Magia del libro
(1930)

De los muchos mundos que el hombre no ha recibido como regalo de la naturaleza sino que ha creado con su propio espíritu, el mundo de los libros es el más grande. Cada niño que pinta las primeras letras sobre su pizarra y hace sus primeros intentos de lectura, da el primer paso hacia un mundo artificial extremadamente complicado, con leyes y reglas de juego, que ninguna vida humana es lo suficientemente larga para conocer del todo y utilizar perfectamente. Sin palabras, sin escritura, sin libros, no hay historia, no existe el concepto de la humanidad. Y si alguien intentara guardar en un espacio pequeño, en una sola casa o en una habitación, la historia del espíritu humano, sólo podría conseguirlo con una selección de libros. Hemos visto que el estudio de la historia y que el pensamiento histórico tienen sus peligros y hemos vivido en las últimas décadas una rebelión vigorosa de nuestro sentimiento de la vida contra la historia. Pero precisamente a través de esa rebelión hemos aprendido que la renuncia a la conquista continua y a la posesión de la herencia intelectual, no devuelve en absoluto la inocencia a nuestra vida y a nuestro pensamiento.

En todos los pueblos, la palabra y la escritura son algo sagrado y mágico, el acto de nombrar las cosas y de escribir son originalmente actos mágicos, con los que el espíritu toma posesión de la naturaleza, y siempre se le ha atribuido al don de la escritura un origen divino. En la mayoría de los pueblos escribir y leer eran artes secretas sagradas, reservadas únicamente a los sacerdotes; que un joven se decidiese a aprender esas artes prodigiosas era algo grande y extraordinario. No era fácil, estaba reservado a unos pocos y tenía que adquirirse con dedicación y sacrificio. Visto desde nuestras civilizaciones democráticas, el espíritu era entonces más raro pero también más noble y sagrado que hoy, estaba bajo protección divina y no al alcance de cualquiera, arduos caminos conducían hasta él, no se obtenía gratuitamente. Sólo nos podemos imaginar vagamente lo que significaba en culturas de orden aristocrático y jerárquico y en medio de un pueblo de analfabetos, conocer el secreto de la escritura. Significaba distinción y poder, significaba magia blanca y negra, era un talismán y una vara mágica.

Aparentemente ahora todo es distinto. El mundo de la escritura y del espíritu está hoy, al parecer, abierto a cualquiera, e incluso se hace entrar a la fuerza al que quiere escabullirse. Saber leer y escribir significa hoy, aparentemente, poco más que saber respirar o a lo sumo montar a caballo. Hoy, aparentemente, escritura y libro están despojados de cualquier dignidad especial, de cualquier hechizo, de cualquier magia. Es cierto que en las religiones existe aún el concepto del libro «sagrado» revelado; pero como la única organización religiosa aún verdaderamente poderosa de Occidente, la Iglesia católica-romana, no pone excesivo interés en difundir la Biblia como lectura profana, no existen en realidad libros sagrados, excepto en el grupo pequeño de los judíos piadosos y entre los seguidores de algunas sectas protestantes. Aquí y allá existe la norma de que el juramento oficial se preste con la mano sobre la Biblia, pero este gesto es sólo un residuo frío y muerto de fuerzas que un día fueron ardientes y, al igual que la propia fórmula del juramento, no tiene para el hombre medio de hoy ningún valor mágico. Los libros han dejado de ser misterios; son, al parecer, accesibles a todos. Desde el punto de vista democrático-liberal, significa un adelanto y un fenómeno normal, pero desde otros puntos de vista, también una degradación y vulgarización del espíritu.

No queremos renunciar a la agradable sensación de un progreso alcanzado y nos alegramos de que leer y escribir no sea ya el privilegio de un gremio o de una casta, que desde la invención de la imprenta el libro se haya convertido en un objeto de primera necesidad y de lujo difundido en masa, que las grandes ediciones permitan precios baratos y que de este modo cada pueblo pueda ofrecer sus mejores libros (los llamados clásicos) a los que son menos pudientes. Tampoco vamos a lamentar demasiado que el concepto «libro» haya perdido casi toda su antigua superioridad y que a causa del cine y la radio parezca haber perdido últimamente aún más valor y fuerza de atracción a los ojos de la gente. No obstante, no debemos temer un futuro exterminio del libro, al contrario, cuanto más se satisfagan con el tiempo ciertas necesidades populares de entretenimiento y enseñanza a través de otros inventos, más recuperará el libro su dignidad y autoridad. Porque incluso la euforia de progreso más pueril se verá obligada a comprender pronto que escritura y libro tienen funciones que son eternas. Se demostrará que la formulación por medio de la palabra y la transmisión de esta formulación a través de la escritura no sólo son un medio importante, sino el único por el que la humanidad puede tener una historia y una conciencia continuada de ella misma.

