Romain Rolland
1866-1944

«Vie de Tolstoi»
(«La vida de Tolstoi»)

Todo el que conozca un poco la vida de Romain Rolland, sabe también el papel tan importante que juega Tolstoi en esa vida. Rolland era un estudiante joven en París cuando un día, atormentado por profundas dudas, indeciso entre la vocación por el arte y el deber ético, dirigió una carta a Tolstoi, una carta que quizás no esperaba ninguna respuesta, que era más confesión e intento de autoclarificación, más testimonio y grito de socorro que pregunta. Y entonces sucedió lo conmovedor: el viejo y mundialmente famoso ruso envió al joven y desconocido estudiante de París una respuesta, una respuesta afectuosa, bondadosa, minuciosa, preocupada, reconfortante, un escrito de muchas páginas. Esta experiencia fue extremadamente importante para la vida de Rolland. Y cuando, hace unos diez años, escribió su «Vie de Tolstoi», cuya traducción se publica ahora, no fue sólo un libro, no fue sólo un buen estudio literario, sino también la expresión de un profundo agradecimiento, de un amor y una admiración entrañables de toda una vida. El que Rolland pudiese escribir ese libro sobre Tolstoi, un libro tan humano, cariñoso, intensamente vivo, fue también una consecuencia de aquella carta que recibió un día de Tolstoi. Pues aquélla le había demostrado al joven Rolland que Tolstoi no sólo era un gran artista y predicador revulsivo, sino una persona bondadosa, caritativa y fraternal. De eso habla sobre todo el libro de Rolland sobre Tolstoi: del hombre Tolstoi, de la lucha incesante, dolorosa de esa vida dura y sincera, que sin duda conoció mucho dolor y mucho desengaño, mucho desaliento y mucha mortificación, pero que no conoció la mentira.

Sin embargo, este libro sumamente hermoso no es una biografía pura, parte enteramente de las obras de Tolstoi y el efecto literario de estas obras, sobre todo de las tempranas, de los «Cosacos», «Guerra y paz» y «Anna Karenina», es una obra maestra. Las páginas en las que comenta «Guerra y paz» pertenecen a lo mejor que escribió Rolland. Es una alegría ver en este libro lo que puede el amor. Constituye un raro y extraordinario placer leer cómo el francés entendió al ruso, el cultivado experto en arte al denunciador ingenuamente estrepitoso del arte, el europeo occidental socialista al místico oriental, cómo le hace justicia, cómo no tropieza nunca en doctrinas, cómo sigue a Tolstoi incluso en los arrebatos más exagerados de su temperamento a menudo iconoclasta, y cómo percibe y descubre no los errores ni las frases aisladas, sino la vida interior.

A pesar de que las preferencias de Rolland se dirigen claramente a las obras tempranas de Tolstoi no comparte en absoluto la opinión usual de ver el periodismo ético-religioso del ruso como una aberración, como la lamentable actividad de un genio en un terreno equivocado. A esta superficialidad todavía muy extendida entre nosotros, se opone Rolland valientemente y encuentra así también el camino de hacer justicia con el más delicado amor a la obra tardía de Tolstoi. En su análisis de «Resurrección», sin embargo, Rolland me parece resaltar demasiado poco aquel error artístico capital que consiste en que el héroe Nekljudow lleva a cabo una misión, para la que está negado todo su carácter. Precisamente en este punto hubiese deseado un análisis más profundo de la complicada sicología de Tolstoi y una alusión a la división interna que obligó al autor a poner sus ideas y problemas más íntimos y más vividos en las manos de un personaje que dibujó poco de acuerdo con su propia imagen. La manera con que Tolstoi se dibuja a sí mismo aquí y allá también en sus obras primeras, esa manera un poco temerosa de mostrarse y ocultarse, de no identificarse nunca del todo con un personaje y de tener la necesidad de poner en los labios de todos los personajes confesiones muy personales, esta especie de necesidad de confesar y de huir al mismo tiempo de ello, no es sólo un juego literario de Tolstoi, sino una clave de toda su sicología en la medida en que aparece anormal y excéntrica.

No falta de comprensión, sino amor y admiración es lo que impide a Rolland no sólo mostrar sino interpretar la profunda división interna, el profundo sufrimiento en la vida de Tolstoi. En un pasaje importante de su libro Rolland nos dice que para la ardiente necesidad de amor de Tolstoi hasta la exigencia «ama a tu prójimo como a ti mismo» era insuficiente porque tenía un fondo de egoísmo. Pero precisamente aquí reside el problema de Tolstoi —no el de su espíritu ni el de su arte, sino el problema doloroso de su vida personal—, que sólo encontró con dificultad y raramente el verdadero amor a sí mismo, mientras que supo satisfacer el amor al prójimo con más facilidad aun cuando exigía sacrificios y sufrimientos.

