No hay muchas personas que hayan conocido de cerca a Hugo Ball. Y entre las pocas ninguna que no haya conservado de él una impresión profunda y grande. Casi todos lo amaron, algunos lo admiraron y respetaron ardientemente, otros lo temieron. Dibujar su retrato me hubiese resultado mucho más fácil hace cinco o seis años que hoy, que la diversidad de su personalidad, de su obra, la versatilidad de su carácter empiezan a relevarse más y más. Y eso que aún hoy no conozco apenas la mitad de su obra (la mayor parte no se imprimió, muchas cosas se publicaron sin su nombre) y no sé demasiado de su vida. Diré aquí lo poco que sé.
Ball nació en 1886 en Pirmasens, hijo de una familia católica burguesa y creció en un ambiente cristiano creyente. Toda su vida fue cristiano, quizás sobre todo en las épocas de duda y soledad en las que parecía seguramente a muchos una persona de mundo y sin fe. El niño de excepcional talento, no menos fascinado por la música que por la poesía, atraído por la ciencia rigurosa y sin embargo lleno de fantasía, visitó hasta los dieciséis años el instituto humanista y durante toda su vida sentiría afecto por el latín y el griego. El deseo ardiente de Ball, estudiar, no fue satisfecho de momento por sus padres, que enviaron al muchacho a una tienda de curtidos como aprendiz, allí sufrió terriblemente durante dos años, pero al mismo tiempo cumplió sus deberes con su característica escrupulosidad. Dos años más tarde, como su condena a los curtidos le condujo a una crisis nerviosa, sus padres cedieron; en muy poco tiempo terminó el bachillerato y fue a Munich a estudiar. Allí se lanzó con pasión sobre distintos terrenos de estudio, preparó una disertación sobre Nietzsche, pero abandonó ya a los pocos años la universidad, profundamente desilusionado del ambiente científico. Profundamente dedicado a Nietzsche en aquel tiempo no sólo comprendió sino que también vivió dolorosamente el problema ante el que coloca nuestra época al hombre intelectual. Con la callada pasión y la pulcritud propias de todas sus decisiones abandonó los estudios (pero no su ideal de ciencia e investigación) y entregó todo su amor al teatro. Ya de muchacho había escrito dramas y se ha conservado un «Nerón» al estilo de Shakespeare. Con este paso Ball perdió el respaldo que había tenido hasta entonces en su familia, a partir de ese momento no volvió a poseer en toda su vida ningún apoyo, ninguna seguridad, ningún vínculo ni refugio burgués. Desde aquella despedida de Munich hasta su muerte, durante muchos y duros años caminó solo como un santo, como un poseído, insobornable por el sentimentalismo, inaccesible a ninguna tentación material, heroico y fanático, sumido casi siempre en la extrema pobreza, a menudo pasando hambre, pero siempre trabajando, siempre un caballero del espíritu, fiel servidor de la palabra. Con el teatro comenzó esta dura carrera, pues en el teatro, así creía el joven de veinte años, había más que en otra parte ideal y pasión, entusiasmo y entrega. La estrella que le atrajo fue Wedekind, uno de sus primeros amores fueron las obras tempranas de Sternheim. Ball se formó con muchas dificultades junto a Reinhardt en Berlín, encontró luego un lugar como dramaturgo y actor en el teatro de Plauen, conoció la prosa escénica hasta el fondo aunque sin perder la fe, pasó luego como dramaturgo a los «Münchner Kammerspiele» donde estableció una estrecha relación con Wedekind cuyas obras interpretó, al mismo tiempo escribió obras de teatro y halló siempre tiempo y concentración para realizar estudios filosófico-literarios hasta que el comienzo de la guerra dio un nuevo giro a su vida. Alistado como voluntario y rechazado al poco tiempo, profundamente decepcionado del cuartel, y aún más de la superficialidad y frivolidad del entusiasmo bélico de las masas se situó —sacrificando de nuevo sin miramientos todas las perspectivas y relaciones— al margen de aquel trajín, de la guerra, de su patria, de su tiempo. En Suiza a donde le acompañó su futura mujer Emmy Hennings se mantuvo a flote, valiente y en pobreza, fue pianista de un pequeño grupo ambulante, recorrió, pasando frío y sin medios las ciudades grandes y pequeñas de Suiza y erigió a este tiempo un monumento en su novela «Flametti». El mecanismo de la guerra, la mentira sistemática de las opiniones públicas y de la propaganda política, todo eso se podía observar muy de cerca en los pocos países neutrales de Europa. Ball vio el aquelarre y reaccionó con apasionada rebeldía. Se convirtió en fundador y figura destacada del «dadaísmo», un movimiento artístico cuya sorprendente y agresiva manera de actuar escondía no sólo juventud y deseo de innovación, sino también mucha desesperación ante la miseria de la época. Fue el primer intento de Ball de una «Huida fuera del tiempo». Que en su silencio y profunda modestia dijese «huida» y no «lucha contra el tiempo» o «superación del tiempo», permitió más tarde a muchos, que le interpretaron mal, ver en Ball un fugitivo romántico de la realidad.
