Hace poco tuve que someter de nuevo mis libros a examen. Forzado por circunstancias externas tuve que desprenderme de una parte de mi biblioteca. Así que me vi delante de las estanterías recorriendo paso a paso las filas de libros mientras pensaba: ¿Necesitas este libro? ¿Le quieres? ¿Estás seguro de que volverás a leerlo? ¿Sentirías mucho perderlo?». Como soy una de esas personas que no han podido aprender nunca el «pensamiento histórico», tampoco en las épocas en que éste era preferido con mucho al pensamiento humano, comencé por los libros históricos y sentí pocos escrúpulos. Bellas ediciones de memorias, biografías italianas y francesas, historias cortesanas, diarios de políticos, ¡fuera con ellos! ¿Acaso los políticos han tenido alguna vez razón? ¿No tenía para mí un verso de Hölderlin más valor que toda la sabiduría de los poderosos? ¡Fuera con ellos!
Les siguió la historia del arte. Bonitas obras especializadas sobre pintura italiana, holandesa, belga, inglesa, el Vasari. Colecciones de cartas de artistas, no me dolió mucho. ¡Fuera!
Llegó el turno de los filósofos. ¿Necesitaba el diccionario de Mauthner? No. ¿Volvería a leer alguna vez a Eduard v. Hartmann? Oh no. ¿Pero Kant? Ahí dudé. Nunca se sabe. Y lo dejé en su sitio. ¿Nietzsche? Imprescindible, sus cartas incluidas. ¿Fechner? Sería una pena; se queda. ¿Emerson? Dejemos que se vaya. ¿Kierkegaard? No, lo retendremos todavía. Schopenhauer también, desde luego. Las antologías y recopilaciones tenían buen aspecto «Deutsche Seele» («Alma alemana»), «Gespensterbuch» («Libro de fantasmas»), «Ghettobuch» («Libro del ghetto»), «Der Deutsche im Spiegel der Karikatur» («El alemán en el espejo de la caricatura»), ¿eran necesarias? ¡Fuera! ¡Fuera con ellas!
Ahora los escritores. De los más modernos no quiero hablar. Pero ¿y la correspondencia de Goethe? Una parte fue condenada. ¿Qué hacer con todos los volúmenes de Grillparzer? ¿Son necesarios? No; no lo son. ¿Y toda la obra de Arnim? Creo que lo sentiría. Se queda. Lo mismo Tieck y Wieland. Herder quedó bastante esquilmado. Ante Balzac me invadió la duda, pero luego se quedó en su sitio. Anatole France me hizo pensar. Con los enemigos hay que ser caballeroso; se salvó. ¿Stendhal? Muchos volúmenes pero imprescindibles. Montaigne también. En cambio Maeterlinck quedó diezmado ¡Cuatro ediciones del Decamerón de Boccaccio! Solamente me quedé con una. Luego la estantería con los escritores de Asia oriental. Despido algunos volúmenes de Lafcadio Hearn, todos los demás se quedan.
Ante los ingleses surgieron algunas dudas. ¿Tantos volúmenes de Shaw? Algunos tenían que caer. Y ¿toda la obra de Thackeray? La mitad basta. Fielding, Sterne, Dickens permanecen, a excepción de algunas obras menores.
También de los rusos conservé casi todo. Con Gorki y Turgeniev hubo dudas e indecisiones. Arremetí duramente contra los tratados de Tolstoi. Entre los escandinavos se produjeron algunos corrimientos. Herman Bang se quedó, Hamsun también y Strindberg. Björnson quedó reducido, Geijerstam desapareció.
¿Quién colecciona literatura bélica? Vendo algunos quintales baratos. Pocas obras he comprado de este género, la mayoría vino por su propio pie a casa. No habré leído ni la veinteava parte. ¡Y qué papel tan bueno había todavía en los años 15 y 16!
Cuando al cabo de algunos días terminé con mi selección, descubrí cuánto había cambiado en esos años mi relación con los libros. Había géneros enteros de la literatura que antes había tolerado con amable indulgencia y de los que ahora me desprendía con una risa. Hay autores que ya no es posible tomar en serio. Pero qué consolador que Knut Hamsun viva todavía. Qué bien que exista Jammes. Y qué bonito haber acabado con todas las gruesas biografías de autores con su aburrimiento y su sicología superficial. Ahora hay una mayor claridad en las habitaciones. Han quedado tesoros que lucen con más intensidad. Están Goethe, Hölderlin, la obra completa de Dostoievski. Mörike sonríe, Arnim brilla con audacia, las «Isländersagen» («Leyendas de Islandia») sobreviven cualquier preocupación. Los cuentos y libros populares siguen siendo indestructibles. Y los viejos novelones, los de las cubiertas de piel y su aspecto teológico, suelen ser mucho más alegres que todos los libros nuevos; también siguen en su sitio. No nos importaría que nos sobrevivieran algún día.