Albert Langen[16]
(1909)

En la noche del último abril murió, inesperadamente para todos, el editor Albert Langen en Munich a la edad de cuarenta años. Como editor y fundador del «Simplizissimus» era bien conocido y los periódicos publican ahora artículos y necrológicas, vuelven a decir lo que todos ya sabemos y recalientan cosas pasadas. Volvemos a oír que Langen era el yerno de Björnson, que durante algunos años vivió perseguido en el extranjero por ofensas a la Corona, que tenía buenas relaciones con París, etc. Algunos enemigos aprovechan la ocasión para reprocharle de nuevo haber publicado una edición francesa del «Simplizissimus» y de haber vendido los defectos secretos de Alemania a su «eterno enemigo». En realidad, se distribuyeron durante unos años semanalmente, por deseo sobre todo de los artistas parisinos, las cuatro páginas principales del «Simplizissimus» con una traducción francesa de los chistes, en algunos centenares de ejemplares, lo que produjo seguramente más gastos que ganancias. Así sucede con todas las leyendas y sin duda podrían minimizarse los méritos de Langen atribuyéndolos en gran parte a la suerte y la casualidad. Pero la suerte y la casualidad no acuden a cualquiera y no todos saben hacer algo con ellas, y más de un joven editor alemán ha hecho lo imposible por crear algo realmente nuevo y audaz sin que de sus esfuerzos saliese un «Simplizissimus».

He oído decir muchas cosas de Albert Langen, algunas exageradamente buenas, otras exageradamente malas y no voy a discutirlas ahora. Durante algunos años he tratado mucho con él, personalmente y a través de cartas, y he llegado a conocer a un hombre completamente distinto a todo lo que había oído de él. Ahora que se ha ido y que pienso en él y trato de recordar los encuentros que tuvimos, todo se reduce a unos cuantos momentos, a unos cuantos ademanes. Recuerdo unas veladas en la casa de Langen en Munich, unos viajes en automóvil, unas entrevistas en su oficina y, curiosamente, recuerdo perfectamente el día en que vi a Langen por primera vez. Vino desde Constanza con una lancha motora un día que diluviaba y estuvo una hora conmigo y al pensar en él vuelvo a verle exactamente como era entonces, activo y dinámico, de una alegría casi infantil y al mismo tiempo obediente y hasta dócil en la conversación. Este hombre de fácil entusiasmo y ágil espíritu de empresa, estaba hecho para vivir entre personas creativas con talento, para estimular y realizar, para empujar y ser empujado. Llevaba a cabo sus negocios con el afán impulsivo del deportista, tenaz o tranquilo, interesado o juguetón, como lo hacen las personas nerviosas, pero en todo caso con sinceridad y entrega. Hoy podía abandonar un proyecto de ayer, pero el que conseguía retenerle e interesarle personalmente, podía trabajar con él maravillosamente. Dos veces intentamos ser diplomáticos cuando surgieron pequeñas diferencias, y en ambas ocasiones volvimos a quitarnos la máscara con una sonrisa comprendiendo que era una tontería perder por pequeñas cuestiones la naturalidad y espontaneidad del contacto personal.

Langen no tenía un sistema. Daba tiempo al tiempo y tenía la suficiente intuición para elegir a menudo lo mejor entre la gente y las ofertas que se le presentaban. Era capaz de despachar en unos minutos cuestiones de importancia que no le interesaban personalmente, y pensar y meditar incesantemente sobre asuntos aparentemente pequeños una vez que habían despertado su interés. Podía concluir un negocio con mucha rapidez y facilidad, y discutir largo y tendido sobre la forma más adecuada de ayudar a un escritor o artista necesitado que le interesaba. Y ayudó a más de uno. Cuando se despertaba su afecto e interés podía ser de una sorprendente delicadeza. Claro que cuando ese interés faltaba o desaparecía, dejaba que las cosas siguiesen su curso. De este modo todos sus negocios y empresas nunca marchaban de una manera sistemática y regular, según principios y fundamentos impersonales, sino más bien de manera apasionada, rápida y temperamental, en todo caso de una manera absolutamente personal y viva.

Hacia el arte y la literatura Langen tenía relaciones entrañables, no como editor y publicador, sino como aficionado y conocedor de talento. Él mismo escribía a veces, en varias ocasiones tradujo bien artículos y libros franceses y publicó algunos artículos ágiles y bien escritos. Sus empresas editoriales, sobre todo sus dos periódicos, formaban parte de su vida y tenían mucho más que una mera importancia comercial, pero nunca quiso hacerlo todo él mismo, ni corregir a todo el mundo como suelen hacer, al parecer, los editores diletantes. Tenía confianza en sus colaboradores y a veces intervenía con sugerencias y deseos, pero nunca con correcciones y órdenes. Y eso que como editor realizaba una actividad valiosa. Su rápida fantasía y sensibilidad no toleraban el estancamiento y sus buenas relaciones con París fueron muy útiles tanto para el «Simplizissimus» como para «März». La idea de la paz, y especialmente la de un acercamiento amistoso con Francia, era para él una cuestión primordial. Esas relaciones francesas fueron aún más valiosas y queridas que las noruegas y no sólo tradujo y editó con entusiasmo a Björnson, Hamsun y Lagerlöf, sino también a muchos franceses. Y si entre éstos hubo escritores de evasión de poco peso, Langen mismo no les concedía mucha importancia y tenía una relación mucho más íntima con los libros finamente irónicos de Anatole France.

