Notas sobre el tema literatura y crítica
Críticos buenos y malos
(1930)

El individuo con vocación, nacido para su profesión, es siempre un fenómeno agradable y poco frecuente: el jardinero nato, el médico nato, el pedagogo nato. Más raro todavía es el escritor nato. Puede parecer indigno de su dotes, puede que se contente con su talento, sin alcanzar nunca la lealtad, el valor, la paciencia y el esfuerzo que capacitan al talento para la obra. Sin embargo siempre fascinará, será un favorito de la naturaleza y poseerá dones que ningún esfuerzo, ningún trabajo constante, ninguna intención bondadosa jamás sustituyen.

Seguramente menos frecuente aún que el escritor nato es el crítico nato: es decir aquel que no toma su primer impulso para el trabajo crítico del estudio y de la erudición, de la aplicación y del esfuerzo, del espíritu de partido o de la vanidad o la maldad, sino de un estado de gracia, de una agudeza innata, de una capacidad mental analítica, de una responsabilidad cultural seria. Este crítico agraciado puede tener además propiedades personales que adornen o desfiguren su talento, puede ser bondadoso o malvado, vanidoso o humilde, ambicioso o cómodo, puede cuidar su talento o abusar de él, siempre tendrá frente al crítico que sólo es aplicado y erudito la gracia de la creatividad. Evidentemente en la historia de la literatura, al menos en la alemana, se encuentran más a menudo los poetas natos que los críticos natos. En la época que va del joven Goethe a Mörike o Gottfried Keller, podemos aducir docenas de nombres de auténticos escritores. Entre Lessing y Humboldt es más difícil llenar el espacio con nombres de peso.

Mientras que el escritor, desde un punto de vista realista, parece innecesario para su pueblo, una excepción y un caso aislado, la evolución de la prensa ha hecho que el crítico sea una institución permanente, una profesión, un factor imprescindible de la vida pública. Quizás no exista siempre una necesidad de producción literaria, una necesidad de literatura —pero sí parece existir una necesidad de crítica, la sociedad necesita órganos que asuman como especialistas el tratamiento intelectual de los fenómenos de la época. La idea de oficinas de escritores nos daría risa, pero estamos acostumbrados y aceptamos que existan en la prensa centenares de puestos fijos de críticos pagados. Contra esto no habría nada que objetar. Pero el crítico nato y auténtico es poco corriente, la técnica quizás se puede refinar, y el oficio se puede aprender, pero no pueden multiplicarse los verdaderos talentos y así vemos a muchos cientos de críticos establecidos ejercer toda su vida un oficio cuya técnica quizás hayan aprendido razonablemente, pero cuyo sentido más profundo les es extraño— del mismo modo que vemos ejercer esquemáticamente su oficio, aprendido someramente, a cientos de médicos o comerciantes sin vocación profunda.

No sé si este estado de cosas es perjudicial para la nación; para un pueblo con pretensiones literarias modestas, como es el alemán (en el que entre diez mil no hay ni uno que a la hora de hablar o de escribir domine realmente su propia lengua y donde se puede llegar a ser ministro o profesor de universidad sin saber alemán), para un pueblo semejante carece probablemente de importancia que exista un proletariado de críticos como existe un proletariado de médicos y maestros.

Para el escritor es una desgracia depender de un aparato crítico insuficiente. Es un error creer que el escritor teme a la crítica, que por vanidad de artista prefiere cualquier adulación estúpida a una crítica auténtica y penetrante. Al contrario: el escritor, como cualquier ser busca amor, pero en la misma medida busca comprensión y reconocimiento y la conocida burla de los críticos mediocres sobre el escritor que no soporta una crítica, procede de fuentes turbias. Para cualquier escritor auténtico es una alegría encontrarse con un crítico auténtico, no porque aprenda mucho de él para su arte, porque eso es imposible, sino porque significa una aclaración y corrección muy importante verse insertado a sí mismo y a su trabajo de manera objetiva en el balance de su nación y de su cultura, en el intercambio de talentos y resultados, en lugar de flotar en una irrealidad paralizante incomprendido en su trabajo ya sea sub o sobre estimado.

