Rainer Maria Rilke
1875-1926

La muerte de Rilke fue para la pequeña comunidad de la literatura alemana el ocaso de una estrella, una de las pocas que quedaban en el turbio cielo de este tiempo.

Ahora que se publican sus obras completas, el lector vive con alegría y tristeza al hojearlas por primera vez un reencuentro fantasmagórico; abre tomo tras tomo, y vuelve a encontrar todos los estadios y las etapas en los que ha conocido, amado y acompañado a este poeta a través de las décadas, a menudo sin distinguir si se trataba de etapas y evoluciones en la propia vida (del lector) o en la vida del poeta. Con frecuencia Rilke parecía cambiar para aquellos que lo leían desde hacía tiempo, parecía mudarse de piel, a veces disfrazarse. Ahora la edición completa muestra una imagen sorprendentemente unitaria, la lealtad del poeta a su propio ser es mucho más grande, la energía mucho más fuerte que lo que llamábamos en su día capacidad de transformación o incluso volubilidad.

Tomamos tomo tras tomo, hojeamos, susurramos las palabras iniciales de poemas amados, buscamos algunos poemas favoritos y nos perdemos de nuevo en su bosque amplio y luminoso. Y en cada tomo encontramos cosas eternas, auténticas, tanto entre los primeros poemas indecisos, como entre los más tardíos. En el primer tomo reencontramos aquella dulce música que hace treinta años nos cautivó tan suave y profundamente, aquellos versos silenciosos, sencillos, llenos de alma asombrada y tímida, aquellos versos como:

Me conmueve tanto

la canción del pueblo bohemio,

cuando entra suavemente en el corazón,

y lo apesadumbra.

Y las canciones del «Advent» («Adviento»). En el segundo tomo, en el «Buch der Bilder» («Libro de las imágenes») recordamos la fuerte impresión de ánimo y fuerza creativa que nos hizo este libro y permanecemos mucho tiempo con el «Stundenbuch» («Libro de horas») que en su día fue nuestro favorito y el de nuestras amigas. En el tercer tomo, el último de poemas, late la devoción clásica de los «Neue Gedichte» («Poemas nuevos») que alcanza la cumbre de la obra en la «Duineser Elegien» («Elegías de Duino»). Curioso, este camino desde el sonido juvenil popular, bohemio hasta aquí y hasta los «Sonette an Orpheus» («Sonetos a Orfeo»), curioso cómo este poeta comienza tan consecuente con lo más sencillo y desciende con la creciente maestría de la forma más y más a los problemas. Y en cada peldaño logra cada vez el milagro, su persona delicada, dubitativa, necesitada de cuidados, se extasía y es penetrada por la música del mundo, se convierte como la pila de la fuente en instrumento y oído al mismo tiempo. Los dos tomos siguientes contienen los escritos en prosa, entre ellos el querido e inolvidable «Malte Laurids Brigge». Y pensar que este Brigge existe ya desde hace veinte años, desde luego no del todo desconocido, pero sí en la sombra, mientras que entre tanto pasaron de largo docenas de éxitos efímeros, rápidamente florecidos, rápidamente agostados de nuestra prosa tan fugaz y de mala raza. «Malte Laurids Brigge» de Rilke impresiona como el primer día.

El último tomo contiene las traducciones y aquí florecen una vez más todas las grandes virtudes de este poeta: la maestría de la forma, el instinto seguro en la elección y la fidelidad en perseguir la última comprensión. En él figuran joyas como la traducción de «Le centaure» («El centauro») de Guérin, «Le retour de l’enfant prodigue» («El regreso del hijo pródigo») de André Gide y los poemas de Paul Valéry, y uno piensa cómo su amor a París y la lengua francesa, junto con el sufrimiento ante la decadencia del idioma alemán y la superficialidad lingüística alemana indujo incluso al poeta en los últimos años a cortejar al idioma amado y a escribir poemas franceses.

(1928)

Cuando hace unos meses murió el poeta Rilke, pudo verse claramente por la actitud del mundo intelectual —en parte por su silencio, en parte más aún por sus declaraciones— cómo en nuestro tiempo el poeta, la expresión más pura del hombre espiritual, está relegado entre el mundo de las máquinas y el mundo del trajín intelectual, a un espacio sin aire y condenado a la asfixia.

No tenemos derecho a acusar a este tiempo por ello. No es un tiempo peor ni mejor que otros. Es un cielo para el que comparte sus objetivos, y un infierno para el que se opone a ellos. El poeta, si quiere ser fiel a su origen y su vocación, no puede unirse ni entregarse al mundo triunfalista de la dominación de la vida por la industria y la organización, ni al mundo de la espiritualidad racionalizada que domina nuestras universidades, sino que ha de tener como único deber y única misión ser siervo, caballero y defensor del alma y se ve condenado en el momento actual a una soledad y un sufrimiento que no son del gusto de todo el mundo. Todos nos rebelamos contra el sufrimiento, a todos nos gusta tener un poco de dicha y calor y vernos comprendidos y confirmados por los que nos rodean. Y así vemos que la mayoría de los poetas actuales (su número es de todos modos pequeño) se adapta de algún modo al tiempo y a su espíritu, y precisamente estos poetas cosechan éxitos en la superficie. Otros enmudecen y sucumben callados en el espacio vacío de este infierno.