Albert Langen podía ser muy sugestivo e interesante en las charlas animadas de su casa hospitalaria o en las excitadas reuniones de redacción, pero donde me resultaba más atractivo, era fuera, en los viajes y las excursiones. Entonces este hombre ágil, nervioso, activo, de las grandes empresas y la fama peligrosa, podía disfrutar con alegría infantil del buen tiempo, la primavera, el otoño y la floración de los frutales. Le veo sentado en su automóvil, tocando con brío el claxon, radiante de alegría, o descansando un caluroso día del principio del verano en una pradera de la montaña. No disfrutaba la naturaleza sentimentalmente, sino con frescura y agradecido como un niño, y en sus dos últimos años gozaba entre preocupaciones, trabajo y negocios con su nuevo jardín y la casita que había construido en él. Con el mismo entusiasmo hacía obras y modificaciones en su casa, y en cada visita a Munich me encontraba las habitaciones decoradas de manera distinta y los muebles cambiados de sitio. Compraba cosas antiguas, las mandaba restaurar, tenía siempre trabajadores en casa, enseñaba alegre un reloj o una taza viejos, disfrutaba cambiando y transformando, y sin embargo sentía apego a todo lo que amaba, sobre todo a los hermosos paisajes de Sieck, de los que tenía colgados en sus habitaciones más que ningún coleccionista.

Me resulta extraño que este hombre increíblemente activo, elástico, eléctrico, esté muerto y todavía no me puedo imaginar Munich y la editorial y las redacciones sin él. Seguramente se verá que muchas cosas seguirán funcionando bien sin él. Pero también veremos lo que nos falta y no será poco.

Recuerdos del «Simplizissimus»
(1926)

He leído el «Simplizissimus» desde el primer día de su publicación. En aquella época, la segunda mitad de los años noventa, desempeñó un cierto papel en mi vida, en el sentido de que yo, que no tenía ningún interés por la política, me volví gracias a él crítico y revolucionario. Esta nueva revista satírica fue en la Alemania de 1896 un fenómeno excitante y magnífico. Recuerdo cómo me agitó y entusiasmó, sobre todo una serie de ilustraciones de Heine tituladas «Durch das dunkelste Deutschland» («A través de la Alemania más oscura»). En realidad, el espíritu de la publicación no era alemán, venía de París y consistía en aquella maravillosa mezcla, típicamente parisina, de arte y política que en París hizo que muchos jóvenes artistas y literatos viviesen la vida política también de una manera consciente y crítica.

Al principio fueron sobre codo las ilustraciones de Heine, de Bruno Wilke y Bruno Paul, las que me atrajeron; especialmente Heine me causó una profunda impresión. Luego me gustó desde el principio la guerra declarada a la hipocresía y sobre todo la lucha consecuente y dinámica contra la persona del Emperador. Porque a mí también me había resultado siempre siniestro y profundamente antipático ese personaje.

Personalmente entré en contacto con la revista satírica que mientras tanto ya era famosa, en el año 1905. Albert Langen vino a verme un día al lago de Constanza a ofrecerme que colaborase en la publicación. Poco después participé también, junto con Ludwig Thoma, en la editorial de Langen en la fundación de «März», cuya sección política, influenciada fuertemente por Conrad Haussmann culminaba también en la lucha contra el régimen personal de Guillermo II.

Con varios fundadores y colaboradores permanentes del «Simplizissimus» mantuve durante años estrechas relaciones amistosas y así, en aquellos años entre 1905 y el comienzo de la guerra, mientras fui un colaborador frecuente de la revista, pude conocer bastante bien las fuerzas y los resortes internos de la redacción. Dos clases de espíritus creaban la revista y le daban su fuerza. Uno era internacional, abierto, pacifista, y al mismo tiempo cultivado y algo hedonista, este espíritu formado en París, estaba representado por Albert Langen. El otro espíritu de la casa, representado por Ludwig Thoma, era nacional, lleno de entusiasmo hacia lo popular-nacional, a menudo poco crítico en el terreno artístico, pero sano, alegre, juvenil, vital, siempre dispuesto a la impertinencia contra todas las autoridades y también a la mera provocación.

Con la muerte de Albert Langen empezó a morir aquel espíritu internacional del «Simplizissimus» y, al comenzar la guerra, triunfó Thoma frente a las tendencias originales y mejores de la revista. Desde el primer día lamenté profundamente esta victoria, aunque tenía mucho aprecio a Thoma. En el verano de 1914 el «Simplizissimus» debería haber suspendido su publicación o haber continuado con todos los medios posibles —incluso se podía haber pensado en un traslado a Suiza— su vieja lucha contra el emperador, contra el espíritu de los suboficiales y la justicia clasista. No lo hizo y así desapareció de la escena como fuerza europea. Siguió publicando dibujos encantadores, adquirió también valiosos colaboradores artísticos, pero aquel poder de la verdad, de la acusación e indignación auténticas, que me habían hecho leer un día sus mejores páginas con ansiedad, se había perdido. Cierto que Thoma no fue un cobarde claudicante, se tomaba absolutamente en serio su patriotismo y su espíritu bélico, pero la revista había realizado la funesta adaptación a la guerra, había renunciado a la crítica contra el propio gobierno en favor de una afortunada campaña satírica contra los enemigos externos.

El «Simplizissimus» no ha encontrado un sucesor, hoy sigue siendo, desde el punto de vista artístico, la mejor revista satírica de Alemania y aunque no posee ya aquella fuerza, ni irradia aquella fascinación que me cautivaba en su primera aparición, le deseo aún muchos años de éxito. Ojalá tenga la fuerza de hacer reír pensando a otra nueva generación.

La editorial de Eugen Diederichs
(1909)

Hace algunos años estaba sentado al atardecer en el balcón de un hotel de Basilea con el editor Diederichs escuchando sin intervenir su entrevista con uno de sus autores. Diederichs entró en calor y empezó a hablar de su editorial, pero no de la que existía, sino con la que soñaba y la que deseaba construir. Era un bonito atardecer de primavera y yo oía con asombro y satisfacción como aquel hombre hablaba de sus negocios y proyectos como si fuesen asuntos del corazón.