No hemos alcanzado todavía el punto en el que los nuevos inventos rivales, como la radio, el cine, etc. descarguen al libro de esa parte de sus funciones que no merecen la pena. No hay ninguna razón para que la novela amena sin valor literario, pero rica en situaciones, imágenes, emociones y estímulos sentimentales, no sea difundida por sucesiones de imágenes como en el cine o por transmisión en la radio o por una combinación futura de ambos, en lugar de que miles de personas derrochen gran cantidad de tiempo y fuerza visual en tales libros. Pero la división del trabajo que todavía no vemos realizada en la superficie, se produce ya desde hace tiempo en el terreno secreto de los laboratorios. Hoy oímos a menudo que este o aquel «escritor» ha dejado el libro o el teatro por el cine. En tales casos se ha llevado a cabo la necesaria y deseable separación. Es un error pensar que «escribir» e inventar películas es lo mismo, o que tiene mucho en común. No quiero cantar aquí las alabanzas del «escritor» y hacer ver que en comparación el inventor de películas es inferior, nada más lejos de mi intención. Pero el hombre que trata de comunicar una descripción o una historia por medio de la palabra y la escritura, realiza algo completamente distinto que el que se dispone a contar la misma historia con la ayuda de personas colocadas y filmadas. El escritor puede ser un amanuense infame, y el que hace películas un genio, ésa no es la cuestión. Lo que la gente no sospecha y quizás tarde aún tiempo en descubrir, ha empezado a decidirse en el círculo de los creadores: la diferenciación fundamental de los medios por los que se intenta alcanzar un objetivo artístico. Después de esta separación seguirá habiendo, sin duda, novelas ramplonas y películas cursis cuyos creadores son talentos improvisados, piratas en terrenos donde carecen de competencia. Pero la separación ayudará mucho a aclarar los conceptos y a descargar tanto a la literatura como a sus actuales rivales. El cine no perjudicará a la literatura más de lo que le haya perjudicado, por ejemplo, la fotografía a la pintura.

¡Pero volvamos a nuestro tema! Dije arriba que el libro había perdido «aparentemente» su fuerza mágica, que «aparentemente» los analfabetos escaseaban. ¿Por qué «aparentemente»? ¿No existirá quizá en alguna parte el primitivo hechizo, no existirán tal vez libros sagrados, libros diabólicos, libros mágicos? Quizá el concepto «magia del libro» no pertenece del todo al pasado y a la leyenda.

En efecto. Las leyes del espíritu se transforman tan poco como las de la naturaleza, y al igual que ellas, tampoco se pueden «abolir». Se pueden suprimir castas de sacerdotes y gremios de astrólogos o suspender sus privilegios. Se puede hacer que los conocimientos y las obras literarias que hasta ahora eran la propiedad y el tesoro secreto de unos pocos sean accesibles a muchos, se puede incluso obligar a esos muchos a que conozcan esos tesoros. Pero todo esto sucede en la superficie, y en realidad no ha cambiado nada en el mundo del espíritu desde que Lutero tradujo la Biblia y Gutenberg inventó la imprenta. Todavía existe la magia, el espíritu sigue siendo el secreto de un pequeño grupo de privilegiados ordenado jerárquicamente, sólo que ahora el grupo es anónimo. Desde hace algunos siglos la escritura y el libro se han convertido en un bien común a todas las clases. Del mismo modo tras la supresión de las normas estamentarias sobre el vestido, la moda se ha convertido en patrimonio común. Pero la creación de la moda sigue reservada a unos pocos y el vestido que lleva una mujer bella de buen tipo y gusto refinado tiene sorprendentemente un aspecto completamente distinto que el mismo vestido llevado por una mujer corriente. En el terreno del espíritu se ha producido además desde su democratización un proceso muy divertido y desconcertante: la dirección se les ha escapado de las manos a los sacerdotes y sabios y ha ido a parar a un lugar desconocido donde no se la puede juzgar ni hacer responsable, pero donde tampoco podría legitimarse, ni apelar a ninguna autoridad. Ese sector del espíritu y de la literatura que parece estar a la cabeza porque conforma la opinión pública, o al menos da las consignas diarias, ese sector no es idéntico al sector creativo.