Los críticos incapaces (los que son agresivos por inseguridad, porque tienen que opinar sobre valores que no entienden en su esencia o a los que sólo saben acercarse a tientas con maniobras esquemáticas) suelen acusar al escritor de vanidad e hipersensibilidad frente a la crítica, incluso de hostilidad contra el intelecto, hasta que al final el lector incauto no sabe ya distinguir entre el escritor auténtico y el escritorzuelo estúpido de pelo largo de las «Fliegende blätter». En varias ocasiones he hecho personalmente el intento de tratar con críticos de segundo rango (naturalmente no en mi propio interés, sino en favor de autores que me parecían abandonados), no para influir en sus juicios de valor, sino para animarles a opinar a través de informaciones objetivas y nunca me he encontrado con una verdadera disposición, con una acogida objetiva o siquiera con algo como interés por el tema del espíritu. La respuesta de estos profesionales consistía siempre en un ademán que significaba: «¡Déjanos en paz! ¡No te tomes el asunto tan en serio! Ya tenemos bastante todos los días con nuestro odioso trabajo de esclavos: ¡a dónde iríamos a parar si tuviésemos que mirar con lupa cada artículo que escribimos!». En resumen, el crítico profesional de segunda o tercera fila siente por su oficio la misma falta de cariño y responsabilidad que puede sentir por ejemplo un trabajador medio de fábrica por su trabajo. Se ha apropiado de uno de los métodos críticos que estaban de moda cuando era joven y aún estaba aprendiendo; tiene el método de burlarse de todo con suave escepticismo, o de ensalzarlo con superlativos vehementes, o de evitar de otras maneras la misión de su oficio. O ni siquiera entra en la crítica de un trabajo literario (esto es lo más frecuente) sino que en vez de interesarse por el resultado lo hace por el origen, la actitud o tendencia del autor. Si el autor pertenece a un partido contrario se le rechaza, ya sea combatiéndole o burlándose de él. Si pertenece al propio partido, se le elogia o, al menos, se le respeta. Si no pertenece a ningún partido se le suele ignorar pues no le respalda ninguna fuerza.

La consecuencia de estas costumbres no es sólo la desilusión de los escritores, sino también el falseamiento continuo del espejo en el que el pueblo cree poder observar la situación y los movimientos de la vida intelectual y artística. De hecho, entre la imagen que da la prensa de la vida intelectual y la vida misma, encontramos diferencias enormes. Encontramos, a menudo a lo largo de muchos años, que se toman en serio y comentan detenidamente nombres y obras que no tienen el menor efecto sobre ningún sector del pueblo, y vemos que se ignoran autores y obras que tienen una gran influencia sobre la vida y el ambiente general de cada día. En ningún terreno de la técnica o la economía un pueblo toleraría una información tan arbitraria e ignorante. En la páginas de deporte y economía de un periódico medio, se trabaja con mucha más objetividad y rigor que en las páginas culturales; desde luego hay aquí y allá agradables excepciones que merecen aplauso.

El auténtico crítico con vocación puede tener toda clase de defectos y vicios, pero a pesar de todo, su crítica será siempre más acertada que la del colega honesto y riguroso que carece de creatividad. El crítico auténtico tendrá sobre todo una intuición infalible para la autenticidad y la calidad del idioma, mientras que el crítico mediano confunde fácilmente el original y la copia y cae en las trampas del «bluff». Por dos rasgos importantes se distingue al crítico auténtico: en primer lugar escribe bien y con vitalidad, conoce el idioma perfectamente y no abusa de él. En segundo lugar, no tiene la necesidad ni el deseo de reprimir su subjetividad, ni su individualismo, y los expresa con tanta claridad que el lector puede utilizarlos como una cinta métrica; aunque no comparta los criterios y las preferencias subjetivas del crítico, el lector sabe leer fácilmente los valores objetivos de las reacciones del crítico. O más sencillo: el crítico bueno tiene tanta personalidad y se expresa con tanta claridad que el lector sabe o siente perfectamente con quién está tratando, a través de qué clase de lente han pasado los rayos de luz a sus ojos. Por eso es posible que un crítico genial rechace toda su vida a un autor genial, se burle de él y le ataque y que, a pesar de todo, se pueda adquirir una idea correcta de la esencia del autor por la manera de reaccionar del crítico ante el escritor.