Desde entonces este editor ha publicado un número importante de libros y ampliado su editorial de una manera muy personal. Con su modo temperamental de actuar ha encontrado amigos y detractores, ha tenido éxitos con algunos autores y graves fracasos con muchos, pero ha seguido imperturbable su programa, y hoy como ayer, sigue editando solamente libros de cuyo valor no duda, y que de algún modo le parecen importantes y útiles para nuestro tiempo. Como en su labor no es en absoluto partidista y no trabaja para una comunidad limitada pero segura, como hacen muchas editoriales religiosas, constituye entre sus colegas un fenómeno sorprendente y realmente grandioso y merece sin duda una atención especial.

Eugen Diederichs tiene sin duda el ideal de reunir en su editorial a todos los autores que prometen ser un estímulo para la cultura alemana. Y como no es mezquino, y además tampoco está sometido a la parcialidad del pensador y del autor originales, sino que está lleno de iniciativas y entusiasmo espontáneo, ha hecho de su editorial no tanto un estrecho camino salvador y una senda del conocimiento, como un jardín que sólo contiene cosas bonitas y buenas, pero que no necesita renunciar a las contradicciones y a la variedad. Parece incluso que a este editor idealista le atrae dar a cada libro o, al menos, a cada orientación de su editorial un contrapeso o un antípoda. Cultiva a los místicos, su contemplación sin imágenes y su conocimiento directo espiritual, pero opone a este mundo inmediatamente un contraste, al predicar la cultura visual, la alegría mundana y las artes plásticas. Estos antagonismos, de los que se podrían encontrar muchos en su editorial, no nacen al parecer de la casualidad de la oferta literaria y de las influencias de los autores, sino de la necesidad personal del editor de coleccionar y aceptar generosamente el mayor número posible de fuentes de conocimiento y documentos de la cultura.

De todos modos las publicaciones de la editorial se encuentran, en su totalidad, bajo el signo de un optimismo alegre. Con enormes sacrificios ha editado en alemán toda la obra de Ruskin, luego a Emerson, a Whitman, a muchos humanistas. Y lo que encontramos en filosofía nueva, actual, sigue siempre caminos análogos. La orientación de Schopenhauer y la de los hindúes eran hasta ahora extrañas a la editorial. Pero ahora que proyecta una colección de los documentos religiosos más importantes de la Historia, tendrá que abordar también este terreno.

De esta colección espero mucho. Por lo demás también me parece, para decirlo en seguida, que el gran mérito de este editor no está en su influencia sobre la producción actual, ni en la selección que hace de ésta, sino sobre todo en sus nuevas publicaciones. Los «Wege zur deutschen Kultur» que Diederichs nos ofrece a través de algunos pensadores modernos, me parecen en parte callejones sin salida y sueños, y a sus autores no les hubiese venido mal una lectura del excelente tratado de Schopenhauer sobre la cuádruple raíz de la ley de la causa. Naturalmente que hay aquí también excepciones, incluso algunas muy bonitas y dignas, entre las que hay que nombrar con respeto agradecido sobre todo a Arthur Drews. Pero la restante filosofía optimista positivista de esta tendencia tiene un intenso olor escolástico y recuerda a veces mucho a los humanistas cuyos mejores conocimientos aparecen siempre envueltos en una espesa capa de retórica.

Me parece, repito, que el gran mérito de la editorial de Diederichs reside en su trabajo en favor de las buenas obras antiguas. En este terreno tiene evidentemente gusto y buenos consejeros, y hace, a menudo con grandes sacrificios, un trabajo loable y digno de aplauso, al que hay que conceder y desear toda clase de éxitos.

El nuevo catálogo de su editorial ha aparecido bajo el título «Wege zur deutschen Kultur». Da una visión valiosa de las intenciones y la actitud fundamental de la editorial, y se encuentra en todo caso muy por encima de muchos productos alemanes parecidos. Cierto que hace propaganda de sus libros, también de los que no son impecables, pero lo hace en un tono y en una forma que excluyen ya de entrada al público realmente malo. Habla de sus libros no como un comerciante de su mercancía, sino como el predicador de sus ideales, como el discípulo de sus maestros. Y Diederichs puede hacerlo. Ya externamente ha tratado sus libros siempre con respeto y ha hecho muchas ediciones de ejemplar belleza sin pedir por ellas los precios descarados de las ediciones para bibliófilos que están ahora de moda y generalmente son editadas con menos esmero. También ha descubierto a tiempo antes que otros editores, y sólo se le puede comparar en este aspecto con la editorial Insel, la fealdad de las encuadernaciones «modernas» y ha hecho cosas buenas en el aspecto formal y material. Es uno de los pocos editores que saben que en un libro encuadernado el lado principal y más vistoso es el lomo (la mayoría de los editores hace sus encuadernaciones para el escaparate y no para la biblioteca) y que para encuadernaciones, que han de durar, hay que emplear materiales que al envejecer no se vuelvan feos, sino a ser posible más bonitos.

Como muestra el catálogo, Diederichs ha creado en los trece años de su actividad una editorial importante. El núcleo lo constituyen los filósofos en el sentido más amplio, y en número y valor predominan las nuevas ediciones de tesoros antiguos. Recordemos brevemente a Platón, Plotino y Giordano Bruno. Más importantes, incluso realmente significativas e inestimables, son las ediciones de místicos alemanes. Meister Eckhart y la «Deutsche Theologia» son obras que esta editorial ha recuperado para nosotros y tenemos motivos de no estarle menos agradecidos que lo estuvo Schopenhauer en su día por la edición de Pfeiffer. Para los «sectores más amplios», tan importantes para los editores, Eckhart no será nunca legible, para las personas pensantes e intelectualmente vivas, es como los Vedas, Platón y el Nuevo Testamento, una obra imperecedera.