Sin embargo, Ball no pudo nunca cosechar, ver frutos y alcanzar éxitos. Predicó y vivió su «dadaísmo» con la fe profunda y la entrega total con que hacía todo. Nunca jugó con la burla despiadada de las convenciones burguesas, morales, estéticas, ni con sus intentos mágico-fantásticos de una nueva poetización de la escena y del arte, sino que se entregó por completo a ello. Pero cuando el movimiento se impuso y el dadaísmo se convirtió en una marca de moda internacional, su más importante fundador ya no pertenecía a él. Ball pasó una fase de introversión, una orientación de toda su vida hacia dentro que desde entonces sólo se interrumpió una sola vez seriamente por su actividad político-publicista corta pero intensa en Berna. Durante los dos últimos años de la guerra Ball estuvo dedicado de manera singular a la crítica de su tiempo y a su actividad como escritor político-filosófico, sólo interrumpido por estancias contemplativas en pequeños pueblos del Tessino. Fue el colaborador más fecundo del «Freie Zeitung» publicado entonces en Suiza, en el que adquirió importancia sobre todo con su sensacional serie de artículos «Kritik der deutschen Intelligenz» («Crítica de la inteligencia alemana») que posteriormente fue publicada como libro y constituye en mi opinión el intento más grande, honrado y profundo de Alemania de tomar conciencia de las fuerzas funestas que condujeron a la degeneración espiritual y moral de la Alemania moderna y a su culpabilidad interior en la miseria y en la guerra mundiales. El libro es de una parcialidad grandiosa, de un ardiente fervor testimonial que los lectores de hoy ya no comprenden, esta incandescencia sólo se podía alcanzar en un sufrimiento extraordinario bajo la sangrienta locura de aquella espantosa guerra. Entonces en Suiza (yo fui testigo paciente) en medio de una actividad febril y ya absurda de espías, soplones, propaganda política, venalidad y corrupción, este intento casi suicida, de mártir, de comprender y expiar con profunda moral, era un fenómeno que solamente muy pocos vieron y comprendieron, pero que para esos pocos fue una de las grandes experiencias de aquellos años. La acusación que se le hizo entonces y también más tarde a Ball, de que él, como todo el «Freie Zeitung» estaba a sueldo de los enemigos de Alemania y que había disfrutado una buena vida a costa de su patria, no fue tomada seguramente nunca en serio por estos acusadores, sino que fue utilizada solo como un poderoso recurso político. En realidad Ball vivió precisamente en aquel tiempo de su actividad político-literaria en Berna en una estrechez material aún mayor que a la que solía estar acostumbrado, en la Berna de entonces, donde los hoteles y locales de lujo rebosaban de legaciones que junto con sus espías y confidentes habían crecido hasta un número absurdo, vivió en una pobreza monacal, pasando frío en los duros inviernos. No me parece necesario hablar aquí más sobre la vida exterior de Ball. Después de la guerra su vida transcurrió absolutamente al margen de la vida pública, al margen del mundo, indiferentemente de que sus etapas se desarrollasen en Alemania, en el Tessino o en el Sur de Italia. En Agnuzzo cerca de Lugano escribió «Byzantinisches Christentum» («Cristianismo bizantino») su libro más hermoso e imperecedero. Recordemos de paso que el escritor cristiano Ball fue interpretado mal, explotado y arrinconado por la opinión pública católica igual que lo había sido antes el Ball teatral, dadaísta y político. Poco a poco se había convertido en una personalidad legendaria, en una celebridad secreta. Había personas de lujo que entre alfombras y muebles caros leían y admiraban entusiasmadas «Byzantinisches Christentum». Había jóvenes que hablaban sobre la vida monacal de Ball con profundo respeto. Fue conocido por poquísimos, en realidad sólo por su mujer. En los últimos seis años de su vida fue para mí un amigo cercano. En septiembre de 1927 murió, hasta el último día inquebrantable en su espíritu y voluntad. Su enfermedad mortal pudo cambiarle y obligarle a adaptarse tan poco como los muchos años de trabajo incesante, de soledad, incomprensión y pobreza constante.
