Algunas consideraciones sobre Giovanni Boccaccio como autor del Decamerón
Como Petrarca, también Boccaccio debe a la opinión unilateral según la cual el Renacimiento italiano es un «resucitar de la Antigüedad clásica» la algo dudosa fama histórico-erudita de ser un precursor de este resucitar, pues leyó y coleccionó a los autores romanos con entusiasmo y adquirió algunos méritos, por cierto no demasiado grandes en la restitución y el cultivo de la lectura de los filósofos griegos. El propio Boccaccio estaba orgulloso de sus trabajos filológico-históricos, mientras que parecía estimar en poco su «Decamerón» e incluso hubiera renegado de él en sus últimos años. Y la ciencia que se ha interesado hasta épocas recientes mucho por sus obras en latín ha evitado a menudo con recelo su «Decamerón».
Podría pensarse que el florentino tuvo razón finalmente al preferir sus numerosos escritos en latín al libro que es en realidad su obra principal, y uno de los libros más importantes y valiosos del siglo XIV. Afortunadamente la conservación y la fama de obras literarias extraordinarias no han dependido nunca de juicios eruditos y gracias a Dios se ha conservado siempre espontáneamente lo que es bueno y capaz de vivir, mientras que la afanosa galvanización de celebridades muertas ha tenido raramente o nunca éxito.
Así hace mucho tiempo que ha desaparecido casi por completo de la escena la totalidad de los escritos eruditos y las obras juveniles de Boccaccio y para nosotros pertenecen hoy a la morralla o en el mejor de los casos, a las obras curiosas, mientras que su maravilloso libro de novelas cortas sigue siendo leído por millares y sigue actuando con toda su vieja riqueza, fuerza y frescura. Y quien considere que el concepto de Renacimiento no es una abstracción erudita, sino la imagen viva de la cultura ciudadana de Italia de los siglos XV y XVI, podrá prescindir acaso de la «genealogía Deorum» o de la «clarae mulieres», pero nunca del inmortal «Decamerón».
Parece innecesario extenderse sobre la naturaleza y el carácter del famoso libro. Todo el mundo lo conoce, al menos por su nombre, y todo el mundo sabe que dentro del marco de un sencillo relato, contiene una colección de cien novelas cortas cuyos temas eran (hacia 1350) especialmente populares en la sociedad y el pueblo de Italia. También es sabido que este delicioso libro goza ya desde hace siglos de mala fama por su tono libre y a veces rudo. A esta mala reputación debe sobre todo sus grandes éxitos, su enorme difusión por toda Europa; pues sin ésta no se le hubiese ocurrido jamás a nadie difamar tan sistemáticamente una obra cuyas obscenidades más rudas superan ampliamente numerosos productos de la literatura contemporánea de todos los países (especialmente de Alemania y de Francia). La represión y persecución del «Decamerón» que, sobre todo, parte del clero, no se dirigía, por cierto, en su tiempo en primer lugar contra la rudeza y expresividad sensual de sus novelas cortas, sino contra la franqueza descarada con que Boccaccio solía hablar de la vida y del carácter de los clérigos de su época. Así es por ejemplo divertido ver en qué sentido eran redactadas en los siglos XV y XVI las numerosas ediciones del «Decamerón» mal corregidas por censores eclesiásticos. Una novela corta, por ejemplo, en la que se cuenta cómo un ciudadano o un noble seduce a una mujer o es engañado por su propia esposa no sufre cambio alguno, pero donde clérigos y fratres realizan faenas semejantes y poco delicadas, no se suprime la novelita o se suaviza su expresión in majorem ecclesiae gloriam, sino que se transforma sencillamente al clérigo en caballero, al frate en conde, a la monja en muchacha burguesa, y entonces todo está bien y correcto.
Pero de eso no vamos a hablar aquí. De las innumerables preguntas que tienen que asaltar a cada lector atento del «Decamerón», elegiremos esta vez solamente una: ¿en qué medida el autor de esta famosísima colección de novelas cortas es autor creador espontaneo e inventor, y cuánto ha dado de su vida y carácter personal al libro?
