Lectura favorita
(1945)

Muchísimas veces me han preguntado: «¿Qué es lo que más le gusta leer?».

Para un amigo de la literatura universal la pregunta es difícil de contestar. He leído varias decenas de miles de libros, algunos varias veces, algunos muchas, y en principio estoy en contra de excluir de mi biblioteca y del círculo de mi simpatía o interés cualquier literatura, cualquier escuela o autor. Y sin embargo, la pregunta está justificada y hasta cierto punto puedo contestarla. Se puede ser un omnívoro agradecido y no rechazar nada desde el pan negro hasta el lomo de ciervo, desde la zanahoria hasta la trucha, y sin embargo tener sus tres o cuatro platos favoritos. Y cuando un aficionado piensa en la música puede venirle a la cabeza Bach, Händel y Gluck, sin que por eso quiera renunciar a Schubert o Stravinski. Y si me fijo bien, yo también me encuentro en cada literatura con terrenos, tiempos, tonalidades que me son más afines y queridos que otros: de los griegos me gusta por ejemplo Homero más que los trágicos. Herodoto más que Tucídides. También tengo que reconocer que mi relación con los patéticos no es del todo natural y que me cuesta trabajo: en el fondo no les quiero y mi profundo respeto hacia ellos no está libre de un sentimiento de obligación, ya se trate de Dante o Hebel, de Schiller o Stefan George.

La región de la literatura universal que he visitado más a menudo en mi vida y que seguramente he llegado a conocer mejor, es esa Alemania, hoy aparentemente tan alejada y convertida en leyenda, del siglo entre 1750 y 1850, esa Alemania de la que Goethe es centro y cumbre. A este terreno en el que me siento tan a salvo de decepciones como de sorpresas, a esos poetas, escritores de cartas y biógrafos, que son todos buenos humanistas y sin embargo tienen casi siempre el aroma de la tierra, de lo popular, regreso siempre de todas mis excursiones a lo más antiguo y lejano. De una manera especialmente directa me hablan naturalmente los libros en los que el paisaje, la gente y el idioma me son familiares desde mi infancia, aquí disfruto esa dicha especial de entender el matiz más delicado, la alusión más escondida, la reminiscencia más leve; pasar de uno de estos libros a otro que tengo que leer en traducción, o que no posea en absoluto ese lenguaje y esa música orgánicos, auténticos y florecientes, me cuesta cada vez una conmoción y un pequeño sufrimiento. Naturalmente disfruto sobre todo con el alemán del Sudoeste, el alemán y el suabo, sólo necesito nombrar a Mörike o Hebel, pero me siento feliz con casi todos los escritores alemanes y suizos de aquella época afortunada, desde el joven Goethe hasta Stifter, desde «Heinrich Stillings Jugend», hasta Immermann y Droste, Hülshoff, y el hecho de que la gran mayoría de estos maravillosos y queridos libros se encuentre hoy solamente en un reducido número de bibliotecas públicas o privadas, constituye para mí uno de los síntomas más perturbadores y desagradables de nuestra terrible época.

