Cuando yo tenía diez años leímos un día en el colegio un poema en el libro de lectura que se llamaba, creo, «Speckbachers Söhnlein» («El hijito de Speckbacher»). Hablaba de un niño heroico, que luchaba en una batalla y recogía balas del suelo para los mayores o realizaba algún otro acto heroico. Nosotros estábamos entusiasmados y cuando el profesor nos preguntó después con un cierto tono irónico: «¿Era una buena poesía?», todos exclamamos con vehemencia: «¡Sí!». Pero él movió sonriente la cabeza y dijo: «No, es una poesía mala». Tenía razón, según las reglas y el gusto de nuestro tiempo y nuestro arte, la poesía no era buena, no era elegante, no era auténtica, era artificial. A pesar de todo nos había arrebatado con una maravillosa ola de entusiasmo.
Diez años más tarde, cuando yo tenía veinte años, hubiese podido decir sin la menor dificultad si una poesía era buena o mala, después de la primera lectura. Nada más sencillo. Bastaba una mirada, leer a media voz dos líneas de versos.
Desde entonces han transcurrido algunas décadas y entre mis manos y ante mis ojos han pasado muchas poesías y hoy vuelvo a estar completamente inseguro sobre el valor que debo o no atribuir a una poesía que me enseñan. A menudo me muestran poemas, en general de personas jóvenes, que desean una opinión y buscan un editor. Y siempre los poetas jóvenes se asombran y se sienten decepcionados cuando ven que ese colega mayor en cuya experiencia habían confiado, no tiene ninguna experiencia y que hojea indeciso los poemas sin atreverse a decir nada sobre su valor. Lo que yo a los veinte años hubiese hecho en dos minutos con una sensación de seguridad absoluta, es ahora difícil, no sólo difícil, sino imposible. Por cierto que en la juventud uno piensa que la «experiencia» es una de esas cosas que vendrán por sí mismas. Pero no viene así. Hay personas que tienen capacidad para la experiencia, tienen experiencia, y la tienen ya desde que van al colegio, incluso desde que están en el vientre de su madre, y luego hay otros, entre los que figuro yo, que pueden vivir cuarenta o sesenta o cien años y morirse por fin sin haber aprendido, ni comprendido bien lo que es realmente la «experiencia».
La seguridad que yo tenía a los veinte años para enjuiciar poemas se basaba en que entonces amaba algunos poemas y poetas con tanta fuerza y exclusividad que inmediatamente comparaba cada libro y cada poema con ellos. Si se parecían a ellos eran buenos, en caso contrario, no valían nada.
Hoy también tengo unos cuantos poetas a los que amo especialmente y algunos son todavía los mismos de entonces. Pero hoy desconfío precisamente de los poemas que me recuerdan inmediatamente por el sonido a uno de esos poetas.
Sin embargo no quiero hablar de poetas y poemas en general, sino solamente de los poemas «malos», es decir de aquellos que prácticamente todo el mundo, a excepción del propio autor, considera sin más, mediocres, inferiores y superfluos. A lo largo de los años he leído muchos de estos poemas y antes sabía perfectamente que eran malos y por qué lo eran. Hoy ya no estoy tan seguro. También la seguridad, el saber se me han mostrado alguna vez, como toda costumbre y todo saber, bajo una luz dudosa; de repente este saber era aburrido, seco, no estaba vivido, tenía huecos, se rebelaba dentro de mí y al final no era tal saber sino algo caduco, superado, cuyo valor pasado ya no comprendía…
Ahora me sucede con los poemas que siento un deseo de aprobar, incluso de elogiar los indudablemente «malos», mientras que los buenos, incluso los mejores me parecen a menudo sospechosos.
Es la misma sensación que se tiene a veces ante un profesor o un funcionario o un demente: normalmente uno sabe perfectamente y con toda seguridad que el funcionario es un ciudadano intachable, un legítimo hijo de Dios, un miembro de la humanidad correctamente numerado y útil, y que el demente es un pobre diablo, un enfermo desdichado, al que se tolera, al que se compadece, pero que no tiene ningún valor. Sin embargo, hay días o al menos horas, por ejemplo cuando uno ha tratado más que de costumbre con profesores o dementes, en que de pronto es verdad lo contrario: entonces el demente resulta un ser feliz, callado y centrado en sí mismo, el profesor o el funcionario resultan en cambio superfluos, de carácter mediocre, individuos sin personalidad y sin naturalidad de los que hay doce por docena.