En cambio, el defecto principal del crítico débil es que tiene poca personalidad, o que no sabe expresarla. Las palabras más vehementes de elogio o censura de una crítica son inútiles cuando las dice alguien al que no vemos, que no sabe presentarse, que es un cero para nosotros. Precisamente el crítico incapaz tiende a menudo a simular una objetividad y a hacer como si la estética fuese una ciencia exacta; desconfía de sus instintos personales y los disfraza con equilibrio (el sí pero no) y neutralidad. La neutralidad en el crítico es casi siempre sospechosa y denota una carencia: una falta de pasión en su experiencia intelectual. El crítico no debe ocultar su pasión (si la tiene), sino que debe precisamente mostrarla, no actuar como si fuese un aparato de medición o un ministerio de cultura, sino responder de su propia persona.

La relación que existe entre los autores mediocres y la crítica mediocre, es más o menos ésta: ninguno se fía del otro, el crítico no aprecia mucho al autor, pero teme que al final se revele como un genio. El autor no se siente comprendido por el crítico, no se siente reconocido, ni en su valor, ni en sus defectos, pero se alegra de no haberse encontrado con un conocedor devastador y espera llegar a hacerse aún buen amigo del crítico y sacar provecho de él. Esta miserable relación de mercachifles reina entre el promedio de los escritores alemanes y la crítica alemana, y la prensa socialista no se diferencia en este aspecto de la burguesa.

Sin embargo, para el verdadero autor no hay nada más odioso que ser amigo de esta crítica mediana, de esta máquina literaria ignorante. Trata por el contrario de provocar a esta crítica, prefiere verse escupido y destrozado, que recibir golpecitos amistosos en el hombro. Hacia el crítico auténtico, también cuando se presenta como enemigo, tiene siempre un sentimiento de solidaridad. Verse reconocido y diagnosticado por un crítico potente es lo mismo que haber sido examinado por un buen médico. Es distinto a tener que oír las tonterías de los chapuceros. Uno quizás se asustará, se sentirá herido, pero sabrá que le toman en serio, aunque el diagnóstico sea una sentencia de muerte. Y en el fondo nadie cree nunca del todo en las sentencias de muerte.

Diálogo entre el escritor y el crítico

Escritor: Insisto: la crítica tuvo en Alemania en ciertas épocas un nivel más alto.

Crítico: Por favor, déme un ejemplo.

Escritor: Está bien. Citaré el ensayo de Solger sobre las «Wahlverwandschaften» y la crítica de Wilhelm Grimm sobre «Berthold» de Arnim. Éstos son hermosos ejemplos de crítica creativa. El espíritu del que proceden es difícil de encontrar hoy.

Crítico: ¿Qué espíritu?

Escritor: El espíritu del respeto profundo. Diga sinceramente: ¿cree que hoy son posibles entre nosotros críticas del nivel de aquellas dos?

Crítico: No sé. Los tiempos han cambiado. Una pregunta: ¿cree que hoy son posibles entre nosotros obras de la categoría de las «Wahlverwandschaften» o de las obras de Arnim?

Escritor: Ah, usted cree que según es la literatura así es la crítica. Usted opina que si hoy tuviésemos una literatura auténtica tendríamos también una crítica auténtica. Es posible.

Crítico: Sí, eso es lo que opino.

Escritor: ¿Puedo preguntar si conoce esos artículos de Solger y Grimm?

Crítico: A decir verdad, no.

Escritor: Pero supongo que conocerá las «Wahlverwandschaften» y «Berthold».

Crítico: Las «Wahlverwandschaften» sí, naturalmente. «Berthold», no.

Escritor: ¿Pero cree que «Berthold» tiene un nivel más alto que nuestra literatura actual?

Crítico: Sí, lo creo por respeto a Arnim, y más aún por respeto a la fuerza que tenía entonces el espíritu alemán.

Escritor: Pero ¿por qué no lee entonces a Arnim y a todos los demás escritores auténticos de aquel tiempo? ¿Por qué dedica toda su vida a una literatura que usted mismo considera mediocre? ¿Por qué no dice a sus lectores?: «Mirad, ésta es la verdadera literatura, dejad esa morralla actual y leed a Goethe, a Arnim, a Novalis».

Crítico: Ésa no es mi misión. Es posible que no lo haga por la misma razón por la que usted no escribe obras como las «Wahlverwandschaften».

Escritor: Eso me gusta. Pero ¿cómo se explica que Alemania produjese entonces aquellos autores? Sus obras eran oferta sin demanda, nadie las quería. Ni las «Wahlverwandschaften», ni «Berthold» fueron leídos por sus contemporáneos, y tampoco hoy las lee mucha gente.

