La redacción de la «Neuen Rundschau» me invita a contestar al ensayo de Edschmid en el número de marzo de esta revista. «Motu proprio» no lo hubiese hecho. Leí este ensayo con placer y estoy de acuerdo con él.
Pero de la actitud que adoptan muchos frente al artículo de Edschmid y frente a todas las manifestaciones de los expresionistas, deduzco un cierto disgusto, una especie de temor y desagrado. Esta actitud se dirige contra la polémica actuación de los jóvenes y la indiferencia con que desechan, desprecian o ignoran obras y valores que solíamos apreciar y querer.
Desde luego es fácil contestar. La visión histórica de la grave época de decadencia literaria que acaba de concluir y a la que alude Edschmid, es corregida en parte por él mismo. Evoca los tiempos áridos del impresionismo y encuentra algunas páginas más adelante palabras cariñosas para Flaubert. En la página quinta de su ensayo, escribe las hermosas palabras sobre el «sentimiento universal» que suenan como si éste fuese cosa exclusiva del expresionismo y como si no hubiese existido algo parecido mucho tiempo antes, unas líneas después recuerda sin embargo el nombre de Hamsun.
Edschmid es injusto por omisión o ignorancia en todo lo que dice sobre la reciente literatura alemana. Comprendo perfectamente que no pueda tomar en serio los criterios y problemas burgueses. ¿Pero de verdad nuestra literatura no ha sido desde el romanticismo más que una acumulación de «historias de matrimonios, de tragedias surgidas del choque entre la convención y la necesidad de libertad, de cuadros de costumbres» etc., tal como él lo expone? ¿Y es realmente Stefan George el único poeta alemán entre Novalis y Wedekind cuyo nombre debe recordarse en una rápida visión de conjunto?
Aquí a Edschmid le sucede según sus propias palabras: «La discusión suele fracasar por cosas secundarias, como cuestiones del estilo y la técnica de la expresión individual, no por los objetivos». De toda la literatura de las últimas décadas le ha impresionado solamente George porque sólo él se distinguió de su época en los aspectos externos de la elección de las palabras etc. Si Edschmid viese el corazón debajo del ropaje, no encontraría la desconsoladora literatura de esas épocas tan vacía y muerta. ¡Cómo él, precisamente él, no tiene comprensión para Richard Dehmel! Edschmid dice sobre la época del Impresionismo: «El autor que aspiraba a lo cósmico no lo alcanzaba, se quedaba en el balbuceo». Puede ser cierto, incluso en el caso de Dehmel, Mombert y otros. Pero a pesar de toda mi simpatía, no encuentro en absoluto que entre los expresionistas (piénsese en J. R. Becher) el sentimiento de lo cósmico se manifieste de otra manera que en balbuceos extáticos.
Así podríamos proseguir indefinidamente. Edschmid es en cada página injusto con la historia.
Pero hay que preguntarse si con esta afirmación no cometemos nosotros también una terrible injusticia con él. ¿Acaso ha pretendido dar una imagen objetiva de la realidad? ¿Es que desea y debe hacer otra cosa que expresar su fe, proclamar su Dios, propagar su amor?
Edschmid lo ha hecho. Según él el «Expresionismo está en cualquier arte, está en la acción».
Para Edschmid la palabra «expresionismo» tiene un valor sagrado. Quizás supone que para otros el término «impresionismo» tiene el mismo valor y quizás sea cierto. En todo caso esta manera ardiente y devota de identificarse con un concepto es una manifestación de juventud. Y de la juventud, si la amamos, solamente exigimos que sea joven. El ataque contra palabras y construcciones históricas fabricadas por uno mismo es algo juvenil, no solamente una virtud o un vicio, sino un derecho, un instinto de la juventud (juventud que no hay que medir necesariamente por años de calendario). Que yo llame a Goethe «el gran piadoso» o «el gran pagano» o «el expresionista» o como quiera, es solamente cuestión de mis sentimientos. Yo puedo decir del arte que me conmueve que es «divino» o «expresionista», es mi derecho.