Pero otros —a ellos pertenece Rilke— asumen el sufrimiento, se someten al destino y no se rebelan cuando ven que la corona que otros tiempos reservaban al poeta se ha convertido hoy en corona de espinas. Mi amor está con estos poetas, los admiro, y quisiera ser su hermano. Sufrimos, pero no para protestar y denostar. Nos ahogamos en el irrespirable aire del mundo de las máquinas y de la miseria bárbara que nos rodea, pero no nos separamos del conjunto, asumimos este sufrimiento y esta asfixia como nuestra parte en el destino del mundo, como nuestra misión y nuestra prueba. No creemos en ningún ideal de este tiempo, ni en el de los dictadores, ni en el de los bolcheviques, ni en el de los profesores, ni en el de los fabricantes. Pero creemos que el hombre es inmortal y que su imagen puede resurgir de cada desfiguración y salir purificado de cualquier infierno. Creemos en el alma, cuyos derechos y necesidades por mucho y duramente que estén reprimidos, no pueden morir nunca. No tratamos de explicar ni mejorar, ni aleccionar nuestro tiempo, sino que descubriendo nuestro propio sufrimiento y nuestros propios sueños, tratamos de abrirle una y otra vez el mundo de las imágenes, el mundo del alma, el mundo de la experiencia. Los sueños son en parte terribles pesadillas, las imágenes terribles imágenes de espanto, no debemos embellecerlas, no debemos omitir nada. No debemos ocultar que el alma de la humanidad está en peligro y cerca del abismo. Pero tampoco debemos ocultar que creemos en su inmortalidad.

(1927)

Cartas de los años 1907-1914

No es una casualidad, aunque a veces pueda parecerlo, ni tampoco un problema meramente estético, que la figura del poeta Rilke haya alcanzado semejante importancia en nuestro tiempo, que no sólo una comunidad de lectores leales ame y admire sus obras, sino que también la figura y la vida de Rilke, sus cartas, su legado, sus recuerdos se tomen tan en serio y se coleccionen y cuiden con tanto respeto. Cierto que en Rilke y su atmósfera hay también una pequeña dosis de esnobismo, y que hay mucho esnobismo en la clase de admiración de que disfruta en ciertos círculos. Pero esto es superficial, y eso que podríamos llamar el culto a Rilke no es sostenido en absoluto por todas aquellas damas de la mejor sociedad, para las que fue una cuestión de honor admirar a este poeta, protegerlo y coleccionar piadosamente sus bellas y a menudo halagadoras cartas. El fenómeno Rilke no tiene nada que ver con eso. Se trata de que en una época de violencia y de adoración brutal del poder, un poeta se convierte en favorito, incluso en profeta y modelo de una élite espiritual, un poeta cuya esencia parece ser la debilidad, la delicadeza, la entrega y la humildad, pero que de su debilidad hizo un estímulo hacia la grandeza, de su delicadeza una fuerza, de su incertidumbre síquica y de su angustia vital un ascetismo heroico. Y por eso las cartas de Rilke, su vida personal y su leyenda pertenecen en tan gran medida a su obra, porque en su esencia es tan típico del aspecto desamparado, apátrida, desarraigado, amenazado, incluso suicida del hombre intelectual de nuestro tiempo. No vence porque fue más fuerte, sino porque fue más débil que la mayoría, el carácter enfermo y amenazado de su naturaleza movilizó y fortaleció poderosamente en él las fuerzas salvadoras, conjuradoras y mágicas. Y así se ha convertido en una imagen, un modelo querido y consolador del intelectual y artista que no rehuye el sufrimiento, que no se aleja ni reniega de su tiempo ni de sus angustias, de sus propias debilidades ni peligros, sino que a través de ellos conquista como un ser paciente su fe, su posibilidad de vivir, su victoria. Como poeta este camino le condujo a una forma nueva, padecida, conquistada, a menudo vibrante de esfuerzo. Como persona su destino le hizo humilde y bondadoso y con toda la razón sus adeptos consideran sus numerosas y magníficas cartas una parte imprescindible e importante de su obra.

El nuevo volumen de cartas comprende los años cuya experiencia y resultado más destacados fue «Malte Laurids Brigge». En torno a este centro late todo el libro. Pero al mismo tiempo abundan por doquier pequeños regalos y joyas… Descripciones (de cuadros, casas, jardines) de extraordinaria maestría, o la página escrita a Brandes sobre la «La porte étroite» de André Gide.

El opúsculo «Über Gott» («Sobre Dios») reúne dos cartas, una real del tiempo de la guerra y una imaginaria, literaria de sus últimos años: cada una constituye un credo.

(1933)