El 22 de enero August Strindberg celebra su sesenta aniversario. A pesar de su fama europea, sigue estando entre nosotros proscrito por los filisteos y sigue siendo increíblemente poco conocido. Se dice que en parte se debe a la deficiencia de las ediciones alemanas. Yo no lo puedo verificar, pero sé que año tras año se leen en nuestro país masas de libros inferiores, en traducciones mucho peores. La gente no ama los originales, prefiere todo de segunda mano. De los rusos le ha tocado a Gorki ser famoso entre nosotros, a sus modelos mucho más importantes no se les conoce. Así sucede casi siempre, sólo gusta lo nuevo, cuando ya se sirve digerido y transformado, rebajado y adornado. Bajo esta maldición sufre también Strindberg, el paria y mártir de la literatura sueca, que entre nosotros suele gozar de bastante popularidad. Hombres apreciados y renombrados intentaron interceder por él, últimamente con mucho calor y fuerza Knut Hamsun, pero fueron palabras al viento. Pero no hay que cansarse de pronunciarlas y así pronunciamos también aquí unas cuantas. Digamos, una vez más, que este inquietante sueco pertenece a las grandes inteligencias de nuestro tiempo, que ha escrito libros bellos, ingeniosamente finos y también libros terribles y conmovedores. Es posible que sea un ser extraño, un neurasténico y aventurero, ante todo es un ser perseguido y acosado y lo es porque su cabeza es demasiado inteligente y audaz e implacable, porque preferimos el agua azucarada.
Este escritor y pensador solitario que pone al descubierto y analiza su persona con la misma naturalidad y hasta fanatismo que todos sus demás asuntos, empieza a envejecer y, aparte de una reputación salvaje y legendaria en Europa, no ha ganado ni sufrido más que persecución y rechazo. No necesita ninguna apología aunque su mala fama esté bien ganada. Pero no sólo ha vivido y quizás disfrutado su vida, sobre todo su vida intelectual, de una manera soberana y sin consideración, también la ha padecido con igual audacia y valor. Le ha gustado sentarse en el banco de los burlones, pero nunca en el de los cómodos y satisfechos de sí mismos, no se han instalado sobre ningún pequeño hallazgo o pequeña adquisición intelectual para disfrutar sus rentas, sino que ha roto un velo tras otro, no ha respetado los pensamientos sino que los ha repensado, no ha dejado de ser revolucionario hasta la vejez. Cierto que de vez en cuando se ha tomado venganza y escrito latigazos, pero no siento necesidad alguna de disculparlos, no quisiera prescindir de ellos. De sus libros quiero citar especialmente: «Elf Einakter» («Once piezas en un acto»), «Am offenen Meer» («Junto al mar abierto»), «Das rote Zimmer» («El cuarto rojo»), «Historische Miniaturen» («Miniaturas históricas»).
(1909)
In memoriam Strindberg
No he conocido en un orden cronológico histórico a los grandes autores problemáticos de la segunda mitad del siglo XIX. Nietzsche fue el único que conocí pronto, en los años de mi adolescencia. Más de una década más tarde se produjeron también encuentros con Dostoievski y Strindberg y mucho después llegué a conocer un poco a Kierkegaard.
Cuando hace aproximadamente cuarenta años tuve el primer encuentro con los libros de August Strindberg, éste pasó pronto a formar parte de la pequeña fila de los poetas-mártires, de aquellos profetas solitarios que no sólo percibían de manera crítica y vivían intelectualmente los aspectos dudosos, enfermos y amenazados de su época, el tiempo aparentemente feliz de la larga paz europea y del liberalismo progresista, sino que también los sufrían biológicamente en sus propios cuerpos y para los que esta problemática del subconsciente se convirtió en dificultad y enfermedad personales, físicas y síquicas. Al leerlo intuí sobrecogido, como lo había intuido con Nietzsche, que ahí estaba uno de los grandes profetas y mártires, un elegido y al mismo tiempo marcado, un sismógrafo delicado de futuras conmociones, un hermano nórdico de Nietzsche. No se me pasó por alto que este fanático de la verdad y de la humanidad amenazada, sufriente y luchador, incluso deseoso de lucha, acusador, obseso y encarnizado, era además un artista importante y en algunas de sus obras de pequeño formato, como las «Piezas en un acto» y las «Miniaturas», un brillante virtuoso.
Pero no por eso me dediqué durante varios años una y otra vez a él, atormentándome sobre todo con sus libros autobiográficos y testimoniales, entre los que durante algún tiempo preferí los de la época parisina. No, no me emocionó y fascinó entonces como artista sino como autor de aquellos libros terribles, dolorosos, un poco monomaniacos, en los que en la entrega de su propia persona y de su propia biografía alcanzaba una noble desvergüenza que más tarde se hizo a través del sicoanálisis familiar a muchos, pero que entonces, solitaria y desafiante como una llama siniestra e inquieta, traía un nuevo, macabro y amenazante tono al ambiente cansino y elegante de aquella época saturada de la preguerra. Sus libros violentos expresaban y gritaban mucha polémica, mucho odio, mucha amargura, muchos malentendidos flagrantes, y de cuando en cuando también maldad vengativa, pero más que todo eso yo intuía en ellos el sufrimiento profundo, devorador y no sólo el sufrimiento solitario y enamorado de sí mismo de un sicópata, sino el sufrimiento universal: un sufrimiento que incumbía a todos. Eso le ganó mi afecto.
(1949)