En conjunto, la editorial de Diederichs ofrece la imagen de una empresa comercial dirigida de una manera completamente personal que renuncia a atraerse al público de una manera barata y que está basada por completo en la confianza en los buenos instintos y las necesidades reales de los lectores. Éstos no coincidirán siempre con los criterios e intenciones del editor, cuyo optimismo puede llevar a algunas decepciones, no sólo comerciales. No obstante, y a pesar de todas las dudas sobre la posibilidad de educar al pueblo y sobre la seguridad absoluta de estos «Wege zur deutschen Kultur», nos alegramos no sólo de la excelente labor realizada ya por la editorial, sino también de la frescura personal y la fe audaz de toda su actitud. Es original y su relación con las viejas culturas es cordial, positiva y no es esa búsqueda cansina entre trastos viejos y ese rastreo impotente tras nuevos estímulos que imperan actualmente en muchos catálogos de editores.

Con motivo del 70 aniversario de S. Fischer
(1929)

No creo que mi editor y yo tengamos muchos rasgos parecidos. Sería además una pena. Tenemos funciones tan distintas. Pero algo sí tengo en común con él: la tenacidad, la meticulosidad, el no sentirme en seguida satisfecho, el buscar cinco pies al gato. A eso se añade el cumplir la palabra, la formalidad en los acuerdos y de este modo he tenido durante 25 años no sólo una relación agradable con mi editor, sino que también he aprendido a quererle y admirarle.

Recuerdo de S. Fischer
(1934)

Durante treinta años he conocido a Fischer como editor y con la experiencia creció mi respeto y se convirtió con los años en un afecto auténtico y cordial.

Nuestra relación empezó en mi época de Basilea, cuando yo escribía mi primera novela. Alguien enseñó a Fischer mi pequeño libro basilense, «Hermann Lauscher». Él leyó mi libro y me invitó en una breve nota a que le presentase algún nuevo trabajo. Yo era un joven autor desconocido, y me alegró mucho que algo mío hubiese llegado a las manos de tan famoso editor y que le hubiese animado a probar suerte conmigo. Fischer tuvo que esperar algún tiempo hasta que pude presentarle «Peter Camenzind» y, como este primer libro mío que se publicaba en Fischer fue para mí y para él un éxito, a ambos nos resultó fácil estar contentos el uno con el otro. Con los años llegué a conocer también el sentido de responsabilidad de Fischer hacia aquellos de sus autores cuyo éxito material era más escaso; he hablado varias veces con él sobre Emil Strauss y le vi preocupado, tratando muy seriamente de descubrir las causas por las que un autor tan importante y reconocido por la crítica, no encontraba la popularidad que según nuestra opinión merecía. También me gustaba oír sus prudentes juicios, siempre tratando de ser ecuánime, sobre otros autores que le presenté o recomendé. Entonces yo no compartía siempre su opinión, ni estaba siempre conforme, a menudo me parecía que tenía una actitud excesivamente fría hacia mi manera de ver las cosas y mis preferencias, me parecía que era demasiado difícil provocar su entusiasmo. A veces parecía existir entre él y yo una diferencia de edad mayor que la de los años. Poco a poco fui adquiriendo una mayor experiencia y fui comprendiendo por encima de mis deseos personales la función del editor. Vi que Fischer tenía de su editorial, tanto de la que ya existía como de la que se estaba formando, una idea determinada, que él perseguía con un gran sentido del deber, pero también con un instinto despierto. Con el tiempo conocí a otros editores que me gustaron o impresionaron por un momento, pero nunca me he arrepentido de haberme quedado con Fischer. A él no se le podía arrastrar en un rato de euforia y con un vaso de vino a proyectos audaces, como sucedía con Albert Langen o Georg Müller. Pero en el trato con Fischer había una constancia y una confianza que no he encontrado en ningún otro. En cuestiones comerciales le he molestado poco y hubo pocas desavenencias entre nosotros. En algunos asuntos esenciales, cuya importancia descubrí más tarde, al comprobar cómo eran tratados por otras editoriales, la editorial Fischer era de una confianza ejemplar que nunca defraudaba. Siempre agradecí sobre todo el esmero y la atención con que la editorial trataba los textos. Cuando se estaba imprimiendo un nuevo libro o una nueva edición no sólo se respetaban mis deseos y correcciones con la máxima exactitud, sino que también se me consultaban palabras o signos discutibles. Aunque nunca estuve en la casa editorial de Fischer en Berlín, puedo atestiguar que en ella se trabajaba con pulcritud ejemplar. Cartas no contestadas o leídas sin atención, retrasos en pequeñas informaciones, disgustos por respuestas poco amables e imprecisas, todo eso no sucedía allí.

A través de esta relación de confianza y respeto entre el editor mayor y el autor joven, y de la satisfacción del autor con el buen orden de la casa a la que se había confiado, surgió poco a poco, con la ayuda de encuentros personales no demasiado frecuentes, algo así como una amistad. Lentamente descubrí el aspecto entrañable de aquel hombre que tan bien llevaba mis asuntos y que me quitaba trabajos fatigosos de los que no me quería ocupar yo mismo, llegué a conocer más a fondo su carácter equilibrado, pero en realidad de una naturaleza delicada y vulnerable, y en los últimos años viví algunas horas en las que su conversación y su mera presencia me alegraron y llenaron de calor. En los últimos años era a veces conmovedora la sonrisa amable y algo indefensa con la que renunciaba, por su sordera, a entender plenamente lo que se decía en una conversación. Aquella sonrisa podía ser un poco melancólica, pero a ratos tenía también un aire de picardía como si insinuase que esa retirada a la sordera era a veces un alivio y un refugio.

