gustan las cosas bien dichas, escritas caligráficamente, hay dibujos suyos que recuerdan en su pulcritud, su alegría y gracia juguetona la artesanía japonesa. Ese juego, ese contentarse con lo estético, hasta donde lo ético se vuelve problemático, no es sólo un cómodo distanciarse de lo moral, sino una renuncia modesta y cariñosa a juicios y sermones. Detrás de una apariencia de juego aparecen aquí y allá no ya el esteticismo juguetón sino el esteticismo auténtico, la actitud que dice sí a toda la vida, porque como espectáculo es grandiosa y hermosa en cuanto se contempla desapasionadamente.

Este libro inolvidable está escrito en un idioma singular empleado con gran seguridad y arte. Ningún otro suizo de la generación de Walser ha escrito un alemán tan bello y de un espíritu tan suizo. El lenguaje es el gran amor de Walser, un amor que él reconoce e ironiza a veces, escribe por gusto al idioma, un músico puro, y eso da a cada una de sus obras el encanto de un arte reconvertido casi en naturaleza, de un virtuosismo empleado casi de manera infantil e ingenua. Sin duda nuestro tiempo es más sensible a este encanto que aquel de 1900 en el que fue escrito el libro. Una razón más para que los amigos del poeta estemos agradecidos y orgullosos de él.

(1936)

«Grosse kleine Welt»
(«Gran pequeño mundo»)

Hace aproximadamente treinta años hubo un tiempo en que la literatura alemana recibió de Suiza una nota nueva y muy sugestiva; casi al mismo tiempo que el «Tristán» de Thomas Mann se publicó la primera novela de Albert Steffen; la novela de C. A. Bernoullis sobre la guerra autonomista del Sonderbund aparecía en el mismo catálogo editorial que «Peter Camenzind», y las primeras publicaciones de Bruno Frank, Wilhelm Speyer, Stefan Zweig se codeaban con los primeros libros de Walser y Schaffner. Entre estos jóvenes suizos llamaba la atención, junto a Steffen, sobre todo Robert Walser. Era una alegría muy especial leer sus obras, resultaban tan nuevas, tan peculiares, tan elegantes, unas veces alegres, otras tímidas, conmovedoras, irónicas, y eran libros tan bonitos y agradables, también externamente con las bellas cubiertas coloridas de Karl Walser, el hermano del escritor. Algunos años después de los «Aufsätze Fritz Kochers» con los que había empezado Walser, y de su primera novela, se publicó también aquel libro exótico y encantador de poemas con grabados de su hermano; a través de los traslados, las bancarrotas y conmociones de los últimos años los he conservado y no regalaría tampoco ninguno.

Walser es uno de los escritores que han aportado a la literatura alemana colores y matices de la sintaxis suiza pues muchos de sus giros y frases son inconfundiblemente suizos, algunos inconfundiblemente berneses. Este escritor singular estimado desde el principio por los compañeros del gremio no se presentó como auténtico confederado y robusto artista nacional sino que a pesar de lo suizo que era, destacó precisamente por lo contrario de lo que normalmente parecía formar parte de las propiedades características del suizo alemán y sobre todo mostró desde el principio un enamoramiento mágico por el idioma y en pocos años se convirtió entre el «Fritz Kocher» y los «Geschwister Tanner» en maestro de la prosa alemana más elegante y delicada que se escribía entonces, y hasta hoy no ha sido superado, ni ha envejecido lo más mínimo. Cierto que la gracia de estas piezas en prosa pequeña, gráciles, aparentemente ingrávidas, sólo podía ser lograda por un hombre que iba por el mundo con un equipaje ligero, al que no interesaban demasiado ni los problemas políticos ni los sicológicos de su época, que no quería despertar, ni convertir, ni aleccionar y de hecho existe una serie de pequeñas prosas de Walser que son de las más bonitas, en las que el contenido, que al principio parecía estar presente o al menos anunciado, se perdía y esfumaba totalmente bajo una filigrana graciosa de divertimientos lingüísticos. Eso fue también lo que impidió que muchos de sus compatriotas se entusiasmaran por este autor. No se percataban de que en medio de estos juegos artístico-literarios se encontraban por todas partes, casi en cada página, visiones poéticas auténticas, que este ocioso y frívolo era un auténtico poeta, a menudo caprichoso y soñador, pero que a menudo también mostraba con un gesto único inolvidable, premonitorio, la belleza del mundo, la emoción de la naturaleza, la pena y la gloria del hombre.

En total su patria no le ha hecho hasta hoy justicia. Nunca se quejó, siguió tranquilamente su camino, sin darse importancia, un camino difícil, iniciado con el paso despreocupado, juvenil del caminante alegre que más tarde le condujo a través de algunos infiernos bien caldeados.

Sería realmente cosa del diablo si no llegara el momento en que este poeta fuera no sólo querido por lectores aislados, ensalzado por los conocedores, sino también reconocido en su valor por sus compatriotas. La culpa no ha sido de la crítica, Walser fue conocido y apreciado pronto, también en Suiza. Pero fue demasiado un poeta de los «cultos», de las damas burguesas acomodadas, de las gentes de buen gusto. Sus posibilidades no se agotan ahí.

(1937)