Desde el punto de vista del contenido las cien novelas cortas del Decamerón contienen probablemente poco o casi nada libremente inventado por Giovanni Boccaccio. Están constituidas por anécdotas, fábulas, bufonadas, frases ingeniosas, vidas singulares y otras pequeñas historias, que procedentes de todos los países y siglos, pertenecían al patrimonio del pueblo y de las cortes, y que fueron recontadas por el coleccionista, en parte siguiendo la tradición oral, en parte siguiendo fuentes manuscritas más antiguas. Muchas de ellas se encuentran en libros de cuentos orientales, en los fabliaux franceses y en otros sitios. Pero en cuanto no contemplamos los temas sino la forma en que están escritos, el libro se revela como obra literaria perfectamente independiente y personal, al unir el coleccionista y autor la multicolor masa de temas en un obra homogénea en espíritu y expresión. El poderoso instrumento que hizo posible esta fusión y recreación de viejos tesoros, fue el lenguaje de Boccaccio. La extensa obra habla desde el prólogo hasta la última palabra de la última novela el mismo lenguaje vivo, elegante y fresco cuyo encanto entusiasma y fascina a todos los lectores. Ya se entregue a grandes y sonoros discursos, ya relate con sencillez y aparente descuido, o juegue consigo mismo en giros graciosos y traviesos, siempre posee la misma frescura, pureza y movilidad borboteante, nunca es débil, marchito, sino en cada instante elástico, juvenil, y a pesar de toda su delicadeza, recio y original. En muchos pasajes no puede ignorarse que el autor es conscientemente un discípulo de los clásicos latinos, especialmente de Cicerón; así le gustan, por ejemplo, los períodos bien construidos, largos, estructurados, y a menudo, casi coquetamente entrelazados. Pero si Cicerón fue su modelo para la tectónica de sus frases, para el lenguaje mismo Boccaccio recogió las palabras e imágenes directamente de la «lingua parlata viva» de la sociedad, de las callejuelas, y de los mercados. Y a esto se unió su innata y genial sensibilidad, esa cualidad que convierte a su autor en poeta: el ritmo secreto, la libertad personal y soberana frente a la conveniencia y pedantería, la inspiración y matización de las palabras, las innovaciones certeras, el estilo hermoso y seguro que descansa en sí mismo a pesar de toda su diversidad.
Junto al lenguaje está la forma que quita aquí a un trabajo de coleccionista su aspecto inorgánico y casual y hace de él una obra nueva y homogénea. No es el propio Boccaccio el que nos cuenta las cien novelas. Se las deja contar a diez jóvenes de Florencia —siete muchachas y tres muchachos— que fugitivos de la ciudad agonizante durante la gran peste del año 1348, pasan algún tiempo juntos en el campo, y como pasatiempo predilecto se dedican a contarse historias bellas e ingeniosas. Todos los días es elegido rey uno del grupo que se ocupa del entretenimiento de los demás y establece también el tema general para las novelas que deben contarse ese día. Ya este enmarcamiento, esta ordenación del material heterogéneo están realizados magistralmente, y tanto como idilio delicado y estilizado por su lenguaje y su atmósfera, como en calidad de descripción auténtica de la vida florentina en el campo y en la sociedad del «trecento», tiene su importancia independiente y extraordinaria. Además cada novela gana mucho en color y encanto por el hecho de ser contada por una persona determinada y en un contexto determinado.
Interrupciones en las que el grupo conversa por ejemplo sobre la última historia contada, bromas, chistes y canciones rompen la rueda de los relatos de una manera vivificante y elegante pero sin proliferar demasiado ni molestar.
Tanto en el detalle de la historia enmarcadora, como en la composición genial, el «Decamerón» demuestra ser la obra maestra de un poeta genial, aunque la multitud de sus temas haya sido traída por todos los vientos. Es natural preguntarse si el poeta dejó junto a la concepción, ordenación y lenguaje huellas particulares de su personalidad, de su vida y de sus estados de ánimo en el «Decamerón».
Antiguamente se discutía mucho si toda la historia de la alegre estancia en el campo de los diez jóvenes era una pura invención, o si sus personajes eran quizá retratos. Entre Florencia y San Domenico se muestra al viajero la villa Palmieri, situada sobre un monte sobre el valle Mugnone, como supuesto escenario de aquel idilio. Sin embargo, por seductor que sería conocer realmente ese escenario, y aunque Boccaccio describe con seriedad y de manera verosímil como un hecho real la excursión de los que huyen de la peste, poco se puede determinar sobre ello. Porque el autor evita cautamente dibujar un lugar reconocible cerca de Florencia. Lo que dice sobre el emplazamiento y el paisaje de su «villa», es aplicable a cualquier casa de campo cercana a Florencia, y no permite extraer conclusiones concretas.