Con esa sonrisa ha quedado «papá» Fischer en mi recuerdo.

Carta de felicitación a Peter Suhrkamp
(28 de marzo de 1951)

Querido amigo:

Cuando hace poco estuviste en Baden y Zurich y volvimos a hablar un par de veces, ya me habían encargado algunos amigos comunes que añadiese a nuestro regalo de cumpleaños una felicitación, y sentí este encargo, como cualquier encargo semejante, como un peso agobiante. Porque si bien es cierto que me gusta desear a mis amigos toda clase de parabienes y de estrecharles la mano o invitarles a un vaso de vino cuando se presenta la ocasión, también es verdad que no me gusta hacerlo pública y oficialmente: entonces me siento siempre un poco disfrazado y ridículo y desearía mandar al diablo toda la comedia de la fiesta y de las felicitaciones. A eso se añade que cada vez me cuesta más trabajo escribir en parte por los achaques propios de la edad, en parte por un resto de vanidad de autor; el que en su día utilizó con gusto y placer de artista el lenguaje y la pluma pero ha perdido la alegría de hacerlo y ha experimentado el peso cada vez más grande del carácter dudoso de esta actividad no se sube ya sin sensación de angustia y vértigo a la cuerda floja y así me tienes sentado detrás de mi mesa de trabajo, apurado por este encargo que me atosiga desde hace unas semanas como unas anginas y trato de averiguar lo que en realidad debo decirte.

Lo humano y privado entre tú y yo, el hecho de que seamos amigos, que nos apreciemos y nos deseemos la felicidad es algo que se sobreentiende. Es, como dicen los filósofos, un hecho y habría que ser más joven, más ligero, tener más talento que yo, para expresar esto de una manera más amplia y decorativa que con un apretón de manos. Amistades entre hombres, especialmente aquellas que han surgido entre hombres de edad avanzada son tanto más secas y lacónicas cuanto más cordiales son, y hay parejas de amigos de sesenta, setenta y más años cuyos sentimientos no necesitan otra expresión que un «En fin…» o un «Bueno, a tu salud…». También para nosotros sería suficiente, y sobre todo en un acto solemne, un aniversario, un ensayo general para la corona de laurel y la necrológica. Suponiendo incluso que alguna vez nos diésemos el gusto de expresarnos mutuamente nuestra simpatía y amistad, no se lo daríamos a los otros, a los testigos, oyentes y espectadores que asistirían divertidos, emocionados o también asqueados al intercambio de sentimientos y palabras bonitas entre dos viejecitos. No, nosotros nos abstendremos, «amice», y no sólo por prudencia.

Otra posibilidad ya más atrayente de saludo y efusión en un aniversario sería dejar caer la máscara del pudor y decir todo lo que uno siente, dar rienda suelta a la crítica y a la ira siempre reprimidas. Eso sería otra cosa; el intercambio de opiniones tendría más interesantes resultados que los abrazos emocionados con fondo musical. Pero tampoco me atrae. Y lo esencial de semejante crítica y controversia ya me fue arrebatado desgraciadamente hace tiempo por la Gestapo de Hitler, que tras la invasión de Holanda, en medio de los combates y las victorias, se tomó, en su escrupulosidad y meticulosidad, la molestia de fotocopiar cuidadosamente y presentarte algunas palabras de crítica y censura que yo había escrito una vez sobre ti a una editorial holandesa, en un momento de mal humor; en aquellos momentos les hubiese venido muy bien enemistarnos. No recuerdo ya, gracias a Dios, las palabras textuales de mi crítica, pero estoy seguro de que tenían pies y cabeza. Los «artífices» de la Historia también nos han estropeado esta diversión, como tantas otras. Y si intercambiásemos nuestras opiniones sobre ellos, los artífices de la Historia, querido Peter, interpretaríamos un bonito y armonioso dúo, pero no sería la música de fiesta idónea para tu sesenta aniversario.

Mordisquear la pluma, que antiguamente solía dar tan buenos resultados, ha caído desgraciadamente en desuso debido a las poco sabrosas y caras estilográficas, si no ahora sería el momento de echar mano de este recurso estilístico. De modo que tengo que proseguir y lo hago avanzando hacia la pregunta que me molesta desde que hice la promesa precipitada de escribir esta felicitación, la pregunta es: ¿en qué se basa el afecto que siento por ti? ¿Qué le da ese sonido peculiar que se diferencia perfectamente del de mis otras amistades? Hace veinte y hace treinta años cuando todavía era sicólogo, o al menos se me tenía por tal, no hubiera podido ni hacer ni contestar esta pregunta, porque entonces aún no nos conocíamos. No nos conocimos personalmente, ni hicimos amistad hasta dos o tres años antes de comenzar la segunda guerra mundial, durante mi última y breve estancia en Alemania. Te vi entonces en una situación amenazada, pero relativamente brillante, como sucesor y lugarteniente del querido S. Fischer, dispuesto al sacrificio y a la lucha como un caballero y a pesar de que pensábamos de manera parecida sobre lo que se avecinaba, aún no hablábamos de las terribles luchas ni de los sacrificios a los que te llevaría tu lealtad quizás demasiado noble. De todos modos eras ya entonces un partisano de la resistencia contra los métodos y las ideologías del terror imperantes y debo haber tenido algún presentimiento, una vaga idea de las pruebas y sufrimientos que te esperaban, porque en mi afecto por ti había ya en aquel bonito encuentro en Bad Eilsen algo así como temor y compasión. Tus experiencias durante tu viaje infernal por las cárceles y los campos de concentración de Hitler demostraron algunos años más tarde cuán fundamentados estaban mi compasión y mi preocupación. Y cuando saliste destrozado pero vivo de aquel infierno, comenzó pronto la nueva prueba y el nuevo tiempo de sufrimiento que aún hoy no está superado y que quizás sea más amargo que aquél, porque no te enfrentabas a enemigos y diablos, sino a antiguos amigos que, a excepción de unos pocos, te abandonaron y pagaron tu lealtad con ingratitud. Entonces al menos tuve la posibilidad de ayudarte y mostrarte mi lealtad.

