Esta pequeña guía para crear una biblioteca está hecha de una manera francamente encantadora. Es una guía completamente subjetiva y sólo así se puede alcanzar en este inmenso terreno una cierta objetividad. El que se guíe por este librito hará bien. Está muy por encima de las historias de literatura habituales…
En resumen: comprad por unas monedas el librito de Hesse y estaréis bien servidos. El que lea de verdad lo que en él propone, habrá hecho un buen camino.
K. Tucholsky
La verdadera cultura no es una cultura con un fin determinado, sino que como todo deseo de perfección, tiene su sentido en sí misma. Así como el deseo de fuerza física, habilidad y belleza no tiene ningún objetivo final, por ejemplo, hacernos ricos, famosos y poderosos, sino que lleva su recompensa dentro de sí al potenciar nuestra vitalidad y nuestra confianza en nosotros, al hacernos más alegres y felices y al darnos una mayor sensación de seguridad y salud, del mismo modo el deseo de «cultura», es decir, de perfección intelectual y espiritual no es un camino penoso hacia una meta limitada, sino una ampliación gratificadora y fortalecedora de nuestra conciencia, un enriquecimiento de nuestras posibilidades de vida y felicidad. Por eso la verdadera cultura, igual que el verdadero deporte, es realización y estímulo al mismo tiempo, siempre está en la meta y sin embargo no se detiene nunca, es un caminar por el infinito, un vibrar con el universo y participar en lo intemporal. Su meta no es potenciar determinadas capacidades y energías, sino ayudarnos a dar un sentido a nuestra vida, a interpretar el pasado, a enfrentarnos al futuro sin miedo.
De los caminos que conducen a la cultura, uno de los más importantes es el estudio de la literatura universal, el llegar a familiarizarse poco a poco con el inmenso tesoro de pensamientos, experiencias, símbolos, fantasías e ideales que nos ha dejado el pasado en las obras de los poetas y pensadores de muchos pueblos. El camino es infinito, nadie puede recorrerlo hasta el final, nadie podría estudiar y conocer por completo la literatura de un solo gran pueblo civilizado y mucho menos de toda la Humanidad. En cambio, la incursión inteligente en la obra de un pensador o de un poeta importantes es una satisfacción, una experiencia gratificadora, no de saber muerto, sino de conciencia y conocimiento vivos. Lo fundamental no es haber leído y conocer el mayor número de libros, sino alcanzar a través de una selección personal y libre de obras maestras, a las que nos entregamos por completo en horas de asueto, una idea de la amplitud y riqueza de lo que el hombre ha pensado y deseado y establecer con la propia totalidad, con la vida y el pulso de la Humanidad, una relación vivificadora y armoniosa. Ése es en fin de cuentas el sentido de toda vida en la medida en que no está al servicio de la necesidad desnuda. La lectura no debe «distraernos», sino más bien concentrarnos, no ayudar a evadirnos de una vida sin sentido y aturdimos con un falso consuelo, sino por el contrario, ayudar a dar a nuestra vida un sentido cada vez más elevado y completo.
La selección a través de la cual conocemos la literatura universal, será distinta para cada uno; no depende únicamente del tiempo y del dinero que un lector pueda sacrificar a esta noble necesidad, sino de muchas otras circunstancias. Para uno Platón será el sabio admirado, Homero el poeta más querido, y ambos serán el centro de la literatura desde el que ordenar y juzgar todo lo demás; para otro este lugar estará ocupado por nombres distintos. Uno será capaz de disfrutar formas de verso nobles, de participar en los juegos de fantasía ingeniosos y en la música vibrante del lenguaje, otro se quedará en un terreno estrictamente racional; uno dará siempre la preferencia a las obras de su idioma materno y no deseará leer otras, otro tendrá una especial predilección por los franceses, los griegos o los rusos. A esto se añade que hasta el hombre más sabio que podamos imaginar, conoce sólo unas pocas lenguas, y que todas las obras importantes de otros tiempos y pueblos no sólo no están traducidas al alemán, sino que muchas son intraducibles. La poesía auténtica, la que no se limita a acumular en versos agradablemente construidos temas hermosos, sino la que convierte en símbolo vibrante del mundo y de la vida la música de una lengua creativa, esa poesía permanece siempre ligada a la lengua única del poeta, no sólo a su lengua materna, sino a su lengua de poeta, personal, posible únicamente para él y, por lo tanto, intraducible.
Algunas de las obras poéticas más nobles y valiosas —recordemos los poemas de los trovadores provenzales— pueden ser comprendidas y disfrutadas por muy pocas personas pues su lengua ha desaparecido con la comunidad cultural de la que proceden y sólo se las puede revivir a través de la erudición y el estudio devoto. De todos modos tenemos la suerte de disponer de un tesoro extraordinariamente rico de buenas traducciones de lenguas extranjeras y lenguas muertas.
Lo importante para que el lector establezca una relación viva con la literatura universal es sobre todo que él se conozca a sí mismo y con ello las obras que influyen especialmente sobre él y que no siga cualquier esquema o programa cultural. El lector debe seguir el camino del amor, no el del deber. Obligarse a leer cualquier obra maestra, sólo porque es famosa y porque uno se avergüenza de no conocerla todavía, sería un error. Cada uno tiene que empezar a leer, conocer y amar lo que le resulta natural. Uno descubrirá en sus primeros años de colegio el amor hacia los versos bonitos, otro el amor a la Historia o las leyendas de su patria; otro, quizás, el entusiasmo por las canciones populares y otro, por fin, encontrará que la lectura es sugestiva y gratificadora allí donde los sentimientos de nuestro corazón aparecen estudiados detenidamente e interpretados por una inteligencia superior. Hay mil caminos. Se puede partir del texto escolar, del calendario y terminar en Shakespeare, Goethe o Dante. Cuando tratamos de leer una obra que nos han elogiado, pero que no nos gusta, que nos opone resistencias, que no nos deja entrar en ella, no debemos tratar de dominarla ni por la fuerza ni con paciencia, sino dejarla a un lado. Por eso tampoco debemos animar ni incitar demasiado a los niños y los jóvenes a una determinada lectura; así podemos estropearles las obras más hermosas y quitarles para toda la vida el interés por la verdadera lectura. Que cada uno siga leyendo a partir del poema, la canción, el relato o la meditación que le haya gustado y que desde ahí busque algo parecido.
¡Basta ya de prólogos! La venerable biblioteca universal está abierta a todo el que busca, nadie debe dejarse asustar por su riqueza, porque lo importante no es la cantidad. Hay lectores que tienen bastante con una docena de libros para toda su vida y que, a pesar de todo, son lectores auténticos. Y hay otros que se tragan todo, que saben hablar de todo y su esfuerzo es inútil. Porque cultivarse presupone un sujeto cultivable, un carácter, una personalidad. Donde ésta no existe, donde la cultura se realiza sin sustancia, en el vacío, puede crearse saber, pero no amor, ni vida. Leer sin amor, saber sin respeto, ser culto sin corazón, son los peores pecados contra el espíritu.
Iniciemos ahora nuestro trabajo. Sin ningún ideal erudito, sin pretender ser exhaustivo, siguiendo esencialmente mi experiencia personal de la vida y de lector, voy a intentar describir en estas páginas una pequeña biblioteca ideal de la literatura universal. Sólo quiero dar aún algunos consejos prácticos sobre el trato con los libros.
El que haya recorrido el principio del camino y se haya acomodado un poco en el mundo inmortal de los libros, establecerá pronto una nueva relación, no sólo con el contenido del libro, sino con el propio libro. Una exigencia predicada a menudo es que no sólo hay que leer los libros, sino también comprarlos, y como viejo aficionado y propietario de una biblioteca bastante grande, puedo asegurar por experiencia, que la compra de libros no sirve únicamente para alimentar a los libreros y los autores, sino que la posesión de libros (no sólo su lectura) tiene sus alegrías y su moral particular. Puede ser una alegría y un deporte encantador crearse una bonita biblioteca con muy poco dinero, utilizando las ediciones populares más baratas y estudiando muchos catálogos, con inteligencia, tenacidad y astucia y contra todas las dificultades. Para la persona cultivada y con medios, una de las alegrías más exquisitas, es encontrar la mejor y más bella edición de cada libro favorito, coleccionar libros antiguos raros y dar luego a sus libros encuadernaciones propias, bonitas, ideadas con cariño. Desde la cuidadosa inversión de algún ahorro hasta el lujo más alto se ofrecen aquí muchos caminos, muchas alegrías.
