Al leer una novela
(1933)

Hace poco leí una novela, obra de un autor de talento que tiene un cierto nombre, una obra bonita, juvenil que me interesó y gustó en algunos momentos, aunque trataba de personas y cosas que en realidad me interesan poco. Trataba de personas que viven en las grandes ciudades y que se dedican apasionadamente a llenar su vida con «experiencias», diversiones y sensaciones, porque si no su vida carecería de valor y no merecería la pena ser vivida ni contada. Existen muchas novelas como ésta y a veces leo una, porque a mí, que vivo retirado y en el campo, me gusta de vez en cuando informarme sobre la vida de mis contemporáneos, especialmente sobre la vida de aquéllos de los que me siento separado por grandes distancias, que me son muy extraños, cuyas pasiones y opiniones tienen por lo tanto para mí el encanto de lo singular, exótico e incomprensible: en una palabra, la vida de los habitantes de las grandes ciudades y de los ávidos de placer. Por la vida de esta clase de individuos siento no sólo el interés que siente el europeo por los elefantes y cocodrilos, sino también un interés muy fundamentado y legítimo: porque no ignoro que aunque uno esté viviendo tan tranquilo en su terruño bucólico, su vida y su destino están influidos por aquellas grandes ciudades y a menudo ¡cuánto y cuán intensamente! Porque allí, en aquel hormiguero, en aquella atmósfera de vida agitada, dirigida por los instintos, y por eso, imprevisible, allí se decide la guerra y la paz, el mercado y los valores, no por personas, sino por la moda, por la bolsa, por estados de ánimo, por la «calle». Lo que el habitante de las grandes ciudades llama vida, se desarrolla casi exclusivamente en aquella capa y, aparte de la política, entiende por ello los negocios y la sociedad, y por sociedad entiende a su vez, casi exclusivamente esa parte de su vida, que está dedicada a la búsqueda de sensaciones y placeres. Esa gran ciudad cuya vida no comparto y que me es extraña decide sobre algunas cosas que tienen también en mi vida una cierta importancia. Tampoco ignoro que los lectores de mis libros son en su mayor parte habitantes de grandes ciudades, aunque yo no escribo en absoluto, ni soy capaz de escribir, para habitantes de grandes ciudades, ya que sólo les conozco muy de lejos y lo poco que veo del lado externo de su vida lo tomo más o menos tan en serio como mi monedero o la actual forma de gobierno: es decir, sólo un poco.

No pronuncio con ello un juicio de valor, ni sobre la gran ciudad, ni sobre las novelas que tratan de ella. Me resultaría más simpático y afín leer obras que tratasen de personas más serias y ejemplares. Pero yo mismo soy escritor y sé desde hace tiempo que los escritores que «eligen» sus temas, no son escritores y que nunca vale la pena leerles, es decir que el tema de una obra no puede ser nunca objeto de un juicio de valor. Una obra puede utilizar el tema más maravilloso del mundo y carecer de valor y puede tratar de una nadería, de una aguja perdida o de una sopa quemada y ser literatura auténtica.

De modo que leí la novela de aquel autor sin especial respeto por su tema; el respeto al tema debe tenerlo el autor, no el lector. El lector debe tener en cambio respeto a la literatura, al oficio del escritor y debe juzgar, sin tener en cuenta el tema, una obra literaria, sobre todo por la calidad de su trabajo. A eso estoy siempre dispuesto, y cada vez tiendo más a colocar la calidad del trabajo artesano por encima de todas las ideas o todos los contenidos emocionales. Porque en varias décadas de mi vida y de mi trabajo como escritor, he hecho la experiencia de que se pueden imitar y simular fácilmente ideas o sentimientos, pero no la calidad del trabajo artesano. Así que leí la novela con interés y respeto, no entendiendo todo, sonriendo a veces y aprobando muchas cosas sinceramente. El héroe del libro es un joven literato al que aparta mucho de su actividad profesional el hecho de divertirse con sus amigos y tenerse que dedicar a las mujeres, que se enamoran de él y que constituyen su fuente de ingresos. El autor siente gran aversión por la gran ciudad, la sociedad, el sensacionalismo del reportaje periodístico, intuye que la brutalidad y crueldad, la explotación, la guerra tienen allí sus raíces. Pero su héroe no es lo suficientemente fuerte para dar la espalda a este mundo, sino que huye de él en círculo, viajando, cambiando constantemente de diversiones y de aventuras amorosas.

