Variaciones sobre un tema de Wilhelm Schäfer
(1919)

Cuando los pintores examinan un cuadro, no sólo lo colocan bajo una buena luz, se aproximan y alejan y lo observan desde distintos ángulos, sino que muchos giran el cuadro, lo cuelgan al revés, con el cielo hacia abajo y sólo están satisfechos cuando el cuadro soporta esta prueba, cuando también entonces sus colores vibran y se relacionan mágicamente los unos con los otros.

Eso es lo que he hecho siempre con las verdades, de las que soy un gran amigo. Una verdad buena, auténtica, tiene, así me parece, que resistir que se la vuelva del revés. De aquello que es verdad tiene que ser también verdad lo contrario. Porque toda verdad es la fórmula breve de una visión del mundo expresada desde un determinado polo y no existe un polo sin polo opuesto.

Un escritor al que tengo mucho aprecio, Wilhelm Schäfer, me dijo hace algunos años una frase sobre la misión del escritor que él había descubierto y que más tarde expuso en uno de sus libros. La frase me impresionó, era sin duda buena y cierta, y estaba muy bien formulada, algo en lo que Schäfer es un maestro. Durante mucho tiempo su frase sobre el escritor estuvo resonando en mí, en realidad nunca la he olvidado, siempre resurgía. Las verdades con las que estamos absoluta y totalmente de acuerdo nunca lo hacen. Ésas se tragan y se digieren rápidamente.

La frase decía: «La misión del escritor no es decir lo sencillo de manera importante, sino decir lo importante de manera sencilla».

Durante mucho tiempo, y a menudo, he pensado por qué no terminaba de comprender la famosa frase (que aún admiro hoy); ¿por qué dejaba en mí un resto de vacío y contradicción? Más de cien veces la he analizado en el curso de mis reflexiones. Lo primero que hallé fue una leve disonancia, un error insignificante, una grieta diminuta en el cristal claro de esta fórmula expresada con tanta pureza. «Decir lo importante de manera sencilla —no lo sencillo de manera importante—» parecía un paralelismo impecable y, sin embargo, no lo era del todo. Porque el sentido de la palabra «importante» no era exactamente el mismo en las dos mitades de la frase. Lo «importante» que debe decir el escritor, tenía un sentido directo y unívoco; «importante» significaba aproximadamente tanto como «categóricamente valioso». En cambio el otro «importante», tenía un fondo de desprecio. Si un escritor expresa lo «sencillo», lo que es evidentemente insignificante, de «manera importante», comete en el sentido de aquella frase, un error y la «manera importante» con que se define su manera de actuar es en realidad vana y tiene un sentido irónico.

Es curioso que tardé en hacer la prueba sencilla de aproximarme al problema invirtiendo la frase a modo de ensayo. Ésta decía entonces: «La misión del escritor no es decir lo importante de manera sencilla, sino lo sencillo de manera importante». Y he aquí que tuve una nueva verdad ante mí. La inversión mejoraba formalmente la frase, porque la expresión «de manera importante» conservaba ahora el mismo valor en ambas mitades de la frase en lugar de perder, como antes, secretamente su sentido. Y de repente descubrí que la inversión de la verdad de Schäfer era para mí mucho más auténtica, mucho más valiosa que ésta. Ahora todo estaba claro. La frase de Schäfer seguía siendo cierta y bonita como antes desde su polo, desde el polo de Schäfer. Desde mi polo opuesto la frase invertida resplandecía con una fuerza y un calor completamente nuevos.

Schäfer había dicho que la misión del escritor no era exponer una cosa cualquiera e insignificante de tal manera que pareciese importante, sino elegir para sus descripciones lo que era realmente valioso e importante y decirlo con la mayor sencillez posible. Mi frase invertida decía sin embargo: «La misión del escritor no es decidir si esto o aquello es significativo e importante, su misión no es hacer, como tutor del futuro lector, una selección en el marasmo del mundo y de comunicarle lo que es valioso y realmente importante. ¡No, al contrario! La misión del escritor es precisamente conocer en cada insignificancia, en cada nimiedad, lo eterno y prodigioso y manifestar y comunicar una y otra vez este tesoro, esta certeza de que Dios está en todas partes y en cada cosa».