El que comienza a crear una biblioteca propia tratará sobre todo de adquirir buenas ediciones. Por «ediciones buenas» no entiendo las que son valiosas, sino las que ofrecen textos tratados con el auténtico cuidado y respeto que se merecen las obras nobles. Hay algunas ediciones caras, encuadernadas en cuero, adornadas con ilustraciones, e impresas con letras de oro que sin embargo están hechas sin cariño, pésimamente, y hay ediciones populares económicas cuyos editores han trabajado fiel y ejemplarmente. Una mala costumbre, bastante generalizada es que cada editor de un autor anuncie su edición con el título «Obras completas» cuando ésta sólo abarca una selección modesta ¡Y de qué manera tan distinta pueden seleccionar los editores a un autor! Desde luego no es lo mismo que una persona haga una selección sabia partiendo de una admiración y un amor profundos hacia un autor, al que ha leído una y otra vez a lo largo de muchos años, o que cualquier literato al que han hecho ese encargo por casualidad, haga esa selección en un trabajo sin cariño y precipitado. En todas las buenas reediciones hay que estudiar cuidadosamente los textos. Hay, y había, una multitud de obras literarias populares que los editores han copiado los unos a los otros sin consultar las ediciones originales y al final, el texto está plagado de errores, deformaciones y otros fallos. Podría citar ejemplos sorprendentes. Pero desgraciadamente no es posible dar al lector recetas en este sentido, por ejemplo enumerar editores y sus ediciones ejemplares o censurables. Casi todas las editoriales alemanas de clásicos poseen ediciones buenas y ediciones menos afortunadas; en una encontramos la obra más completa de Heine con los textos mejor controlados, pero en cambio a otros autores insuficientemente trabajados. Además esto varía constantemente. Hace poco una prestigiosa editorial cuya colección de clásicos había tratado durante años a Novalis con una sorprendente falta de cariño, presentó una nueva edición de este autor que satisface las más severas exigencias. Pero a la hora de elegir una edición hay que guardarse de mirar más el papel y la encuadernación que la calidad de los textos, y hay que evitar comprar todos los clásicos de la misma edición por la uniformidad externa. Hay que buscar y preguntar hasta descubrir la mejor edición del escritor cuyas obras se quieren comprar. Algunos lectores son ya lo bastante independientes como para decidir ellos mismos de qué autores desean ediciones lo más completas posibles y de cuales les bastan selecciones. De algunos autores no existen actualmente ediciones completas satisfactorias o hay ediciones completas que están desde hace años a punto de publicarse sin que exista ninguna esperanza de verlas terminadas. En esos casos lo mejor es conformarse con una edición moderna menor o adquirir a través de los anticuarios las ediciones antiguas. Existen tres, cuatro ediciones excelentes de algunos autores alemanes, de otros una sola, de algunos, desgraciadamente, ninguna. Falta aún un Jean Paul completo, falta un Brentano suficiente. Los escritos de juventud tan importantes de Friedrich Schlegel que él mismo no incluyó en años posteriores en sus obras, fueron editados de nuevo ejemplarmente hace varias décadas y están agotados desde hace muchos años y nunca se han reeditado. Nuestra época ha realizado después de un olvido de decenas de años, ediciones maravillosas de algunos poetas (Heine, Hölderlin, Droste). Entre las ediciones populares económicas, en las que se pueden encontrar obras de todos los pueblos y tiempos, la biblioteca universal de Reclam sigue indiscutiblemente en cabeza. Poseo de algunos autores que amo y de los que no quiero prescindir de ninguna obra, por pequeña y desconocida que sea, dos y hasta tres ediciones distintas de las que cada una contiene algo que falta en las demás.
Si esto ya sucede con nuestro patrimonio, con las obras de nuestros mejores autores alemanes, la cosa se complica aún más cuando se trata de traducciones de otras lenguas. El número de traducciones clásicas no es precisamente grande; a ellas pertenecen obras como la Biblia alemana de Martín Lutero, y el Shakespeare alemán de Schlegel-Tieck. En estas traducciones magistrales nuestro idioma se ha apropiado de obras de una lengua extranjera por largo tiempo, pero no eternamente. Ese «tiempo largo» se acaba una vez y la Biblia de Lutero por ejemplo, no sería comprendida por la mayoría de nuestro pueblo si no fuese refundida lingüísticamente y adaptada constantemente a los tiempos nuevos. Está a punto de publicarse una Biblia alemana completamente nueva cuya traducción ha sido dirigida por Martin Buber y en la que apenas reconocemos el libro familiar de nuestra infancia, tanto ha cambiado su forma. El alemán de la Biblia de Lutero está muy cerca del límite de edad que pueden alcanzar obras de nuestra lengua. El alemán de 1500 ha quedado ya muy lejos del alemán actual. Una excepción singular es la relación del pueblo italiano con Dante, de cuyo poema muchísimos italianos conocen aún hoy de memoria largos pasajes. Ningún otro autor ha alcanzado en Europa esa edad sin haber sufrido muchas transformaciones o haber sido traducido. Pero para nosotros la cuestión de qué traducción leer de Dante no tiene respuesta, cualquier traducción es sólo una aproximación y precisamente donde nos sentimos conmovidos por algún pasaje de una traducción buscamos ansiosos el original y tratamos de penetrar en el italiano antiguo de los venerables versos.
Nos disponemos, pues, a construir una pequeña y buena biblioteca universal y ya nos topamos con un principio fundamental de toda historia cultural que las obras más antiguas son las que menos envejecen. Lo que hoy está de moda y causa sensación puede ser rechazado mañana; lo que hoy es nuevo e interesante ya no lo es pasado mañana. Pero la obra que ha sobre vivido varios siglos y no ha sido olvidada o ha desaparecido, no sufrirá probablemente ya grandes altibajos en su valoración en nuestra época. Comencemos con los testimonios más antiguos y sagrados del espíritu humano, los libros de las religiones y los mitos. Aparte de la Biblia, conocida por todos nosotros, pongo al principio de nuestra colección de libros esa parte de la antigua sabiduría india llamada Vedanta o final del Veda, en forma de una selección de las Upanishads. También hay que incluir aquí una selección de los discursos de Buda, sin olvidar el poema de Gilgamés procedente de Babilonia, el imponente canto del gran héroe que lucha con la muerte. De la antigua China tomamos las conversaciones de Confucio, el «Tao-te-King» de Lao-Tse y las maravillosas parábolas de Dschuang Dse. Así hacemos sonar los acordes básicos de toda la literatura humana: el afán de norma y ley, tal y como está expresado ejemplarmente en el Antiguo Testamento y en Confucio; la búsqueda premonitoria por alcanzar la liberación de la insuficiencia terrena tal como la anuncian los hindúes y el Nuevo Testamento; el conocimiento secreto de la eterna armonía más allá del mundo real, incansable, multiforme; la veneración de las fuerzas de la naturaleza y del alma en forma de dioses y casi simultáneamente el saber o la intuición de que los dioses sólo son símbolos y que la fuerza y la debilidad, la alegría y el dolor de la vida han sido puestos en manos del hombre. Todas las especulaciones del pensamiento abstracto, los juegos de la poesía, el pesar por la fugacidad de nuestra existencia, el consuelo y el humor encontraron ya expresión en estos pocos libros, También debe figurar aquí una selección de la poesía clásica de los chinos.
De las obras posteriores de Oriente es imprescindible la gran colección de cuentos «Las mil y una noches», una fuente de placer infinito, el libro de cuentos más rico del mundo. Aunque todos los pueblos del mundo han escrito cuentos maravillosos, de momento nos contentamos para nuestra colección con este clásico libro mágico, al que añadiremos únicamente nuestros propios cuentos populares alemanes en la colección de los hermanos Grimm. Nos gustaría disponer de una buena antología de la lírica persa, pero desgraciadamente no existe ninguna versión poética alemana, solamente Hafiz y Omar Khayam han sido traducidos a menudo.