Aludo aquí a algo que echo de menos en el libro de Rolland. Con ello no ejerzo la crítica, eso me sería imposible ante este libro maravilloso, sólo señalo una línea, expreso una idea. Por lo demás no sabría manifestar sobre la obra de Rolland más que alegría y gratitud y el deseo de que este libro encuentre una amplia difusión. Los problemas con los que se debatió Tolstoi ya no son en parte actuales pero son inmortales y pueden volverse acuciantes para cada persona en cualquier momento.

(1922)

«Johann Christof»

En obras tan extensas sucede con facilidad que el principio nos fascine pero que el conjunto no pueda mantener esa altura. Naturalmente tampoco «Johann Christof» es igual en cada página. Desde el punto de vista artístico y literario la primera parte, la historia de la infancia y de la primera juventud me parece la más importante. Pero en todo caso no habría ningún lector que no ame también la totalidad de esta obra, que junto al acierto y la intuición de las páginas más logradas no admire también la paciencia y el trabajo leal, la inteligencia y el sentido de justicia de los restantes capítulos. Pues una obra como ésta no es literatura pura. Es más y es menos. Desde un punto de vista exclusivamente artístico un bello poema lírico de cuatro líneas es más perfecto y valioso que cualquier novela, incluido el «Wilhelm Meister». Una novela como «Johann Christof» no es sólo arte, no es sólo expresión de un alma, es además el intento de un espíritu de captar intelectualmente y en cierto modo con un sentido colectivo de la justicia, la estructura de un tiempo, de una cultura, de un trozo de humanidad. El músico «Johann Christof» no es sólo un personaje, una antigua visión de poeta, es al mismo tiempo una abstracción, un portador lleno de significaciones, casi un mito. Es el espíritu de la música, el espíritu de la genialidad y de la pesada sinuosidad alemanas para el cual el París dulce, querido, estropeado, inteligente, infantil, demencial y espléndido es fatalmente espejo, estímulo, acicate y tentación paradisíaca. Romain Rolland, el francés, dibujó a su héroe alemán con un amor aparentemente más grande que su amor a su París. A través de mil páginas nuestra compasión afectuosa está siempre del lado del músico que lucha contra el París ciego, malvado y mentiroso. Aparentemente las costumbres, el arte, los modos y los vicios parisinos son tratados siempre con crítica implacable, mientras que el héroe Christof goza siempre el mismo amor. Aparentemente Christof tiene razón y París no. En realidad no es así, y ése es uno de los mayores encantos de este libro. En realidad este París superficial, malvado, corrompido es objeto de un amor profundo y sagrado, situado mucho más alto de lo que pueda colocarlo cualquier crítica o amor, existe frío y poderoso y se convierte en destino para todo el que lo toca. Los franceses, especialmente los del período de la guerra ignoran todavía el himno que se canta aquí a su valor más sagrado.

Para muchos franceses Rolland fue considerado hasta la guerra un autor que había convertido su pequeña debilidad por el espíritu alemán en su fuerza. Entre nosotros se le juzgaba de una manera parecida. En realidad Rolland es profundamente francés, un verdadero prototipo del espíritu francés y precisamente por eso es doblemente significativo e importante que este Romain Rolland pertenezca a los pocos que durante la guerra se toman en serio el amor al prójimo y los ideales internacionales aceptados de una manera tan general en la paz. Este hombre no sólo escribió algunos libros extremadamente inteligentes y bondadosos, no sólo renunció a participar a cambio de laureles baratos, en el griterío y la agitación del momento. Así como sin llamar la atención cedió a la Cruz Roja de Ginebra el premio Nobel que le había sido concedido, dedicó su fama, sus amistades, su riqueza en amor y patria, para seguir siendo fiel a su corazón… Llegará el día en el que los valores de estos personajes y estos actos, que hoy parecen puramente pasivos, muestren su vitalidad. Entonces se verá que la actitud de Rolland durante la guerra fue la más cristiana que se pueda imaginar. Y en su gran novela sobre la música se admirarán no sólo el sentido crítico y la gran maestría, sino también ese amor en absoluto desapasionado a la justicia, el amor valiente y reverente al ser humano.

(1915)