De esta manera encontraba una fórmula para el sentido o la misión del escritor, que desde mi polo se volvía mucho más valiosa y auténtica que la frase original, que una vez había aceptado adaptándome a ella. No, el poeta, así como lo entiendo en mi fuero interno, no tiene la misión de distinguir entre las cosas importantes e insignificantes que hay en la tierra. Tiene, así como lo imagino, al contrario, la misión, la misión sagrada, de mostrar una y otra vez que «importancia» es solamente una palabra, que ninguna o todas las cosas tienen importancia en la tierra, que no existen cosas que hay que tomar en serio, y cosas que no hay que tomar en serio. Evidentemente Schäfer había querido decir otra cosa. El escritor que él rechaza, es un hombre que con arte y habilidad hace de una nimiedad, que también lo es para él, algo aparentemente importante, que infla las cosas hasta convertirlas en algo trascendental, que, en una palabra, hace teatro. Yo también reniego de esa clase de escritores. Pero difiero de Schäfer en que no creo en absoluto en una frontera entre lo «importante» y lo «sencillo».

Partiendo de aquí logré con los años comprender mejor un fenómeno de la literatura y de la historia de las ideas que siempre me había resultado oscuro y agobiante y que en mi opinión, no había sido comentada nunca satisfactoriamente por nuestros profesores e historiadores de la literatura.

Me refiero a los autores problemáticos, por un lado, y a los pequeños maestros y autores idílicos, por el otro. Hay una serie de escritores, cuyas obras no nos entusiasman en absoluto, pero que tienen un misterioso aire de grandeza e importancia porque han «elegido» enormes temas humanos y han tratado tremendos problemas de la humanidad. Por otro lado hay ciertos «escritores menores» que no han pronunciado ni un solo pensamiento grande, poderoso, universal, que nunca se han preocupado del origen y del futuro de la humanidad y de sus problemas, que han preferido cantar y soñar sobre destinos pequeños, sobre sentimientos de amor y amistad, sobre la triste fugacidad de las cosas, sobre paisajes, animales, pájaros que cantan y nubes del cielo y a los que queremos mucho y leemos una y otra vez. Siempre me ha sido difícil situar y valorar a estos poetas, almas sencillas que en realidad nunca tuvieron nada grandioso que decir y que sin embargo nos son tan queridos. Los escritores como Eichendorff, como Stifter pertenecen a ellos. Y por otro lado están en su sombría fama los grandes autores problemáticos, los planteadores de grandes preguntas, los Hebbel, los Ibsen (no cito con ellos a los pocos verdaderos grandes profetas: Dante, Shakespeare, Dostoievski) los extraños gigantes en cuyas obras resuenan las cuestiones más profundas pero que en total nos alegran tan poco.

En fin, los Eichendorff, los Stifter, y todos los demás, son escritores que dicen lo sencillo de manera importante, porque no notan la diferencia entre sencillo e importante, porque viven en un plano completamente distinto y contemplan el mundo desde un polo diferente. Y precisamente ellos, los idílicos, los hijos de Dios, sencillos y de mirada clara, para los que la brizna de hierba se convierte en revelación, precisamente ellos, a los que llamamos «menores», nos dan lo mejor.

No nos enseñan el qué sino el cómo. Al lado de los grandes pensadores, son como las buenas madres al lado de los padres, y ¡cuántas veces necesitamos más a una madre que a un padre!

Siempre se siente uno bien después de darle la vuelta a una verdad.

Siempre se siente uno bien después de colgar dentro de uno mismo los cuadros al revés. Los pensamientos llegan con más facilidad, las ideas se asocian más deprisa, nuestra barca se desliza más ligera por la corriente del mundo. Si yo fuese un profesor y tuviese que dar clase, si tuviese alumnos que escribiesen redacciones y cosas parecidas, apartaría de vez en cuando durante una hora a los que quisieran seguirme y les diría: queridos alumnos, lo que os enseñamos está muy bien. Pero probad de vez en cuando a invertir nuestras reglas y verdades, sólo como experimento, como juego. Incluso al invertir cualquier palabra, letra por letra surge a menudo una sorprendente fuente de enseñanza, diversión y buenas ideas.

Pues en este juego surge la atmósfera en la que las etiquetas se desprenden de las cosas y éstas nos hablan de manera nueva y sorprendente. El débil juego de colores de un cristal de ventana se convierte en un mosaico bizantino, las teteras en máquinas de vapor. Y precisamente esa atmósfera, esa disposición del alma a no conocer ya el mundo conocido, sino a descubrirle de nuevo de manera más trascendental, precisamente esa disposición la encontramos en esos escritores que hablan de la importancia de lo insignificante.