Teníamos en aquel tiempo otras preocupaciones que hoy, y en parte eran preocupaciones que a pesar de su relativa trivialidad, incluso ridiculez, tenían que sustraerse a la comunicación escrita y a los ojos de la censura alemana. Los nazis no se planteaban ni la prohibición formal de mis escritos ni la desnacionalización de mi persona aunque tanto los escritos como la persona les resultaban muy antipáticos. Pero ya hacía tiempo que yo no era súbdito alemán y aunque mis libros figuraban en la lista de la literatura no grata, yo gozaba de la simpatía de ciertos círculos en Alemania, a los que no se quería provocar; además mis libros se vendían en el extranjero y producían a los todopoderosos un pequeño dinero de bolsillo en divisas. De modo que todo se reducía a repetir constantemente al comercio librero y a la prensa lo poco agradable que yo era y por lo demás hacer la vista gorda cuando las librerías no exponían mis libros en el escaparate o en el mostrador, pero los vendían con una sonrisa de culpabilidad. En lugar de la prohibición se había encontrado otro medio de presión: no se concedía papel para las nuevas ediciones de libros no gratos. Por esta razón había desaparecido desde hacía algunos años el libro «Betrachtungen» que contenía mis ensayos sobre la guerra anterior, y luego surgieron cuestiones y problemas extraños con libros que necesitaban una nueva edición. Ya he olvidado la mayoría de estas cuestiones, pero me acuerdo aún de dos. En mi volumen de poemas «Trost der Nacht» («Consuelo de la noche») muchos tenían dedicatorias a amigos, y entre ellos había también judíos y emigrantes. Me preguntaron si estaba dispuesto a eliminar esos defectos. Sentía afecto por aquel libro y quería salvarlo, así que suprimí las dedicatorias, naturalmente no sólo las indeseadas, sino todas. Con «Goldmund» el problema fue distinto. Este libro contenía algunos párrafos sobre antisemitismo y persecuciones de judíos en la Alemania de la Edad Media, y suprimir esos párrafos hubiese sido una concesión a los nazis a la que no podíamos prestarnos. Así que este libro desapareció igual que las «Betrachtungen» y no volvió a editarse hasta después de la segunda guerra perdida.

Si la compasión y preocupación jugaron y juegan siempre un papel en nuestra relación, no fue nunca la compasión de segunda categoría que puede sentir ocasionalmente el fuerte frente al débil, el que está seguro frente al pobre diablo. En nuestro caso sucedía más bien que en todas las ocasiones en las que parecías amenazado, acosado y desamparado, yo sentía en tu ser y en tu paciencia una clase de amenaza y vulnerabilidad afín a mi propio ser. A menudo te deseaba, casi con rabia, más dureza, más capacidad de defensa y más agresividad y menos tolerancia, menos resignación y, sin embargo, eran precisamente esa falta de dureza, esa tolerancia y esa resignación las que yo entendía y sentía en el fondo de mi corazón, y las que despertaban mi afecto. «Peter, sé más fuerte» he exclamado alguna vez y te he querido precisamente porque no eras más duro.

Pero no quiero hacer sicología y analizar hasta qué punto nuestra amistad se basaba en las diferencias y hasta qué punto en las semejanzas de nuestras naturalezas. No vamos a seguir insistiendo en ello. Con un egoísmo puro te deseo hoy que tus fuerzas no decaigan en mucho tiempo. Hay editores de sobra que pueden vivir sin autores, pero no sucede lo contrario.

La vida que llevas es completamente ajena y poco parecida a la mía, una vida sin descanso, incómoda, repleta de gente, viajes, visitas, llamadas telefónicas, arrastrada como por el torbellino de una centrífuga. Lo hacen muchos, lo hace la mayoría. Pero tú a pesar de todo irradias tranquilidad, nunca me resultas inquietante, raramente te he visto de otra manera que acosado y cargado y, sin embargo, nunca impaciente. Tienes dentro de ti algo profundamente cristiano y al mismo tiempo sereno, oriental, un soplo de Tao, una unión oculta con el interior, con el corazón del mundo. Sobre este misterio pensaré aún a menudo.

Amigo Peter
(1959)

El 28 de marzo fue el 68 aniversario de Peter Suhrkamp. Lo celebró en un hospital de Frankfurt, enfermo de muerte. Yo le regalé «Morgenstunde» mi última poesía, adornada con una acuarela. Enseñó mi regalo a los amigos que le visitaban y bebió también un poco de champán. Tres días después, en la mañana del 31 de marzo, murió. He perdido al más fiel amigo y al más necesario.