No queremos adentrarnos demasiado en el terreno abstracto. Tomemos un ejemplo cualquiera de la más reciente historia intelectual y literaria. Imaginemos por ejemplo a un alemán culto, muy aficionado a la lectura entre 1870 y 1880, a un juez, médico, profesor de universidad o a un particular amante de los libros. ¿Qué ha leído? ¿Qué sabe del espíritu creador de su tiempo y de su pueblo? ¿Cuándo ha participado en las corrientes vivas y con futuro? ¿Dónde está hoy la literatura que entonces fue reconocida por la crítica y la opinión pública como la buena, la deseable y la digna de ser leída? Prácticamente no ha quedado nada. Mientras Dostoievski escribía sus libros y Nietzsche deambulaba solitario, desconocido y menospreciado por la Alemania enriquecida y hedonista de aquellos años, los lectores alemanes viejos y jóvenes, ricos y pobres leían a Spielhagen y Marlitt, o en el mejor de los casos, los amables poemas de Emanuel Geibel que alcanzó ediciones que no ha vuelto a alcanzar ningún poeta lírico o el famoso «Trompeter von Säckingen» que superó en difusión y popularidad aquellos poemas.

Podríamos acumular cientos de ejemplos. Aparentemente el espíritu está democratizado, y los tesoros intelectuales de una época pertenecen a todos los contemporáneos que han aprendido a leer, pero en realidad, todo lo importante sucede en secreto y en algún lugar debajo de la tierra parece existir un grupo misterioso de sacerdotes o conspiradores que desde la oscuridad anónima dirige los destinos espirituales, disfraza a sus enviados, equipados ron poder y fuerzas explosivas para varias generaciones y los manda sin legitimación a la tierra, cuidando de que la opinión pública, satisfecha de sus conocimientos, no se percate de la magia que se hace ante sus ojos.

Pero en un círculo más pequeño y sencillo observamos cada día los extraños y fantásticos destinos de los libros, como tienen tan pronto el poder del máximo hechizo, tan pronto el don de hacer invisible. Los escritores viven y mueren, conocidos por pocos o por nadie, y después de su muerte vemos a menudo décadas más tarde, resucitar de repente su obra, deslumbrante como si no existiese el tiempo. Hemos visto asombrados cómo Nietzsche, rechazado unánimemente por su pueblo, se convertía, con años de retraso y una vez cumplida su misión entre unos pocos, en un autor favorito que se editaba frenéticamente, o cómo los poemas de Hölderlin entusiasmaban de repente a la juventud estudiosa más de cien años después de haber sido escritos o cómo la Europa de posguerra después de miles de años descubría en el antiquísimo tesoro de la sabiduría china al único y singular Lao-Tse, mal traducido y mar leído: una moda como Tarzán o el «foxtrot», pero enormemente eficaz en el sector vivo y productivo de nuestro espíritu.

Vemos cómo cada año acuden miles y miles de niños por primera vez a la escuela, cómo escriben las primeras letras, descifran las primeras sílabas y vemos una y otra vez cómo para la mayor parte de los niños el saber leer se convierte rápidamente en algo natural y subestimado, y cómo otros, de año en año y de década en década, utilizan cada vez más fascinados y asombrados la llave mágica que les ha dado la escuela. Porque aunque la enseñanza de la lectura se imparta hoy a todo el mundo, muy pocos se dan cuenta del poderoso talismán que les ha sido entregado. El niño orgulloso de sus nuevos conocimientos conquista la lectura de un verso o de un refrán, luego la lectura de una historia pequeña, de un primer cuento, y mientras los no elegidos ejercitan su capacidad de lectura solamente en la sección de noticias y economía de sus periódicos, los otros continúan embrujados por el extraño milagro de las letras y las palabras (que en otros tiempos fueron cada una, una fórmula mágica). De entre estos pocos surgen los lectores. De niños descubren en su libro de lectura un par de poesías e historias, un verso de Claudius o un cuento de Hebel o Hauff, y en lugar de dar la espalda a estos hallazgos una vez alcanzada la habilidad de leer, se adentran en el mundo de los libros y descubren paso a paso lo amplio, diverso y gratificador que es. Al principio tomaron ese mundo por un pequeño estanque con peces de colores, y luego el jardín infantil se volvió parque, se convirtió en paisaje, continente, mundo, paraíso y Costa de Marfil, que atrae con encantos siempre nuevos y florece con colores siempre nuevos. Y lo que ayer parecía un jardín, un parque o una selva, aparece hoy o mañana como templo, con mil salas y patios, en los que habita el espíritu de todos los pueblos y tiempos, a la espera de un siempre nuevo despertar, dispuesto a vivir como unidad la múltiple diversidad de sus formas. Para cada lector auténtico, el mundo infinito de los libros es distinto, cada uno se busca y se vive a sí mismo en él. Uno busca su camino a tientas desde el cuento infantil o el libro de aventuras de indios hasta Shakespeare o Dante, otro desde la primera lección del libro de colegio sobre el firmamento, hasta Kepler o Einstein, un tercero desde la piadosa oración infantil hasta la bóveda sagrada y fría de Santo Tomás o Bonaventura, las audacias sublimes del pensamiento talmúdico o las metáforas primaverales de las Upanishads, la conmovedora sabiduría de los Chassidim o las enseñanzas lapidarias y al mismo tiempo tan amables, tan bonancibles y alegres de la China antigua. Mil caminos conducen por la selva a mil metas y ninguna es la última, detrás de cada una se abren nuevas lejanías.