También es seguro que Boccaccio no estuvo en Florencia durante la época de la peste. Su famosa y detallada descripción de la «pestilenza mortífera» no pierde por ello el valor de un testimonio auténtico, porque en Nápoles, donde vivió el autor probablemente en el año 1348, la plaga venida de Oriente, causó no menos estragos. Si creemos reconocer al propio Boccaccio en uno de aquellos tres jóvenes florentinos que acompañaron al campo a las siete muchachas, la suposición de que se trata de un suceso real pierde mucha verosimilitud. Es natural querer ver en el joven Dioneo, que es rey el séptimo día, rasgos del poeta. No sólo está dibujado este Dioneo con mucho más amor y esmero, y está provisto de muchos más rasgos individuales que todos los demás personajes del grupo, sino que interpreta también el papel del guasón, conversador y animador que el propio Boccaccio adoptó como escritor del «Decamerón», y que asume expresamente en el prólogo. Pero además, por vagas que sean aquí también las alusiones, parece haber pensado en Dioneo como amante de Fiametta, la reina del quinto día, y con ello se habrían disipado muchas dudas. Pues sabemos con bastante seguridad a quién debemos imaginarnos bajo esta Fiametta.
El hecho de que una de las gentiles narradoras del «Decamerón» lleve este nombre, se remonta a una de las más profundas experiencias juveniles del autor. Boccaccio pasó en Nápoles la mayor y más importante parte de su juventud. Contra su afición y talento estaba destinado por su padre a ser comerciante, y como comerciante llegó después de largos años de aprendizaje florentinos a Nápoles, donde cambió pronto de carrera iniciando el estudio del derecho canónico, en el que desde luego no llegó nunca muy lejos. Introducido por su influyente compatriota Niccolo Acciajuoli en la opulenta corte napolitana, se enamoró de María, hija natural del rey Roberto, a la que vio por primera vez en una misa de Pascua en San Lorenzo (1334— ¿?). Oficialmente era condesa de Aquino, y estaba casada con un cortesano distinguido. El amor correspondido del joven poeta ocupó todo su tiempo napolitano, y es el tema central de casi todas sus obras juveniles. Celebraba a su distinguida amada, cuyo nombre no podía pronunciar por supuesto públicamente, siempre bajo el nombre de Fiametta y «Fiametta» es también el título de una de sus novelas escritas antes del «novellino». A este amor rico en experiencias alegres y amargas erigió Boccaccio un último monumento al dar el nombre de su amada a una de las jóvenes damas del «Decamerón», cuya belleza y naturaleza amable alaba con hermosas palabras (al final de la cuarta jornada). Aunque cuando escribió esto su relación con María ya estaba deshecha y la antigua pasión apagada, su recuerdo seguía siendo el más fuerte de su vida. Este tardío homenaje pudo ser un último, melancólico y reconciliante adiós, porque, al parecer, aquella María-Fiametta murió en Nápoles durante el año de la peste.
El que quiera seguir este hilo, encontrará en pequeños rasgos y alusiones, algunas huellas de aquella experiencia en esta obra mantenida en un tono tan aparentemente impersonal. Datos importantes sobre el carácter, las aficiones y opiniones del poeta proporcionan también sus prólogos, cuyo tono galante y delicadamente divertido es roto a menudo por una seriedad inconfundible. Las descripciones de aquella estancia en el campo cerca de Florencia son un buen espejo de su manera de vivir y de ver y disfrutar la naturaleza. Por mucho que en ocasiones recuerden el estilo de los idílicos romanos y algunas cartas de Plinio, son evidentes un fino aroma personal sobre estos encantadores cuadros de la naturaleza, y a veces un sentimiento de la naturaleza casi moderno. La tercera jornada del «Decamerón» comienza con una descripción del hermoso lugar de recreo que la creencia popular identifica hoy con la «Villa Palmieri» y sus alrededores. Sobre todo el jardín contiguo al palacio está descrito con amor y entusiasmo hasta el último detalle: los caminos bordeados de rosas y jazmín, la pradera rodeada de limoneros y naranjos cuya hierba es verde oscuro (quasinera parea) y está salpicada de flores de colores, la fuente, los canales, los pájaros en las ramas y en los aires. Todo esto está descrito con un sentimiento entusiasta por la belleza de la naturaleza para el que la pintura de aquel tiempo no poseía aún medios de expresión suficientes. Y no hay que olvidar el perfume de los limoneros y el fino aroma, dulce, aromático de la flor de la vid que inunda deliciosamente todo el jardín. Quien en un hermoso día del principio del verano haya hecho alguna vez un alto en el valle del Mugnone, del Greve o del Elsa no puede imaginar una descripción más encantadora y etérea de ese paisaje de jardín fértil y rico, y no hay nada más delicioso que leerla allí a la sombra de los limoneros y cipreses, entre los vergeles y las praderas de las colinas toscanas cubiertas de grandes y multicolores anémonas.