Y del mismo modo Edschmid tiene también perfecto derecho a rechazar, despreciar y desconocer un arte del que sospecha que lleva los rasgos de la época burguesa. A él mismo le ha sucedido que para gran asombro suyo llamaran en su día a sus primeras novelas «expresionistas». Entonces no sabía nada de expresionismo. A muchos artistas anteriores les sucedió lo mismo —hacían arte impresionista— sin saber nada del impresionismo. Pero aparte de todo esto, existe en el arte de todos los tiempos un espíritu intemporal, un sentimiento universal que no está marcado por el tiempo y no tiene edad. Cuando un día, digamos en cien años, alguien recopile las obras de la época de 1850 a 1910, en las que encuentre ese sentimiento universal intemporal, quizás no figurarán obras de Stefan George, ni de los más jóvenes de hoy, pero quizás sí alguna que otra obra de los autores considerados hoy «impresionistas».
Me parece que en este momento la diferencia principal entre impresionistas y expresionistas en la literatura es que al impresionista le ha sido impuesto su nombre desde fuera, y que el expresionista lo elige él mismo.
En la controversia sobre el arte sucede como en todas las controversias sobre opiniones. Las personas no se entienden mientras no se quieren. Sólo se puede querer a los demás, si se vive el mundo dentro de uno mismo y no fuera. No se aman los objetos, sino que éstos son un motivo feliz para que el alma deje fluir y jugar sus fuerzas más cálidas, las del amor. Nunca he comprendido que no se pueda amar una poesía porque sea de un francés o de un japonés, o que se pueda rechazar a una persona porque sea católica, judía o conservadora. A mí me gusta Dostoievski de otra manera que Goethe, y Kornfeld de otra manera que Mörike, pero me sería imposible decir quién me gusta más. Cada uno me gusta en el instante en que me afecta, en el que puedo pertenecerle y escucharle, en otro momento no podría, no sería un cauce para mi corriente.
Y así he aprendido a través de muchas horas de lectura que a uno le puede gustar Gottfried Keller y también Werfel. Puedo pasar un día feliz con Hölderlin en el jardín y encontrar en «Benkal» de Schickele páginas que me enriquecen.
Yo también encuentro «expresionismo» siempre donde el arte me llama con voz profunda y grande. Porque, en mi teología y mitología particulares, llamo expresionismo al resonar de lo cósmico, al recuerdo de la patria primigenia, al sentimiento universal intemporal, al diálogo lírico del individuo con el mundo, al aceptarse y vivirse a uno mismo en cualquier parábola.
Éste es el expresionismo que propugna Edschmid en la parte no polémica de su ensayo. «Nadie es bueno por ser nuevo. Ningún arte es malo por ser distinto», dice Edschmid.
También es un derecho de su juventud, no actuar en todas las ocasiones de acuerdo con lo que dice. La juventud tiene muchas dificultades, está llena de fuerzas y se choca por todas partes contra normas y convenciones. No hay nada que el hijo odie más que las reglas y convenciones en las que ve atrapado a su padre. Un puñetazo en el rostro del respeto es una de las acciones necesarias para liberarse de las faldas de la madre. Y la generación joven se alegra con razón, cuando ve hundirse un mundo burgués de muchos decenios bajo cuya mezquina férula creció.
Que en medio de este mundo que desaparece existe lo bueno y lo singular, que esos individuos moribundos y muertos no eran en absoluto personajes de comedia despreciables, que durante todo ese tiempo burguesamente impresionista, ardía en cien corazones el fuego intemporal, saber eso, reconocerlo, estar agradecido, no es asunto de los jóvenes.
