Thomas Mann
1875-1955

«Tristan, sechs Novellen»
(«Tristan, seis novelas cortas»)

Casi podría creerse que Thomas Mann tiene la ambición de un prestidigitador. En los «Buddenbrooks» era el atleta que «trabajaba» impasible y seguro con el peso abrumador de un tema gigantesco, en «Tristán» se muestra como delicado malabarista, como un maestro de la bagatela. En el fondo ambos libros son muy afines, sólo que lo que aparece en «Tristán» como una pantomima fugaz, crece en los «Buddenbrooks» por la fuerza y la unidad del tema hasta convertirse en un gran gesto trágico. Su nuevo libro inducirá a más de uno a contemplarlo simplemente como el trabajo limpio de un artista muy refinado; parece casi coquetear con su propia gracia distanciada. Sin embargo, es más que una obrita maestra técnica. Las seis novelas cortas, de las que sólo una «Luischen» deja permanentemente insatisfecho, rozan en general el límite de lo burlesco y recuerdan a veces viejos e increíbles «songes drolatiques». Si se miran más de cerca, los monstruos no son monstruos, las caricaturas no son caricaturas, se trata solamente de la iluminación aparentemente casual, muy pensada y estudiada: en cuanto desplazamos un poco la linterna, reconocemos en la visión a nuestros amigos, hermanos, primos, vecinos, y a veces también rasgos familiares de nosotros mismos. Este descubrimiento nos da una sensación que es mitad susto, mitad alivio, mitad satisfacción y mitad desilusión, y en realidad ya fue ésa la tónica en los «Buddenbrooks». Hay días en los que contemplamos el mundo con una mezcla de crítica sobria y melancolía no confesada; en esos días las personas y las cosas nos muestran rostros como los pinta Thomas Mann, tan serios que dan risa y tan cómicos que hacen llorar. El que hace semejantes mezclas nunca es solamente un artista, sino que tiene que haber bebido ya profundamente de las copas de la insatisfacción y del deseo sin las que ningún artista se convierte en poeta. «Tristán» es un libro en el que pueden encontrarse cosas muy diversas y que se puede leer de muy distintas maneras, un libro exclusivamente para lectores literarios, para conocedores; para éstos pertenecerá a las cosas más delicadas que haya ofrecido el año que está terminando.

(1904)

Thomas Mann es quizás el único de nuestros «intelectuales» en las bellas letras en el que una gran capacidad narrativa está igualada por una inteligencia escéptica experta. Sus novelas cortas son menos narraciones que estudios de carácter, pero todas son, hasta en la palabra aislada, originales, concisas e infinitamente pensadas, un verdadero arte, sin falsedades, para sibaritas.

(1909)

«Königliche Hoheit»
(«Alteza real»)

Una nueva y extensa novela de Thomas Mann es en nuestra literatura sin duda un acontecimiento. Nadie espera desde luego sorpresas, de él, pues apenas ningún otro de nuestros escritores contemporáneos ha aparecido con su primer libro ya como autor consumado y nos ha dado desde el principio su imagen con todos los rasgos esenciales: la imagen de un hombre noble, inteligente, diferenciado, de un observador implacable, que domina con refinamiento su lengua y que al mismo tiempo casi se avergüenza de su maestría, de tal manera que tiende a la melancolía y como hombre inteligente y dispuesto a la defensa, también a la ironía. Todos estos rasgos aparecían ya en «Der Kleine Herr Friedemann» («El pequeño señor Friedemann») y se mostraban, desarrollados plena y armónicamente en consonancia asombrosa en los «Buddenbrooks».

«Königliche Hoheit», la nueva gran novela de Thomas Mann, no supone realmente ninguna sorpresa. Quizás signifique una especie de desilusión para aquellos que en estos años han estudiado repetidamente con satisfacción los «Buddenbrooks»; pues libros como éste no los escribe un maestro todos los años ni tampoco cada diez años. Aparte de algunas pequeñas singularidades y juegos los «Buddenbrooks» eran una obra de esas que con el paso del tiempo se pueden confundir con experiencias propias, así como pasa con algunas grandes creaciones de Balzac, Flaubert, Tolstoi, Bang. Son tan poco deliberadas, tan poco inventadas, tan naturales y convincentes como un trozo de naturaleza, ante ellas se pierde el punto de vista estético y uno se entrega como a la contemplación de un fenómeno natural. Comparada con ellas «Königliche Hoheit» es una novela, una novela en el buen sentido y en el malo, una invención y un trabajo artístico, algo premeditado que seguimos con interés, amor, admiración, pero no con aquella entrega absorta.

Quizás esto se deba a que en este nuevo libro se notan con más fuerza algunas peculiaridades molestas. Al faltar aquella fuerza que nos entusiasmó en los «Buddenbrooks», somos jueces más rigurosos y fríos, y nos maravillamos de que este gran artista tenga un rasgo tan nefasto y que toda su seguridad no le pueda salvar siempre de errores y faltas de gusto manifiestos. Suena casi ridículo: Thomas Mann y faltas de gusto y, sin embargo, así es.

Thomas Mann tiene la seguridad del gusto que se basa en la máxima cultura, pero no la seguridad sonámbula del genio ingenuo. Con esto está dicho todo: es un escritor, un escritor de talento y quizás grande, pero en la misma medida y quizás más, es un intelectual. Tiene el talento pero no la ingenuidad de un Balzac o incluso de un Dickens. Por eso siente también su gran talento más como una peculiaridad que lo aísla que como una distinción orgullosa. Por eso tiende a ironizar y desgarrar a veces la forma artística.