Cuando se muere un amigo, nos damos cuenta de en qué medida y con qué matiz especial lo quisimos. Y hay tantos grados y matices de amor. En general suele demostrarse entonces que querer y conocer es casi lo mismo; que a la persona que más se quiere es también a la que mejor se conoce. El grado de dolor que se siente en el momento de la pérdida no es decisivo, depende demasiado de nuestro estado de ánimo en ese instante. Hay épocas, días, horas en que aceptamos la fugacidad de las cosas y la ley del envejecimiento y la muerte, en esos momentos la noticia de una muerte nos afecta como afecta en otoño un soplo de viento al árbol; se estremece ligeramente, suspira un poco, deja caer suavemente un puñado de hojas marchitas y vuelve a sumirse en su paz soñadora. En otros momentos, el dolor por la misma muerte ardería como fuego o sería como un hachazo. Tampoco es lo mismo que una muerte nos sorprenda o que la hayamos esperado, temido a menudo o anticipado en la fantasía. Así sucedió con mi amigo Peter. Durante años sus amigos le quisieron como a un ser sufriente, gravemente amenazado, situado en permanente proximidad de la muerte. Aún podía en una conversación animada, a veces apasionada, irradiar vida y energía, pero cuando luego le veíamos delante de su casa dar un par de pasos inseguros de enfermo, el cuerpo alto ligeramente inclinado hacia adelante, los brazos colgando sin fuerza, el rostro rígido mirando con ojos cansados el paisaje, o cuando en medio de una charla animada le sobrevenía un ataque de tos, esa tos terrible, áspera, estremecedora que todos temíamos, una tos en la que su querido rostro se desfiguraba y congestionaba, cuando se levantaba lentamente y con dificultad de la silla y nos abandonaba con un gesto de resignación, entonces sabíamos a qué atenernos y en cada despedida temíamos que fuese la última.

Por eso la noticia del final de Peter no me sorprendió ni alarmó. El dolor no me sacudió, ni quemó, se tomó tiempo, y todavía no he terminado de sufrirlo. Pero muy pronto la imagen del amigo ha experimentado dentro de mí esa transformación, esa consolidación y clarificación propias solamente de las imágenes de los seres perfectos que son muy valiosos e importantes para nosotros, incluso que convierten en nuestra memoria y galería interior de imágenes a los muertos en seres perfectos. Porque hay muertos a los que nunca consideramos ni llamamos perfectos. Mi amigo había caminado desde hacía años al límite de la vida y en algunos momentos había adquirido para mí esa distancia que normalmente sólo la muerte confiere a nuestros seres queridos. Peter había regresado de nuevo de ésa lejanía, de la dignidad del condenado a muerte a la vida cotidiana del ser vivo y activo, de la superioridad de aquel que ha sabido sobreponerse, a la atmósfera del instante y la casualidad. Pero ahora que ya no era posible ese regreso, yo veía y sentía que Peter había pertenecido desde hacía tiempo más a los seres perfectos, suprarreales (no me gusta decir «transfigurados»), que a los que vivían conmigo en el mismo nivel. Influyó también el hecho de que yo conociese la época de su gran prueba, pues en la más lúgubre época de Alemania fue condenado a muerte y, como Dostoievski, sólo se salvó poco antes de la ejecución. A eso se añadía su enfermedad desesperada.

En cada despedida nos mirábamos con la pregunta tácita en los ojos: «¿Nos volveremos a ver de nuevo?», y: «¿Serás tú o seré yo el que desaparezca antes?». Pero en mi fuero interno siempre le había visto a él, que era mucho más joven, más cerca de la muerte. A pesar de ser más joven y de tener a menudo una apariencia adolescente, casi demasiado joven, había sido el más maduro y mayor de nosotros dos. De las dos actitudes y temperaturas vitales que habían determinado alternativamente su vida audaz y casi aventurera, la pasiva y resignada se había impuesto. Porque toda su vida se desarrolló entre los dos polos de una actitud audaz, de una voluntad de acción creativa y pedagógica y del deseo de aislamiento, silencio y soledad.

Desde el martirio de Peter Suhrkamp en la cárcel y el campo de concentración, del que sólo escapó por casualidad y en el caos del derrumbamiento alemán, su salud ya muy quebrantada en la primera guerra se había roto el corazón estaba gravemente dañado y sólo una parte del pulmón estaba sana. Si a pesar de todo no se limitó a vegetar durante algunos años, sino a vivir intensamente y a realizar cosas importantes, fue gracias a la vieja y perdurable raza campesina que había heredado. Cuando ya estaba gastado y consumido, esa herencia tenaz mantuvo la sombra aún en pie y le permitió realizar esfuerzos casi increíbles.

Esta reserva de tenacidad, de proximidad a la tierra, de sentido del orden y de fuerza paciente, estuvo toda su vida en conflicto con su temperamento y su carácter individuales que le llevaron a rechazar la herencia paterna, a evitar la patria, a cambiar a menudo de profesión, y a conquistar, solo e independiente, el mundo como profesor, soldado, oficial, dramaturgo, redactor, editor y escritor. Cuando volvía alguna vez de visita a las tierras paternas como lo describió en un relato de belleza ejemplar, era allí un extraño y un incomprendido. Pero cuando estaba hablando con un joven literato excitado, un hombre de negocios nervioso, un director de escena o un actor, su lenguaje lento oldemburgues, tenía un efecto domesticador, tranquilizador, que apelaba a la reflexión y en sus horas buenas, toda la sabiduría campesina paciente y tenaz de sus padres hablaba por su boca.

Su entusiasmo por leer y escribir sufrió mucho en los últimos años y se extinguió casi bajo la presión del trabajo permanente de su profesión. Su pasión por la pedagogía y el teatro permaneció viva hasta el final. Su interés ardiente por el escenario, por hacer visible y audible la literatura, estaba tan próximo al impulso creativo del educador apasionado como al del editor empeñado en producir la belleza, producirla convincentemente, sencilla y duraderamente.