Ésta es para mí más o menos la vida de Ball. Pero falta en este cuadro precisamente lo más singular y vivo: el milagro. Esta vida ascética estaba llena de amor, este intelecto que ardía con llama pura estaba maravillosamente acompañado de cordialidad e ingenuidad poética. Todos los que fueron alguna vez amigos de Ball, sintieron algo de ese encanto, pero sólo la compañera de su vida, su mujer, lo entendió y vivió del todo (porque contribuyó a crearlo). El amor y el matrimonio de esta pareja fue el milagro en la vida de Ball. De ellos crecían en medio de la aridez de las preocupaciones y de los sufrimientos una y otra vez las flores de la gracia, los dulces juegos de un alma que era tan inocente e infantil como su espíritu era viril y su conciencia cristiana.
Pero no me puedo permitir hablar de eso. Para completar el desnudo cuadro de su vida y para dar quizás aún alguna clave al interior de ella, añado a mi descripción objetiva algunos rasgos personales. Aunque Hugo Ball tuviera para mí diversos rostros y en nuestras relaciones cordiales nos mostrásemos muchos aspectos cambiantes, mi interés por la personalidad de Ball en la medida en que era afín u opuesta a la mía, siempre estuvo despierto y como único amigo íntimo suyo de sus últimos años creo no equivocarme sobre su naturaleza y sus impulsos más importantes a pesar de muchos enigmas.
Ball era un hombre muy dotado y polifacético. Tenía talento y una relación entrañable con la música, el teatro, la poesía y aún más con la filosofía, pero de cuando en cuando sabía penetrar con facilidad y entrega en terrenos aparentemente apartados, aprendió idiomas, se dedicó intensamente a la política y a la política social, y adquirió la técnica de una concienzuda investigación de archivos. Escribió diversos dramas, la novela «Flametti», una novela fantástica inédita, muchos poemas, la «Kritik der deutschen Intelligenz», «Byzantinisches Christentum», «Folgen der Reformation» («Consecuencias de la Reforma»), «Flucht aus der Zeit» («Huida del tiempo»), y el libro sobre mí. En sus últimos años aprendió además la teoría y técnica del sicoanálisis. Los estudios y proyectos de su última época estuvieron dedicados a una obra sobre la demonología del catolicismo medieval, en la que él, que conocía y amaba profundamente los encantos del pensamiento monacal y de la dialéctica escolástica, seguía la pista de una sicoterapia cristiano-monacal, de una sicología y sicoterapia, cuyos métodos exorcistas comparaba con las sicoterapias actuales, especialmente el sicoanálisis.
Lo más profundo del carácter de Ball, su impulso primordial, que guiaba todos sus pasos, que lo opuso irremediablemente tanto a la técnica científica como al teatro actuales, a los políticos como a los católicos de la Iglesia oficial, fue su religiosidad. No una clase de religiosidad o de fe cualquiera, no una determinada clase de cristianismo o de catolicismo, sino religiosidad simplemente: la necesidad siempre despierta, siempre brotante de una vida divina, de dar sentido a nuestros actos y pensamientos, de una norma del pensamiento y la conciencia por encima del tiempo, alejada de la lucha y de la moda. Este impulso primitivo halló su expresión moral en la política y en su vida personal, ejemplarmente desinteresada. Su expresión intelectual la encontró en la búsqueda incesante de una norma espiritual, de una legitimidad del pensamiento y en el examen y el control siempre despiertos, agudos del medio: la palabra. Su ideal intelectual fue un método científico resistente a cualquier crítica y el hecho de que dentro de nuestras normas, métodos y convenciones académicos y literarios no viese ninguna posibilidad de realizar su ideal, lo condujo de nuevo a las fuentes espirituales de su infancia, a las fuentes católico-eclesiásticas, eso lo convirtió en un enamorado y admirador entrañable del latín, en enemigo mortal de toda la charlatanería intelectual, de los literatos y del periodismo. Una vez, en su época monacal y latina, consiguió formular en un alemán vivo y actual cosas y relaciones que antes sólo eran accesibles al latín eclesiástico; éste es el encanto de su libro «Byzantinisches Christentum».