Llegamos a la literatura europea. Del mundo rico y grandioso de la literatura antigua, elegimos sobre todo los dos grandes poemas de Homero, con ellos tenemos todo el aire y el ambiente de la Grecia antigua. Incluimos también a los tres grandes trágicos Esquilo, Sófocles y Eurípides, a los que añadimos la «Antología», la selección clásica de los autores líricos. Nos adentramos en el mundo de la sabiduría griega y nos encontramos de nuevo con un hueco doloroso: Sócrates, el sabio más significativo y quizás más importante de Grecia; tenemos que buscarlo en los fragmentos de otros autores, sobre todo de Platón y Jenofonte. Un libro que recopilase de manera clara los testimonios más valiosos sobre la vida y doctrina de Sócrates sería una auténtica dicha. Los filólogos no se atreven a emprender ese trabajo que de hecho sería muy delicado. En nuestra biblioteca no incluyo a los verdaderos filósofos. En cambio Aristófanes es imprescindible, sus comedias inician dignamente la gran serie de humoristas europeos. También acogemos al menos uno o dos volúmenes de Plutarco, el maestro de la biografía heroica. Luciano, el maestro de las fábulas satíricas, tampoco debe faltar. Nos falta aún algo importante: un libro que narre las historias de los dioses y héroes griegos. Los libros populares existentes de las mitologías son insuficientes. A falta de otra obra recurrimos a las «Sagen des klassischen Altertums» («Leyendas de la Antigüedad clásica») de Gustav Schwab, que describen correctamente la mayoría de los mitos más bonitos. En nuestro tiempo Schwab ha hallado por cierto un seguidor importante: Albrecht Schäfer ha iniciado un libro de leyendas griegas cuya primera parte ha aparecido y promete mucho.
Entre los romanos siempre he preferido los historiadores a los poetas, no obstante, incluiremos a Horacio, Virgilio y Ovidio, pero colocaremos junto a ellos también a Tácito al que añadiré a Suetonio, así como el «Satiricón» de Petronio, esa divertida novela de costumbres de la época de Nerón, y el «Asno de oro» de Apuleyo. En estas dos obras vemos la decadencia interior del mundo antiguo en la época imperial romana. Junto a estos libros mundanos y algo juguetones de la Roma decadente, coloco una impresionante obra antagónica, escrita también en latín, pero procedente de otro mundo, el mundo del cristianismo: las «Confesiones» de San Agustín. La temperatura algo fría del antiguo mundo romano cede a otra atmósfera más amplia, la del principio de la Edad Media.
El mundo espiritual de la Edad Media, conocida entre nosotros hasta hace poco como la «oscura Edad Media», ha sido estudiado muy poco por nuestros padres y abuelos, y por eso poseemos de la literatura en latín de aquellos siglos pocas ediciones y traducciones modernas; una excepción honrosa la constituye la extraordinaria obra de Paul von Winterfeld: «Deutsche Dichter des lateinischen Mittelalters» («Autores alemanes del Medievo latino») que incluyo gustosamente en nuestra biblioteca. Como síntesis y cumbre del magnífico espíritu medieval pervive en la literatura la «Divina Comedia» de Dante, una obra que fuera de Italia y de los círculos eruditos sólo es leída seriamente por algunos pocos, pero que sigue irradiando una fuerte influencia, uno de los grandes libros milenarios de la humanidad.
Como libro de la antigua literatura italiana que le sigue en el tiempo elegimos el «Decamerón» de Boccaccio. Esta famosa colección de cuentos, que entre los puritanos goza de mala fama por sus audacias, es la primera gran obra maestra del arte narrativo europeo, está escrita en un italiano antiguo maravillosamente vivo y ha sido traducida muchas veces a todas las lenguas civilizadas. Pero hay que tener cuidado con las ediciones malas que son muchas. Entre las ediciones alemanas modernas, recomiendo la de la editorial Insel. Ninguno de los numerosos seguidores de Boccaccio que durante tres siglos escribieron muchas novelas famosas, le alcanza, pero una selección de ellos (existe una de Paul Ernst en la editorial Insel, y recientemente una voluminosa selección de tres tomos en la editorial Lamben Schneider) no debe faltar en nuestra lista.
No podemos prescindir entre los narradores en verso del Renacimiento italiano de Ariosto, el autor del «Orlando furioso», un laberinto encantador, romántico, lleno de imágenes fascinantes e ideas exquisitas, modelo para numerosos seguidores, de los que Wieland fue quizás el último y mejor. Coloquemos cerca los sonetos de Petrarca y no olvidemos los poemas de Miguel Ángel, cuyo pequeño y austero libro aparece solitario y orgulloso en medio de su época. Como testimonio del tono y ambiente de la vida del Renacimiento italiano incluimos también la autobiografía de Benvenuto Cellini. La literatura italiana posterior interesa ya poco para nuestra selección, quizás incluiremos aún dos o tres comedias de Goldoni y cuentos románticos de Gozzi, y luego en el siglo XIX los extraordinarios líricos Leopardi y Carducci.
Entre lo más hermoso que ha producido la Edad Media figuran las leyendas heroicas cristianas de Francia, Inglaterra y Alemania, sobre todo las de la Tabla Redonda del rey Arturo. Parte de estas leyendas, extendidas por toda Europa, se encuentra recogida en los «Deutsche Volksbücher» que merecen un sitio de honor en nuestra colección. La mejor edición moderna es la que ha hecho Richard Benz. Debe figurar junto al «Nibelungenlied» y el «Gudrunlied», aunque no son como éstos poemas originales sino versiones traducidas de distintas lenguas de temas ampliamente difundidos. Los poemas de los trovadores provenzales ya se mencionaron. Siguen Walther von der Vogelweide, Gottfried von Strassburg, Wolfram von Eschenbach, cuyas obras (es decir los poemas de Walther, el «Tristan» de Gottfried y el «Parcival» de Wolfram) acogemos agradecidos en nuestra biblioteca, al igual que una buena selección de los cantares de los Minnesänger. Hemos llegado así al final de la Edad Media. Con la decadencia de la literatura cristiano-latina y de las grandes fuentes de las leyendas surge en Europa, en la vida y la literatura, algo nuevo. Las distintas lenguas nacionales sustituyen paulatinamente al latín y en lugar de una literatura monacal anónima, aparece una literatura ciudadana e individual (como sucedió en Italia con Boccaccio).
En Francia florece entonces, solitario y salvaje, un poeta extraordinario, Villon, cuyos impresionantes poemas son únicos. Sigamos con la literatura francesa y encontramos algunas obras imprescindibles para nosotros: por lo menos necesitamos un volumen de los ensayos de Montaigne, luego «Gargantúa» y «Pantagruel» de François Rabelais, el riente maestro del humor y fustigador de los mediocres, luego los «Pensées» y quizás también las «Provinciales» de Pascal, el piadoso solitario y ascético pensador. De Corneille tenemos que quedarnos con «Le Cid» y «Horace»; de Racine con «Phèdre», «Athalie» y «Berenice», así reunimos a los padres y clásicos del teatro francés, pero aún falta el tercer astro, el autor de comedias Moliere, cuyas obras maestras añadimos en un volumen antológico. Pensamos consultar a menudo a este maestro de la sátira, el creador del Tartufo. Las fábulas de Lafontaine y «Télémaque» del refinado Fenelon tampoco deberían faltar. Podemos prescindir creo de los dramas de Voltaire, igual que de sus poemas, pero necesitamos uno o dos volúmenes de su brillante prosa, sobre todo el «Candide» y «Zadig» cuyo sarcasmo y buen humor fueron para el mundo durante algún tiempo un modelo del llamado ingenio francés. Francia tiene muchas caras, también la Francia de la Revolución, y así aparte de Voltaire necesitamos el «Figaro» de Beaumarchais y «Les Confessions» de Rousseau. Ahora me doy cuenta de que he olvidado el «Gil Blas» de Lesage, la maravillosa novela picaresca, y «Manon Lescaut», conmovedora historia de amor del Abbé Prévost. Sigue el romanticismo francés y su heredera, la serie de los grandes novelistas. ¡Aquí citaría cientos de títulos! Pero atengámonos a lo realmente único e insustituible. Ahí están sobre todo las novelas «Le Rouge et le Noir» y «La Chartreuse de Parma» de Stendhal (Henry Beyle), en la lucha entre un alma ardiente y una razón superior, desconfiada y alerta, producen un tipo completamente nuevo de literatura. No menos único es el libro de poemas de Baudelaire «Les fleurs du mal». Junto a estos autores las amables figuras de Musset y de los narradores románticos llenos de encanto como Gautier y Murger, resultan pequeños. Sigue Balzac de cuyas novelas debemos poseer por lo menos «Le Père Goriot», «Eugénie Grandet», «La Peau de Chagrin» y «La Femme de trente ans». A estos libros violentos, añadimos las magistrales y nobles novelas cortas de Mérimée y las obras principales de Flaubert, el prosista francés más sutil, «Madame Bovary» y «L’éducation sentimentale». De aquí bajamos algunos peldaños hasta Zola que, sin embargo, también debe estar presente, por ejemplo con «L’assomoir» o «La faute de l’abbé Mouret» y también Maupassant con algunas de sus bonitas novelas cortas, ligeramente mórbidas. Así llegamos a la frontera del tiempo moderno que no queremos traspasar, si no tendríamos que enumerar aún algunas obras nobles. Pero no debemos olvidar los poemas de Paul Verlaine, quizás los más inspirados y delicados de toda la poesía francesa.
