Knut Hamsun
1859-1952

«Born av Tiden»
(«Hijos de su tiempo»)

Hace un año se publicó un libro de Knut Hamsun que sus amigos leyeron con profunda emoción. Se llamaba «Den ridste Glaede» («La última alegría») y trataba, como tantas obras de este escritor obstinado y magnífico, de sí mismo en una confesión directa, y esta vez su confesión era que por fin él también se había hecho viejo. Sin cumplir todavía los setenta, ni los sesenta, sin sentir cansadas sus infatigables piernas de caminante, ni agotados los serenos e insobornables ojos de observador, pero cansado y viejo en la voluntad, ya despojado de deseos y sueños violentos, sin fe ya en lo inverosímil. A menudo se me encogía el alma al leer en este libro resignado cómo el viejo Hamsun se contentaba con contemplar a otros en la felicidad de su amor, cómo se había contentado con observar a otros y desearles dicha, y cómo de vez en cuando mira a su alrededor con leve desconfianza temiendo que se lo desprecie y no se lo tome en serio por ser viejo. Claro que a pesar de que el libro era triste, hablaba el lenguaje de Hamsun, el viejo, elástico y soberano lenguaje de este aventurero y poeta, y si ya no tenía el espíritu demoníaco de «Sult» («Hambre») y de los «Mysterier» («Misterios»), ni la música inolvidable, dulce y secreta de «Victoria», poseía en cambio un tono de madurez y sonrisa y sabiduría de la vejez que el lector amaba en seguida y que reconocía como no menos auténtico. Pero en total era una confesión desconsoladora y cuando la terminé de leer estuve vagando un día entero sintiéndome viejo y sin querer resignarme a que ahora este favorito de mis mejores años empezase a hablar de vejez y decrepitud. En realidad no debía hacerlo. Hamsun no podía hacerse viejo. Podía caerse inesperadamente de una roca o morir en una pelea, ahogarse en un lejano fiordo solitario o sufrir un ataque de apoplejía en una orgía en Cristianía; pero estar sentado en sus bosques, observar los renos y confesarse que estaba acabado y que no valía para nada, era algo que no querían admitir mi antigua admiración y mi amor por este poeta.

Sin embargo, ya no podía evitarlo, el tiempo pasó, y el nuevo tono más callado y cansado de Knut Hamsun resonaba dentro de mí, se me volvió familiar, natural, querido, del mismo modo que después de la primera resistencia se llega a querer el otoño y cuando hace poco se publicó un nuevo libro del escritor, no tuve miedo, ni preocupación ni prejuicios, sino que me puse a leerlo con la misma esperanza que en sus libros anteriores. En el fondo me atrevía a esperar que en este nuevo libro se volviese a hablar de los viejos amigos de Hamsun, de Benoni, del comerciante Mack y de Hartvigsen, pero no sentí ni rastro de desilusión cuando vi que el supuesto anciano tejía esta vez un hilo completamente nuevo. Al contrario, lo tomé por una buena señal y tuve razón.

El libro se llama «Born av Tiden», un título no demasiado bueno. Si se quiere se puede extraer de esta novela un problema, el del espíritu mercantil moderno que penetra en una antigua y recóndita región campesina y la transforma y descompone rápidamente y sin resistencia hasta que es como el resto del mundo. Pero ¡qué nos importan los problemas, y qué le importan a Knut Hamsun! No, antes hay que buscar otro pensamiento, otro aspecto de la fe de Hamsun, la fe en una aristocracia sin nobles, la fe en hombres dominadores sin legitimación, como lo es el propio autor. El libro habla de la gran finca Segelfoss y de su último propietario. Su abuelo, que compró la finca y la arregló tan elegantemente, había sido al parecer criado. Su padre, sin embargo, ya era un señor, un derrochador generoso y un tipo animado para quien el dinero era una bagatela y convertía en realidad cualquier capricho. En su época surgieron en Segelfoss instalaciones de lujo, construcciones, llegaron cuadros, piezas de mármol, libros y mil cosas finas y raras. Pero el nieto ya heredó una buena cantidad de deudas y aunque poseía mucho bosque, y una serrería, una fábrica de ladrillos y un molino, ya tenía preocupaciones. Claro que no se podía hablar de ellas. El señor Willatz Holmsen no toleraba que un pensamiento extraño se introdujese en sus asuntos, no toleraba siquiera que las preocupaciones crecientes se convirtiesen para él en algo más que un asunto secundario molesto. No toleraba siquiera que su mujer supiese de estos asuntos, o sus campesinos, y donaba y regalaba, prestaba y perdonaba y era señor y Dios, y cabalgaba solitario por su enorme finca todos los días. Sin embargo, los personajes de Knut Hamsun no son tan sencillos. No, el señor Willatz Holmsen no es una naturaleza sencilla, no es solamente uno de esos hidalgos terratenientes cuya raza se impone a todo. Es más bien una persona extremadamente delicada, vive en estados de ánimo e imaginaciones extraños y solitarios, le cuesta trabajo dominarse, y paga cada día su actitud impecable, su señoría dinámica con cara energía vital. La mayor dificultad existe entre él y su mujer; entre ellos no todo va bien, incluso muchas cosas van fatal, un extraño diría incluso que ambos viven en un infierno. Pero nada de ello trasciende, ambos callan, se dominan, son nobles hasta la muerte y ocultan cuidadosa y profundamente su blandura, su debilidad y su sentimentalismo. Cuando se trata de cosas desagradables, entonces Willatz Holmsen sabe permanecer callado y cambiar de tema, pero le cuesta esfuerzo y en secreto cierra el puño hasta que los nudillos se ponen blancos.