Pero indudablemente sí es asunto de los que han vivido aquel tiempo y aquel arte no dejarse confundir ahora. Es asunto de los mayores proceder de manera más libre, lúdica, experta, bondadosa con su propia capacidad de amar, que lo pueda hacer la juventud. La madurez piensa a menudo que los jóvenes son precoces. Pero también suele imitar los ademanes y maneras de la juventud; es fanática, injusta, excluyente y se ofende con facilidad. La madurez no es peor que la juventud, Lao Tse no es peor que Buda, el azul no es peor que el rojo. La vejez sólo es inferior cuando juega a ser joven.
Hay oradores brillantes y atletas que siempre quieren estar en la cumbre. Los que vendieron su Böcklin para tener un Leibel, y cambiaron el Leibel por un Picasso. El que pertenece a éstos es incorregible. Arrojará fuera de su biblioteca hoy a Hauptmann, mañana a Ibsen y pasado mañana a Goethe y rellenará púdicamente el hueco.
Y otros no soportan que hoy rija otra cosa que ayer. Soltarán terribles juramentos y dirán que prefieren que se les pudra la mano antes que leer un libro de Werfel o ir a ver una obra de Kornfeld.
Otros, entre los que me gustaría ver a mis amigos, se reirán de ambos. No renegarán del amor que sienten por Storm, Keller, Dehmel o Hermán Bang y, por eso mismo, escucharán gustosos la música del mundo de los jóvenes que llega hasta ellos, admonitoria y conmovedora. ¿Por qué no? Con el amor sucede como con el arte: el que es capaz de amar un poco lo más grande es más pobre y limitado que el que se entusiasma con lo más pequeño.
El amor es extraño, también en el arte. El amor logra todo lo que no logra la cultura, el intelecto, la crítica; reúne lo separado, junta lo viejo y lo nuevo. Supera el tiempo refiriéndolo todo a su propio centro. Sólo él da seguridad, sólo él tiene razón porque no quiere tenerla.
Nada le es sagrado —hasta que lo ama. Nada le es sospechoso, hasta que lo ama. Tanto vale, para él el viejo novelón como el panfleto violento de un día— mientras en ellos habite el espíritu.
A todos, de muchachos, nos han entusiasmado al mismo tiempo Schiller y el libro de aventuras de indios. Luego revisamos espontáneamente nuestras preferencias. Cada diez, cada cinco años hemos visto y amado de manera distinta a Shakespeare, a Goethe, sin mayor problema. Si nos guiamos por el corazón no nos hallaremos desamparados ante el ritmo distinto de una poesía completamente nueva. No porque tengamos un programa de lo «humano», no porque consideremos nuestro deber no sucumbir a ninguna moral. ¿Por qué no sucumbir ante una moral, ante un estilo artístico? Pero sólo mientras sean objeto de nuestro amor. Nunca serán otra cosa que pretextos, nunca esencias. Para nuestra alma únicamente es esencial la chispa de la vida que arde en nosotros, su fuego significa la gracia, significa que somos hijos de Dios; su fuego es para nosotros siempre e incondicionalmente importante.
Por eso no me parece grave la injusticia histórica que comete un ensayo como el de Edschmid. El que hasta hoy haya amado a Keller o Fontane, Storm o Ibsen, no los rechazará ahora, ni por todos los más hermosos artículos del mundo juntos. Si lo hace, que lo haga, el perjuicio será para él. Y quien no pueda soportar la parcialidad y el espíritu audazmente subversivo de estas opiniones, quien prefiera que la juventud sea sabia, bondadosa, comprensiva, en lugar de fanática y puritana, que la rechace. Será en su propio perjuicio.
La cuestión candente traerá consigo quizás nuevos planteamientos y perspectivas en la crítica. El crítico que siguiendo la receta clásica comentaba hasta ahora los libros leídos y no leídos, que tiene intuición y un sentido de la modernidad, que conoce lo viejo y siente venir lo nuevo, que nunca quiere ser injusto, que quiere estar por encima y ser siempre sabio, tiene ahora una papeleta muy difícil… Pero ¿por qué no han de tener dificultades los críticos? Para eso están, al fin y al cabo.