Crítico: El pueblo no se interesaba entonces mucho por la literatura y hoy tampoco. Nuestro pueblo es así. Quizás todos los pueblos sean así. En la época de Goethe había muchos libros amenos, agradables, ésos sí se leían. Y hoy sucede lo mismo. Los libros amenos son leídos, son criticados, no son tomados demasiado en serio por el lector ni por el crítico, pero responden a las necesidades. La gente lee y paga a los escritores amenos y también a sus críticos, los lee y vuelve a olvidar pronto.

Escritor: ¿Y las obras literarias auténticas?

Crítico: Se supone que están escritas para la eternidad. Su época no se siente por lo tanto obligada a tomar nota de ellos.

Escritor: Usted debería haber sido político.

Crítico: Exacto, eso es lo que quería, me hubiese gustado dedicarme a la política exterior. Pero entonces, cuando entré en la redacción, no había ninguna sección política libre, sólo me podían dar las páginas literarias.

La llamada «elección del tema»

La «elección del tema» es un concepto habitual de muchos críticos, para algunos es incluso imprescindible. El crítico medio se enfrenta a diario a un tema que le es impuesto desde fuera. Aunque sólo sea por eso, envidia al escritor por su aparente libertad en el trabajo. Además el crítico del día trata casi exclusivamente con literatura de evasión, con literatura imitada y un novelista hábil, aunque también con una cierta arbitrariedad y por razones puramente prácticas, puede elegir su tema, aunque su libertad está también muy limitada. El virtuoso de la evasión, elegirá libremente su escenario, y siguiendo las tendencias de la moda trasladará su nueva novela al Polo Sur o a Egipto, dejará que se desarrolle en círculos políticos o deportivos, tratará en su libro problemas actuales de la sociedad, de la moral, del derecho. Pero detrás de esta fachada de actualidad hasta el imitador literario más astuto representará una vida que corresponda a sus ideas más profundas, establecidas forzosamente, no podrá evitar una predilección por ciertos caracteres, por ciertas situaciones, y una indiferencia por otros. Hasta en la obra más insulsa se manifiesta un alma, el alma del autor, y el peor escritor que no sabe dibujar ni un solo personaje, ni caracterizar claramente una sola situación humana, acertará en algo en que no había pensado: siempre desvelará su propio yo a través de su artefacto.

En la literatura auténtica no existe una elección del tema. El «tema», es decir los personajes principales y los problemas característicos de una obra literaria, no es elegido nunca por el escritor, en realidad es la sustancia original de toda literatura, es visión y experiencia síquica del escritor. Este puede sustraerse a una visión, huir de un problema vital, dejar a un lado por incapacidad o comodidad un «tema» vivido auténticamente. Pero nunca puede «elegir» un tema. No puede dar a un contenido que por razones puramente racionales y artísticas considera apropiado y deseable, la apariencia de que es el fruto de un estado de gracia, que no ha sido pensado, sino vivido en el alma. Es cierto que escritores auténticos han hecho a menudo el intento de elegir temas, de mandar sobre la poesía: para los colegas los resultados de estos intentos son siempre extremadamente interesantes e instructivos, pero como obras literarias nacen muertas. En una palabra: cuando alguien pregunta al autor de una obra auténtica: «¿No deberías haber elegido otro tema?», es como si un médico preguntase al paciente que tiene una pulmonía: «¿Por qué no se ha decidido usted mejor por un catarro?».

La «huida hacia el arte»

Se suele decir que el artista no debe huir de la vida para refugiarse en el arte.

¿Qué quiere decir esto? ¿Por qué no debe hacerlo el artista?

¿Acaso desde el punto de vista del artista, el arte no es otra cosa que un intento de compensar las insuficiencias de la vida, de satisfacer en la ficción los deseos irrealizables, de satisfacer en la literatura las exigencias irrealizables, en una palabra: de sublimar en el espíritu la realidad inasimilable?

¿Por qué se le plantea únicamente al artista esta necia exigencia? ¿Por qué no se le exige al estadista, al médico, al boxeador o al campeón de natación que haga el favor de superar primero las dificultades de su vida privada antes de refugiarse en los problemas y las satisfacciones de su cargo o deporte?

Que la «vida» tenga que ser forzosamente más difícil que el arte, parece ser un axioma entre los críticos pequeños.

¡Y contemplemos a los innumerables artistas que constantemente y con tanto éxito huyen del arte a la vida, que pintan cuadros tan miserables y escriben libros tan infames, pero que son personas tan encantadoras, anfitriones tan amables, padres de familia tan buenos, patriotas tan nobles!