En este ambiente aparece en Segelfoss el señor Holmengraa que ha hecho fortuna, modesto y sociable, lleno de respeto hacia las maneras aristocráticas. Se construye sólo una casita y desea adquirir un bosque y una parte del río que se le ceden de buen grado. Pero Holmengraa es de las personas en cuyas manos todas las empresas crecen, y a la casa se le añade pronto un puerto y un carretera, un muelle y una tienda para los trabajadores, y un gran molino de trigo, y una oficina de telégrafo y un médico y un abogado y muchas otras cosas, una tras otra y cada una de por sí no demasiado importante. Pero de pronto todo ha cambiado a su alrededor, y Willatz Holmsen está cargado de deudas por todas partes y aunque todo sucede con buenas formas y con cortesía, siente la soga al cuello. Naturalmente esto tiene como consecuencia una actitud aún más inaccesible, que se vuelva aún más callado y orgulloso, y el millonario Holmengraa envidia al pobre Willatz por su arte de ser señor y de exigir obediencia, de mirar a través de las personas inoportunas como si fueran aire y de despacharlas con un movimiento de mano. El señor Holmengraa no sabe hacerlo pero su molino marcha bien y sus trabajadores invaden la región y cuando tras extrañas vicisitudes la mujer de Willatz se va con su hijo al extranjero, Willatz se vuelve aún más altivo, pero renuncia a montar a caballo y se retira de la casa señorial a su antigua fábrica de ladrillos. Es magnífico cómo aprieta los dientes. A medida que la miseria crece a su alrededor parece más majestuoso. Y al final no muere como un vencido, y no hubiese sido necesario que en el último momento encontrase el tesoro del abuelo.

No hay ni una sola frase en este libro que no recuerde al viejo maestro Hamsun, al viejo, audaz y caprichoso observador y creador, y todas sus cualidades reaparecen, su ironía, su desprecio por los seres vulgares, su sensibilidad nerviosa en asuntos de clima y del amor, su alegría por lo auténtico y su melancolía oculta. Pero a esto se añade aquel aire de vejez, aquella sabiduría suavizada, aquella ligera sonrisa de burla, esa mayor aversión a todo lo sentimental. En algunos momentos es por completo el viejo caballero, con algo del viejo Fontane, del viejo Raabe, y sin embargo más de una vez reluce detrás del ademán superior el Hamsun de antes, el ardiente, el insaciable. Quizás se haya resignado, quizás esté a veces cansado, quizás cierre ya menos a menudo el puño en el bolsillo, pero la vida no ha acabado con Knut Hamsun, no se deja digerir por el destino y por eso le gustan tipos como Willatz Holmsen, ese pobre diablo al que no se puede compadecer ni un instante, este héroe secreto que a veces tiene todo el aspecto de un don Quijote, este tenaz paciente para el que sufrir constituye un placer feroz. Ésa es la raza de Hamsun.

Una vez más hemos leído un Hamsun. Y una vez más no hemos terminado con él; nos hemos propuesto leer pronto algunas de sus obras más tardías como la maravillosa historia «Victoria» o «Benoni» o «Under Hoststgaernen» («Bajo las estrellas de otoño»). Y esperamos con alegría el momento de leer cada uno de esos libros y casi nos avergonzamos de no haber pensado en «Pan» que a fin de cuentas es casi más bonito que los demás.

¡Qué cantidad de cosas hemos leído antes de esta espantosa y larga guerra! Cosas selectas, cosas inteligentes, pequeñas novelas encantadoras, buenas novelas modernas pero ¿acaso no se ha vuelto todo innecesario? ¿Acaso no volvemos cada mes más convencidos a Raabe, a Heller y Goethe? Pero existen algunos contemporáneos y favoritos, de sus copas hemos bebido demasiado para poder serles infieles alguna vez. A ellos pertenece Knut Hamsun.

(1915)