Nosotros los escritores dependemos del idioma, es nuestro instrumento, y nadie llega jamás a dominarlo por completo; al menos puedo decir de mí, que desde que entré en la escuela hace más de setenta años, no he hecho otra cosa más tenaz y continuadamente que tratar de conocer y dominar la lengua alemana y que en ello me sigo sintiendo como un principiante asombrado, que se deja introducir maravillado y medio asustado, medio dichoso en los laberintos del alfabeto, donde de un pequeño montón de letras se pueden componer palabras, frases, libros e imágenes gráficas de todo el universo.
La base y los elementos primordiales del lenguaje son las palabras. En el trato con ellas descubrimos pronto que cuanto más antigua es una palabra, más vitalidad y fuerza evocativa contiene. Los nombres que Adán dio en el paraíso a los árboles y las flores poseen otras y más profundas fuerzas que los que más tarde les dio el venerable Linné.
Nuestras lenguas son todas bastante antiguas, pero su vocabulario cambia constantemente. Las palabras enferman, mueren y desaparecen para siempre y en cualquier lengua nuevas palabras vienen a añadirse todos los días al fondo antiguo. Pero con este crecimiento sucede como con cualquier progreso: podemos asombrarnos admirados de la capacidad que tiene el idioma de inventar nuevas expresiones para cosas nuevas, nuevas condiciones, funciones y necesidades de la vida humana, pero al mirarlas detenidamente notamos pronto que de cien palabras aparentemente nuevas noventa y nueve son sólo combinaciones mecánicas del fondo antiguo, que en realidad no son palabras verdaderas y auténticas, sino solamente denominaciones provisionales. El número de vocablos nuevos que han engrosado en los últimos siglos nuestros idiomas es enorme y asombroso, pero su peso y su fuerza expresiva, su sustancia lingüística, su belleza y su auténtico valor son lamentablemente pobres, la aparente riqueza es una especie de fenómeno de inflación.
Si tomamos una página cualquiera de un periódico, nos encontramos en seguida con docenas de estos vocablos que hasta hace poco no existían y de los que no sabemos si existirán aún pasado mañana. Esas palabras extraídas al azar de una página de periódico pueden ser: sucursal - reparto de dividendos - oscilación de rentabilidad - bomba atómica - existencialismo. Son vocablos largos, complicados y pretenciosos, pero todos tienen el mismo defecto, carecen de una dimensión, califican pero no conjuran, no vienen de abajo, de la tierra y del pueblo, sino de arriba, de las redacciones, de las oficinas de la industria, de los despachos de las autoridades.
Las palabras auténticas, desarrolladas, áureas, perfectas son: padre, madre, antepasados, tierra, árbol, montaña, valle. Cada una de ellas es entendida tanto por el pastor como por el profesor o consejero federal, cada una apela no sólo a nuestra razón, sino a nuestros sentidos, cada una sugiere una nube de recuerdos, ideas y evocaciones, y cada una se refiere a algo eterno, imprescindible, insustituible.
A las palabras buenas, cargadas de significado, pertenece también la palabra pan. Sólo hace falta pronunciarla y dejar que penetre en nosotros su contenido para que todas nuestras fuerzas vitales, las del cuerpo y las del alma, se sientan apeladas y movilizadas. Estómago, paladar, lengua, dientes, manos hablan también y en el alma despiertan mil recuerdos; pensamos en la mesa de comedor de la casa paterna, alrededor están sentados los queridos y familiares personajes de nuestra infancia, el padre o la madre cortan los trozos del pan, calculando su tamaño y grosor, según la edad o el apetito de cada uno, de las tazas sube el aroma de la leche caliente del desayuno. O con una sensación intensa nos asalta el recuerdo del olor que venía a primeras horas de la mañana, casi aún de noche, de la casa del panadero, cálido y nutritivo, estimulante y tranquilizador, despertando el hambre y ya casi saciándolo. Vemos de nuevo a la vieja criada poner la mesa, colocar el grueso plato de madera sobre el mantel y poner el pan encima, el pesado pan con el suave brillo de su redondez marrón oscura y el mate polvo de la harina en su lado plano, y junto a él colocar el cuchillo grande con el sólido mango de madera y la hoja ancha.
Y también recordamos a través de toda la historia universal las miles de escenas e imágenes en las que el pan juega un papel, surgen ante nosotros las palabras de los poetas y muchas palabras de la Biblia, y en todas partes el pan tiene junto al significado nutritivo prosaico de la vida cotidiana, uno más alto, que llega hasta la metáfora del Salvador al instituir la Eucaristía. No podemos enumerar todas las evocaciones y todos los recuerdos, brotan de los cuadros de los grandes pintores y de todos los ámbitos de la gratitud y piedad humanas, hasta la música mística de la «pasión» de Juan Sebastián Bach: «Tomad, comed, éste es mi cuerpo».
En lugar de una reflexión tan breve se podría escribir sobre la palabra «pan» todo un libro.
El pueblo, creador y conservador del lenguaje, ha encontrado para el pan expresiones de cariño y gratitud de las que sólo necesito nombrar dos para despertar de nuevo una serie de evocaciones. El pueblo habla a menudo del «querido pan» y cuando los italianos y tessinos quieren calificar y elogiar a alguien que es verdaderamente bueno, dicen que es «buono come il pane».