Pero sangre, tierra y lengua materna no son todo, tampoco en la literatura; existe además la humanidad y existe la siempre sorprendente y gratificadora posibilidad de encontrar una patria en la lejanía más extraña, de amar lo aparentemente hermético e inaccesible y de familiarizarse con ello. Yo la descubrí en la primera mitad de mi vida en los testimonios del espíritu hindú y después en los del espíritu chino. Hacia los hindúes existían, para mí por lo menos, caminos y predestinaciones, mis padres y abuelos habían estado en la India, habían aprendido lenguas indias y probado algo del espíritu de la India. Pero que existiese una literatura china maravillosa y un humanismo y un espíritu chinos que pudiesen llegar a ser para mí no sólo queridos y valiosos, sino lo que es más, un refugio espiritual y una segunda patria, no me lo había imaginado hasta bien pasados mis treinta años. Entonces sucedió lo inesperado; yo que hasta entonces había conocido de la China literaria solamente el Schi King a través de la traducción de Rückert, llegué a conocer a través de las traducciones de Richard Wilhelm y otros algo sin lo que ya no sabría vivir: el ideal chino-taoísta del hombre sabio y bueno. Salvando la distancia de 2500 años, tuve la suerte, yo, que no sé una palabra de chino y que nunca he estado en China, de encontrar en la antigua literatura china una confirmación de intuiciones propias, una atmósfera y una patria espirituales que hasta entonces sólo había poseído en el mundo al que estaba destinado por nacimiento y lengua. Estos maestros y sabios chinos que nos describieron los maravillosos Dschuang Dsi, Lia Dsi y Mong Ko, eran lo contrario de los patéticos, eran sorprendentemente sencillos y estaban cerca del pueblo y de lo cotidiano, no se dejaban engañar y vivían voluntariamente retirados y de manera modesta; su expresión siempre es motivo de admiración y alegría. Kung Fu Tse, el antagonista de Lao Tse, el sistemático y moralista, el legislador y conservador de la costumbre, el único sabio un poco solemne de la época antigua, es caracterizado en una ocasión así: «¿No es acaso aquel que sabe que algo no es posible y sin embargo lo hace?». Esta definición revela una serenidad, un humor y una sencillez para las que no conozco un ejemplo parecido en ninguna literatura. A menudo pienso en esa frase y en algunas otras, también cuando contemplo los acontecimientos mundiales y las declaraciones de aquellos que pretenden gobernar y perfeccionar el mundo en los próximos años y décadas. Hacen como Kung Tse, el Grande, pero detrás de sus actos no está su certeza de que «no es posible».

Tampoco puedo olvidar a los japoneses, aunque no me han ocupado y enriquecido tanto como los chinos. Pero existía y existe en el Japón, al que sólo conocemos —al igual que Alemania— como país guerrero, desde hace muchos siglos algo tan grandioso y al mismo tiempo divertido, tan profundamente espiritual y al mismo tiempo decidida y hasta rudamente orientado hacia la vida práctica como el Zen, una flor en la que participa la India budista y la China, pero que sólo pudo desenvolverse en el Japón. Pienso que el Zen es uno de los bienes mejores que haya podido adquirir jamás un pueblo, una sabiduría y una praxis dignas de Buda o Lao Tse. También me ha fascinado, con largas pausas, la lírica japonesa, sobre todo su afán de sencillez y concisión. No se debe leer lírica alemana moderna si se viene directamente de la japonesa, porque nuestros poemas nos parecerán desesperadamente presuntuosos y rígidos.

Los japoneses han hecho descubrimientos tan maravillosos como el poema de diecisiete sílabas y siempre han sabido que un arte no gana por intentar evitar la dificultad, sino por lo contrarío. Una vez, un poeta japonés escribió una poesía en dos versos en la que decía que en el bosque aún nevado habían florecido algunas ramas de ciruelo. El poeta dio a leer su poesía a un entendido y éste le dijo, «una sola rama de ciruelo es suficiente». El poeta comprendió hasta qué punto tenía el otro razón y lo lejos que estaba aún de la verdadera sencillez, y siguió el consejo de su amigo y su poema es hoy aún inolvidable.

A veces la actual superproducción de libros en nuestro pequeño país es objeto de burla. Pero si yo fuese hoy un poco más joven y tuviese aún fuerzas, no haría otra cosa que publicar y editar libros. No debemos esperar con este trabajo en favor de la continuidad de la vida espiritual hasta que los países de la guerra se recuperen, ni debemos realizar ese trabajo como un negocio coyuntural a corto plazo en el que no hay que ser demasiado concienzudo. La literatura universal está en peligro por las nuevas ediciones hechas deprisa y mal, no menos que por la guerra y sus consecuencias.