En la literatura inglesa comenzamos con «The Canterbury Tales» de Chaucer (final del siglo XIV), en parte inspirados en Boccaccio, pero con un tono más moderno; es el primer autor inglés propiamente dicho. Junto a su libro colocamos las obras de Shakespeare, no en forma de selección, sino en su totalidad. Nuestros maestros han hablado con mucho respeto de «Paradise Lost» de Milton, pero ¿lo ha leído alguno de nosotros? No. De modo que renunciamos a él, quizás injustamente. Las cartas de Chesterfield a su hijo no constituyen un libro virtuoso, pero lo incluiremos. De Swift, el genial irlandés, el autor del «Gulliver», tomamos todo lo que podemos; su gran corazón, su amargo humor, su genialidad solitaria compensan sobradamente todas las extravagancias de su extraño carácter.
Entre las numerosas obras de Daniel Defoe nos importan «Robinson Crusoe» y «The Fortunes and Misfortunes of the Famous Moll Flanders», con ellas comienza la espléndida serie de las novelas clásicas inglesas. Nos quedamos quizás también con «Tom Jones» de Fielding y «The Adventures of Peregrine Pickle» de Smollet, pero sin dudarlo con «Tristram Shandy» de Sterne y su «A Sentimental Journey», dos libros auténticamente ingleses que pasan del sentimentalismo al humor más peculiar. De Ossian, el bardo romántico, tenemos bastante con lo que hallamos en el «Werther» de Goethe. No debemos olvidar los poemas de Shelley y de Keats que forman parte de lo más hermoso que hay en poesía. De Byron, en cambio, a pesar de lo mucho que admiro a este superhombre romántico, nos contentamos con uno de sus grandes poemas, preferiblemente con «Childe Harold». También incluimos por piedad una de las novelas históricas de Walter Scott, por ejemplo «Ivanhoe». Y del desdichado Quincey tomamos, aunque es un libro muy patológico, «Confessions of an English Opium-Eater». No debemos olvidar un volumen de ensayos de Macaulay y de Carlyle, el amargo, además de «On Heroes» quizás «Sartor Resartus» por su humor tan típicamente inglés. Luego vienen las grandes estrellas de la novela: Thackeray con «Vanity Fair» y «The Book of Snobs», y Dickens, a pesar de su sentimentalismo ocasional, el más grande narrador inglés con su corazón bondadoso y su espléndido humor, del que debemos incluir por lo menos los «Pickwick Papers» y «David Copperfield». Entre sus seguidores nos parece especialmente importante Meredith, sobre todo por «The Egoist» y quizás también «Richard Feverel». Las hermosas poesías de Swinburne (aunque extraordinariamente intraducibles) no deben faltar, tampoco uno o dos volúmenes de Oscar Wilde, sobre todo su «Dorian Gray» y algunos ensayos. La literatura americana puede estar representada por un volumen de novelas cortas de Poe, el poeta del miedo y del horror, y los audaces poemas patéticos de Walt Whitman.
De España escogemos sobre todo el «Don Quijote» de Cervantes, uno de los libros más grandiosos y al mismo tiempo más encantadores de todos los tiempos, la historia del caballero errante y sus luchas con seres malvados imaginarios y de su rollizo escudero Sancho, dos figuras inmortales. Pero tampoco renunciamos a las novelas cortas del mismo autor, verdaderas joyas de un arte superior de la narrativa. También necesitamos una de las famosas novelas picarescas españolas, precursoras del buen Gil Blas. La elección es difícil, me decido por «La vida del Buscón» de Quevedo y Villegas, una obra sabrosa llena de aventuras violentas y bromas increíbles. De los autores dramáticos españoles de los que hay un número considerable y noble, me parece imprescindible Calderón, el gran autor del Barroco, el mago de un escenario tanto mundano y pomposo como espiritual y edificante.
Nos quedan todavía por recorrer diversas literaturas, como la holandesa y flamenca, de la que elegimos el «Tyl Ulenspegel» de Coster y «Max Havelaar» de Multatuli. La novela de Coster, una especie de hermano tardío de Don Quijote, es una obra épica del pueblo flamenco. «Havelaar» es el libro principal del mártir Multatuli que hace algunos decenios dedicó su vida a la lucha en favor de los malayos explotados.
Los judíos, el pueblo disperso, han dejado en muchísimos países y en muchas lenguas del mundo obras que no debemos olvidar. Hay que incluir aquí los poemas e himnos hebreos del judío español Jehuda Halevy, y las leyendas más bonitas de los judíos hasídicos. Las encontraremos en la traducción clásica de Martin Buber en sus libros «Baalschem» y «Der grosse Maggid» («El gran Maggid»).
Del mundo nórdico nos quedamos para nuestra colección con los «Lieder del alten Edda» («Cantares de la vieja Edda») traducidos por los hermanos Grimm, y con una de las sagas islandesas, por ejemplo la del escaldo Egil o una selección y versión como el «Isländerbuch» («Libro de los islandeses») de Bonus. De las literaturas escandinavas más modernas escogemos los cuentos de Andersen, las narraciones de Jacobsen, las obras principales de Ibsen y varios volúmenes de Strindberg, aunque estos dos últimos no tengan quizás en el futuro tanta importancia. La literatura rusa del siglo pasado es especialmente rica. Como Pushkin, el gran clásico de la lengua rusa, pertenece a los autores intraducibles, comenzamos con Gogol, cuyas «Almas muertas» y relatos menores incluimos en nuestra biblioteca. De Turgeniev tomamos «Padres e Hijos», una obra maestra ya un poco olvidada y «Oblomov» de Gontcharov. De Tolstoi, cuyo enorme talento artístico ha sido olvidado a veces ante la problemática de sus sermones y esfuerzos reformistas, necesitamos por lo menos las novelas «Guerra y paz» (quizás la novela rusa más hermosa) y «Ana Karenina», pero tampoco queremos prescindir de sus cuentos populares. Y de Dostoievski no debemos olvidar ni los «Karamazov», ni «Crimen y castigo», y tampoco su obra más espiritual «El idiota».
Hemos estudiado las literaturas de algunos pueblos desde China hasta Rusia, desde el principio de la Edad Antigua hasta el límite de nuestros días, y hemos encontrado una gran cantidad de obras dignas de ser admiradas y queridas. Sin embargo, no hemos pasado aún revista a nuestro mayor tesoro, la literatura alemana. Únicamente hemos aludido al «Nibelungenlied» y a algunos fenómenos de la Baja Edad Media. Ahora queremos estudiar con especial cariño este mundo, la literatura alemana desde 1500 aproximadamente y escoger las obras que creemos querer más, y con las que creemos estar más identificados.