De esta manera la historia introductora y enmarcadora de los diez narradores y narradoras se presenta como una hermosa obra libre de Boccaccio, en la que no le importó entretejer en leve alusión estados de ánimo y recuerdos de su propia vida. Otra cosa son las cien novelas en sí, al menos el autor subraya en el extraño prólogo del cuarto día que había tratado de abstenerse de todos los cambios y que había relatado todas las historias «como habían sido», es decir, como las había oído de los narradores dignos de confianza. Sin embargo, no cabe duda de que dio aquí mucho de él mismo. Es posible que no hubiera cambiado nada o casi nada en el contenido objetivo de las historias, pero las embellece con descripciones, introduce discursos largos, las comienza o concluye con consideraciones generales que extrae de su propia experiencia y conocimiento de la vida. En la narración oral cada historia adquiere un carácter anecdótico, no se demora en descripciones, no cita discursos largos, corre hacia el desenlace. Así había oído Boccaccio contar sus novelas. Pero cuando las escribió con tranquilidad, redondeándolas, relacionándolas bellamente y estilizándolas con cuidado, dejó necesariamente mucho de sí mismo mientras disfrutaba dándoles forma; desde luego no en perjuicio de las novelas.
Cuando se trata de negocios, viajes y aventuras de comerciantes florentinos, el autor debe seguramente, en gran parte, la precisión y la plasticidad de su relato a sus propias experiencias. Así en la décima novela del octavo día encontramos una descripción detallada de las costumbres y normas del tráfico portuario. Averiguamos cómo y dónde guarda y asegura sus mercancías el comerciante extranjero, cómo los asentadores se informan a través de los libros de contabilidad de la clase y del precio de las mercancías llegadas, cómo compran e intercambian, etc. Datos similares pueden encontrarse en muchas otras páginas del libro.
Con menos frecuencia y claridad se manifiestan las ideas y las experiencias políticas de Boccaccio. En las numerosas novelas que se desarrollan en la corte su republicanismo fanático sólo hubiese molestado. En cambio se percibe varias veces claramente su entusiasmo por los tiempos y los caracteres de la Roma antigua. Y lo que menos oculta es su menosprecio del clero. Llama desde luego la atención que le guste tanto contar historias donde sacerdotes, abades, monjes y monjas desempeñan un papel feo o ridículo. Claro que esta clase de anécdotas se debían contar por todas partes y con frecuencia, teniendo en cuenta la decadencia de las instituciones monásticas y del clero (era la época del exilio del papa en Avignon) y la creciente libertad de pensar y de vivir de las ciudades. No obstante, Boccaccio no se contenta con eso. Con evidente placer intercala en sus novelas y sus prólogos indignadas y detalladas acusaciones sobre todo contra los monjes (la más significativa es la séptima novela del tercer día).
Y sin embargo es precisamente una de las novelas sobre monjes (día 6, novela 10) donde conocemos al autor en su faceta más simpática. Es la regocijante historia del hermano Zipolla y su sermón de las reliquias, una perla del «Decamerón». No faltan a Boccaccio nunca el ingenio fogoso, o las ocurrencias agudas, chispeantes o burlescas, pero en este relato magistral alcanza la altura de un humor real, profundo y puro que en vano buscamos en los innumerables autores italianos de novelas posteriores. La manera con que el astuto monje mendicante que viaja con reliquias falsas, engaña a los que le habían engañado, cómo sabe salir de una situación muy apurada, cómo se alegra visiblemente, más de su propia astucia que del dinero conseguido con trampas, y cómo finalmente sale del delicado asunto reconocido como maleante pero impune y casi con una pequeña aureola diabólica, todo eso Boccaccio no lo pudo tomar ni de sus fuentes ni de Cicerón, eso lo extrajo de su más profundo ser. Por su gracia divertida, auténticamente toscana, esta novela fue siempre la favorita de los florentinos y hoy lo sigue siendo. Y cuando en 1570 se organizó una vez más bajo supervisión eclesiástica una edición «purificada» del Decamerón, es decir mutilada hasta ser irreconocible, los florentinos exigieron expresamente que al menos esta historia del hermano Zipolla quedase sin cambios en su antiguo texto original.