En nuestra amistad, como en todas las amistades, había una base de afinidad, de semejanza en las aptitudes y en la actitud ante la vida: los dos teníamos la sensibilidad y obstinación del artista, la necesidad poderosa de independencia, a ambos nos habían legado nuestros antepasados un orden y una moral exactos y severos, que después de su transgresión liberadora seguían actuando en secreto pero con fuerza. Sin embargo, como en toda amistad, eran las diferencias las que sobre esta base común encendían una y otra vez el interés y el amor. Cada uno tenía peculiaridades, tendencias y costumbres que el otro deseaba siempre criticar, y que, a pesar de todo, le resultaban atractivas, divertidas o conmovedoras. Existía entre nosotros un respeto mutuo que no permitía que se produjese nunca otra crítica que la amistosa y tolerante. Cuando Peter me conoció yo era el mayor, el que había triunfado, el autor que él había leído cuando era muchacho y, luego, más tarde, en el punto crítico de su carrera después de la guerra, cuando dudaba entre la resignación completa y la disposición vacilante a comenzar de nuevo, yo fui su más poderoso apoyo. Yo en cambio admiraba en él, aún más que al editor y escritor de talento, al perseguido y al héroe, al hombre que había sufrido y soportado cosas infinitamente más terribles y adversas que todos mis demás amigos.

Al amigo Peter se le quería mucho, su encanto era grande y no sólo cuando jugaba conscientemente con él. También en sus horas negras y suicidas, cuando quizás se le regañaba o al menos se tenía ganas de hacerlo, había que quererlo. Sobre todo me gustaba verle cuando trabajaba por la mañana en mi biblioteca o en la terraza. Tenía entonces sus papeles y galeradas, la pluma y el lápiz colocados con tanto decoro y sentido del orden sobre la mesa y estaba tan silencioso, atento, concentrado e inmerso en su trabajo como un San Jerónimo. Mucho daría por poder volver a verlo así.

Después de su muerte recibí de los amigos, colegas y lectores muchas cartas de condolencia, la más bonita de Rudolf Alexander Schröder. Me enviaron también algunos periódicos con necrológicas todas llenas de elogios tanto para el editor ejemplar como para el valiente luchador y mártir de los años de horror. De su obra como escritor y poeta se hablaba ya mucho menos, desgraciadamente demasiado poco, y con demasiado desconocimiento. Su obra literaria no es muy amplia. Nosotros, sus autores y amigos hemos editado sus «Escritos escogidos» en dos bonitos volúmenes con motivo de su 60 y de su 65 cumpleaños, fue un hermoso regalo y le hizo ilusión. Pero esos dos volúmenes fueron publicados en una pequeña edición no comercial, sus escritos no están por lo tanto a vuestro alcance, a no ser que seáis propietarios de las últimas colecciones de la «Neue Rundschau».

Afortunadamente animamos a Suhrkamp a que editase en el año 1957 sus escritos más bonitos y poéticos en una edición económica. Entonces regalé a algunos de vosotros el pequeño y entrañable libro. Se llama «Munderloh», título de una novela que Suhrkamp empezó a escribir durante su prisión preventiva como preso político al final de 1944. La obra quedó como fragmento, pero las aproximadamente cien páginas de esta obra importante que relatan la vida de Peter como joven maestro de pueblo, me son más gratas que algunos libros famosos de nuestro tiempo y que algunos libros vanguardistas a los que Peter se dedicó como editor con entusiasmo conmovedor. El valioso volumen contiene además algunas obras en prosa que considero decididamente clásicas y que deberían figurar en todos los libros de lectura alemanes, especialmente «Besuch» («Visita») y «Apfelgarten» («Manzanar»). Mejor prosa no ha escrito nadie en nuestro tiempo.

No es difícil hacer justicia a la obra de un hombre que ha actuado sobre todo en público. Mucho más oculto y, en último término, solamente accesible a la intuición afectuosa, queda su sufrimiento. Y cuanto mayor y más profundo, menos hablará de él. Sin embargo Peter contó también parte de sus numerosas vivencias horribles a sus amigos cercanos, con buen humor y serenidad, por ejemplo el hundimiento de su bonita y querida casa berlinesa en una noche de bombardeo o la fantástica odisea de su regreso del campo de concentración. Eran sufrimientos, pérdidas y pruebas que había superado, un capítulo concluido. Raramente y con timidez aludía a las peores experiencias y tormentos sufridos en el infierno hitleriano, hasta allí sólo podía seguirle la fantasía del afecto compasivo. Todos conocemos el grave sufrimiento físico de sus últimos años.

Pero eso no es todo. Él, que era tan querido, que sabía conservar la autoridad con tan poco esfuerzo, vivió los años después de la última guerra en una gran soledad, sin familia, sin comodidades, sin cuidados, en un primitivismo ascético, sólo parcialmente deseado, en un aislamiento desesperadamente obstinado. Y la soledad y el abandono, la falta de hogar, tenían un equivalente interior que en alguna conversación íntima tocamos. Él había vivido la siniestra historia alemana, los altisonantes «tiempos de grandeza», las guerras, las derrotas, la revolución, la barbarie, las destrucciones y al final la reconstrucción, y en la Alemania afanosa, triunfal, americanizada había participado en reconstruir, en producir el milagro, en tener éxito. Y sin embargo, pronto penetró con su mirada clara y triste hasta el fondo de aquella feria del trabajo, del olvido, de la ambición y de los delirios de grandeza, hacía ya tiempo que no creía en la realidad interior, en la autenticidad del mundo en que vivía y desempeñaba un papel importante. Aquel mundo le dejaba frío y no se sentía a gusto en él. Siendo un hombre que disfrutaba tanto con la vida y estando tan bien constituido para el placer, murió probablemente contento de dejar detrás de sí toda aquella miseria.

Me permito la indiscreción de citar una frase de una carta de R. A. Schröder: «En qué soledad ha padecido Suhrkamp el infierno de sus últimos dolorosos años, en los que, a pesar de todo, fue capaz de reunir el valor para mantener una actitud tolerante, generosa, digna, también en sus errores».

Cuando en la conversación o lectura me encuentro con la frase ya estereotipada de la Alemania «verdadera» o «auténtica» o «secreta», veo la figura alta, delgada de Peter. Y también veo a Schröder.