Algo así me sucede de vez en cuando con los poemas malos. De repente ya no me parecen malos, de repente tienen un aroma, una singularidad, una ingenuidad, precisamente sus debilidades y errores manifiestos son conmovedores, originales, amables y encantadores, y a su lado el poema más hermoso que uno solía querer, resulta un poco pálido y rutinario.
Entre nuestros poetas jóvenes sucede, por cierto, algo parecido desde los días del Expresionismo: por principio han dejado de hacer poemas «hermosos» o «buenos». Piensan que ya hay bastantes poemas hermosos y que ellos no han nacido ni están en este mundo para fabricar nuevos versos hermosos, ni para seguir jugando el juego paciente iniciado por generaciones anteriores. Probablemente tienen toda la razón y sus poemas poseen a veces ese tono conmovedor que sólo se encuentra en las poesías «malas».
La razón es fácil de hallar. Una poesía es en su origen algo completamente unívoco. Es una descarga, una llamada, un grito, un suspiro, un ademán, una reacción del alma viva, con la que ésta trata de defenderse o adquirir conciencia de un impulso, de una experiencia. En esta primera función, la primordial, la más importante, no se puede enjuiciar ninguna poesía. En primer lugar habla sólo al propio poeta, es su desahogo, su grito, su sueño, su sonrisa, su manera de debatirse. ¿Quién va a enjuiciar los sueños nocturnos de los hombres por su valor estético y nuestros movimientos de manos y de cabeza, nuestros ademanes y maneras de andar por su utilidad? El bebé que se mete el pulgar o el dedo del pie en la boca, actúa con la misma justificación y sabiduría que el autor que mordisquea la pluma o el pavo real que extiende su cola. Ninguno actúa mejor que el otro, ninguno tiene más razón, ninguno menos.
A veces sucede que una poesía además de aliviar y liberar al poeta, alegra, conmueve y emociona a otros: es hermosa. Probablemente ése es el caso cuando lo que expresa es común a muchas personas, algo posible en todos. Pero no es absolutamente seguro.
Aquí comienza un proceso problemático. Como los poemas «hermosos» hacen popular al poeta, nacen muchos poemas que sólo quieren ser hermosos, que ignoran por completo la función original, primitiva, inocente, sagrada de la poesía. Estos poemas están hechos desde el principio para otros, para oyentes, para lectores. No son sueños o pasos de baile o gritos del alma, reacciones a hechos vividos, deseos balbuceados o fórmulas mágicas, el ademán de un sabio o la mueca de un demente, son productos intencionados, fabricados, bombones para el público. Han sido hechos para ser propagados y vendidos y para ser disfrutados por los compradores, para su diversión, elevación o distracción. Y precisamente esta clase de poemas encuentra aplauso. Con ellos no hay que compenetrarse seriamente y con cariño, no atormentan ni conmueven, con sus vibraciones bonitas y comedidas se puede vibrar cómodamente y a gusto.
Los poemas «hermosos» pueden disgustar y resultar dudosos como todo lo que está domesticado y adaptado, como los profesores y funcionarios. Y a veces, cuando el mundo correcto se nos hace odioso, tenemos ganas de romper farolas e incendiar templos, y los poemas «hermosos», incluso los de los clásicos sagrados, nos parecen censurados, castrados, demasiado aprobados, demasiado mansos, demasiado ñoños. Entonces nos dirigimos a los poemas malos. Y ninguno nos resulta lo bastante malo.
Pero aquí también acecha la desilusión. La lectura de poemas malos es un placer muy efímero, en seguida harta. Además ¿para qué leer? ¿Acaso no puede escribir cada cual poesías malas? Que lo haga y verá que escribirlas hace más feliz todavía que la lectura de las más hermosas.