Naturalmente que existe una gran cantidad de libros buenos y hermosos a los que deseo una gran difusión. Pero no existen libros de cuya influencia se pueda esperar una mejora de la situación y una configuración más amable del futuro. La crisis que sufre nuestro mundo será, me temo, muy semejante a un ocaso y aunque no llegue a serlo por completo, en él desaparecerán para siempre, además de otras muchas y queridas cosas, también innumerables libros. Lo que ayer era todavía sagrado, lo que hoy es todavía respetable y tiene autoridad para un pequeño círculo de hombres del espíritu, estará pasado mañana socavado y olvidado del todo, a excepción de ese resto que es indestructible y que constituye la levadura de cada nueva creación. Nunca desaparecerá mientras existan seres humanos, es lo único «eterno» que posee el hombre.
Este patrimonio supremo de la humanidad se encuentra depositado en diversas formas y lenguas. La Biblia y los libros sagrados de la China antigua, el «Vedanta» hindú y algunos libros y colecciones de libros más, son recipientes en los que ha encontrado forma lo poco que hasta hoy se ha descubierto. Esta forma no es unívoca y estos libros no son eternos, pero contienen la herencia espiritual de nuestra historia. Toda la literatura ha partido de ellos y no existiría sin ellos: la literatura cristiana hasta Dante y hasta hoy es una emanación del Nuevo Testamento y si desapareciese toda esa literatura pero se conservase el Nuevo Testamento, podrían surgir de él siempre nuevas literaturas. Únicamente los pocos «libros sagrados» de la humanidad tienen esa fuerza generativa y sólo ellos sobreviven a los siglos y a las crisis mundiales. Es un consuelo que no importe su difusión. No necesitan ser millones, ni cientos de miles los que toman internamente posesión de este o aquel libro sagrado —o más bien son tomados en posesión por éstos—, bastan unos pocos.