No, si alguien cree ser un artista, es mejor que luche y dé la cara allí donde están los problemas de su oficio. Hay mucho de verdad (más bien de semiverdad) detrás de la suposición de que cada perfeccionamiento en la obra de un escritor es pagada con sacrificios en su vida privada. De otra manera no se producen obras buenas. Que el arte nace de la abundancia, de la felicidad, de la satisfacción y la armonía es una suposición necia e infundada. ¿Por qué habría de constituir precisamente el arte una excepción, cuando cualquier otra empresa humana se lleva a cabo con dificultad, bajo dura presión?

La «huida al pasado»

Otra «huida» que goza actualmente de pocas simpatías en la crítica cotidiana es la llamada huida al pasado. En cuanto un autor escribe algo que se aleja demasiado del reportaje de moda o del reportaje de deporte, en cuanto pasa de las cuestiones del momento a los problemas de la humanidad, en cuanto busca un período de la Historia o una atemporalidad poética suprahistórica, se le hace el reproche de «huir» de su tiempo. Goethe «huye» al «Goetz» y a la «Ifigenia» en lugar de informarnos sobre los problemas de las casas burguesas de Frankfurt o Weimar.

La sicología de los diletantes

Ya se sabe que los atavismos más crasos son los que tienen la necesidad más vehemente de disfrazarse de modernos y de progresistas. Así la corriente de crítica literaria más barbárica y más hostil al espíritu se oculta hoy bajo la armadura del sicoanálisis.

¿Es necesario que antes me incline ante Freud y su obra? ¿Que reconozca al genio Freud el derecho de estudiar a cualquier otro genio del mundo con su método? ¿Es necesario recordar que cuando la teoría de Freud era aún mucho más discutida, yo ayudé a defenderla? Tengo que pedir expresamente al lector que no quiera ver ataques contra el genial Freud y sus descubrimientos sicológicos y sicoterápicos, en el hecho de que yo encuentre ridículo el abuso que los críticos inanes y los filólogos desertores hacen de los conceptos básicos freudianos.

La difusión y el desarrollo de la escuela freudiana, la cual sigue realizando, hoy como ayer, una labor importante, tanto en el sicoanálisis, como en la curación de las neurosis, y que desde hace años ha conquistado el merecido reconocimiento casi universal, la difusión de esta teoría entre las masas y la creciente penetración de sus métodos y terminología en otros terrenos del espíritu ha dado lugar a un subproducto nefasto y repulsivo: la sicología seudofreudiana de los incultos y una especie de crítica literaria diletante, que analiza las obras literarias según el método que emplea Freud para el análisis de los sueños y otros fenómenos síquicos del subconsciente.

El resultado de estas «investigaciones» es que estos literatos sin formación médica, ni sicológica, no sólo descubren que el poeta Lenau es un hipocondríaco, lo que de todos modos no constituye ninguna revelación, sino que reducen las obras más importantes de este autor y de otros escritores a los sueños y las fantasías de cualquier enfermo mental. Estudian los complejos y las obsesiones de un escritor a través de sus obras y constatan que pertenece a esta o aquella clase de neuróticos: explican una obra maestra derivándola de la misma causa que la agorafobia del Sr. Müller o los trastornos gástricos nerviosos de la Sra. Meier. Sistemáticamente y con un cierto deseo de venganza (el del no-elegido frente al espíritu) apartan la atención de las obras literarias, las reducen a síntomas síquicos, caen al interpretar las obras en los errores más burdos de la biografía racionalizante y moralizante, dejando atrás un montón de ruinas sobre las que yacen sangrientos y sucios los contenidos despedazados de las grandes obras literarias, y todo eso no parece hecho con otra intención que el afán de demostrar que también Goethe y Hölderlin eran nada más que seres humanos, que «Fausto» o «Heinrich von Ofterdingen» sólo son disfraces estilizados de almas completamente corrientes, con impulsos absolutamente corrientes.