De Lutero hemos nombrado ya al principio la obra capital: la Biblia alemana. Pero queremos también un volumen de sus escritos menores, ya sea algunos de los que contienen sus panfletos más populares o una selección de los discursos o un libro como el publicado en 1871 «Lutherals deutscher Klassiker» («Lutero como clásico alemán»). Durante la Contrarreforma aparece en Breslau un hombre y poeta singular, de cuya obra nos interesa solamente un delgado librito de versos, uno de los frutos más sublimes de la religiosidad y poesía alemanas: el «Cherubinische Wandersmann» («El caminante querubínico») de Ángelus Silesius. Por lo que se refiere a la lírica anterior a Goethe, nos puede bastar una de las muchas selecciones existentes. En la época de Lutero, el popular poeta de Nuremberg, Hans Sachs, nos parece absolutamente digno de figurar en nuestra colección. A éste sigue el «Simplizissimus» de Grimmelshausen, que refleja salvaje y feroz la época de la Guerra de los Treinta Años, una obra maestra por su vitalidad y originalidad exuberante. Más modesto, pero sin duda digno de nuestro amor, le acompaña «Schelmuffski» de Christian Reuter, humorista lleno de vida. En esta zona de nuestra biblioteca colocamos también las aventuras del barón de Münchhausen, escritas en el siglo XVIII. Y ahora nos encontramos en el umbral del gran siglo de la literatura alemana moderna. Con alegría colocamos los volúmenes de Lessing; no hace falta que sean las obras completas, pero deben contener algunas cartas. ¿Klopstock? Sus odas más bonitas las encontramos en nuestra antología; con ellas nos contentamos. Con Herder la cosa es difícil, está muy olvidado y seguramente no ha terminado aún de jugar su papel. Vale la pena hojearlo y leerlo de vez en cuando, aunque ninguna de sus obras importantes se mantenga en su totalidad. En Reclam existe una buena antología y también en Kröner.
También en el caso de Wieland es absolutamente innecesaria una edición completa de sus obras, pero su «Oberon» y quizás la historia de los abderitas («De Abderiten») no deben faltar. Amable, ingenioso, un calígrafo único de la forma, inspirado en el mundo antiguo y los franceses, partidario de la Ilustración, pero no a costa de la fantasía, Wieland es una figura singular demasiado olvidada.
Incluiremos en nuestra colección la edición más bonita y completa de Goethe que nuestros medios nos permitan. Podemos prescindir de los dramas menores y de algunos ensayos y críticas, pero debemos poseer las demás obras, también los poemas en su totalidad. En estos volúmenes se expresa el destino del alma y muchas cosas se formulan de manera definitiva. ¡Qué camino desde el «Werther» hasta la «Novelle», desde los primeros poemas hasta la segunda parte del Fausto! Además de las obras necesitamos también los documentos biográficos más importantes, las conversaciones con Eckermann y parte de la correspondencia, sobre todo la que mantuvo con Schiller y la señora von Stein. El círculo de amigos del joven Goethe produjo algunas obras, la más bonita es quizás «Heinrich Stillings Jugend» («La juventud de Heinrich Stillings») de Jung-Stilling. Colocamos este apreciado libro cerca de Goethe y también una selección de escritos de Matthias Claudius, el «Wandsbecker Bote» («El mensajero de Wandsbeck»).
En el caso de Schiller tiendo a hacer concesiones. Aunque no releo casi nunca sus escritos, este hombre, su espíritu y su vida me resultan grandes y subyugantes. Preferimos sus escritos en prosa (los históricos y los estéticos) y sus grandes poemas de la época alrededor de 1800 y añadimos el libro «Schillers Gespräche» («Conversaciones de Schiller») de Petersen. Me gustaría incluir aún otras obras de esa época, libros de Musäus, Hippel, Thümmel, Moritz, Seume, pero tenemos que ser rigurosos y en una biblioteca que prescinde de Musset y de Victor Hugo, no podemos introducir disimuladamente gentilezas de menor formato. De todos modos aún tenemos que incorporar de la época singular de 1800, la época espiritualmente más rica de Alemania, una serie de autores de primer rango que debido en parte a ciertas corrientes del tiempo y a una historiografía literaria muy limitada, estaban olvidados o increíblemente subvalorados. En historias populares de la literatura que sirven de manuales a miles de estudiantes, encontramos, aún hoy, sobre Jean Paul, uno de los espíritus alemanes más grandes, juicios copiados de una crítica ya caduca en los que no queda nada de la imagen de este autor. Nosotros nos vengamos incluyendo en nuestra biblioteca la edición más completa que podamos encontrar de Jean Paul. El que lo considere excesivo, que sienta al menos la aplicación de poseer sus obras principales: «Flegeljahre», «Siebenkäs» y «Titan». Tampoco podemos olvidar el «Schatzkästlein» y los poemas alemanes del narrador de anécdotas clásico, J. P. Hebel.
Existen actualmente varias ediciones buenas y completas de Hölderlin y colocamos con devoción una de ellas en nuestra biblioteca; a menudo conjuraremos esta noble sombra y escucharemos esa mágica voz. Las obras de Novalis y de Clemens von Brentano le harán compañía, aunque por desgracia falta una edición realmente satisfactoria de Brentano. Sus narraciones y cuentos no han caído nunca del todo en el olvido, pero sólo unos pocos han descubierto la profunda música del lenguaje de sus poemas. «Clemens Brentanos Frühlingskranz» («La corona primaveral de Clemens Brentano») es un monumento común dedicado a él y su hermana Bettina. «Des Knaben Wunderhorn» («El muchacho y el cuerno maravilloso»), la antología de canciones populares alemanas realizada por él y Arnim, debe figurar naturalmente en nuestra biblioteca como una de los libros alemanes más bonitos y originales. De Arnim nos quedamos con una buena selección de sus novelas cortas en la que no deberán faltar obras espléndidas como «Die Majoratsherren» («Los mayorazgos») e «Isabella von Ägypten» («Isabel de Egipto»). Siguen algunas narraciones de Tieck, sobre todo «Der blonde Eckbert»; «Des Lebens Überfluss» («La abundancia de la vida») y «Aufruhr in den Cevennen», así como «Der gestiefelte Kater» («El gato con botas»), probablemente la obra más divertida del romanticismo Alemán. De Görres falta desgraciadamente una edición adecuada. Tampoco ha vuelto a editarse desde hace muchos años una obra maestra como la «Geschichte Merlins» («La historia de Merlin») de Friedrich Schlegel. De Fouqué nos interesa solamente la sugestiva «Undine».
Las obras de Heinrich von Kleist deben figurar en su totalidad, tanto los dramas como las narraciones, los ensayos y las anécdotas. También este autor fue descubierto tarde por su pueblo. De Chamisso nos contentamos con «Peter Schlemihl», aunque a este librito le corresponde un lugar de honor. De Eichendorff tomamos la edición más completa: aparte de sus poemas y del popular «Taugenichts» («El vagabundo») deben estar presentes las restantes narraciones; en cambio sus obras de teatro y sus escritos teóricos no son imprescindibles. De E. T. A. Hoffmann, el narrador más brillante del romanticismo, deberíamos tener varios volúmenes, no sólo sus historias cortas más populares, sino también la novela «Elixire des Teufels» («Los elixires del diablo»).
Los cuentos de Hauff y los poemas de Uhland no son obligatorios, más importantes son los poemas de Lenau y de Annette Droste, dos extraordinarios músicos del lenguaje. De los dramas de Friedrich Hebbel, uno o dos volúmenes, además de sus diarios, al menos en forma de selección; tampoco debe faltar una edición decente, no demasiado breve, de las obras de Heine (¡también su prosa!). Luego una edición bonita, abundante de Mörike, sobre todo los poemas, después «Mozart» y «Hutzelmännlein» («Duendecillo») y quizás también «Der Maler Nolten». Podemos seguir con Adalbert Stifter, el último clásico de la prosa alemana, con «Nachsommer» («Veranillo»), «Witiko», «Studien» («Estudios») y «Bunte Steine» («Piedras de color»). En Suiza nacen en el último siglo tres narradores importantes para la literatura en lengua alemana: Jeremías Gotthelf de Berna, el magnífico autor épico de los campesinos Gottfried Keller y C. F. Meyer de Zurich. De Gotthelf nos quedamos con las dos novelas de «Uli», de Keller con el «Grüne Heinrich», «Die Leute von Seldwyla» («La gente de Seldwyla») y también el «Sinngedicht»; de Meyer con «Jürg Jenatsch». De ambos existen también poemas notables como otros nombres de poetas que no hemos mencionado los buscaremos en una de las buenas antologías de lírica moderna que existen. El que quiera podrá quedarse también con «Ekkehard» de Scheffel. También quiero interceder en favor de Wilhelm Raabe: no deberíamos olvidar su «Abu Telfan» y «Schüderump». Pero aquí terminamos, naturalmente no para cerrarnos al mundo moderno de los libros, no, también debe haber sitio para él en nuestros pensamientos y en nuestra biblioteca, pero constituye un tema aparte. A nuestro tiempo no le corresponde juzgar sobre lo que ha de figurar en el patrimonio que sobreviva a las generaciones.
