Hermann Sudermann
1857-1928

«Das hohe Lied»
(«El cantar de los cantares»)

Querido Señor Langen:

Usted esquía en el Tirol y se divierte, y porque no le apetece leer hasta el final la novela de Sudermann me la manda a mí para que yo lo haga y me exaspere con ella.

Por desgracia no soy el hombre apropiado para ello. Primero tengo poco talento para la exasperación y luego yo también estoy sentado bajo un tejado de vidrio. Probablemente lo que a usted le irrita en la novela de Sudermann no es tanto que sea mala, sino que el autor sea tan famoso, y que su pésimo libro haya alcanzado ya tantas ediciones. Yo mismo me encuentro en la amarga y dulce situación de un autor que ha tenido suerte. Usted sabe que soy un lírico apacible, no reconocido como tal, pero muy sobrevalorado como escritor ameno. Y ahora pretende que arremeta contra un colega mayor que yo y con mucho más éxito, y que exprese la indignación de usted sobre su libro.

Pues bien, no estoy indignado. Creo firmemente que nada ni nadie está en el mundo inútilmente y que también lo aparentemente malo tiene facetas valiosas. Desde luego la novela de Sudermann, no las tiene, ¿pero es tan importante que Sudermann no sea un gran novelista? ¿Acaso no puede Sudermann lograr cosas magníficas en otros terrenos? Mi manera de pensar me exige creerlo. Yo no lo puedo demostrar, pero lo contrario también es indemostrable. Por desgracia, no entiendo nada de drama ni de teatro, si no podría quizás demostrar en la actividad dramática de Sudermann su lado fuerte. Tengo la necesidad de hacerlo pero me faltan los medios. Pero en el caso de que la actividad dramática de Sudermann defraudase mi alegre esperanza —lo que no puedo juzgar— existe, sin duda, otro aspecto de este autor, oculto para nosotros, que compense todas las sombras y que justifique plenamente su existencia. Pues cada existencia tiene que poderse justificar.

Pero atengámonos a la novela misma. Antes se oía decir siempre a los críticos que como dramaturgo Sudermann era flojo y superficial, pero que tenía un gran talento como narrador y que hacía muchos años había escrito una novela extraordinaria, «Frau Sorge», que había alcanzado merecidamente más de cien ediciones. Bueno, pensé, esta novela la tengo que tener, la compré y la leí.

Es imprudente hablar de esto. Es sabido que todo autor de un libro con éxito es un genio, pero sólo hasta el límite de las cien ediciones. Cuando se supera éste, el genio desciende en la opinión de la crítica a la categoría del zoquete. Como leí «Frau Sorge» cuando ya había alcanzado el peligroso límite, es posible que el prejuicio y las malas costumbres de los literatos me indujesen a leer la obra con escasa benevolencia, aunque no soy consciente de ello. En todo caso —ya fuese debido a las cien ediciones o a cualquier otra razón— dejé «Frau Sorge» con amarga desilusión y vi destruido un sueño querido. Había esperado vagamente que mi manera de pensar y sentir fuese afín a todo el mundo o al menos no hostil, pero ahora veía cuán desnaturalizado y malo era yo. La famosa «Frau Sorge» me resultaba un pastel de escaparate, por arriba azúcar y por abajo cartón, un fraude alimenticio cometido casi involuntariamente, que en el terreno intelectual no suele castigarse. Me asusté y silencié mi impresión, incluso ante mis amigos más próximos, pues temía consecuencias graves para mí si me delataba. Mi juicio sobre «Frau Sorge» me resultaba como un ultraje a un santuario nacional, casi como una blasfemia. Todos los críticos, hasta los más crueles que habían atacado duramente las obras de teatro de Sudermann se habían descubierto ante el autor de «Frau Sorge», y yo, que amo la paz por encima de todo, ¿iba a arrancar también esa aureola? No, permanecí en silencio.

