André Gide
1869-1951

Mi primer encuentro con escritos de André Gide tuvo lugar entre 1900 y 1910. Fue «La porte étroite» («La puerta estrecha») que con talante más bien hugonote, me recordó imperiosamente la atmósfera religiosa de mi niñez, que a mí que me hallaba en una controversia de muchos años con ella, me atrajo y me repelió. Luego vino «L’immoraliste» («El inmoralista») que me atrajo aún más. Este libro estaba dedicado a su amigo Henri Ghéon, uno de aquellos amigos íntimos cuya conversión le afectó más tarde dolorosamente. Y además había un tomo muy delgado, al que el traductor dejó su título francés: «Paludes», un librito muy singular, voluntarioso, rebelde, juvenil, preciosista, que me confundió y desorientó, ya fascinándome ya irritándome, y que en los años posteriores en los que me alejé de Gide y casi lo olvidé, actuó subterráneamente en mí. Mientras tanto había irrumpido con la guerra de 1914 la historia universal en mi pequeña existencia de literato, y había que hacer frente a nuevos problemas, terribles, mortíferos. Pero poco después de terminar la guerra, al principio de mi vida en el Tessino, apareció el libro de R. E. Curtius «Die literarischen Wegbereiter des neuen Frankreich» («Los precursores literarios de la nueva Francia»); su epílogo estaba fechado en noviembre de 1918, y como durante los años de guerra me había hecho amigo de Rolland y había conocido recientemente a Hugo Ball que estudiaba a Péguy y Léon Bloy, y simpatizaba activamente con los intentos de amistad entre los intelectuales de Francia y Alemania, la lectura de este hermoso libro cayó en tierra fértil; busqué la manera de hacerme con libros de Péguy y de Suárez, pero sobre todo volví a recordar intensamente a André Gide, y no sólo en el sentido de una curiosidad y un afán de aprender, sino en el sentido de una revisión y de una rectificación de mi relación con este autor, del que guardaba un recuerdo tan fascinante y ambiguo y cuyos «Inmoralista» y «Paludes» volví a leer con entusiasmo. En aquel tiempo, inspirado por el libro de Curtius, nació y se afirmó mi amor a este autor seductor, que abordaba de una manera diferente sus problemas, tan parecidos a los míos y cuya noble obstinación, cuya tenacidad y cuyo constante autocontrol de incansable buscador de la verdad me gustaban y me parecían tan extraordinariamente afines. La evolución de Gide siguió principalmente el camino de la liberación de aquel mundo de creencias e ideas religiosas, fue el camino de un superdotado educado de una manera demasiado severa y estrecha, que no soporta ya la estrechez y que sabe que el mundo lo espera, pero no está dispuesto a renunciar a la sensibilidad de la conciencia adquirida en aquella educación. Desde luego su afán de libertad no afecta sólo a la esfera intelectual; también los sentidos reclaman sus derechos y de la rebelión de los sentidos contra el control y la tutela resulta y se explica ese rasgo de «enfant terrible», ese gusto por desvelar y desnudar, por sorprender a los piadosos en sus apetitos y vicios etiquetados como religiosos, en una palabra, ese componente de maldad y afán de agresiva venganza que sin duda forma parte de la imagen de este escritor y que sin duda es para muchos de sus lectores lo más fascinante y seductor de su personalidad. Pero por importante que fuese este móvil en la vida de André Gide, por mucho que el desenmascaramiento de los justos y el engaño del pequeño burgués le pudiesen atraer y seducir, pugnan en este noble espíritu más y mayores impulsos por alcanzar su apogeo y madurez que la capacidad y el placer de asombrar o chocar a sus lectores. Gide se hallaba en el peligroso camino de todo genio, que después de romper una tradición y una moral insoportables, se encuentra indescriptiblemente solo y sin guía frente al mundo y busca de nuevo en un nivel superior un sustituto de la seguridad perdida, modelos o normas que puedan corregir y subsanar el desarraigo demasiado expuesto del individuo. Así lo vemos durante toda su vida aficionado y dedicado a las ciencias naturales y lo vemos estudiar el mundo de las culturas, lenguas y literaturas con una dedicación y una tenacidad que nos sorprenden y admiran. Lo que ganó en esta lucha incesante, difícil y caballerosa es una nueva clase de libertad, una libertad de dogmas y grupos, pero siempre al servicio de la verdad, en constante afán de conocimiento. En este aspecto Gide es un auténtico hermano del gran Montaigne y de aquel autor que escribió el «Candide». Siempre ha sido difícil servir a la verdad como individuo, sin la protección de un sistema de creencias, sin una Iglesia, una comunidad. André Gide recorrió caballerosa y ejemplarmente este duro camino.

(1951)

«Corydon»

En los cuatro diálogos que comienzan con una historia natural del amor y terminan con su metafísica del amor, Gide proclama su amor a los muchachos. Estos diálogos son al mismo tiempo lo más importante que ha expresado nuestro tiempo sobre este tema. No sólo justifican el amor a los muchachos negándole el carácter de especialidad o vicio, despojan todo el tema de ese falso patetismo y moralismo en que lo han colocado la burguesía y los códigos, y se convierten además en una teoría del amor.

(1933)