Al contemplar mi trabajo al final de mi periplo, no puedo ocultar su carácter incompleto y desigual. ¿Es correcto incluir en una biblioteca universal las aventuras del barón de Münchhausen y prescindir de la Bhagavad-Gita hindú? ¿Es acaso justo omitir a los maravillosos autores de comedias de la España antigua, las canciones populares de los serbios y los cuentos de hadas irlandeses y tantas otras cosas? ¿Acaso pesa un volumen de novelas cortas de Keller más que Tucídides, y «Maler Nolten» más que el «Panchatantra» hindú, o el libro de oráculos chino «I Ging»? Es fácil entonces tachar mi selección de literatura universal de extremadamente subjetiva y caprichosa. Pero será difícil, por no decir imposible, sustituirla por otra absolutamente justa y objetiva. Para eso tendríamos que incluir a todos aquellos autores y obras que estamos acostumbrados a encontrar desde niños en todas las historias de la literatura y cuyos resúmenes aparecen una y otra vez en todos los manuales; porque para leerlas realmente es demasiado breve la vida. Y para ser sincero, un bonito verso de un poeta alemán cuya melodía puedo disfrutar hasta en sus últimas vibraciones, me puede dar mucho más que la obra más venerable de la literatura sánscrita, si a ésta sólo puedo acceder a través de una traducción rígida e indigesta. Además el conocimiento y la valoración de los autores y sus libros están sometidos a menudo a un destino in cierto. Hoy admiramos autores que hace veinte años era imposible encontrar en una historia de la literatura (¡Por Dios!) Ahora me doy cuenta de una omisión grave: olvidé a Georg Büchner (muerto en 1837), el autor del «Woyzeck», de «Danton», de «Leonce und Lena». ¡Naturalmente este autor no puede faltar!). Lo que hoy nos parece importante y vivo de la literatura alemana de la época clásica no es en absoluto lo mismo que lo que un buen conocedor de esta literatura hubiese considerado imperecedero hace sólo veinticinco años. Mientras el pueblo alemán leía el «Trompeter von Säckingen» («El trompetista de Säckingen») y los eruditos nos recomendaban en sus manuales a Theodor Körner como clásico, Büchner era desconocido, Brentano había sido completamente olvidado y Jean Paul figuraba en la lista negra como genio caótico. Así nuestros hijos y nietos encontrarán los criterios y valoraciones actuales muy anticuados. Contra eso no se puede hacer nada, ni siquiera con la erudición. Pero el vaivén eterno de las valoraciones, este olvido de espíritus que vuelven a ser descubiertos y celebrados años más tarde, no es debido únicamente a la debilidad e inconstancia humanas, depende también de leyes que no podemos formular exactamente, pero que podemos intuir y sentir. Los bienes espirituales que han demostrado su validez y han perdurado más allá de un cierto plazo, pertenecen al patrimonio de la humanidad y pueden ser descubiertos y examinados de nuevo y despertar a una nueva vida en cualquier momento según las corrientes y necesidades espirituales de cada generación. Nuestros abuelos no sólo tuvieron una idea de Goethe completamente distinta a la nuestra, no sólo olvidaron a Brentano y sobrevaloraron a Tiedge y Redwitz y a otros autores de moda, sino que tampoco conocieron el «Tao-te-King» de Lao-Tse, uno de los grandes libros de la humanidad, porque el redescubrimiento de la antigua China y de su sabiduría fue cosa de nuestro mundo y nuestro tiempo, no cosa de nuestros abuelos. En cambio hoy hemos perdido de vista algunas grandes y maravillosas regiones del mundo del espíritu que eran bien conocidas por nuestros antecesores y que tendrán que ser redescubiertas por nuestros nietos.
No cabe duda de que al construir nuestra pequeña biblioteca ideal, hemos actuado de una manera bastante burda, hemos pasado por alto tesoros, hemos omitido importantes ámbitos culturales. ¿Qué sucede por ejemplo con los egipcios? ¿Esos milenios de una cultura tan elevada y homogénea, esas dinastías esplendorosas, esa religión con sus poderosos sistemas y su impresionante culto a la muerte? ¿No significan nada para nosotros, no han dejado en nuestra biblioteca ninguna huella? Y, sin embargo, así es. La historia de Egipto pertenece para mí al terreno de los libros ilustrados, una clase de libros que he omitido por completo en nuestro examen. Sobre el arte de los egipcios existen varias obras, especialmente las de Steindorff y Fechheimer, con ilustraciones maravillosas, que he tenido a menudo entre mis manos y de ellas sé lo que creo saber sobre Egipto. Pero no conozco ningún libro que nos acerque la literatura de Egipto. Hace años leí con mucho interés una obra sobre la religión de los egipcios en la que figuraban fragmentos de textos, leyes, inscripciones funerarias, himnos y oraciones, pero por mucho que me interesó el libro, en su conjunto me dejó poco; era bueno y correcto, pero no era un libro clásico. Por eso falta Egipto en nuestra colección. Ahora vuelvo a percatarme de un olvido inconcebible y de una omisión lamentable. La idea que tengo sobre Egipto no se basa, pensándolo bien, solamente en esas obras ilustradas, ni en ese libro de la historia de la religión, sino sobre todo en la lectura de un escritor griego al que quiero mucho, Herodoto, que era un enamorado de los egipcios, a los que tenía en mayor estima que a sus compatriotas jónicos. Y había olvidado completamente a Herodoto. Hay que subsanar ese error pues merece ocupar un sitio de honor entre los griegos.
Cuando contemplo y estudio la lista que hemos elaborado de nuestra biblioteca ideal, veo que es bastante incompleta y defectuosa, pero no es esta característica la que más me molesta en ella. Cuanto más trato de imaginarme como conjunto esta colección de libros hecha de manera subjetiva y sin pedantería, pero partiendo de ciertos conocimientos y experiencias, tanto más me parece que adolece, no de subjetividad y arbitrariedad, sino más bien de lo contrario. Nuestra pequeña biblioteca ideal es a pesar de sus defectos, en el fondo, demasiado ideal, me resulta demasiado ordenada, se parece demasiado a un cofrecito de joyas. Es posible que haya olvidado esto o aquello, pero las perlas más bonitas de la literatura de todos los tiempos están presentes; en calidad y valor objetivo no puede superarse nuestra colección. Si delante de esta biblioteca ideada por nosotros trato de imaginarme quién podría ser su creador y propietario me resulta imposible, no es ni un viejo obstinado erudito de rostro ascético y de ojos hundidos de no dormir, ni es un hombre de mundo en su bonita casa moderna, ni un médico rural, ni un religioso, ni una dama. Nuestra biblioteca es muy bonita y muy ideal, pero demasiado impersonal; su catálogo está hecho de tal manera que en sus fundamentos podría haber sido imaginado por cualquier viejo amigo de los libros. Si tuviese ante mis ojos nuestra biblioteca pensaría: una colección excelente, todo piezas que han demostrado su validez, pero ¿es que el propietario de estos libros no tiene ninguna afición, ninguna predilección, ninguna pasión, no tiene en el corazón nada más que historia de la literatura? Si tiene dos novelas de Dickens y dos de Balzac, será porque se las ha dejado endosar. Si hubiese elegido verdaderamente de una manera personal y espontánea le gustarían los dos autores y tendría de ambos el mayor número de obras, o preferiría uno a otro, le gustaría más el simpático, amable y encantador Dickens que el a veces brutal Balzac, o por el contrario le gustaría poseer todos los libros de éste y echaría de su biblioteca a Dickens por demasiado dulce, bueno y burgués. Para que una biblioteca me satisfaga, debe tener un carácter personal de este tipo.