Se silencia todo lo que es creación en estas obras, se convierte en materia informe lo más diferenciado que han hecho los hombres. Se silencia el curioso fenómeno de que el mismo contenido que el neurótico convierte en dolores gástricos nerviosos, es transformado por otros seres en grandes obras de arte. No se ve el fenómeno, la forma, lo único, valioso e irrecuperable, solamente lo informe, la materia primitiva. Pero no necesitamos tantos ni tan arduos estudios para saber que las experiencias materiales de los escritores son aproximadamente las mismas que las de los demás seres humanos. Y de eso que tanto nos gustaría conocer mejor, del milagro asombroso, que de vez en cuando la experiencia anodina se convierte en drama universal en el individuo creativo, lo cotidiano en milagro esplendoroso, de eso no se habla, de eso se distrae el interés. Entre otras cosas constituye también una ofensa contra Freud, cuya genialidad y diferenciación es ya hoy un obstáculo para muchos de sus alumnos aficionados a simplificar. El concepto de la sublimación creado por el propio Freud ha sido olvidado hace tiempo por los alumnos mediocres pasados al terreno literario.

En cuanto al posible valor que estos análisis de autores puedan tener en el aspecto biográfico y sicológico (después de todo podrían tener algún interés, si no para la comprensión de las obras de arte, sí para estas especialidades auxiliares) es extremadamente pequeño y dudoso. El que alguna vez en su vida se haya sometido a un sicoanálisis o lo haya realizado sobre otra persona o simplemente haya participado como espectador atento, sabe qué cantidad de tiempo, paciencia y esfuerzo requiere y con qué astucia y tenacidad se ocultan al analista las primeras causas que está buscando, los orígenes de las represiones. Sabe también que para penetrar esas causas hay que estudiar pacientemente las manifestaciones síquicas espontáneas, hay que estudiar cuidadosamente los sueños, los actos fallidos etc. Si un paciente dijese a su analista: «Querido señor, no tengo tiempo ni ganas para todas estas sesiones, pero aquí le entrego un paquete que contiene mis sueños, deseos y fantasías escritas en forma resumida; tome este material y haga el favor de descifrar en él lo que necesite saber». ¡Cómo se reiría el médico de tan ingenuo paciente! Es cierto que el neurótico también puede pintar cuadros o escribir poemas, el sicoanalista los estudiará, y tratará de utilizarlos, pero pretender leer en tales documentos la vida síquica subconsciente y la historia síquica de una persona le parecería a cualquier sicoanalista una pretensión sumamente ingenua y diletante.

Pues bien, los críticos de literatura incultos no hacen otra cosa que engañar a los lectores, aún más incultos, asegurando que se puede realizar un sicoanálisis con tales documentos. El paciente está muerto, no hay que temer control alguno, así que se puede dar rienda suelta a la fantasía. Se obtendría un resultado muy divertido si un autor hábil analizase a su vez esas interpretaciones aparentemente analíticas y revelase los instintos elementales de los que nutren su afán esos falsos sicólogos.

No creo que Freud tome en serio esta literatura de sus falsos alumnos. No creo que ningún médico o científico serio de la escuela sicoanalítica lea esos ensayos y trabajos. Pero sería conveniente que los dirigentes se distanciasen claramente de estas actividades diletantes. Lo grave no es que las revelaciones aparentemente profundas sobre los genios del pasado, las interpretaciones aparentemente agudas de obras de arte se publiquen en revistas y libros, que exista un nuevo género literario, que es poco leído, pero en el que los autores ambiciosos pueden cosechar laureles. Lo desagradable es que con este análisis diletante, la crítica cotidiana ha aprendido un nuevo camino de simplificar su trabajo, de hacérselo todo más fácil simulando un cierto cientifismo. Si descubro en la obra de un autor que no me es simpático rastros de complejos y conflictos neuróticos, le denuncio ante el mundo como sicópata. Pero alguna vez se agotará esta tendencia. Llegará el día en que la palabra «patológico» pierda su significado actual. Llegará también el día en que en el terreno de la enfermedad y la salud se descubra la relatividad y se vea que las enfermedades de hoy pueden ser la salud de mañana y que permanecer sano no es siempre el síntoma más infalible de salud. También se descubrirá algún día la sencilla verdad de que para una persona de espíritu elevado y sensibilidad delicada, para una persona extraordinaria e inteligente, puede ser tal vez abrumador, incluso espantoso, vivir en medio de las actuales convenciones sobre el bien y el mal, la belleza y la fealdad. Nietzsche y Hölderlin dejarán entonces de ser sicópatas para la gente y se convertirán de nuevo en genios y se descubrirá, que sin haber conseguido ni mejorado nada, nos encontramos de nuevo donde estábamos antes de que apareciese el sicoanálisis y que nos tenemos que decidir a cultivar las ciencias del espíritu con sus propios medios y sistemas si las queremos hacer avanzar.