Cuando hace algún tiempo todos los periódicos supieron que el gran Sudermann estaba trabajando en una novela, cuando los comentarios sobre ella se acumularon de manera alarmante, y cuando llegó por fin la novela, no me atreví a ponerle las manos encima. Pero tampoco me decidí a gastar dinero en ella y la dejé como incógnita. Empecé incluso a pensar amablemente sobre esta novela, seducido por los periódicos y por mi corazón. «Frau Sorge» era quizás un poco burda y teatral, era una obra de juventud. Pero ahora en años ya no jóvenes, después de algunas experiencias extraordinarias, después de decenios de fama y años de hostilidad, este hombre ya maduro —pensé yo— siente una vez más el deseo de escribir una novela, de dedicarse a esa tarea, querida y seductora, afín al recuerdo y la confesión. Aunque no sea una gran obra de arte, tendrá al menos la honradez, quizás también el cansancio de la vejez, nos reconciliará y conmoverá, pediremos perdón al tan difamado autor, aparecerá por fin ante nosotros con palabras y gestos humanos.

Querido Señor Langen, ¿por qué me ha destruido esta fe? ¡Bien entendido, no se trata de mi fe en la vida! Ésa es indestructible y sigue exigiendo que también Sudermann sirva a fines buenos y cumpla la voluntad de Dios sobre la tierra. De eso sigo convencido; pero usted me ha robado la esperanza de que lo hubiese hecho en su novela. Ay, esta novela con ese título bonito y falaz no es sincera, no está cansada, no es un recuerdo ni una confesión, no es conmovedora, es incapaz de reconciliar o reparar algo. Es desvergonzada y arrogante como ninguna de las anteriores, persigue con poco arte y modestia el éxito de público y su temperamento es temperamento de teatro.

Sé perfectamente que todo lo que digo aquí se volverá contra mí y se me reprochará en la próxima ocasión, ya sé que estoy sentado bajo un tejado de vidrio. Pero que se haga añicos; una vez puesto a decir mi opinión sobre este «cantar de los cantares» voy a hacerlo sinceramente y decir que me parece un libro frívolo y malo. Prescindiendo del arte, prescindiendo del lenguaje burdo y altisonante, tampoco en la «invención» hay algo realmente auténtico, todo está inventado, nada está vivido y retenido con el rigor de la vida. Los pocos rasgos auténticos están estropeados por el maquillaje y la exageración. No me atrevo a criticar detalles y a dar ejemplos, pues no encontraría el fin.

Y debo encontrarlo, que no es bueno detenerse en cosas desagradables. Sé por propia experiencia que escribir novelas no es un puro placer. Hay inhibiciones y abismos, se pierde a menudo el valor y hasta la seguridad y la firmeza del sentimiento. Ante tales escollos hay dos posibilidades de salvación: esperar, aclarar su sentimiento y no proseguir hasta que éste vuelva a estar seguro de sí mismo. En este caso se pueden cometer aún mil errores y se puede escribir el peor libro, pero uno ha sido honrado y no ha pecado contra el Espíritu Santo. Pues también libros mal hechos y malogrados pueden ser sinceros. O si no, la segunda posibilidad de salvación: imaginar ante la obra medio terminada a un lector, al querido lector conocido, al abonado y al comprador de libros, y tratar con todas las fuerzas de dar gusto a este querido lector. Sudermann ha seguido este camino ahora y antes.

Como dije, de teatro no entiendo nada. Pero he oído decir que para el teatro se requiere una cierta audacia inconsciente, también unos colores más burdos, que todo es más masivo y tosco que en los otros géneros literarios. Si es así, quizás Sudermann sea un buen dramaturgo. Eso me alegraría, pues en caso contrario este autor no sirve en absoluto al plan divino con sus obras. Entonces tiene su valor y sentido en otra parte, en la vida privada: pero sería una lástima que en la vida de un autor tan famoso sus obras fuesen precisamente su punto débil.

Con saludos

Su Hermann Hesse