Éste es el tema. Significa que hay que describir entre otras cosas, restaurantes, vagones de ferrocarril, hoteles, mencionar los importes de las facturas de las cenas, etc., y quizás estas cosas tengan su interés. Pero entonces llegué a un pasaje que me chocó. El héroe llega a Berlín, se aloja en el hotel, en la habitación número once, y al leerlo (interesado por la técnica y deseoso de aprender en cada línea como colega del autor) pienso: «¿Para qué necesita especificar el número de la habitación?». Espero, estoy convencido de que el once tendrá algún sentido, quizás uno muy sorprendente, bonito, sugestivo. Pero me veo defraudado. El héroe vuelve una o dos páginas más tarde a su hotel, y ¡ahora ocupa de repente el número doce! Releo las páginas, no me he equivocado, antes decía once y ahora doce. Y no es ninguna broma, ningún juego, ningún encanto, ni misterio, es simplemente un descuido, una inexactitud, una pequeña negligencia técnica. El autor escribió una vez doce y otra once, luego no volvió a leer su trabajo, por lo visto tampoco leyó las galeradas, o las leyó con la misma indiferencia y superficialidad con que escribió aquellos números: porque, ¡al diablo!, los detalles importan poco, la literatura no es el pupitre de la escuela donde a uno le piden explicaciones por errores de razonamiento y de ortografía, porque la vida es breve y la gran ciudad agotadora y deja poco tiempo a un autor joven para su trabajo. De acuerdo con todo, y sigo teniendo todo el respeto por la aversión que siente el autor hacia todos los sensacionalismos periodísticos escritos sin responsabilidad, por la superficialidad y frivolidad con las que la gran ciudad pasa por encima de todas las cosas. Pero de repente, a partir de ese número doce, el autor ya no tiene mi plena confianza, tiene que contar con mi desconfianza, empiezo a leer minuciosamente, encuentro la negligencia con que escribió ese doce también en otras partes y en el recuerdo la descubro en pasajes que leí anteayer todavía con toda la buena fe. Y de pronto el libro pierde peso, responsabilidad, autenticidad y sustancia, todo por ese estúpido número doce. De repente tengo la sensación de que este bonito libro ha sido escrito por un habitante de gran ciudad para habitantes de gran ciudad, para el día, para el instante, el autor no se lo ha tomado tan en serio, así que tampoco ese dolor que le causaban la dureza y superficialidad de los habitantes de las grandes ciudades significaban más que una buena ocurrencia de periodista.

Mientras pienso esto recuerdo un pequeño episodio de lectura de hace ya algunos años. Otro autor joven de nombre ya conocido, me envió una novela pidiéndome mi opinión. Era una novela de la Revolución Francesa. En ella se describían entre otras cosas un verano de gran sequía y calor: la tierra se moría de sed, los campesinos estaban desesperados, la cosecha se había agostado, ni una brizna de hierba en todo el país. Pero pocas páginas después el héroe o la heroína, caminan en el mismo verano, por el mismo país, disfrutando con las flores risueñas que florecen en un exuberante campo de trigo. Le escribí al autor que esa falta de memoria y ésa chapucería me habían estropeado todo el libro. El autor, sin embargo, no entró en discusión sobre este asunto, la vida era demasiado corta y él ya estaba en otros trabajos que también urgían. Solamente contestó que yo era un maestro de escuela mezquino y que en una obra de arte realmente importaban otras cosas que esas bagatelas. Afortunadamente no todos los autores jóvenes piensan así. Me arrepentí de mi carta y desde entonces no he vuelto a escribir ninguna parecida. ¡Pero que en una obra de arte, precisamente en una obra de arte, no importen la verdad, la fidelidad, la elegancia, la pulcritud! Qué bien que hoy existan también autores jóvenes que saben expresar bagatelas con elegancia y pulcra minuciosidad, con una graciosa agilidad que, como las habilidades de los acróbatas, deben su gracia a un trabajo riguroso y una escrupulosidad en el oficio.

De todos modos es posible que yo sea un refunfuñón y un Don Quijote rancio de la moral artística. ¿Acaso no sabemos todos que el noventa por ciento de todos los libros son escritos y leídos rápidamente y sin responsabilidad? ¿Y que pasado mañana todos nuestros papeles impresos, incluidas mis críticas, serán papelotes? Así que ¿Por qué tomar las pequeñeces tan en serio? ¿Y por qué cometer con un autor que escribe cosas bonitas para un día la injusticia de leerlo como si hubiese escrito para la eternidad?

Sin embargo yo ya no puedo cambiar de opinión sobre este asunto. El comienzo de toda decadencia es dar por supuesto que hay que tomar en serio las cosas grandes y no tomar en serio las pequeñas, que hay que respetar profundamente a la Humanidad, pero fastidiar a los subalternos, considerar sagrados la Patria, o la Iglesia o el Partido, pero hacer el trabajo de cada día mal y chapucero; así comienza toda corrupción. Contra eso sólo existe un remedio pedagógico: dejar de momento completamente a un lado, en uno mismo y en los demás, las llamadas cosas serias y sagradas, como las convicciones, las ideologías y el patriotismo, y dirigir toda la seriedad a lo pequeño y mínimo, al trabajo del momento. El que deja reparar su bicicleta o su cocina por un mecánico, no pide de éste ni amor a la humanidad ni fe en la grandeza de Alemania, sino un trabajo decente y única y exclusivamente por éste juzga al hombre y hace muy bien. ¿Por qué habría de ser distinto precisamente en el terreno intelectual? ¿Por qué un trabajo, por llamarse obra de arte, no habría de ser exacto y concienzudo? ¿Y por qué habríamos de pasar por alto los «pequeños» errores técnicos en aras de las ideas bonitas? No; vamos a dar la vuelta a esta lanza. También en otras ocasiones los grandes gestos, actitudes o programas son a menudo lanzas que al darles la vuelta nos sorprenden ya sea por el solo descubrimiento de que son de cartón.