Mi relación personal con Ball, mi respeto y admiración transformados con los años en amistad entrañable, tuvo dos puntos de apoyo, dos afinidades. A pesar de la infinita diferencia de nuestras naturalezas, nuestros orígenes y nuestros objetivos había dos cosas importantes que nos eran comunes: la procedencia religiosa y la educación en los ideales cristianos (aunque los míos fuesen de matiz protestante) y en segundo lugar: la experiencia de la guerra. Los dos habíamos heredado de nuestros padres y nuestra infancia tradiciones antiguas, ideales elevados, admoniciones profundas, conceptos elevados de la existencia, ambos vivimos en la guerra el desmoronamiento manifiesto, la explosión desesperada de un estado espiritual y síquico de Europa y ambos vivimos este desmoronamiento de manera muy análoga: no sólo como conmoción ante tanto asesinato y sufrimiento, sino como llamada a la propia conciencia. Los dos estábamos de acuerdo, no en acusar al mundo, no en formular exigencias hacia fuera, sino en comenzar con los cambios en nuestro propio corazón, en apurar el sufrimiento hasta el final, en hacer de las dificultades nuestro máximo estímulo —ambos habíamos sentido del mismo modo durante la guerra aunque entonces no nos conociésemos—. De esta afinidad también nuestras diferencias y nuestras polémicas adquirieron su intensidad y renovada frescura. En el fondo en todos esos años no hablamos, ni discutimos, ni disputamos más que sobre una cuestión: ¿dónde está el punto desde el que se puede abarcar y superar todo ese infierno de guerra, corrupción y deshumanización? ¿Dónde hay que enlazar para hacer posible sobre la tierra algo de espíritu, de dignidad, de sentido y belleza? La pregunta nos era común. Los caminos por los que buscábamos la respuesta nos alejaban. En este sentido conversábamos durante noches ante nuestros fuegos de chimenea en el Tessino sobre los fenómenos del tiempo, sobre el sicoanálisis, sobre las nuevas tentativas en el arte, sobre las aficiones y los estudios medievales de Ball y mis aficiones y estudios hindúes.
Más allá de todas las diferencias personales y fundamentales alcanzábamos siempre un terrero pacífico, florecía para nosotros también en los tiempos en los que la desesperación estaba cerca, un jardín de dicha y descanso: la alegría por el juego, la fe sagrada de volver a alcanzar la inocencia en aquellos fondos del alma donde nacen el sueño y el arte. Ese monje severo, ese hombre de conciencia Ball que constantemente se autoexaminaba y sacrificaba, albergaba un niño en su alma, podía hallar consuelo e inocencia en las flores, en las llamadas de las aves, dibujando pequeños dibujos extraños, escribiendo y recitando versos fantásticos. Recuerdo poemas suyos, poemas sin «sentido», es decir en cierto modo dadaístas, en los que una belleza suprarracional florecía a veces como una flor cautivadora, como algunas hojas del dibujante y acuarelista Paul Klee, donde en medio de su cansancio universal tan juguetón como desesperado, resuenan a menudo esos tonos de cuento. Es innegable que Emmy, la mujer de Ball, participaba en este mundo.
He llegado al final. Pero a los que se interesen en serio por conocer a este pensador y religioso les vuelvo a pedir que en lugar de decir «Huida de su tiempo» digan otra cosa, y no den a la palabra «huida» ese sentido estrecho y miserable, como si este hombre heroico, increíblemente valiente y abnegado hubiese sido una especie de cobarde y desertor. El lugar al que deseaba huir desde la «realidad», no era la irrealidad, el sueño, la irresponsabilidad o el juego infantil con formas pasadas de la vida y del pensamiento, el juego teatral con la Edad Media y el romanticismo de convento. Ball trataba más bien de alcanzar precisamente la máxima realidad, la vida más ardiente, el lugar donde nace Dios, donde el ser humano en lucha por la realización más valiente de sus posibilidades, se despoja de todos los juegos y vanidades y ofrece su vida para renovarla.
Sus cartas son tan bonitas porque no lo muestran de una manera unilateral. No tenía una correspondencia de literato y la carta que escribía a su hijita de diez años no era para él menos seria e importante que aquélla en la que manifestaba su opinión sobre el tema más espiritual. Quizás, así lo espero, estas cartas contribuyan con su frescura y belleza a que se haga patente la imagen de esta vida y esta lucha insólitas, que el ejemplo de Ball sirva para muchos de modelo y parábola confortante, como nuevo impulso para no perder la fe incluso en situaciones desesperadas.
(1930)
Introducción al libro de Emmy Ball-Hennings: «Hugo Ball. Sein Leben in Briefen und Gedichten»
(«Hugo Ball. Su vida en cartas y poemas»).