No veo por lo tanto otro camino que volver a desordenar nuestro catálogo demasiado correcto, demasiado objetivo, para mostrar cómo es el trato personal, espontáneo y apasionado con los libros y confesar algunas de mis pasiones de lector. Me acostumbré muy pronto a convivir con los libros y siempre aspiré a una lectura de la literatura universal que eligiese de una manera inteligente y justa. He bebido de muchas fuentes y me he impuesto la obligación de conocer y entender cosas que eran extrañas para mí. Pero esa lectura como estudio, ese afán de conocer literaturas desconocidas por un deseo de ecuanimidad y de cultura, no respondían en absoluto a mi naturaleza; dentro del mundo de los libros he tenido siempre alguna pasión especial, me ha entusiasmado un nuevo descubrimiento, me ha enardecido una nueva pasión. Muchas de éstas fueron sustituidas, algunas volvieron en determinadas épocas, otras eran únicas y se perdieron. Por eso mi biblioteca privada no se parece en absoluto al modelo anterior, aunque contenga prácticamente todos los libros que se enumeran allí. Mi biblioteca tiene aquí y allá protuberancias y anexos, tal como sucede con todas las bibliotecas creadas de acuerdo con necesidades auténticas: algunas secciones estarán atendidas con un sentido de la obligación y serán escuálidas, pero otras serán como hijos favoritos y tendrán un aspecto mimado y cuidado.
Mi biblioteca ha tenido algunas de estas secciones especiales cuidadas con un amor muy particular; no puedo hablar aquí de todas pero aludiré a las más importantes. Quiero hablar un poco de cómo se refleja en un ser humano la literatura universal, cómo le atrae de un lado o de otro, cómo tan pronto influye y forma su carácter, tan pronto es dirigida y atropellada por él.
Mi entusiasmo por los libros y mi afán de leer comenzaron pronto, y en los primeros años de mi juventud la única gran biblioteca que conocí y pude utilizar fue la de mi abuelo. La mayor parte de esta inmensa biblioteca de muchos miles de volúmenes no me interesaba y nunca me interesó, no comprendía cómo se podían acumular en aquellas cantidades semejantes libros: largas filas de anuarios históricos y geográficos, obras teológicas en inglés y francés, escritos para jóvenes y libros edificantes ingleses con canto dorado, interminables estanterías llenas de revistas eruditas, encuadernadas cuidadosamente en cartón o atadas por años en paquetes. Todo aquello me parecía muy aburrido, polvoriento y poco digno de guardarse. Pero aquella biblioteca tenía, como descubrí poco a poco, también otras secciones. Al principio me atrajeron algunos libros aislados y me indujeron a explorar toda aquella biblioteca aparentemente tan aburrida y a buscar lo que para mí era más interesante.
Había sobre todo un «Robinson Crusoe» con encantadores dibujos de Granville y una edición alemana de las «Mil y una noche», dos pesados tomos en cuarto de los años 1830, también ilustrados. Esos dos libros me enseñaron que en aquel turbio mar se podían encontrar también perlas y no dejé incluso de rebuscar en las estanterías altas de la sala. Así pasaba a menudo muchas horas sentado en lo alto de una escalera o tumbado boca abajo en el suelo donde se amontonaban por todas partes innumerables libros.
Allí, en aquella biblioteca misteriosa y polvorienta, hice el primer descubrimiento valioso en el terreno de las letras; descubrí la literatura alemana del siglo XVIII. Estaba representada en aquella extraña biblioteca con singular riqueza. No figuraban sólo el «Werther», la «Messiade» y algunos almanaques con grabados de Chodowiecki, sino también tesoros menos conocidos: los escritos completos de Hamann en nueve tomos, la obra completa de Jung-Stilling, toda la obra de Lessing, los poemas de Weisse, de Rabener, de Ramler, de Gellert, los seis tomos de «Sophiens Reise von Memel nach Sachsen» («El viaje de Sofía de Mémel a Sajonia»), algunas revistas literarias y diversos volúmenes de Jean Paul. Por cierto, recuerdo haber leído entonces, también por primera vez, el nombre de Balzac; había allí algunos pequeños volúmenes en cartón azul, en dieciseisavo, de una edición alemana, publicada aún en vida de Balzac.
Recuerdo cómo tuve a este autor por primera vez en mis manos, y lo poco que lo entendí. Empecé a leer uno de los volúmenes y en él se exponían detenidamente los recursos económicos del héroe, los ingresos mensuales que percibía de su finca, su herencia materna, sus perspectivas de recibir nuevas herencias, sus deudas, etc. Me sentí profundamente decepcionado. Había esperado oír hablar de pasiones y problemas, de viajes a países salvajes o de dulces aventuras amorosas prohibidas, pero me veía obligado a interesarme por la cartera de un joven del que todavía no sabía nada. Asqueado devolví el pequeño libro azul a su sitio y durante muchos años no volví a leer un libro de Balzac hasta que volví a descubrirle mucho más tarde, esa vez en serio y para siempre.
Pero la gran experiencia con aquella biblioteca de mi abuelo fue para mí la literatura alemana del siglo XVIII. Allí llegué a conocer maravillosas obras olvidadas: «Noachide» de Bodmer, los «Idyllen» («Idilios») de Gessner, los viajes de Georg Forster, la obra completa de Matthias Claudius, el «Tiger von Bengalen» («El tigre de Bengala») del Hofrat von Eckartshausen, la historia conventual «Siegwart», «Kreuzund Querzüge» de Hippel y muchas otras. Entre aquellos libracos había sin duda muchos que eran superfluos, muchas obras justamente olvidadas y desechadas, pero había también maravillosas odas de Klopstock, páginas de Gessner y Wieland de una delicada y elegante prosa, conmovedores y maravillosos destellos de ingenio de Haman. No me arrepiento de haber leído obras menos valiosas porque tiene sus ventajas conocer un cierto período histórico amplia y exhaustivamente. En resumen, llegué a conocer la literatura alemana de un siglo más profundamente que muchos especialistas eruditos, y de los libros en parte rancios y extravagantes brotaba el espíritu de una lengua, de mi querida lengua materna, que precisamente en aquel siglo preparaba su apogeo clásico. En aquella biblioteca, en aquellos almanaques, en aquellas novelas polvorientas, en aquellos poemas épicos, aprendí el alemán y cuando poco después conocí a Goethe y a toda la flor de la literatura alemana moderna, mi oído y mi sentido del idioma estaban agudizados y educados y el espíritu especial del que provenían Goethe y el clasicismo alemán me eran próximos y familiares. Aún hoy siento predilección por aquella literatura y algunas de aquellas obras perdidas se encuentran todavía en mi biblioteca.
Algunos años más tarde, durante los que había vivido y leído mucho, me atrajo otra región de la historia del espíritu: la India antigua. No llegué hasta ella por un camino directo. Por otras personas conocí ciertos escritos, que entonces se llamaban teosóficos y en los que figuraba una supuesta sabiduría oculta. Los escritos, en parte gruesos mamotretos, en parte minúsculos y míseros cuadernillos, eran un poco tristes, desagradablemente doctrinarios y sabihondos, tenían un cierto idealismo y una lejanía del mundo que no eran antipáticos, pero también una falta de vitalidad y un tono edificante que yo encontraba absolutamente repulsivos. Sin embargo, me cautivaron durante algún tiempo, y pronto descubrí el secreto de esa atracción. Todas las doctrinas secretas, que según los autores de estos libros sectarios les habían sido transmitidas por dirigentes espirituales invisibles, se remitían a un origen común, hindú. A partir de ahí seguí buscando y pronto hice un primer descubrimiento, con emoción leí una traducción del Bhagavad-Gita. Era una traducción espantosa, y hasta hoy no he leído una que fuese realmente buena, a pesar de haber leído varias, pero en aquella traducción encontré por primera vez un grano del oro que había intuido en mi búsqueda: descubría el pensamiento unitario asiático en su forma hindú. A partir de entonces dejé de leer los escritos altisonantes sobre el karma y la teoría de la reencarnación y dejé de irritarme por su estrechez y su pedantería; en cambio traté de apasionarme por las fuentes auténticas que estaban a mi alcance. Conocí los libros de Oldenberg y Deussen y sus traducciones del sánscrito, el libro de Leopold Schröder «Indiens Literatur und Kultur» («Literatura y cultura de la India») y algunas traducciones más antiguas de poemas hindúes. Junto con el mundo de las ideas de Schopenhauer que había adquirido importancia para mí en aquellos años, la sabiduría y la manera de pensar de la India antigua influyeron durante años sobre mi pensamiento y mi vida. Sin embargo, siempre había un resto de descontento y desilusión. En primer lugar las traducciones que pude encontrar de fuentes hindúes eran casi siempre muy deficientes; solamente los «Sechzig Upanishaden» («Los sesenta Upanishads») de Deussen y los «Discursos de Buda» traducidos al alemán por Neumann, me proporcionaron un sabor y un placer puros y plenos del mundo hindú. Pero la culpa no la tenían sólo las traducciones. Yo buscaba en el mundo hindú algo que no podía encontrar allí, una especie de sabiduría, cuya posibilidad y existencia, incluso existencia forzosa, yo intuía, pero que no encontraba por ninguna parte realizada en la palabra.