El escritor ingenuo, «puro», no piensa en absoluto en los lectores. El autor malo piensa en ellos, trata de gustarles, los adula. El intelectual desconfiado, o sea Thomas Mann, trata de mantener al lector a distancia, ironizándole, mostrándose aparentemente complaciente, brindándole facilidades y subterfugios. A estos pertenece la malévola y fea manía de dejar que cada personaje muestre siempre que aparece sus atributos estereotipados para que el lector diga: ¡ajá aquí está! Con tales bromas pesadas Thomas Mann sabe unas veces atraer y otras engañar al lector, incluso llega a hacer un juego infantil, y hasta pueril con nombres y máscaras como en las más viejas y funestas comedias. Presenta un doctor Überbein de tez verdosa y barba roja, una señorita Unschlitt (hija de un jabonero) de clavículas pronunciadas, y también el señor Schustermann con sus recortes de periódico y otras figuras parecidas que no son más que máscaras. Y cuando leemos uno de los estudios de la naturaleza increíblemente delicados de Mann, o una de sus brillantes frases sobre el arte, por ejemplo sobre música, no entendemos cómo puede abusar así de su arte.

Todo esto suena un poco mal humorado y represivo. Pero sólo porque apreciamos y admiramos a Thomas Mann tenemos que tomar en cuenta tan rigurosamente sus amaneramientos. Un autor más pequeño podría desde luego lucirse e imponer con estos trucos y jueguecitos que nos irritan en Mann. Pero a nosotros nos parece que un artista como él, que intelectualmente se encuentra tan por encima de todos los prejuicios y juicios, que sabe observar y crear con tanta pureza, tendría que prescindir en obras grandes, planteadas y emprendidas con todo rigor, de estas provocaciones al público, tan divertidas sin duda y tan satisfactorias en el fondo para él. Otorga así, naturalmente con intención, una especie de superioridad al lector corriente para ocultarle al mismo tiempo todo lo fino, serio y digno de decirse, porque esto lo expresa de una manera tan delicada y al margen que aquél no lo nota. También su lenguaje parece el de un buen periodista, y parece no tener otra intención que la de ser claro, preciso y, sin embargo, está tan lleno de picardía, ironía, nobleza y brillo discreto, que en la lectura recibimos constantemente finos estímulos y sorpresas.

El burgués puede leer estos libros y sentirse realmente entretenido (y más porque en esta nueva novela interviene una fábula muy novelesca) mientras se le escapa un efecto tras otro. Y uno que sí tiene el olfato para los efectos, los disfruta sólo a medias, y casi con mala conciencia porque a pesar de todo el ingenio y toda la gracia sólo tienen que ver externamente con el arte. Nos gustaría leer una vez un libro de Thomas Mann en el que no pensara en absoluto en los lectores, en el que no tratase de seducir ni de ironizar a nadie. Nunca obtendremos este libro, nuestro deseo es injusto pues aquel juego con el ratón forma parte de la naturaleza de Mann, pero quizás él, que parece aspirar a una cierta objetividad, se obligue alguna vez a objetivar aún un poco esa técnica demasiado subjetiva. Pues ese juego constante con el lector presupone pensar en él, y esto no es una premisa para lograr una obra de arte pura.

Mientras tanto disfrutemos con «Königliche Hoheit» y con todo lo que escribe este hombre admirable. Su obra más insignificante se hallará de todos modos muy por encima de lo habitual.

(1910)

«Leiden und Grösse der Meister»
(«Penas y grandeza de los maestros»)

Cada reencuentro con este espíritu elástico, pero enérgico, nos hace sentir que no sólo es un escritor brillante y un hombre muy inteligente e ingenioso, sino también un carácter leal, firme, que no defrauda, un hombre que se es fiel a sí mismo. Nunca quiso ser el genio antiburgués, no quiere darse importancia, no quiere derribar juicios de valores tradicionales, es un heredero e hijo agradecido y perfecto de la cultura burguesa alemana, de una cultura premoderna, menospreciada actualmente por una parte de la juventud, pero no obstante de aquella cultura que ha producido no sólo a Goethe, Humboldt, Schiller, Hölderlin, Keller, Storm y Fontane, sino también a Nietzsche y Marx. Podemos incluirlo y clasificarlo entre aquellos maestros cuyas «Penas y grandeza» él conoce e interpreta como hermano menor. Lo «burgués» en el sentido bello y digno, se expresa en Thomas Mann seguramente con especial pureza en los ensayos sobre Goethe, sobre Wagner y Storm. Un ensayo singularmente cautivador y válido es el dedicado a August v. Platen, probablemente tampoco improvisado sino fielmente elaborado y, sin embargo, parece como el rayo de una feliz idea. Por el ensayo sobre Wagner, Thomas Mann fue atacado y denunciado de una manera tan fea como necia en Munich por su antiguos colegas y amigos, los «intelectuales» locales, porque a pesar de su amor profundo y permanente, su comprensión del carácter problemático y patológico de este genio, llega un poco más lejos que el de los directores de orquesta. No comparto el profundo amor de Thomas Mann por Wagner, pero tengo que elogiar de manera muy especial este ensayo sobre él.

Para no apoyar la idea errónea que suelen difundir los enemigos de Mann quisiera decir aún una palabra sobre lo «burgués» en Thomas Mann. Es un burgués en el sentido positivo y noble pero desde luego no es un pequeño burgués. Los entusiastas jóvenes lo rechazan a veces por considerarlo demasiado sensato, demasiado intelectual e irónico, y olvidan por completo en qué medida este espíritu es también «genio», lo individualizado y amenazado que está, lo conocedor que es de las «penas» de los maestros, lo mucho que participa del heroísmo y del demonismo del que está poseído por su obra y se sacrifica a ella. Quien no haya descubierto esto a través de sus obras podría descubrirlo a través de muchas frases espléndidas y reveladoras de este ensayo.

(1935)