Una sola novela, quizás también basada en un modelo antiguo, representa, según varios testimonios, una experiencia del escritor. Es la séptima novela del octavo día: un estudiante es engañado e ignominiosamente burlado por una viuda de la que está enamorado, por lo cual se venga cruelmente de ella.
Sabemos de la boca del propio Boccaccio, que cuando tenía algo más de cuarenta años, se enamoró de una hermosa viuda. Ésta se mostró durante algún tiempo complaciente, aunque ya tenía otro amante más joven. Incitó al enamorado a una ardiente correspondencia, y a sus espaldas se burlaba no poco de él y de sus cartas con su joven amigo. Ésta fue la última aventura amorosa del poeta.
En la citada novela cuenta la historia de aquel estudiante al que la dama había dejado esperando en invierno toda una noche en un patio, en la nieve, expuesto al viento, mientras ella, habiendo cerrado las puertas se reía y burlaba dentro de la casa con su amante del admirador que estaba pasando frío. Pero el estudiante decidió vengarse a conciencia. Esperó a que llegase el verano y encontró la ocasión de atraer a la viuda sola a una torre lejos de la ciudad, para llevar a cabo con ella una supuesta conjuración mágica. Sin ropa ni lecho, sin comida ni bebida y sin ninguna protección contra el sol, la dejó después consumirse y tostarse encerrada en la plataforma de la torre durante todo un día muy caluroso, y estuvo a punto de sucumbir casi por el calor y las picaduras de los mosquitos.
Podría parecer que la cruel rudeza de esta innoble venganza habla en favor de que la historia es antigua y una invención de Boccaccio. Y si éste no hubiese escrito nada más después del «Decamerón», habría que sumarse decididamente a esta opinión. Pero desgraciadamente tenemos muchos motivos para suponer que a pesar de todo tiene en su conciencia esta odiosa escena, y que a través de ella quería expresar su impotente sed de venganza contra la bella y frívola viuda.
Porque fue el destino tragicómico de Boccaccio que él, que había dedicado su juventud a un amor apasionado, que en el «Decamerón» se titula admirador, amigo y siervo ardiente de las mujeres, y cuyas primeras obras no conocen apenas otro tema que el del amor a ellas, que ese mismo poeta tuviese que convertirse con los años en un detractor implacablemente hostil de las mujeres. Una primera y aislada manifestación de este desprecio la encontramos en aquella novela.
Aquella experiencia desilusionante con la viuda parece haberle dado el golpe definitivo. Y poco después escribió él, autor de tantos poemas y novelas de amor, su terrible «Corbaccio», uno de los libros más alevosos e infames que se hayan escrito contra las mujeres. Está plagado de los insultos más desmedidos y sucios. Pero con su tono bajo y odiosamente increpante, nos da también el derecho de reírnos de la tardía condena que hizo el autor de su obra maestra y de defender al joven Boccaccio frente al viejo.
Lo que faltaba después de esta grave transformación para que el autor renegase y se arrepintiese de su «Decamerón», lo consiguió en el año 1361, unos cinco años después de concluir el «Corbaccio», el monje cartujo Ciani. Aunque Boccaccio se había arrepentido de su antigua admiración por la mujer y se había retractado de sus himnos a las mujeres, seguía siendo todavía el malicioso satírico de sacerdotes y monjes. Pero entonces apareció el año 1361 en su casa aquel monje Giovachino Ciani, y éste logró —probablemente en contra de lo que él mismo podía esperar— engañar con un burdo y violento intento de conversión basado en una clara estafa, al listo, ingenioso y astuto pícaro y enemigo de los monjes. Boccaccio se asustó y creyó que su fin estaba cerca, pasó por el aro, y renunció definitivamente a su último y más grave vicio.
Afortunadamente todo esto sucedió ya hace más de quinientos años. El «Corbaccio» ha sido olvidado, nadie recuerda al monje Ciani, la imagen del Boccaccio viejo se ha desvanecido y está lejana. El «Decamerón» sin embargo y su autor, vir juvenis Boccatius Certaldensis, siguen siendo hoy tan jóvenes y florecientes y vivos como entonces, y el delicioso libro depara hoy a innumerables jóvenes y viejos no menos placer que en su día a los florentinos del trecento.
(1904)