De la sabiduría o de la suerte depende que uno de estos auténticos adeptos se pierda y asfixie en la jungla de sus libros o que encuentre el camino de convertir sus experiencias de lectura realmente en experiencias y conocimientos útiles para la vida. Los que no tuvieron acceso a los encantos del mundo de los libros piensan sobre él como los que no tienen oído sobre la música, y acusan a menudo a la lectura de ser una pasión enfermiza y peligrosa que inutiliza al ser humano para la vida. Es cierto que tienen un poco de razón; aunque antes habría que determinar lo que entienden por «vida» y si ésta es realmente sólo imaginable como contraposición al espíritu, sin olvidar que la mayoría de los pensadores y maestros desde Confucio hasta Goethe han sido personas sorprendentemente aptas para la vida. De todos modos el mundo de los libros tiene sus peligros y los educadores los conocen perfectamente. Hasta hoy no he tenido tiempo de dilucidar si estos peligros son mayores que los peligros de una vida sin la amplitud universal de los libros. Pues yo también soy un lector, soy uno de los que están embrujados desde la infancia y si me sucediese como al monje de Heisterbach, me perdería durante algunos siglos en los templos y laberintos, cuevas y océanos del mundo de los libros sin notar una disminución del tamaño de este mundo.

Y ni siquiera pienso en el constante aumento de libros que experimenta el mundo. No, aunque no se publicase ni un solo libro nuevo, todo lector auténtico podría seguir estudiando, luchando y disfrutando durante décadas y siglos con el tesoro existente. Cada nueva lengua que aprendemos nos trae una experiencia nueva, y hay muchísimas lenguas, muchas más de las que nos enseñaron en la escuela. No existe sólo un idioma español o un idioma italiano o un idioma alemán o los tres idiomas alemanes: hay tantos idiomas alemanes, españoles o ingleses como existen en cada uno de estos pueblos maneras de pensar y matices del sentimiento de la vida, existen incluso tantos idiomas como pensadores y poetas originales. Jean Paul escribió al mismo tiempo que Goethe, y por desgracia poco apreciado por él, su alemán, tan completamente distinto y tan genuino. En el fondo, ninguno de estos idiomas es traducible. El intento de algunos pueblos de nivel cultural elevado de hacer suya toda la literatura universal a través de traducciones (y en este aspecto los alemanes están entre los primeros) es algo maravilloso y ha dado frutos espléndidos pero en fin de cuentas el intento no sólo no se ha logrado nunca por completo, sino que en principio no es realizable. Todavía no se han escrito los hexámetros alemanes que suenen realmente como Homero. El gran poema de Dante ha sido traducido desde hace cien años varias docenas de veces al alemán, con el resultado de que el poeta traductor más joven y más importante, ante la evidencia de que todos los intentos de traducir una lengua de la Edad Media a una lengua actual eran insuficientes, ha inventado una lengua propia, un alemán de una Edad Media poética para su Dante alemán, exclusivamente para este fin y no podemos por menos que admirarle por ello.

Aunque un lector no aprenda nuevos idiomas o conozca nuevas literaturas, puede proseguir indefinidamente su lectura, puede seguir diferenciándola, potenciándola y formándola. Cada libro de cada pensador, cada verso de cada poeta mostrarán al lector con los años nuevos rostros, serán interpretados de manera distinta, suscitarán nuevas resonancias. Las «Wahlverwandschaften» de Goethe que leí por primera vez como adolescente entendiéndolas sólo parcialmente era un libro completamente distinto a las «Wahlverwandschaften» que leo ahora, quizás por quinta vez. Lo misterioso y grande de estas experiencias de lectura es que a medida que leemos de una manera más sensible y más densa, vemos cada idea y cada obra en su carácter único, en su individualidad y en su estrecho condicionamiento y vemos que toda la belleza, todos los encantos se basan precisamente en esa individualidad y en ese carácter único. Al mismo tiempo creemos ver cada vez con mayor claridad cómo todas esas cien mil voces de todos los pueblos tienden hacia el mismo objetivo, como invocan con otros nombres a los mismos dioses, sueñan los mismos sueños, sufren las mismas penas. Del tejido intrincado de innumerables idiomas y libros de varios milenios, contempla en momentos iluminados al lector una quimera sublime y suprarreal: el rostro del ser humano, en una unidad mágica de mil rasgos contradictorios.