Varios años después, una nueva experiencia libresca satisfizo mis deseos en la medida en que se puede hablar de satisfacción en estas cosas. Gracias a mi padre conocí a Lao-Tse, en la traducción de Grill. Después empezó a publicarse una serie de libros chinos que considero uno de los acontecimientos más importantes dentro del mundo intelectual alemán actual: la traducción de Richard Wilhelm de los chinos clásicos. Una de las cumbres más nobles y excelsas de la cultura humana que para los lectores alemanes había existido hasta entonces únicamente como curiosidad desconocida y un poco ridícula, llegó hasta nosotros, no a través de los rodeos habituales del latín y del inglés, no de tercera o cuarta mano, sino traducida directamente por un alemán que había vivido media vida en China, que conocía perfectamente la China espiritual, que sabía chino y también alemán, y que había experimentado en su propia persona la importancia del espíritu chino para la Europa actual. La serie de libros que se editaba en la editorial Diederichs de Jena, se inició con los diálogos de Confucio, y no olvidaré el asombro y el fascinado entusiasmo con que leí este libro; ¡qué extraño y al mismo tiempo exacto, qué intuido, qué deseado y maravilloso me sonaba todo aquello! Desde entonces esta serie de libros ha crecido: a Confucio siguió Lao-Tse, Dschuang Dsi, Mong Dsi, Lü We y los cuentos populares chinos. Al mismo tiempo varios traductores se interesaron por la poesía china y, con mayor éxito, también por la literatura narrativa popular china. En este sentido Martin Buber, H. Rudelsberger, Paul Kiihnel, Leo Greiner y otros han hecho un trabajo excelente y han completado la obra de Richard Wilhelm.
Desde hace años estos libros chinos son para mí una fuente inagotable de alegría, suelo tener uno de ellos junto a mi cabecera. Lo que había echado de menos en los hindúes: la compenetración con la vida, la armonía entre la espiritualidad noble, decidida a las mayores exigencias morales, y el juego y encanto de la vida sensual y cotidiana, la tensión entre una espiritualización elevada y la ingenua satisfacción vital, todo eso existía aquí en abundancia. Si la India había alcanzado en el ascetismo y en la renuncia monacal a la vida niveles altos y conmovedores, la China antigua alcanzaba niveles no menos maravillosos en la disciplina de una espiritualidad para la que la naturaleza y el espíritu, la religión y la vida cotidiana no significan contradicciones hostiles, sino amables, y en los que se hace justicia a ambos elementos. Si la sabiduría ascética hindú era puritana y juvenil en el radicalismo de sus exigencias, la sabiduría de China era la del ser experto, inteligente, conocedor del humor, al que la experiencia no decepciona, al que la inteligencia no hace frívolo.
Los mejores espíritus del ámbito lingüístico alemán se han dejado influir durante las dos últimas décadas por esta corriente benefactora. Comparado con algunos movimientos culturales violentos y ruidosos y rápidamente extinguidos, la obra de Richard Wilhelm sobre China ha ido adquiriendo cada vez más importancia e influencia.
Del mismo modo que mi afición por el siglo XVIII alemán, la búsqueda de la doctrina hindú, el conocimiento paulatino de las doctrinas y la literatura chinas cambiaron y enriquecieron profundamente mi biblioteca, otras experiencias y pasiones espirituales hicieron otro tanto. Hubo una época en que tenía por ejemplo a casi todos los novelistas italianos en ediciones originales, Bandello y Masuccio, Basile y Poggio. También hubo una época en que todos los cuentos y leyendas de otros pueblos me parecían pocos. Estos intereses se extinguieron lentamente. Pero otros permanecieron, y creo que aumentan con la edad en lugar de disminuir. Entre estos hay que contar mi entusiasmo por las me morías, cartas y biografías de personas que me han impresionado alguna vez. Ya en mi primera juventud coleccioné y leí durante algunos años todo lo que podía encontrar sobre la persona y la vida de Goethe. Mi amor por Mozart me llevó a leer todas sus cartas y todo lo que se había escrito sobre él. Un amor parecido sentí en su día por Chopin, por el poeta francés Guérin autor del «Centaur», por el pintor veneciano Giorgione y por Leonardo da Vinci. Lo que he leído sobre estas personas no eran libros muy importantes y valiosos, y sin embargo, me enriquecieron porque detrás había amor.
El mundo actual tiende un poco a subvalorar los libros. Hay muchos jóvenes que consideran ridículo e indigno amarlos en vez de amar la propia vida; piensan que la vida es demasiado corta y valiosa, y sin embargo tienen tiempo para pasar seis veces por semana muchas horas en el café con música y baile. En la universidad y en los talleres, en la bolsa y en los lugares de diversión del mundo «real» reinará toda la animación que se quiera; sin embargo, en estos lugares no nos encontramos más cerca de la vida auténtica que cuando dedicamos una o dos horas diarias a los sabios y a los poetas del pasado. Es verdad que la excesiva lectura puede causar daños y que los libros pueden hacer una competencia desleal a la vida. Pero yo no pondré a nadie en guardia contra su pasión por los libros.
Todavía habría que decir muchas cosas. A las aficiones que acabo de describir, debo añadir aún otra: la búsqueda de la vida secreta de la Edad Media cristiana. Su historia política me era indiferente en sus pormenores, sólo me interesaba la tensión entre las dos grandes potencias: la Iglesia y el Emperador. Y de modo especial me resultaba atractiva la vida monacal, no por su aspecto ascético, sino porque en el arte y la literatura monacales encontré tesoros maravillosos, y porque las órdenes y los conventos me parecían envidiables como refugios de una vida contemplativa y piadosa, y ejemplares como centros de cultura. En mis correrías por la Edad Media monacal he encontrado algunos libros que no pertenecen a nuestra biblioteca ideal y que sin embargo he llegado a querer mucho, y también encontré otros que considero muy dignos de ser acogidos en nuestra lista, por ejemplo los sermones de Tauler, la vida de Suso, los sermones de Eckhart.
Lo que hoy es para mí el paradigma de la literatura universal, algún día le parecerá a mis hijos tan parcial e insuficiente, como ridículo a mi padre o abuelo. Nos tenemos que resignar a lo inevitable y no debemos creer que somos más inteligentes que nuestros antepasados. El afán de objetividad y justicia es hermoso, pero seamos conscientes del carácter irrealizable de todos los ideales. En nuestra bonita biblioteca universal no queremos convertirnos por medio de la lectura en sabios o en jueces universales, sino simplemente penetrar, a través de las puertas más accesibles, en el mundo sagrado del espíritu. Que cada uno comience por aquello que pueda entender y amar. No se puede aprender a leer en un sentido elevado con los periódicos ni con la literatura cotidiana y casual, sino sólo con las obras maestras. A menudo tienen un sabor menos dulce y picante que la lectura de moda. Quieren que las tomemos en serio, quieren que las conquistemos. Es más fácil asimilar una pieza de baile americano tocada con dinamismo, que las medidas aceradas y elásticas de un drama de Racine o el humor delicadamente matizado y polifacético de Sterne o Jean Paul.
Antes de que las obras prueben su valor en nosotros tenemos que haber probado nuestro valor en ellas.